Su cultura
Los tehuelches habitaron la Patagonia durante
siglos. Según estudios arqueológicos, sus antepasados poblaron el lugar entre
el 4000 y el 1300 a .C.
Esta asociación se establece a partir de hallazgos de puntas de flechas y otros
objetos de piedra similares a los utilizados posteriormente por esta tribu. Lo
dificil de determinar es la vinculación de la prehistoria tehuelche con los
primeros habitantes de la Patagonia, 12 mil años atrás.
El territorio donde se desarrolló este pueblo
comprende, en el actual sur argentino, la extensa comarca que comienza en los
valles del Río Negro, en la provincia del mismo nombre, y concluye en el
Estrecho de Magallanes, porción de mar que separa a la provincia de Santa Cruz
de la de Tierra del Fuego, prácticamente toda la Patagonia, de este a oeste.
Los tehuelches conformaban un pueblo muy numeroso
pero dividido en principio en dos comunidades: los del sur o aonikenk, y
los del norte o günün a küna. Los grupos se diferenciaban por su lenguaje
‑cada uno contaba con un dialecto propio: el téwesh, tehuelche
propiamente dicho y el tsóneka‑ y
por sus prácticas y costumbres. Ambos eran nómades, no obstante,
los del norte, poco a poco, se convirtieron en buenos ganaderos, sobre todo,
después de la llegada de los europeos, dado que contaron con la imponderable
ayuda del caballo.
Más allá de esta división básica estaban separados
en muchos grupos: dos o tres familias conformaban la comunidad. La rigurosidad
de la tierra que habitaban los obligaba a separarse con el propósito de buscar
la mejor zona para instalar a su familia por unos días. Sin embargo, estos
requisitos no implicaban ningún tipo de abundancia, solo permanecían un tiempo
cazando, pescando, recolectando algún que otro fruto y juntando leña para
cocinar y para no sufrir demasiado el frío; luego partían hacia otro buen
lugar.
De algún modo, los tehuelches, fueron los primeros
ecologístas del mundo: tenían clara conciencia de que si explotaban al máxímo
la pequeña porción de tierra en la que se ubicaban temporalmente, esta quedaría
inutilizable tanto para otras familias como para ellos mismos en un futuro
cercano.
La organización social de los tehuelches era muy
estricta, el trabajo se dividía rigurosamente de acuerdo con el sexo y con la
edad: las mujeres se encargaban de fabricar utensilios y vestimentas, cuidaban
a los niños, acarreaban agua y leña, conservaban el fuego y recogían frutos y
raíces silvestres. Básicamente, se responsabilizaban de la actividad más
importante porque solo esta recolección aseguraba el alimento a los suyos
debido a que la caza era incierta. A veces, en una familia había más de una
mujer, sobre todo teniendo en cuenta que aceptaban la poligamia.
La educación era impartida por los mayores: a los
niños se les enseñaba a comer sin atragantarse y no más de lo necesario.
Respetaban, como la mayoría de las comunidades americanas, la sabiduría y
consejos de los ancianos. Con los pueblos vecinos, en general, los aonikenk
eran corteses pero reservados. También fueron conocidos por su gran
hospitalidad, recibían es sus toldos a viajeros y los cuidaban y atendían el
tiempo que ellos quisieran quedarse. Cuesta imaginar estas prácticas en un
pueblo itinerante, pero así sucedía. Su vida resultaba sumamente agitada en
verano, cerca de la cordillera; en invierno necesitaban aproximarse a la costa.
Este recorrido no era arbitrario sino que acompañaba el movimiento cíclico de
guanacos y ñandúes, bases de su alimentación. En el caso del ñandú (choique,
en la voz aborigen) no solo aprovechaban su carne sino también sus enormes
huevos.
Para la caza utilizaban arcos y flechas, hondas,
lanzas y boleadoras: un arma construida con dos o tres piedras redondeadas
forradas con cuero que unidas con largas tiras, también de cuero, a una suerte de
agarradera del mismo material, utilizadas para revolcarlas e impulsarlas hacia
las patas del ñandú, que quedaba enredado y caía, imposibilitado de seguir
corriendo. En la caza participaba una gran mayoría de la tribu: armaban una
especie de ronda acorralando a la presa. No solo atrapaban guanacos y ñandúes,
sino también pumas y huemules (ciervos patagónicos) y otros animales más
pequeños, como zorrinos, maras (liebres patagónicas), peludos y algunos
roedores. Jamás comían chanchos ni lobos marinos porque según sus creencias
estos habían sido hombres en otras vidas transformados por su reprochable
conducta: los chanchos por sus maldades; los lobos marinos por andar siempre
borrachos.
Si bien la caza fue su principal modo de
subsistencia, nunca fue indiscriminada y contó a lo largo de los siglos con un
halo de ritual como se observa con claridad en el legado pictórico del arte
rupestre. Los aborígenes creían en la necesidad de propiciar a los espíritus
para que les permitieran cazar, por eso se puede interpretar en las pinturas:
primero, la caza del espíritu, después la caza de la carne.
En cuanto a los animales domésticos, no se sabe si
antes de la llegada de los españoles criaban perros, aunque se tiene la certeza
de que después de la conquista muchos canes los acompañaban en sus viajes.
Había dos tipos de perros conviviendo con ellos: los cuzquitos que gozaban de
sus mismas comodidades, dormían en sus camas, viajaban a caballo; los más
grandes, parecidos a los que hoy conocemos como ovejeros, peludos y fuertes. A
estos últimos les tocaba la tarea de ayudar a los hombres en la caza:
perseguían a la posible presa aun a riesgo de recibir una patada. Eran fieles y
obedientes.
Teniendo en cuenta su nomadísmo, a sus viviendas las
construían rápido, pero bien armadas. El ambiente que los resguardaba del
intenso frío invernal y también del fuerte sol en verano consistía en una
especie de toldo construido en un principio con cuero de guanaco. Luego, usaron
también cuero de caballo, por supuesto, después de aprovechar su carne. Los
toldos eran diferentes de acuerdo con la estación: en invierno sumamente
cerrados y más grandes ‑debían estar mucho tiempo adentro‑, con abertura hacia
el norte, desde donde soplaba menos viento. Los de verano, más pequeños y con
abertura hacia el este. La hechura resultaba bastante sólida: los cueros se
cosían entre sí y se sostenían con palos; sus costados se apretaban al suelo
con grandes piedras y así quedaban fijos sin posibilidad de volarse con los
fuertes vientos patagónicos.
Los tehuelches creían en diferentes espíritus y en
una deidad suprema que creó el mundo pero que no intervenía en él. Sus chamanes
curaban enfermedades con la ayuda de esos espíritus, por eso eran venerados en
toda ocasión.
Tanto para los tehuelches como para los araucanos y
los mapuches, Fiesta‑Vida y Rito son todavía hoy parte de un todo indisoluble
que acompaña cada instancia decisiva de su existir. Por eso hay fiesta desde el
nacimiento hasta la muerte, y aún más allá.
Por ejemplo, la primera ocasión de festejar en la
vida aborigen se da en el primer año, cuando se estimula al niño, se lo saca de
su cuna y se lo ubica en un corralito de caña o quelquel para que ensaye
sin peligro sus primeros pasos. Es lo que ellos denominan lacutún o "ceremonia de elección del nombre".
Para la mayoría de estos pueblos, antes de la
Conquista del Desierto, cuando su cultura estaba resguardada, las ofrendas o el
sacrificio de animales en estos rituales era fundamental, dado que funcionaba
como condición necesaria para cualquier tipo de solicitud al Ser Supremo, como
el pedido de buenos augurios para el que recién se inicia en el camino de la
vida. Se repetían en cada etapa de cambio de la vida: los ritos de iniciación ‑pasaje
de la pubertad a la madurez‑, los referentes al casamiento, a la procreación y,
como parte de la vida, los que acompañan el tránsito hacia la muerte.
Cuando Magallanes y sus marinos llegaron a lo que es
hoy la Patagonia argentina, les llamó poderosamente la atención la gran altura
y corpulencia de los habitantes originarios: medían un promedio de 1,85 y se
encontraron esqueletos de más de 2 metros . Además, su indumentaria era abundante
en pieles y cueros por lo que su contextura aumentaba a la vista de los
extranjeros, más si se tiene en cuenta que siglos atrás la población europea
contaba con menos altura que la actual.
El asombro de esos primeros marinos devino en
leyenda a su regreso a Europa: la leyenda de los gigantes patagones, quienes no
eran otros que los tehuelches. Pero, ¿por qué patagones? Porque por el frío no
solo cubrían sus espaldas con largas capas de pieles y cueros sino que
envolvían sus pies de tal modo que aumentaba su tamaño, tanto como para dejar
huellas impresionantes: huellas de patas grandes, huellas de patagones...
En el siglo XXI muy poco ha quedado de ese gran
pueblo: durante lo que se llamó Conquista del Desierto a mediados del siglo
XIX, sus tierras fueron ocupadas y ellos perdieron su libertad. Algunos, los
menos, se fueron incorporando a la nueva vida pero para ello fueron dejando de
lado sus costumbres. Otros, los más, murieron en la conquista. Poco a poco, la
cultura tehuelche fue desapareciendo. Su lengua quedó reducida a una escasa
práctica: no más de cincuenta personas la manejar con fluidez. El Censo
Indígena Nacional consigna una población total en el año 2000 de ciento sesenta
y cinco tehuelches, de los cuales la mitad conservan la memoria viva del
idioma.
1.043. Parodi (Lautaro)
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