En un río muy grande, en
un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían muchos yacarés.
Eran más de cien o más de mil.
Comían pescados, bichos
que iban a tomar agua al río, pero sobre todo pescados. Dormían la siesta en la
arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de
luna.
Todos vivían muy
tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta, un yacaré
se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido ruido.
Prestó oídos y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y profundo.
Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.
-¡Despiértate! -le dijo-.
Hay peligro.
-¿Qué cosa? -respondió el
otro, alarmado.
-No sé -contestó el
yacaré que se había despertado primero. Siento un ruido desconocido.
El segundo yacaré oyó el
ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros. Todos se asustaron y
corrían de un lado para otro con la cola levantada.
Y no era para menos su
inquietud, porque el ruido crecía, crecía.
Pronto vieron como una
nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas-chas en el río como si
golpearan el agua muy lejos.
Los yacarés se miraban
unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero un yacaré viejo y
sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quien no quedaban sino
dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había hecho una vez un
viaje hasta el mar, dijo de repente:
-¡Yo sé lo que es! ¡Es
una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua cae para
atrás.
Al oír esto, los yacarés
chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:
-¡Es una ballena! ¡Ahí
viene la ballena!
Pero el viejo yacaré
sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.
-¡No tengan miedo! -les
gritó. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene miedo de nosotros! ¡Siempre
tiene miedo!
Con lo cual los yacarés
chicos se tranquilizaron. Pero en seguida volvieron a asustarse, porque el humo
gris se cambió de repente en humo negro, y todos sintieron bien fuerte ahora el
chas-chas-chas en el agua. Los yacarés, espantados, se hundieron en el río,
dejando solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron pasar
delante de ellos aquella cosa inmensa, llena de humo y golpeando el agua, que
era un vapor de ruedas que navegaba por primera vez por aquel río.
El vapor pasó, se alejó y
desapareció. Los yacarés entonces fueron saliendo del agua, muy enojados con el
viejo yacaré, porque los había engañado, diciéndoles que eso era una ballena.
-¡Eso no es una ballena!
-le gritaron en las orejas, porque era un poco sordo. ¿Qué es eso que pasó?
El viejo yacaré les
explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y que los yacarés se iban a
morir todos, si el buque seguía pasando.
Pero los yacarés se
echaron a reír, porque creyeron que el viejo se había vuelto loco. ¿Por qué se
iban a morir ellos si el vapor seguía pasando? ¡Estaba bien loco, el pobre
yacaré viejo!
Y como tenían hambre se
pusieron a buscar pescados.
Pero no había ni un
pescado. No encontraron un solo pescado. Todos se habían ido, asustados por el
ruido del vapor. No había más pescados.
-¿No les decía yo? -dijo
entonces el viejo yacaré. Ya no tenemos nada que comer. Todos los pescados se
han ido. Esperemos hasta mañana.
Puede ser que el vapor no
vuelva más, y los pescados volverán cuando no tengan más miedo.
Pero al día siguiente
sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron pasar de nuevo al vapor,
haciendo mucho ruido y largando tanto humo que oscurecía el cielo.
-Bueno -dijeron entonces
los yacarés-; el buque pasó ayer, pasó hoy, y pasará mañana. Ya no habrá más
pescados ni bichos que vengan a tomar agua, y nos moriremos de hambre. Hagamos
entonces un dique.
-¡Sí, un dique! ¡Un dique!
-gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la orilla-. ¡Hagamos un dique!
En seguida se pusieron a
hacer el dique. Fueron todos al bosque y echaron abajo más de diez mil árboles,
sobre todo lapachos y quebrachos, porque tienen la madera muy dura... Los
cortaron con la especie de serrucho que los yacarés tienen encima de la cola;
los empujaron hasta el agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a un metro
uno del otro. Ningún buque podía pasar por allí, ni grande ni chico. Estaban
seguros de que nadie vendría a espantar los pescados.
Y como estaban muy
cansados, se acostaron a dormir en la playa.
Al otro día dormían
todavía cuando oyeron el chaschas-chas del vapor.
Todos oyeron, pero
ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿Qué les importaba el buque?
Podía hacer todo el ruido que quisiera, por allí no iba a pasar.
En efecto: el vapor
estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. Los hombres que iban adentro miraron
con anteojos aquella cosa atravesada en el río y mandaron un bote a ver qué era
aquello que les impedía pasar. Entonces los yacarés se levantaron y fueron al
dique, y miraron por entre los palos, riéndose del chasco que se había llevado
el vapor.
El bote se acercó, vio el
formidable dique que habían levantado los yacarés y se volvió al vapor. Pero
después volvió otra vez al dique, y los hombres del bote gritaron:
-¡Eh, yacarés!
-¡Qué hay! -respondieron
los yacarés, sacando la cabeza por entre los troncos del dique.
-¡Nos esta estorbando
eso! -continuaron los hombres.
-¡Ya lo sabemos!
-¡No podemos pasar!
-¡Es lo que queremos!
-¡Saquen el dique!
-¡No lo sacamos!
Los hombres del bote
hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron después:
-¡Yacarés!
-¿Qué hay? -contestaron
ellos.
-¿No lo sacan?
-¡No!
-¡Hasta mañana, entonces!
-¡Hasta cuando quieran!
Y el bote volvió al
vapor, mientras los yacarés, locos de contentos, daban tremendos colazos en el
agua. Ningún vapor iba a pasar por allí y siempre, siempre, habría pescados.
Pero al día siguiente
volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el buque, quedaron mudos de
asombro: ya no era el mismo buque. Era otro, un buque de color ratón, mucho más
grande que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ése? ¿Ese también quería pasar? No iba
a pasar, no.
¡Ni ése, ni otro, ni
ningún otro!
-¡No, no va a pasar!-
gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada cual a su puesto entre los
troncos.
El nuevo buque, como el
otro, se detuvo lejos, y también como el otro bajó un bote que se acercó al
dique.
Dentro venían un oficial
y ocho marineros. El oficial gritó:
-¡Eh, yacarés!
-¡Qué hay! -respondieron
éstos.
-¿No sacan el dique?
-No.
-¿No?
-¡No!
-Está bien -dijo el
oficial-. Entonces lo vamos a echar a pique a cañonazos.
-¡Echen! -contestaron los
yacarés.
Y el bote regresó al buque.
Ahora bien, ese buque de
color ratón era un buque de guerra, un acorazado, con terribles cañones. El
viejo yacaré sabio, que había ido una vez hasta el mar, se acordó de repente y
apenas tuvo tiempo de gritar a los otros yacarés:
-¡Escóndanse bajo el
agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado!
¡Escóndanse!
Los yacarés
desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron hacia la orilla, donde
quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente fuera del agua. En ese
mismo momento, del buque salió una gran nube blanca de humo, sonó un terrible
estampido, y una enorme bala de cañón cayó en pleno dique, justo en el medio.
Dos o tres troncos volaron hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala, y otra
y otra más, y cada una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de dique,
hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni una astilla, ni una
cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los yacarés,
hundidos en el agua, con los ojos y la nariz solamente afuera, vieron pasar el
buque de guerra, silbando a toda fuerza.
Entonces los yacarés
salieron del agua y dijeron:
-Hagamos otro dique mucho
más grande que el otro.
Y en esa misma tarde y
esa noche misma hicieron otro dique, con troncos inmensos. Después se acostaron
a dormir, cansadísimos, y estaban durmiendo todavía al día siguiente cuando el
buque de guerra llegó otra vez, y el bote se acercó al dique.
-¡Eh, yacarés! -gritó el
oficial.
-¡Qué hay! -respondieron
los yacarés.
-¡Saquen ese otro dique!
-¡No lo sacamos!
-¡Lo vamos a deshacer a
cañonazos como al otro!
-¡Deshagan... si pueden!
-¡Y hablaban así con
orgullo porque estaban seguros de que su nuevo dique no podría ser deshecho ni por
todos los cañones del mundo!
Pero un rato después el
buque volvió a llenarse de humo, y con un horrible estampido la bala reventó en
el medio del dique, porque esta vez habían tirado con granada. La granada
reventó contra los troncos, hizo saltar, despedazó, redujo a astillas las
enormes vigas. La segunda reventó al lado de la primera y otro pedazo de dique
voló por el aire. Y así fueron deshaciendo el dique. Y no quedó nada del dique;
nada, nada. El buque de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y los
hombres les hacían burlas tapándose la boca.
-Bueno -dijeron entonces
los yacarés, saliendo del agua-. Vamos a morir todos, porque el buque va a
pasar siempre y los pescados no volverán.
Y estaban tristes, porque
los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.
El viejo yacaré dijo
entonces:
-Todavía tenemos una
esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí.
Yo hice el viaje con él
cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. El vio un combate entre dos buques
de guerra, y trajo hasta aquí un torpedo que no reventó. Vamos a pedírselo, y
aunque está muy enojado con nosotros los yacarés, tiene buen corazón y no
querrá que muramos todos.
El hecho es que antes,
muchos años antes, los yacarés se habían comido a un sobrinito del Surubí, y
éste no había querido tener más relaciones con los yacarés. Pero a pesar de
todo fueron corriendo a ver al Surubí, que vivía en una gruta grandísima en la
orilla del río Paraná, y que dormía siempre al lado de su torpedo. Hay surubíes
que tienen hasta dos metros de largo y el dueño del torpedo era uno de éstos.
-¡Eh, Surubí! -gritaron
todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin atreverse a entrar por
aquel asunto del sobrinito.
-¿Quién me llama?
-contestó el Surubí.
-¡Somos nosotros, los
yacarés!
-¡No tengo ni quiero
tener relación con ustedes! -respondió el Surubí, de mal humor.
Entonces el viejo yacaré
se adelantó un poco en la gruta y dijo:
-¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu
amigo el yacaré que hizo contigo el viaje hasta el mar!
Al oír esa voz conocida,
el Surubí salió de la gruta.
-¡Ah, no te había
conocido! -le dijo cariñosa-mente a su viejo amigo-.
¿Qué quieres?
-Venimos a pedirte el
torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por nuestro río y espanta a los
pescados. Es un buque de guerra, un acorazado. Hicimos un dique, y lo echó a
pique. Hicimos otro y lo echó también a pique. Los pescados se han ido, y nos
moriremos de hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a él.
El Surubí, al oír esto,
pensó un largo rato, y después dijo:
-Está bien; les prestaré
el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo que hicieron con el hijo de mi
hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el torpedo?
Ninguno sabía, y todos
callaron.
-Está bien -dijo el
Surubí, con orgullo-, yo lo haré reventar. Yo sé hacer eso.
Organizaron entonces el
viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de la cola de uno al cuello
del otro; de la cola de éste al cuello de aquél, formando así una larga cadena
de yacarés que tenía más de una cuadra. El inmenso Surubí empujó al torpedo
hacia la corriente y se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para que
flotara. Y como las lianas con que estaban atados los yacarés uno detrás de
otro se habían concluido, el Surubí se prendió con los dientes de la cola del
último yacaré, y así emprendieron la marcha. El Surubí
sostenía el torpedo, y los yacarés tiraban corriendo por la costa. Subían ,
bajaban, saltaban por sobre las piedras, corriendo siempre y arrastrando al
torpedo, que levantaba olas como un buque por la velocidad de la corrida. Pero a la
mañana siguiente, bien temprano, llegaban al lugar donde habían construido su
último dique, y comenzaron en seguida otro, pero mucho más fuerte que los
anteriores, porque por consejo del
Surubí colocaron los
troncos bien juntos, uno al lado del otro. Era un dique realmente formidable.
Hacía apenas una hora que
acababan de colocar el último tronco del dique, cuando el buque de guerra
apareció otra vez, y el bote con el oficial y ocho marineros se acercó de nuevo
al dique. Los yacarés se treparon entonces por los troncos y asomaron la cabeza
del otro lado.
-¡Eh, yacarés! -gritó el
oficial.
-¡Qué hay! -respondieron
los yacarés.
-¿Otra vez el dique?
-¡Sí, otra vez! -¡Saquen
ese dique!
-¡Nunca!
-¿No lo sacan?
-¡No!
-¡Bueno!; entonces, oigan
-dijo el oficial-: Vamos a deshacer este dique, y para que no quieran hacer
otro los vamos a deshacer después a ustedes, a cañonazos. No va a quedar ni uno
solo vivo, ni grandes, ni chicos, ni gordos, ni flacos ni jóvenes, ni viejos,
como ese viejísimo yacaré que veo allí, y que no tiene sino dos dientes en los
costados de la boca.
El viejo y sabio yacaré,
al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba, le dijo:
-Es cierto que no me
quedan sino pocos dientes, y algunos rotos.
¿Pero usted sabe qué van
a comer mañana estos dientes? -añadió, abriendo su inmensa boca.
-¿Qué van a comer, a ver?
-respondieron los marineros.
-A ese oficialito -dijo
el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.
Entretanto, el Surubí
había colocado su torpedo bien en medio del dique, ordenando a cuatro yacarés
que lo agarraran con cuidado y lo hundieran en el agua hasta que él les
avisara. Así lo hicieron. En seguida, los demás yacarés se hundieron a su vez
cerca de la orilla, dejando únicamente la nariz y los ojos fuera del agua. El
Surubí se hundió al lado de su torpedo.
De repente el buque de
guerra se llenó de humo y lanzó el primer cañonazo contra el dique. La granada
reventó justo en el centro del dique, e hizo volar en mil pedazos diez o doce
troncos.
Pero el Surubí estaba
alerta y apenas quedó abierto el agujero en el dique, gritó a los yacarés que
estaban bajo el agua sujetando el torpedo:
-¡Suelten el torpedo,
ligero, suelten!
Los yacarés soltaron, y
el torpedo vino a flor de agua.
En menos del tiempo que
se necesita para contarlo, el Surubí colocó el torpedo bien en el centro del
boquete abierto, apuntando con un solo ojo, y poniendo en movimiento el
mecanismo del torpedo, lo lanzó contra el buque.
¡Ya era tiempo! En ese
instante el acorazado lanzaba su segundo cañonazo y la granada iba a reventar
entre los palos, haciendo saltar en astillas otro pedazo del dique.
Pero el torpedo llegaba
ya al buque, y los hombres que estaban en él lo vieron: es decir, vieron el
remolino que hace en el agua un torpedo.
Dieron todos un gran
grito de miedo y quisieron mover el acorazado para que el torpedo no lo tocara.
Pero era tarde; el
torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el centro, y reventó.
No es posible darse
cuenta del terrible ruido con que reventó el torpedo. Reventó, y partió el
buque en quince mil pedazos; lanzó por el aire, a cuadras y cuadras de
distancia, chimeneas, máquinas, cañones, lanchas, todo.
Los yacarés dieron un
grito de triunfo y corrieron como locos al dique.
Desde allí vieron pasar
por el agujero abierto por la granada a los hombres muertos, heridos y algunos
vivos que la corriente del río arrastraba.
Se treparon amontonados
en los dos troncos que quedaban a ambos lados del boquete y cuando los hombres
pasaban por allí, se burlaban tapándose la boca con las patas.
No quisieron comer a
ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo cuando pasó uno que tenía galones
de oro en el traje y que estaba vivo, el viejo yacaré se lanzó de un salto al
agua, y ¡tac! en dos golpes de boca se lo comió.
-¿Quién es ése? -preguntó
un yacarecito ignorante.
-Es el oficial -le
respondió el Surubí-. Mi viejo amigo le había prometido que lo iba a comer, y
se lo ha comido.
Los yacarés sacaron el
resto del dique, que para nada servía ya, puesto que ningún buque volvería a
pasar por allí. El Surubí, que se había enamorado del cinturón y los cordones
del oficial, pidió que se los regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los
dientes al viejo yacaré, pues habían quedado enredados allí. El Surubí se puso
el cinturón, abrochándolo por bajo las aletas, y del extremo de sus grandes
bigotes prendió los cordones de la espada. Como la piel del Surubí es muy bonita, y
las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora, el Surubí nado
una hora pasando y repasando ante los yacarés, que lo admiraban con la boca
abierta.
Los yacarés lo
acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron las gracias infinidad de veces.
Volvieron después a su paraje. Los pescados volvieron también, los yacarés
vivieron y viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin a ver
pasar vapores y buques que llevan naranjas.
Pero no quieren saber
nada de buques de guerra.
1.044. Quiroga (Horacio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario