(Comienzos de la época constitucional: 1861)
I
El caballero inglés Mr. Morris había venido a la
República Argentina en 1861, cuando el país comenzaba a reponerse de sus largas
guerras civiles, orientándose resueltamente hacia el progreso.
Las naciones de Europa ya habían fijado su
atención en este pueblo briosamente empeñado en conquistarse su lugar. Los
inmigrantes afluían en gran número. Venían los que no hallaban en su propia
patria los medios de subsistencia; los que nada tenían que perder y todo que
ganarlo; aquéllos cuyo espíritu aventurero se sentía fascinado por la vida
libre e independiente en la llanuras argentinas; y, por fin, los que deseaban
emplear su dinero en empresas industriales o de otra especie, de las innumerables
que se brindaban a los capitalistas en esa época.
Entre estos últimos se hallaba Mr. Morris. Compró
terrenos en la provincia de Buenos Aires, sobre la costa del Paraná, y
estableció allí un pequeño saladero.
La empresa floreció, y pronto fue necesario
ensanchar los edificios y adquirir más tierras. El número de los animales
beneficiados aumentó de año en año.
-Tiene suerte el inglés -decían los paisanos, sin
darse cuenta de que el secreto de tal prosperidad no estaba sólo en la suerte,
sino en la per-severancia y el trabajo.
Mr. Morris, convencido de que aquello marchaba
bien, hizo levantar, a distancia conveniente del saladero, un lindo chalet,
alrededor del cual, aprovechando los accidentes naturales del terreno, formó
un hermoso parque. Llegaron carros llenos de muebles, enseres domésticos,
objetos de adorno; carruajes y caballos de tiro y de silla.
Cuando el chalet estuvo alhajado y todo pronto,
Mr. Morris partió a Buenos Aires, y al cabo de algunos días volvió con su
esposa y dos niñas de diez y doce años, respectivamente, bulliciosas e
inquietas como pajarillos.
El chalet se pobló de semblantes risueños y de
sonidos alegres.
II
El dueño del saladero era inglés hasta la médula
de los huesos. Había traído a la Argentina su capital, su inteligencia y su
voluntad para trabajar, y también la altivez, toda la superioridad que se
atribuye el europeo orgulloso de su cultura sobre el americano.
Miraba con ironía las costumbres y las cosas
criollas, sin detenerse a averiguar el porqué de ellas o el grado de cultura
que representaban. Tenía el desprecio del anglosajón, serio, enérgico y
contraído al trabajo, por los latinos, más indolentes, acostumbrados a tomar
la vida por el lado liviano. Sin comprender el medio en el cual se hallaba,
desdeñando estudiarlo más allá de lo que pudiera fomentar o perjudicar sus
intereses, indiferente a todo lo que pasaba fuera de su esfera de acción, Mr.
Morris era, después de algunos años de residencia, tan extraño en la República
Argentina como el día de su llegada. El establecimiento se llamaba
"Saladero de York", en honor de la ciudad natal del dueño. El
ingeniero director de la instalación era inglés; ingleses todos los empleados
superiores, y aun entre el personal subalterno, muchos, casi todos, eran
ingleses, o por lo menos anglo-argentinos. Las costumbres, el modo de vivir de
la familia, todo resultaba idéntico a lo que había sido en Inglaterra. El
chalet era un pedazo de Old England trasplantado en plena provincia de Buenos
Aires.
III
El paisanaje no quería mucho a Mr. Morris, a
pesar de lo cual todos buscaban trabajo en el saladero, porque el
"mister" pagaba bien. Este sentía no poder tener también peones
ingleses; pero de mal grado confesaba que para atender el ganado no había hombres
como los criollos.
-Para eso únicamente sirven -solía decir.
-Forman un pueblo sin instrucción, sin energía,
sin moral; perezosos, despreocupados, indiferentes a todo progreso. Trabajan
para no morirse de hambre, y aun a veces prefieren robar a trabajar. Ahí los
tiene usted tomando mate o fumando; ya aquél prepara su inevitable guitarra; el
otro se ha tumbado para dormir la siesta. Cada uno de ellos es capaz de
asesinar a su propio hermano, si le ofrezco cincuenta pesos.
Era la firme convicción de Mr. Morris, que con
dinero se conseguía todo en la República Argentina. No había nada que no
estuviese en venta: el ganado y la vida de un hombre, los campos y el honor
personal, cereales y casas, lo mismo que empleos y favores.
A su vez los gauchos, cuando le veían pasar,
grave, correcto, impasible, con la cabeza rubia bien alta y rozándolos apenas
con la mirada fría y desdeñosa de sus ojos grises, bordaban alrededor de su
persona los más variados comentarios, mezclados de ironía y de admiración
tributada de mala gana.
-¡Esos ingleses! -decía uno.
-Vienen al país sin
un centavo y a la vuelta de unos cuantos años ya los tiene usted ricos.
-Este no vino pobre -objetó otro.
-Traía algún
capital y lo invirtió en el saladero.
-El saladero es una mina de oro.
-Y el inglés sabe extraer todo el oro que
contiene; pero hay que confesar que no es mezquino.
-Es cierto, paga bien y jamás queda debiendo nada
a nadie.
-Pues yo, con todo, prefiero al dueño de la
estancia Los Sauces. Siquiera aquél nos trata como gentes, mientras el inglés
ni se digna saludamos.
-¿Y usted qué dice, don Antonio? -preguntó un
paisano a otro medio viejo, que escuchaba la conversación sin terciar en ella.
Don Antonio trabajaba en el saladero, a cuyo
dueño había prestado en varias ocasiones importantes servicios. Mr. Morris,
según su costumbre, le había remunerado bien, sin considerar necesario
obsequiarle con palabra alguna de agradecimiento.
Al oír la pregunta, don Antonio volvió lentamente
hacia el otro sus ojos ocultos bajo cejas tupidas y en los cuales había siempre
un guiño malicioso.
-¿Yo? -repuso.
-Pienso que el mister es muy vivo y que sabe mucho;
pero que todavía le falta que aprender.
-¿Aprender? ¿Qué, pues?
Don Antonio hizo un gesto vago con la mano en que
tenía el cigarrillo, y no contestó.
IV
Las dos hijas de Mr. Morris, Lily y Ruth, no conocían
mayor placer que el de galopar a través de los campos, trepar las barrancas y
hacer viajes de exploración por la comarca.
-Allá van las inglesitas -decían los paisanos
cuando las veían pasar sueltas las riendas de sus caballos, al viento los
rizos castaños de Lily y los rubios de Ruth, resplandecientes los ojos y
frescas las mejillas aun no tostadas por el ardiente sol argentino.
Una mañana, como de costumbre, las niñas montaron
a caballo y después de galopar un rato sin rumbo fijo, se detuvieron para
consultar.
-¿A dónde iremos? -preguntó Ruth.
-Vamos a ver los potrillos en la estancia Los
Sauces -propuso Lily.
-¿Oh? los potrillos. Todos los días podemos ver
los potrillos.
-Entonces, di tú algo mejor.
-¿Vamos al río?
-También podemos ver el río todos los días.
-Sí, pero dicen que hoy está muy crecido. Ruth,
como siempre, se salió con la suya y las dos hermanitas se dirigieron hacia el
río.
No era éste el Paraná-Guazú, sino uno de los innumerables
riachos, canales o brazos que cruzan y cortan las islas del Delta.
Hacía varios días que bajaba mucha agua; las
islas comenzaban a inundarse y existía el peligro de que el río continuara
creciendo.
Desde la barranca las niñas vieron correr a sus
pies el caudal de aguas amarillas y turbias, tan espesas que ni siquiera
ondulaban, arrastrando camalotes, trozos de leña, cañas y otros objetos: El sol
apenas conseguía encender centellas en ese líquido sucio, tan azul otras veces,
que se deslizaba rápido con murmullo maligno y traicionero, formando de vez en
cuando algún remolino que interrumpía la superficie lisa.
La estrecha faja de playa al pie de la barranca
estaba inundándose. La isla de enfrente había desaparecido casi por entero
bajo el agua; sólo se veía de ella la parte media, en la cual existían algunos
árboles.
-¿Atravesamos? -propuso de pronto Ruth.
Lily la miró atónita.
-¿A dónde quieres ir?
-A la isla, pues. Siempre he deseado cruzar el
río mientras estuviera crecido.
-Pero papá nos ha prohibido cruzarlo aún cuando
no esté crecido -objetó Lily, más prudente.
Ruth vaciló un poco; pero como era intrépida y
decidida y su tentación grande, hecha mayor todavía por la prohibición y el
peligro, trató de persuadir a su hermana.
-Nadie nos va a ver. Tendremos cuidado de no
mojarnos, y en todo caso, el sol nos secará pronto. Vamos, Lily.
-En fin: ¿qué es lo que quieres ver allá?
Ruth no habría podido decirlo. No existía absolutamente
nada de interesante en la isla; pero a la pequeña caprichosa se le había
ocurrido visitarla y estaba resuelta a hacerlo.
-Yo voy a ir -anunció, y en efecto comenzó a
bajar la barranca. Lily se asustó seriamente.
-Si vas, le aviso a papá -amenazó.
-Eso es: ve con cuentos -replicó la menor en tono
sarcástico.
-Pero no, si no voy con cuentos -protestó la
pobre Lily casi llorando; -sólo quiero decir que no trates de cruzar, porque
hay mucha correntada y podría arrastrarte.
-Oh, bueno; si tienes miedo, no vengas -repuso
Ruth desdeñosamente.
¡Miedo! Nunca lo hubiera dicho.
No había para las dos inglesitas mayor insulto
que suponerlas miedosas.
Lily se puso encarnada, y olvidando en su indignación
toda prudencia, siguió a Ruth, quien reía a escondidas al sentir el paso del
caballo que bajaba detrás del suyo.
La dos chicas conocían el vado por el cual acostumbraban
a pasar los animales trashumantes. Allí las dos se detuvieron un momento,
vacilando.
Realmente no valía la pena mojarse para ir a la isla desierta; pero Ruth había
declarado que iría, y Lily tenía que probar que no era miedosa.
-A una y otra, su honor -querían decir su
obstinación- les impedía echarse atrás.
Ruth entró resueltamente en el agua y Lily la
siguió de cerca.
Al principio los caballos pisaban fondo, caminando
con precaución y visiblemente de mala gana. Luego el de Ruth se detuvo, tanteó
el suelo y negóse a seguir. La niña le tocó con el látigo; el animal obebedeció
y empezó a nadar. Ruth estaba encantada.
-Cuidado -advirtió a su hermana, aquí no se toca
fondo. ¡Qué lindo es!
Pero la risa desapareció de pronto de su carita
rosada. Había llegado al medio del canal, donde la corriente era más poderosa.
El caballo luchaba con el empuje violento de las aguas que lo desviaban más y
más, envolviéndolo en sus masas amarillas y sucias.
Ruth se asustó, aunque sin perder la cabeza.
Trató de ayudar al animal, pero la correntada arrastraba a ambos, amazona y
caballo, hacia un remolino que giraba más abajo.
Entonces la pequeña atolondrada perdió toda su
sangre fría, y presa del espanto se aferró convulsivamente a la montura,
prorrumpiendo en gritos desesperados. Lily nada podía hacer para auxiliar a su
hermana en peligro.
V
Don Antonio cruzaba el campo, distraído, camino
del saladero.
Un grito agudo que partió del lado del río, hirió
de golpe su oído. Corrió precipitadamente hacia la barranca y desde allí divisó
a las dos hijitas de Mr. Morris, ambas en grave peligro.
El gaucho no titubeó. Se lanzó cuesta abajo a
riesgo de que rodara su caballo y obligó a éste a entrar en el agua. Consiguió
sujetar el tordillo espantado de Lily y conducirlo a tierra. Luego acometió la
empresa más difícil de salvar a Ruth.
La tentativa era en extremo peligrosa, aun para
un hombre audaz y fuerte.
Con mirada rápida y segura calculó el punto de la
orilla desde el cual debía partir para que la corriente lo condujera hacia el
lugar donde brillaba al sol la rubia cabellera de Ruth.
Tras de grandes esfuerzos y muchas tentativas
inútiles, durante las cuales estuvo en serio peligro, don Antonio alcanzó a
Ruth y la alzó sobre su caballo en el instante mismo en que iba a perderse
arrebatada por las aguas.
Volvió trabajosamente a la orilla, llevando en
sus brazos a la pequeñuela, cuya cabecita pálida reposaba en su pecho, con los
ojos cerrados. Lily, llorando y riendo a un tiempo, corrió a su encuentro. El
gaucho envolvió a la niña en su poncho, y ordenando a Lily que le siguiera,
tomó a galope tendido el camino del saladero.
VI
Cuando Mr. Morris llegó a casa para almorzar,
halló a Ruth durmi-endo tranquilamente, y a Lily, colgada del cuello de su
madre, refiriéndole entre sollozos la aventura de aquella mañana y la salvación
de su hermanita.
Mr. Morris no era hombre de quedar debiendo nada
a nadie. Por el contrario, era de opinión que todo servicio, grande o pequeño,
debía ser remunerado en una forma o en otra.
Don Antonio había salvado la vida a sus hijas. La
retribución tenía que estar en proporción con la importancia del acto.
Como el gaucho distaba mucho de ser rico, Mr.
Morris pensó que entregarle una buena suma de dinero sería la forma más cómoda
y conveniente de manifestar su gratitud. Se echó al bolsillo cinco billetes de
mil pesos moneda corriente, tomó el tílburi y se dirigió al rancho de don
Antonio.
El paisano fumaba, recostado en el marco de la
puerta, cuando el tílburi se detuvo frente al rancho.
-Usted ha salvado a mis niñas -le dijo sin preámbulo
Mr. Morris.
-Mi señora y yo se lo agradecemos mucho. Tome esto como señal de
nuestra gratitud -y le ofreció los billetes de Banco.
-Tome -insistió al ver
que don Antonio no se movía.
-Son cinco mil pesos... Si le parece poco no tengo
inconveniente en darle más...
Se cortó, un tanto incómodo, pues el gaucho no
hacía ademán de tomar el dinero. Miraba fijamente a Mr. Morris y la expresión
semihumorística de sus ojos se transformó gradualmente en la del más profundo y
evidente desprecio:
-No, señor
contestó; -guárdese su plata. Hay cosas que no se hacen por dinero.
Mr. Morris permaneció atónito, con la mano
siempre extendida sujetando los billetes de Banco. Durante medio minuto estuvo
inmóvil, con los ojos clavados en ese hombre que desdeñaba su dinero; y luego,
lenta, muy lenta, casi inconscientemente, el caballero inglés, educado,
elegante, rico y orgulloso de su cultura, se descubrió ante el gaucho despreciado.
Cuento argentino
1.062. Eflein (Ada Maria)
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