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sábado, 22 de junio de 2013

Una leccion de nobleza

(Comienzos de la época consti­tucional: 1861)

 I

El caballero inglés Mr. Morris había venido a la República Argentina en 1861, cuando el país comenzaba a reponerse de sus largas guerras civiles, orientándose resueltamente hacia el progreso.
Las naciones de Europa ya habían fijado su atención en este pueblo briosamente empeñado en conquistarse su lugar. Los inmigrantes afluían en gran número. Venían los que no hallaban en su propia patria los medios de subsistencia; los que nada tenían que perder y todo que ganarlo; aquéllos cuyo espíritu aventurero se sentía fascinado por la vida libre e independiente en la llanuras argentinas; y, por fin, los que deseaban emplear su dinero en empresas industriales o de otra especie, de las innu­merables que se brindaban a los capitalistas en esa época.
Entre estos últimos se hallaba Mr. Morris. Compró terrenos en la provincia de Buenos Aires, sobre la costa del Paraná, y estableció allí un pequeño saladero.
La empresa floreció, y pronto fue necesario ensanchar los edificios y adquirir más tierras. El número de los animales beneficiados aumentó de año en año.
-Tiene suerte el inglés -decían los paisanos, sin darse cuenta de que el secreto de tal prosperidad no estaba sólo en la suerte, sino en la per-severancia y el trabajo.
Mr. Morris, convencido de que aquello marchaba bien, hizo levantar, a distancia conveniente del saladero, un lindo chalet, alrededor del cual, aprove­chando los accidentes naturales del terreno, formó un hermoso parque. Llegaron carros llenos de mue­bles, enseres domésticos, objetos de adorno; carrua­jes y caballos de tiro y de silla.
Cuando el chalet estuvo alhajado y todo pronto, Mr. Morris partió a Buenos Aires, y al cabo de algunos días volvió con su esposa y dos niñas de diez y doce años, respectivamente, bulliciosas e inquietas como pajarillos.
El chalet se pobló de semblantes risueños y de sonidos alegres.

II

El dueño del saladero era inglés hasta la médula de los huesos. Había traído a la Argentina su capital, su inteligencia y su voluntad para trabajar, y tam­bién la altivez, toda la superioridad que se atribuye el europeo orgulloso de su cultura sobre el ame­ricano.
Miraba con ironía las costumbres y las cosas criollas, sin detenerse a averiguar el porqué de ellas o el grado de cultura que representaban. Tenía el desprecio del anglosajón, serio, enérgico y contraído al trabajo, por los latinos, más indolentes, acostum­brados a tomar la vida por el lado liviano. Sin com­prender el medio en el cual se hallaba, desdeñando estudiarlo más allá de lo que pudiera fomentar o perjudicar sus intereses, indiferente a todo lo que pasaba fuera de su esfera de acción, Mr. Morris era, después de algunos años de residencia, tan extraño en la República Argentina como el día de su llegada. El establecimiento se llamaba "Saladero de York", en honor de la ciudad natal del dueño. El ingeniero director de la instalación era inglés; ingleses todos los empleados superiores, y aun entre el personal subalterno, muchos, casi todos, eran ingleses, o por lo menos anglo-argentinos. Las costumbres, el modo de vivir de la familia, todo resultaba idéntico a lo que había sido en Inglaterra. El chalet era un pedazo de Old England trasplantado en plena provincia de Buenos Aires.

III

El paisanaje no quería mucho a Mr. Morris, a pesar de lo cual todos buscaban trabajo en el sala­dero, porque el "mister" pagaba bien. Este sentía no poder tener también peones ingleses; pero de mal grado confesaba que para atender el ganado no había hombres como los criollos.
-Para eso únicamente sirven -solía decir.
-Forman un pueblo sin instrucción, sin energía, sin moral; perezosos, despreocupados, indiferentes a todo progreso. Trabajan para no morirse de hambre, y aun a veces prefieren robar a trabajar. Ahí los tiene usted tomando mate o fumando; ya aquél prepara su inevitable guitarra; el otro se ha tumbado para dormir la siesta. Cada uno de ellos es capaz de asesinar a su propio hermano, si le ofrezco cincuenta pesos.
Era la firme convicción de Mr. Morris, que con dinero se conseguía todo en la República Argentina. No había nada que no estuviese en venta: el ganado y la vida de un hombre, los campos y el honor personal, cereales y casas, lo mismo que empleos y favores.
A su vez los gauchos, cuando le veían pasar, grave, correcto, impasible, con la cabeza rubia bien alta y rozándolos apenas con la mirada fría y desdeñosa de sus ojos grises, bordaban alrededor de su persona los más variados comentarios, mezclados de ironía y de admiración tributada de mala gana.
-¡Esos ingleses! -decía uno. 
-Vienen al país sin un centavo y a la vuelta de unos cuantos años ya los tiene usted ricos.
-Este no vino pobre -objetó otro. 
-Traía algún capital y lo invirtió en el saladero.
-El saladero es una mina de oro.
-Y el inglés sabe extraer todo el oro que contiene; pero hay que confesar que no es mezquino.
-Es cierto, paga bien y jamás queda debiendo nada a nadie.
-Pues yo, con todo, prefiero al dueño de la estancia Los Sauces. Siquiera aquél nos trata como gentes, mientras el inglés ni se digna saludamos.
-¿Y usted qué dice, don Antonio? -preguntó un paisano a otro medio viejo, que escuchaba la conversación sin terciar en ella.
Don Antonio trabajaba en el saladero, a cuyo dueño había prestado en varias ocasiones impor­tantes servicios. Mr. Morris, según su costumbre, le había remunerado bien, sin considerar necesario obsequiarle con palabra alguna de agradecimiento.
Al oír la pregunta, don Antonio volvió lenta­mente hacia el otro sus ojos ocultos bajo cejas tupidas y en los cuales había siempre un guiño malicioso.
-¿Yo? -repuso. 
-Pienso que el mister es muy vivo y que sabe mucho; pero que todavía le falta que aprender.
-¿Aprender? ¿Qué, pues?
Don Antonio hizo un gesto vago con la mano en que tenía el cigarrillo, y no contestó.

IV

Las dos hijas de Mr. Morris, Lily y Ruth, no cono­cían mayor placer que el de galopar a través de los campos, trepar las barrancas y hacer viajes de explo­ración por la comarca.
-Allá van las inglesitas -decían los paisanos cuando las veían pasar sueltas las riendas de sus ca­ballos, al viento los rizos castaños de Lily y los ru­bios de Ruth, resplandecientes los ojos y frescas las mejillas aun no tostadas por el ardiente sol argentino.
Una mañana, como de costumbre, las niñas mon­taron a caballo y después de galopar un rato sin rumbo fijo, se detuvieron para consultar.
-¿A dónde iremos? -preguntó Ruth.
-Vamos a ver los potrillos en la estancia Los Sauces -propuso Lily.
-¿Oh? los potrillos. Todos los días podemos ver los potrillos.
-Entonces, di tú algo mejor.
-¿Vamos al río?
-También podemos ver el río todos los días.
-Sí, pero dicen que hoy está muy crecido. Ruth, como siempre, se salió con la suya y las dos hermanitas se dirigieron hacia el río.
No era éste el Paraná-Guazú, sino uno de los innu­merables riachos, canales o brazos que cruzan y cortan las islas del Delta.
Hacía varios días que bajaba mucha agua; las islas comenzaban a inundarse y existía el peligro de que el río continuara creciendo.
Desde la barranca las niñas vieron correr a sus pies el caudal de aguas amarillas y turbias, tan espesas que ni siquiera ondulaban, arrastrando camalotes, trozos de leña, cañas y otros objetos: El sol apenas conseguía encender centellas en ese líquido sucio, tan azul otras veces, que se deslizaba rápido con murmullo maligno y traicionero, for­mando de vez en cuando algún remolino que inte­rrumpía la superficie lisa.
La estrecha faja de playa al pie de la barranca estaba inundándose. La isla de enfrente había desa­parecido casi por entero bajo el agua; sólo se veía de ella la parte media, en la cual existían algunos árboles.
-¿Atravesamos? -propuso de pronto Ruth.
Lily la miró atónita.
-¿A dónde quieres ir?
-A la isla, pues. Siempre he deseado cruzar el río mientras estuviera crecido.
-Pero papá nos ha prohibido cruzarlo aún cuando no esté crecido -objetó Lily, más pru­dente.
Ruth vaciló un poco; pero como era intrépida y decidida y su tentación grande, hecha mayor todavía por la prohibición y el peligro, trató de persuadir a su hermana.
-Nadie nos va a ver. Tendremos cuidado de no mojarnos, y en todo caso, el sol nos secará pronto. Vamos, Lily.
-En fin: ¿qué es lo que quieres ver allá?
Ruth no habría podido decirlo. No existía absolu­tamente nada de interesante en la isla; pero a la pequeña caprichosa se le había ocurrido visitarla y estaba resuelta a hacerlo.
-Yo voy a ir -anunció, y en efecto comenzó a bajar la barranca. Lily se asustó seriamente.
-Si vas, le aviso a papá -amenazó.
-Eso es: ve con cuentos -replicó la menor en tono sarcástico.
-Pero no, si no voy con cuentos -protestó la pobre Lily casi llorando; -sólo quiero decir que no trates de cruzar, porque hay mucha correntada y podría arrastrarte.
-Oh, bueno; si tienes miedo, no vengas -repuso Ruth desdeñosamente.
¡Miedo! Nunca lo hubiera dicho.
No había para las dos inglesitas mayor insulto que suponerlas miedosas.
Lily se puso encarnada, y olvidando en su indig­nación toda prudencia, siguió a Ruth, quien reía a escondidas al sentir el paso del caballo que bajaba detrás del suyo.
La dos chicas conocían el vado por el cual acos­tumbraban a pasar los animales trashumantes. Allí las dos se detuvieron un momento, vacilando.
Realmente no valía la pena mojarse para ir a la isla desierta; pero Ruth había declarado que iría, y Lily tenía que probar que no era miedosa.

-A una y otra, su honor -querían decir su obstinación- les impedía echarse atrás.
Ruth entró resueltamente en el agua y Lily la siguió de cerca.
Al principio los caballos pisaban fondo, cami­nando con precaución y visiblemente de mala gana. Luego el de Ruth se detuvo, tanteó el suelo y negóse a seguir. La niña le tocó con el látigo; el animal obe­bedeció y empezó a nadar. Ruth estaba encantada.
-Cuidado -advirtió a su hermana, aquí no se toca fondo. ¡Qué lindo es!
Pero la risa desapareció de pronto de su carita rosada. Había llegado al medio del canal, donde la corriente era más poderosa. El caballo luchaba con el empuje violento de las aguas que lo desviaban más y más, envolviéndolo en sus masas amarillas y sucias.
Ruth se asustó, aunque sin perder la cabeza. Trató de ayudar al animal, pero la correntada arrastraba a ambos, amazona y caballo, hacia un remolino que giraba más abajo.
Entonces la pequeña atolondrada perdió toda su sangre fría, y presa del espanto se aferró convulsiva­mente a la montura, prorrumpiendo en gritos deses­perados. Lily nada podía hacer para auxiliar a su hermana en peligro.

V

Don Antonio cruzaba el campo, distraído, camino del saladero.
Un grito agudo que partió del lado del río, hirió de golpe su oído. Corrió precipitadamente hacia la barranca y desde allí divisó a las dos hijitas de Mr. Morris, ambas en grave peligro.
El gaucho no titubeó. Se lanzó cuesta abajo a riesgo de que rodara su caballo y obligó a éste a entrar en el agua. Consiguió sujetar el tordillo espan­tado de Lily y conducirlo a tierra. Luego acometió la empresa más difícil de salvar a Ruth.
La tentativa era en extremo peligrosa, aun para un hombre audaz y fuerte.
Con mirada rápida y segura calculó el punto de la orilla desde el cual debía partir para que la corriente lo condujera hacia el lugar donde brillaba al sol la rubia cabellera de Ruth.
Tras de grandes esfuerzos y muchas tentativas inútiles, durante las cuales estuvo en serio peligro, don Antonio alcanzó a Ruth y la alzó sobre su caballo en el instante mismo en que iba a perderse arrebatada por las aguas.
Volvió trabajosamente a la orilla, llevando en sus brazos a la pequeñuela, cuya cabecita pálida repo­saba en su pecho, con los ojos cerrados. Lily, llo­rando y riendo a un tiempo, corrió a su encuentro. El gaucho envolvió a la niña en su poncho, y orde­nando a Lily que le siguiera, tomó a galope tendido el camino del saladero.

VI

Cuando Mr. Morris llegó a casa para almorzar, halló a Ruth durmi-endo tranquilamente, y a Lily, colgada del cuello de su madre, refiriéndole entre sollozos la aventura de aquella mañana y la salvación de su hermanita.
Mr. Morris no era hombre de quedar debiendo nada a nadie. Por el contrario, era de opinión que todo servicio, grande o pequeño, debía ser remune­rado en una forma o en otra.
Don Antonio había salvado la vida a sus hijas. La retribución tenía que estar en proporción con la importancia del acto.
Como el gaucho distaba mucho de ser rico, Mr. Morris pensó que entregarle una buena suma de dinero sería la forma más cómoda y conveniente de manifestar su gratitud. Se echó al bolsillo cinco billetes de mil pesos moneda corriente, tomó el tílburi y se dirigió al rancho de don Antonio.
El paisano fumaba, recostado en el marco de la puerta, cuando el tílburi se detuvo frente al rancho.
-Usted ha salvado a mis niñas -le dijo sin pre­ámbulo Mr. Morris. 
-Mi señora y yo se lo agrade­cemos mucho. Tome esto como señal de nuestra gratitud -y le ofreció los billetes de Banco. 
-Tome -insistió al ver que don Antonio no se movía. 
-Son cinco mil pesos... Si le parece poco no tengo inconveniente en darle más...
Se cortó, un tanto incómodo, pues el gaucho no hacía ademán de tomar el dinero. Miraba fijamente a Mr. Morris y la expresión semihumorística de sus ojos se transformó gradualmente en la del más profundo y evidente desprecio:
-No, señor  contestó; -guárdese su plata. Hay cosas que no se hacen por dinero.
Mr. Morris permaneció atónito, con la mano siempre extendida sujetando los billetes de Banco. Durante medio minuto estuvo inmóvil, con los ojos clavados en ese hombre que desdeñaba su dinero; y luego, lenta, muy lenta, casi inconscientemente, el caballero inglés, educado, elegante, rico y orgulloso de su cultura, se descubrió ante el gaucho despre­ciado.

Cuento argentino

1.062. Eflein (Ada Maria)

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