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sábado, 22 de junio de 2013

El prisionero de san luis

(1819: Sublevación de los prisioneros españoles)

I

La vida monótona y tranquila de los habitantes de San Luis, fue interrumpida en 1817 y en 1818, por la llegada de gran número de oficiales españoles prisioneros en las batallas de Chacabuco y Maipo.
Había entre ellos hombres de cultura y posición; el ex gobernador de Chile Marcó del Pont, el bravo coronel Ordóñez, el capitán Carreteros y muchos otros. Se les concedió una libertad relativa; algunos vivieron solos y otros se hospedaron en casas de familias puntanas, donde fueron acogidos con la consideración que merecía la desgracia y el valor. No quedaron sometidos a ninguna vigilancia; se les permitió vestir el uniforme, tener sus ordenanzas y moverse sin restricción, dentro de los límites de la ciudad.
La guarnición de San Luis se componía de unos pocos hombres, y tampoco se necesitaban más. Los prisioneros no podían escapar, pues ¿a dónde habrían de dirigirse? San Luis, al pie de la sierra y frente a la llanura inmensa, no era entonces más que una aldea, punto de escala en el larguísimo trayecto entre Buenos Aires y Mendoza. En su derredor se extendía la pampa desierta, la travesía solitaria, el centinela más seguro y fiel.
Entre los confinados hallábase un joven teniente de caballería, llamado Julián Valera. Había caído prisionero en Chacabuco, peleando heroicamente.
Frente a la quintita donde se instaló, vivía una familia de apellido Torres, compuesta por una señora con sus hijos, un joven de veinticinco años y una niña de diez y seis. Valera por vía de entreteni­miento, cultivaba su jardín, y esto le daba ocasión de ver a menudo a su vecinita, gustándole observarla en sus quehaceres.
Una tarde, Valera salió a caminar por los subur­bios, y al entrar en una senda flanqueada de huertas, distinguió de pronto a la señora sentada en el suelo, y a su hija, que al verle salió a su encuentro. Com­prendió que había sucedido algún percance y, descubriéndose, preguntó respetuosa-mente si podía servirlas.
-Mamá se ha recalcado un pie -repuso la niña. -Hace más de una hora que estamos espe­rando que alguien llegue a este lugar solitario. ¡Gra­cias a Dios que usted ha venido! -Y rogó a Valera que fuera en busca de una carretela.
-Señora -repuso el teniente, tardaría mucho en eso y por otra parte el movimiento de la carre­tela le haría daño. Si usted quiere confiarse a mí, la llevaré a su casa sin que sufra nada.
La señora hizo algunas observaciones; pero Valera la alzó entre sus brazos fuertes, y con la deli­cadeza que habría empleado para cuidar a su propia madre, la llevó a casa. Le agradecieron afectuosa­mente, y cuando la señora le ofreció la relación familiar, Valera creyó ver en los ojos de la niña una expresión de placer.
Se retiró contento por haber prestado un servicio a la madre de Isabel y conversado con ésta, que cada día le parecía más encan-tadora.

II

Al otro día fue a informarse. Halló a la señora reclinada en cojines, acompañada por sus hijos. Isa­bel no ocultó su alegría -al ver entrar al teniente; pero su hermano Antonio, aunque correcto y cortés, mostróse reservado y frío. Hablaron de todo, menos de la situación política, para no tocar en el huésped la herida que siempre había de dolerle.
Cuando se hubo marchado, la señora, volviéndose vivamente hacia su hijo, le dijo: -Antonio, estuviste muy serio y reservado con ese joven. ¿Le tienes anti­patía?
-Antipatía, precisamente no; pero no puedo olvidar que es enemigo de mi patria.
-Los vencidos no son enemigos -interpuso Isabel con viveza. Es un soldado a quien debemos tratar con dulzura, para hacerle más llevadera su triste situación.
Antonio la miró de una manera particular; pero no dijo nada.
Desde entonces, cuando Valera veía a Isabel en el jardín, la saludaba con una profunda reverencia, y ella respondía inclinando su cabecita coronada de pesadas trenzas negras.
Al principio las visitas del joven fueron raras; pero gradualmente se hicieron más frecuentes. Iba dos veces por semana, después día por medio, y acabó por ir todas las noches para deleitarse con la conversación graciosa de Isabel, y acompañarla en la guitarra cuando cantaba alegres canciones españolas o yaravíes melancólicos.
Antonio observaba en silencio. Cegado por su patriotismo, veía en cada español un enemigo a quien era necesario odiar. Sin embargo, la cultura de Valera, sus modales caballerescos, el servicio pres­tado a su madre, como su propio sentimiento de honor, le impidieron tratarlo con dureza. Al pri­sionero se le hacía cada vez más llevadero el cauti­verio. Al lado de Isabel, olvidaba su situación y que una orden de las autoridades podía alejarle de allí y llevarle a cien leguas de distancia, sin darle explicaciones ni el derecho de protestar.

III

La familia de Torres estaba de fiesta; era el santo de Isabel. Valera fue. temprano para obsequiar a su amiguita con un ramo de rosas. La halló en el jardín, del brazo de su hermano, risueña y con­tenta.
-Siempre he dicho que las rosas de usted son más hermosas que las nuestras -dijo al tomar el ramo. -El jardinero se incomoda cada vez que se lo digo, pero hoy tendrá que convencerse. A propósito -continuó charlando, me han colmado de obse­quios. Ahora voy a enseñárselos. Sólo este pícaro no me ha regalado nada -añadió dando a su hermano un tironcito de orejas. 
-¿Oyes? ¿Se trata así a una hermanita querida?
-Tuya es la culpa -protestó Antonio.
-Te autoricé a pedir lo que quisieras y hasta ahora no has podido decidirte.
-Quiero algo especial, extraordinario, algo que salga completamente de lo vulgar. Valera, deme usted un consejo.
-No conozco sus gustos, señorita.
-¿Quieres aquel caballo negro que tanto te gustó el otro día? -preguntó Antonio.
-¡Gran cosa, un caballo! Lo puedo comprar todos los días.
-Te traeré unos pendientes de perlas la próxima vez que vaya a Buenos Aires.
-Mamá me ha prometido los suyos, que son espléndidos, para cuando cumpla diez y ocho años.
-Entonces, hermanita mía, hay que convenir en que eres muy difícil de contentar. Vaya, piénsalo, y cuando se te haya ocurrido algo, me lo pides.
-¡Ah! Eres muy bueno -exclamó Isabel abra­zando a su hermano, llena de gozo. -Entonces ¿me concederás cualquier cosa que te pida?
-Como no sea un imposible.
-¿Palabra de honor?
-Si.
-¿En serio?
-Una palabra de honor es siempre seria -replicó su hermano en tono grave.
-¡Esto es magnífico! -exclamó Isabel batiendo palmas. 
-Voy a imaginar algo inaudito.
Valera, sonriendo, escuchaba el coloquio.
Isabel se le mostraba franca y amistosa, como de costumbre, y Antonio, saliendo un poco de su re­serva habitual, conversó con él más que de ordi­nario.
Ese día se habló por primera vez de la situación del teniente. El motivo fue una observación sobre el general San Martín, hecha por Antonio, a la que res­pondió Valera en términos de admiración y respeto hacia el "gran capitán". Al propio tiempo hizo alusión a su cautiverio.
-En su mano está el ser libre -observó Antonio.
-¿Cómo?
-Muy sencillo. Solicite ingresar en el ejército argentino. A un valiente nte oficial como usted no se le negará.
Julián Valera miró a Antonio como si no lo hubiese entendido bien:
-¿Cómo dijo usted? -preguntó.
-Digo que usted podría sentar plaza en el ejér­cito argentino.
El prisionero sintió hervir su sangre. Con las mejillas encendidas se inclinó un poco hacia Antonio y exclamó:
-¡Soy español, señor!
-Y tras una breve pausa, añadió: 
-Hacer traición a su bandera y combatir contra su patria, no es acción de hombre bien nacido.
Antonio comprendió de pronto cuán grande era" la injusticia que cometía concentrando en un indi­viduo aislado su odio hacia un pueblo entero. Aquel vibrante "¡Soy español!" resonaba en sus oídos, y cediendo a un impulso caballeresco, en silencio tendió a Valera la mano.

IV

Hacía algún tiempo que la familia de Torres notaba a su amigo preocupado y caviloso, triste e inquieto. Interrogado, contestó evasivamente, atri­buyéndolo todo a su situación anormal, inactividad forzada, continua sobreexitación e incertidumbre acerca de su suerte.
Lo que preocupaba a Valera era, empero, muy grave, demasiado grave para que pudiera comunicár­selo a nadie.
Los prisioneros encabezados por el capitán Carreteros, venían fraguando una gran conspiración. El plan consistía en apoderarse del gobernador y poner en libertad a los presos de la cárcel, para que hicieran causa común con ellos. Luego, provistos de armas y de caballos, se dirigirían al sur de Chile o al Alto Perú, a reunirse con las tropas realistas. Sólo unos pocos no estaban comprendidos en el complot, entre éstos el ex gobernador de Chile Marcó del Pont, a quien temieron iniciar, a causa de su carácter irresoluto. A los otros, el fogoso Carre­teros los arrastró con su vigorosa voluntad y elo­cuencia apasionada.
Julián Valera fue arrojado en un violento conflic­to. Se dio cuenta de pronto que era más feliz en el cautiverio de lo que había sido libre. Sorprendióse en el deseo indigno de permanecer prisionero, cuando la libertad le sonreía llamándole con voces seductoras: Por otra parte, ¿podría él abandonar a los compañeros en la hora del peligro?
Así, dudando, indeciso, desorientado, sin ideas ni rumbos fijos, presa de sentimientos encontrados, dejándose arrastrar por la corriente como un barco sin timón, se hallaba a la expectativa, sin saber qué partido tomar.
En esos días, el gobernador expidió un bando en el que prohibíase a los prisioneros salir de noche. Al mismo tiempo se difundió el rumor de que serían separados y distribuídos en distintos puntos del territorio argentino.
En la tarde del 7 de febrero de 1819, el ordenanza del capitán Carreteros llevó una invitación a todos los oficiales para tomar el desayuno en casa de aquél, a las 8 de la mañana siguiente, y ayudar después a destruir unos insectos que habían inva­dido su huerta. A todos se les suplicaba encarecida­mente que no dejasen de concurrir.
Antes de oscurecer, Valera atravesó el camino que separaba su casita de la finca de Torres. Seguió a lo largo de la pared de adobe, en la esperanza de hallar a Isabel. De pronto la vio, acodada en la tapia baja, contemplando la puesta del sol. Saludóla y fue a detenerse junto a ella.
Era un crepúsculo singular. El día había sido nublado y el sol desaparecía entre vapores amarillen­tos que envolvían al paisaje en un extraño reflejo azufrado; y la iluminación fantástica daba a la hora, triste en sí, algo de desconsoladamente melancólico. Esto, y un presentimiento de que se acercaba una acción decisiva, algún hecho trascendental, tornaban a Valera más pensativo aún de lo que acostumbraba a estar.
-¿En qué piensa usted? -preguntó Isabel.
-¿Qué diría usted si yo tuviese que irme? -inquirió él a su vez.
La niña no comprendió en seguida. Luego hubo en sus ojos una expresión de espanto. Esta pregunta a quemarropa la hizo pensar en algo que hasta entonces no había pasado por su imaginación ni remotamente; la idea de la separación.
-¿Usted piensa irse? -interrogó con voz que enronquecía la emoción.
-No... pero usted habrá oído hablar de que se piensa trasladarnos - repuso Valera, temeroso de haber traicionado su secreto.
-Mi hermano dice que eso es sólo un rumor. Usted no se irá, ¿es cierto?
Como única contestación, él inclinóse sobre las manos de Isabel juntadas encima de la tapia, y posó en ellas los labios.
Una ráfaga de viento frío pasó doblegando las copas de los árboles. La luz amarillenta se había apagado y un velo gris envolvía en sus pliegues el paisaje. La noche llegaba.

V

Al día siguiente, 8 de febrero de 1819, a las 8 de la mañana, unos veinte oficiales se reunieron en la quinta de Carreteros, quien les hizo servir un ligero desayuno, y luego, sacando de pronto un puñal, declaró que había llegado el momento de ser libres o morir. Explicó su plan y concluyó con una ame­naza de muerte para el cobarde que no lo siguiese.
Mientras Valera, arrastrado por la fuerza de las circunstancias, corría con sus compañeros a ejecutar las órdenes recibidas, Carreteros, Ordóñez, Primo de Rivera y Morgado se dirigieron a casa del gober­nador, don Vicente Dupuy, solicitándole una audiencia, que les fue concedida. Al cabo de un momento de conversación, se arrojaron sobre el gobernador, quien, a pesar de ser tomado por sorpre­sa, se defendió heroicamente; pero eran muchos contra uno que iba a sucumbir, cuando se oyó un tumulto en la calle, golpes en la puerta y el grito de "¡Maten godos! ¡Mueran los revoltosos!"
El asalto a la cárcel y al cuartel había fracasado. Los soldados, sorpren-didos, reaccionaron inmedia­tamente, y los presos hicieron causa común con ellos. Los infelices españoles pagaron cara su osadía. Muchos fueron muertos a puñaladas, a palos o arrastrados a lazo. Murieron Ordóñez, Carreteros y Morgado; Primo de Rivera se suicidó.
Julián Valera, rechazado con su gente, huyó de la turba furiosa. Le perseguían de cerca; pero tuvo tiempo de doblar la esquina. En el delirio de la fuga se le ocurrió pensar que en su casa no tenía ningún medio de defensa.
-¡A casa de Isabel! -una voz parecía decírselo al oído. Penetró en la quinta y se precipitó en el comedor, donde halló a todos reunidos. Antonio, con un fusil en la mano se disponía a salir.
-¡Cómo! ¡Usted se atreve! -exclamó al ver entrar a Valera, levantando el fusil; pero Isabel le sujetó.
-¡No le matarás! No es un criminal.
-¡Es un traidor!
-Me has prometido, el otro día, concederme lo que te pidiera. Ahora te pido que salves a Julián. Me has dado tu palabra de honor... ¡tu palabra de honor, Antonio!
Se había dejado caer a los pies de su hermano, y mientras le interpelaba con frases entrecortadas, le sacudía nerviosamente del brazo.
Afuera se oyeron pasos, voces, ruido de armas.
-Ya vienen -dijo la señora.
Antonio vio a su hermana de rodillas y al oficial mudo y pálido... y le faltó valor para entregarlo a sus perseguidores. Isabel llevó consigo a Valera a tiempo que hacía irrupción en el patio un grupo de hombres armados.
-¿Qué buscan ustedes? -preguntó Antonio.
-Al teniente Valera.
-El teniente Valera vive en la casa de enfrente.
-Sí, pero no está allí, y quizá se halle refugiado aquí.
-Entonces, a buscarlo -exclamó Antonio, saliendo al jardín. 
-Debe estar en la quinta.

VI

En la lobreguez estrecha de. su escondite, Valera no supo decir cuántas horas transcurrieron. Había estado en muchas batallas; pero aquellos segundos de agonía, mientras Isabel imploraba la clemencia de su hermano, mientras tuvo ante los ojos un fin sin honor, sin gloria, sin provecho... ¡esos momen­tos no los olvidaría jamás! Cuando por fin vino Antonio a sacarle de su escondrijo, era de noche. Sirviéronle una cena y luego cambió su ropa mili­tar por un traje de peón de campo. El gallardo oficial de antes quedó desconocido.
-Y ahora -dijo Antonio, usted debe saber que voy a anticipar algunos días un viaje a Buenos Aires, y que he prometido a mi hermana embarcarlo para Europa. Para esto exijo una condición.
-Diga usted.
-Exijo que me dé usted su palabra de caballero de no volver nunca a este país.
Julián vaciló un instante. Luego dio la promesa que había de separarlo para siempre de América y de Isabel.
En el comedor estaba la señora. El teniente se inclinó y besó las manos de la anciana que le había acogido con el cariño de una madre.
-Señora, que Dios colme a usted y a los suyos de bendiciones por lo que han hecho en mi obsequio.
-Que él sea con usted, hijo mío -repuso la señora con lágrimas en los ojos.
Isabel no estaba allí, y Julián no se atrevió a preguntar por ella. Era una gota más de amargura en el cáliz que debía apurar.
Atravesaron la quinta oscura. Ante una puerta lateral que daba al campo, esperaba la carretela con cuatro caballos impacientes y briosos, gobernados por un cochero indio, antiguo y fiel servidor de la familia.
Entre las sombras surgió de pronto una figura humana. Era Isabel.
Julián dio rápidamente un paso hacia ella. A la luz de las estrellas, vio su lindo rostro bañado en lágrimas. La muchacha alegre y juguetona había desaparecido para siempre ante el soplo recio y frío del viento de la vida. Sin poder contenerse, Julián estrechó por primera y última vez entre sus brazos, a aquella niña a quien debía la libertad y la vida, y a la: que no volvería a ver jamás.
Nadie pronunció una palabra. Sólo se oyeron sollozos.
Un momento después, los caballos arrancaron al trote. Al doblar la esquina, el joven español miró hacia atrás. Le había parecido oír una voz que le llamaba por su nombre; mas vio tan sólo las sombras de la noche, y nada oyó sino el murmullo de los árboles, al sacudirlos el viento...

Cuento argentino

1.062. Eflein (Ada Maria)

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