(1819: Sublevación de los prisioneros españoles)
I
La vida monótona y tranquila de los habitantes de
San Luis, fue interrumpida en 1817 y en 1818, por la llegada de gran número de
oficiales españoles prisioneros en las batallas de Chacabuco y Maipo.
Había entre ellos hombres de cultura y posición;
el ex gobernador de Chile Marcó del Pont, el bravo coronel Ordóñez, el capitán
Carreteros y muchos otros. Se les concedió una libertad relativa; algunos
vivieron solos y otros se hospedaron en casas de familias puntanas, donde
fueron acogidos con la consideración que merecía la desgracia y el valor. No
quedaron sometidos a ninguna vigilancia; se les permitió vestir el uniforme,
tener sus ordenanzas y moverse sin restricción, dentro de los límites de la
ciudad.
La guarnición de San Luis se componía de unos
pocos hombres, y tampoco se necesitaban más. Los prisioneros no podían escapar,
pues ¿a dónde habrían de dirigirse? San Luis, al pie de la sierra y frente a la
llanura inmensa, no era entonces más que una aldea, punto de escala en el
larguísimo trayecto entre Buenos Aires y Mendoza. En su derredor se extendía la
pampa desierta, la travesía solitaria, el centinela más seguro y fiel.
Entre los confinados hallábase un joven teniente
de caballería, llamado Julián Valera. Había caído prisionero en Chacabuco,
peleando heroicamente.
Frente a la quintita donde se instaló, vivía una
familia de apellido Torres, compuesta por una señora con sus hijos, un joven de
veinticinco años y una niña de diez y seis. Valera por vía de entretenimiento,
cultivaba su jardín, y esto le daba ocasión de ver a menudo a su vecinita,
gustándole observarla en sus quehaceres.
Una tarde, Valera salió a caminar por los suburbios,
y al entrar en una senda flanqueada de huertas, distinguió de pronto a la
señora sentada en el suelo, y a su hija, que al verle salió a su encuentro. Comprendió
que había sucedido algún percance y, descubriéndose, preguntó respetuosa-mente
si podía servirlas.
-Mamá se ha recalcado un pie -repuso la niña.
-Hace más de una hora que estamos esperando que alguien llegue a este lugar
solitario. ¡Gracias a Dios que usted ha venido! -Y rogó a Valera que fuera en
busca de una carretela.
-Señora -repuso el teniente, tardaría mucho en
eso y por otra parte el movimiento de la carretela le haría daño. Si usted
quiere confiarse a mí, la llevaré a su casa sin que sufra nada.
La señora hizo algunas observaciones; pero Valera
la alzó entre sus brazos fuertes, y con la delicadeza que habría empleado para
cuidar a su propia madre, la llevó a casa. Le agradecieron afectuosamente, y
cuando la señora le ofreció la relación familiar, Valera creyó ver en los ojos
de la niña una expresión de placer.
Se retiró contento por haber prestado un servicio
a la madre de Isabel y conversado con ésta, que cada día le parecía más encan-tadora.
II
Al otro día fue a informarse. Halló a la señora
reclinada en cojines, acompañada por sus hijos. Isabel no ocultó su alegría
-al ver entrar al teniente; pero su hermano Antonio, aunque correcto y cortés,
mostróse reservado y frío. Hablaron de todo, menos de la situación política,
para no tocar en el huésped la herida que siempre había de dolerle.
Cuando se hubo marchado, la señora, volviéndose
vivamente hacia su hijo, le dijo: -Antonio, estuviste muy serio y reservado con
ese joven. ¿Le tienes antipatía?
-Antipatía, precisamente no; pero no puedo
olvidar que es enemigo de mi patria.
-Los vencidos no son enemigos -interpuso Isabel
con viveza. Es un soldado a quien debemos tratar con dulzura, para hacerle más
llevadera su triste situación.
Antonio la miró de una manera particular; pero no
dijo nada.
Desde entonces, cuando Valera veía a Isabel en el
jardín, la saludaba con una profunda reverencia, y ella respondía inclinando su
cabecita coronada de pesadas trenzas negras.
Al principio las visitas del joven fueron raras;
pero gradualmente se hicieron más frecuentes. Iba dos veces por semana, después
día por medio, y acabó por ir todas las noches para deleitarse con la
conversación graciosa de Isabel, y acompañarla en la guitarra cuando cantaba
alegres canciones españolas o yaravíes melancólicos.
Antonio observaba en silencio. Cegado por su
patriotismo, veía en cada español un enemigo a quien era necesario odiar. Sin
embargo, la cultura de Valera, sus modales caballerescos, el servicio prestado
a su madre, como su propio sentimiento de honor, le impidieron tratarlo con
dureza. Al prisionero se le hacía cada vez más llevadero el cautiverio. Al
lado de Isabel, olvidaba su situación y que una orden de las autoridades podía
alejarle de allí y llevarle a cien leguas de distancia, sin darle explicaciones
ni el derecho de protestar.
III
La familia de Torres estaba de fiesta; era el
santo de Isabel. Valera fue. temprano para obsequiar a su amiguita con un ramo
de rosas. La halló en el jardín, del brazo de su hermano, risueña y contenta.
-Siempre he dicho que las rosas de usted son más
hermosas que las nuestras -dijo al tomar el ramo. -El jardinero se incomoda
cada vez que se lo digo, pero hoy tendrá que convencerse. A propósito -continuó
charlando, me han colmado de obsequios. Ahora voy a enseñárselos. Sólo este
pícaro no me ha regalado nada -añadió dando a su hermano un tironcito de
orejas.
-¿Oyes? ¿Se trata así a una hermanita querida?
-Tuya es la culpa -protestó Antonio.
-Te autoricé a pedir lo que quisieras y hasta
ahora no has podido decidirte.
-Quiero algo especial, extraordinario, algo que
salga completamente de lo vulgar. Valera, deme usted un consejo.
-No conozco sus gustos, señorita.
-¿Quieres aquel caballo negro que tanto te gustó
el otro día? -preguntó Antonio.
-¡Gran cosa, un caballo! Lo puedo comprar todos
los días.
-Te traeré unos pendientes de perlas la próxima
vez que vaya a Buenos Aires.
-Mamá me ha prometido los suyos, que son
espléndidos, para cuando cumpla diez y ocho años.
-Entonces, hermanita mía, hay que convenir en que
eres muy difícil de contentar. Vaya, piénsalo, y cuando se te haya ocurrido
algo, me lo pides.
-¡Ah! Eres muy bueno -exclamó Isabel abrazando a
su hermano, llena de gozo. -Entonces ¿me concederás cualquier cosa que te pida?
-Como no sea un imposible.
-¿Palabra de honor?
-Si.
-¿En serio?
-Una palabra de honor es siempre seria -replicó
su hermano en tono grave.
-¡Esto es magnífico! -exclamó Isabel batiendo
palmas.
-Voy a imaginar algo inaudito.
Valera, sonriendo, escuchaba el coloquio.
Isabel se le mostraba franca y amistosa, como de
costumbre, y Antonio, saliendo un poco de su reserva habitual, conversó con él
más que de ordinario.
Ese día se habló por primera vez de la situación
del teniente. El motivo fue una observación sobre el general San Martín, hecha
por Antonio, a la que respondió Valera en términos de admiración y respeto
hacia el "gran capitán". Al propio tiempo hizo alusión a su
cautiverio.
-En su mano está el ser libre -observó Antonio.
-¿Cómo?
-Muy sencillo. Solicite ingresar en el ejército
argentino. A un valiente nte oficial como usted no se le negará.
Julián Valera miró a Antonio como si no lo
hubiese entendido bien:
-¿Cómo dijo usted? -preguntó.
-Digo que usted podría sentar plaza en el ejército
argentino.
El prisionero sintió hervir su sangre. Con las
mejillas encendidas se inclinó un poco hacia Antonio y exclamó:
-¡Soy español, señor!
-Y tras una breve pausa,
añadió:
-Hacer traición a su bandera y combatir contra su patria, no es acción
de hombre bien nacido.
Antonio comprendió de pronto cuán grande
era" la injusticia que cometía concentrando en un individuo aislado su
odio hacia un pueblo entero. Aquel vibrante "¡Soy español!" resonaba
en sus oídos, y cediendo a un impulso caballeresco, en silencio tendió a Valera
la mano.
IV
Hacía algún tiempo que la familia de Torres
notaba a su amigo preocupado y caviloso, triste e inquieto. Interrogado,
contestó evasivamente, atribuyéndolo todo a su situación anormal, inactividad
forzada, continua sobreexitación e incertidumbre acerca de su suerte.
Lo que preocupaba a Valera era, empero, muy
grave, demasiado grave para que pudiera comunicárselo a nadie.
Los prisioneros encabezados por el capitán
Carreteros, venían fraguando una gran conspiración. El plan consistía en
apoderarse del gobernador y poner en libertad a los presos de la cárcel, para
que hicieran causa común con ellos. Luego, provistos de armas y de caballos, se
dirigirían al sur de Chile o al Alto Perú, a reunirse con las tropas realistas.
Sólo unos pocos no estaban comprendidos en el complot, entre éstos el ex
gobernador de Chile Marcó del Pont, a quien temieron iniciar, a causa de su
carácter irresoluto. A los otros, el fogoso Carreteros los arrastró con su
vigorosa voluntad y elocuencia apasionada.
Julián Valera fue arrojado en un violento conflicto.
Se dio cuenta de pronto que era más feliz en el cautiverio de lo que había sido
libre. Sorprendióse en el deseo indigno de permanecer prisionero, cuando la
libertad le sonreía llamándole con voces seductoras: Por otra parte, ¿podría él
abandonar a los compañeros en la hora del peligro?
Así, dudando, indeciso, desorientado, sin ideas
ni rumbos fijos, presa de sentimientos encontrados, dejándose arrastrar por la
corriente como un barco sin timón, se hallaba a la expectativa, sin saber qué
partido tomar.
En esos días, el gobernador expidió un bando en
el que prohibíase a los prisioneros salir de noche. Al mismo tiempo se difundió
el rumor de que serían separados y distribuídos en distintos puntos del
territorio argentino.
En la tarde del 7 de febrero de 1819, el
ordenanza del capitán Carreteros llevó una invitación a todos los oficiales
para tomar el desayuno en casa de aquél, a las 8 de la mañana siguiente, y
ayudar después a destruir unos insectos que habían invadido su huerta. A todos
se les suplicaba encarecidamente que no dejasen de concurrir.
Antes de oscurecer, Valera atravesó el camino que
separaba su casita de la finca de Torres. Seguió a lo largo de la pared de
adobe, en la esperanza de hallar a Isabel. De pronto la vio, acodada en la
tapia baja, contemplando la puesta del sol. Saludóla y fue a detenerse junto a
ella.
Era un crepúsculo singular. El día había sido
nublado y el sol desaparecía entre vapores amarillentos que envolvían al
paisaje en un extraño reflejo azufrado; y la iluminación fantástica daba a la
hora, triste en sí, algo de desconsoladamente melancólico. Esto, y un
presentimiento de que se acercaba una acción decisiva, algún hecho
trascendental, tornaban a Valera más pensativo aún de lo que acostumbraba a
estar.
-¿En qué piensa usted? -preguntó Isabel.
-¿Qué diría usted si yo tuviese que irme?
-inquirió él a su vez.
La niña no comprendió en seguida. Luego hubo en
sus ojos una expresión de espanto. Esta pregunta a quemarropa la hizo pensar en
algo que hasta entonces no había pasado por su imaginación ni remotamente; la
idea de la separación.
-¿Usted piensa irse? -interrogó con voz que enronquecía
la emoción.
-No... pero usted habrá oído hablar de que se
piensa trasladarnos - repuso Valera, temeroso de haber traicionado su secreto.
-Mi hermano dice que eso es sólo un rumor. Usted
no se irá, ¿es cierto?
Como única contestación, él inclinóse sobre las
manos de Isabel juntadas encima de la tapia, y posó en ellas los labios.
Una ráfaga de viento frío pasó doblegando las
copas de los árboles. La luz amarillenta se había apagado y un velo gris
envolvía en sus pliegues el paisaje. La noche llegaba.
V
Al día siguiente, 8 de febrero de 1819, a las 8
de la mañana, unos veinte oficiales se reunieron en la quinta de Carreteros,
quien les hizo servir un ligero desayuno, y luego, sacando de pronto un puñal,
declaró que había llegado el momento de ser libres o morir. Explicó su plan y
concluyó con una amenaza de muerte para el cobarde que no lo siguiese.
Mientras Valera, arrastrado por la fuerza de las
circunstancias, corría con sus compañeros a ejecutar las órdenes recibidas,
Carreteros, Ordóñez, Primo de Rivera y Morgado se dirigieron a casa del gobernador,
don Vicente Dupuy, solicitándole una audiencia, que les fue concedida. Al cabo
de un momento de conversación, se arrojaron sobre el gobernador, quien, a pesar
de ser tomado por sorpresa, se defendió heroicamente; pero eran muchos contra
uno que iba a sucumbir, cuando se oyó un tumulto en la calle, golpes en la
puerta y el grito de "¡Maten godos! ¡Mueran los revoltosos!"
El asalto a la cárcel y al cuartel había
fracasado. Los soldados, sorpren-didos, reaccionaron inmediatamente, y los
presos hicieron causa común con ellos. Los infelices españoles pagaron cara su
osadía. Muchos fueron muertos a puñaladas, a palos o arrastrados a lazo.
Murieron Ordóñez, Carreteros y Morgado; Primo de Rivera se suicidó.
Julián Valera, rechazado con su gente, huyó de la
turba furiosa. Le perseguían de cerca; pero tuvo tiempo de doblar la esquina.
En el delirio de la fuga se le ocurrió pensar que en su casa no tenía ningún
medio de defensa.
-¡A casa de Isabel! -una voz parecía decírselo al
oído. Penetró en la quinta y se precipitó en el comedor, donde halló a todos
reunidos. Antonio, con un fusil en la mano se disponía a salir.
-¡Cómo! ¡Usted se atreve! -exclamó al ver entrar
a Valera, levantando el fusil; pero Isabel le sujetó.
-¡No le matarás! No es un criminal.
-¡Es un traidor!
-Me has prometido, el otro día, concederme lo que
te pidiera. Ahora te pido que salves a Julián. Me has dado tu palabra de
honor... ¡tu palabra de honor, Antonio!
Se había dejado caer a los pies de su hermano, y
mientras le interpelaba con frases entrecortadas, le sacudía nerviosamente del
brazo.
Afuera se oyeron pasos, voces, ruido de armas.
-Ya vienen -dijo la señora.
Antonio vio a su hermana de rodillas y al oficial
mudo y pálido... y le faltó valor para entregarlo a sus perseguidores. Isabel
llevó consigo a Valera a tiempo que hacía irrupción en el patio un grupo de
hombres armados.
-¿Qué buscan ustedes? -preguntó Antonio.
-Al teniente Valera.
-El teniente Valera vive en la casa de enfrente.
-Sí, pero no está allí, y quizá se halle
refugiado aquí.
-Entonces, a buscarlo -exclamó Antonio, saliendo
al jardín.
-Debe estar en la quinta.
VI
En la lobreguez estrecha de. su escondite, Valera
no supo decir cuántas horas transcurrieron. Había estado en muchas batallas;
pero aquellos segundos de agonía, mientras Isabel imploraba la clemencia de su
hermano, mientras tuvo ante los ojos un fin sin honor, sin gloria, sin
provecho... ¡esos momentos no los olvidaría jamás! Cuando por fin vino Antonio
a sacarle de su escondrijo, era de noche. Sirviéronle una cena y luego cambió
su ropa militar por un traje de peón de campo. El gallardo oficial de antes
quedó desconocido.
-Y ahora -dijo Antonio, usted debe saber que voy
a anticipar algunos días un viaje a Buenos Aires, y que he prometido a mi
hermana embarcarlo para Europa. Para esto exijo una condición.
-Diga usted.
-Exijo que me dé usted su palabra de caballero de
no volver nunca a este país.
Julián vaciló un instante. Luego dio la promesa
que había de separarlo para siempre de América y de Isabel.
En el comedor estaba la señora. El teniente se
inclinó y besó las manos de la anciana que le había acogido con el cariño de
una madre.
-Señora, que Dios colme a usted y a los suyos de
bendiciones por lo que han hecho en mi obsequio.
-Que él sea con usted, hijo mío -repuso la señora
con lágrimas en los ojos.
Isabel no estaba allí, y Julián no se atrevió a
preguntar por ella. Era una gota más de amargura en el cáliz que debía apurar.
Atravesaron la quinta oscura. Ante una puerta
lateral que daba al campo, esperaba la carretela con cuatro caballos
impacientes y briosos, gobernados por un cochero indio, antiguo y fiel servidor
de la familia.
Entre las sombras surgió de pronto una figura
humana. Era Isabel.
Julián dio rápidamente un paso hacia ella. A la
luz de las estrellas, vio su lindo rostro bañado en lágrimas. La muchacha
alegre y juguetona había desaparecido para siempre ante el soplo recio y frío
del viento de la vida. Sin poder contenerse, Julián estrechó por primera y
última vez entre sus brazos, a aquella niña a quien debía la libertad y la
vida, y a la: que no volvería a ver jamás.
Nadie pronunció una palabra. Sólo se oyeron
sollozos.
Un momento después, los caballos arrancaron al
trote. Al doblar la esquina, el joven español miró hacia atrás. Le había
parecido oír una voz que le llamaba por su nombre; mas vio tan sólo las sombras
de la noche, y nada oyó sino el murmullo de los árboles, al sacudirlos el
viento...
Cuento argentino
1.062. Eflein (Ada Maria)
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