Su cultura
Los guaraníes habitaron en el sur de Brasil, el este
de Bolivia y Paraguay, y el noreste de la Argentina, cuando aún no habían
desembarcado los conquistadores. Algunos, incluso, llegaron hasta cerca de la
actual Buenos Aires y el delta del Paraná. Elegían sus lugares de asentamiento
de acuerdo con los cursos de los ríos Paraguay, Paraná y Uruguay. El guaraní
prefirió, para la instalación de sus aldeas, los terrenos ubicados sobre las
riberas de los grandes ríos, arroyos y lagunas de la región. Eran los sitios
más propicios para la pesca y la caza, para la recolección del ñai'û o arcilla para la cerámica, y
fundamentalmente para el aprovechamiento de la fértil capa de humus en las
labores hortícolas, mientras que el monte cercano ofrecía sus frutas silvestres
y abundante madera.
En general se los llamaba chandules, a otro grupo
que llegó hasta el Chaco boliviano se los conoció como chiriguanos. Pero ellos
se denominaban a sí mismos: ava.
El guaraní conocía y visualizaba con claridad su
hábitat geográfico, se sentía parte de él. Su propia lengua identificaba con
toda lucidez, con nombres propios, ríos, arroyos, lagunas, cerros, montes,
sitios significativos y otros de orden mitológico.
La aldea o táva
instalada por ejemplo junto a la laguna del Iberá (Yvera), no constituía un hecho poblacional aislado. Era parte de
una amplísima red intercomunicada por caminos o tape. Se construía sobre la base de rela-ciones de parentesco, o
por alianzas circunstanciales de carácter ofen-sivo‑defensivo.
No desconocían la presencia de otros cazadores‑recolectores
que habitaban en los alrededores de su ámbito geográfico, sabían del Imperio
Inca y de sus características, y habían llegado hasta sus fronteras. Tampoco
ignoraban la existencia del océano Atlántico. Esas nociones les daban la
posibilidad de administrar su espacio racionalmente: en él se conjugaban el
hombre y la naturaleza en un armonioso equilibrio. Esto era sentido así por el
guaraní: lo que quedaba fuera de aquella geografía pasaba a ser la "tierra
del otro".
El concepto de la propiedad privada no existía en su
sociedad. Todo lo que se cosechaba en los cultivos hortícolas, el producto de
la caza y la pesca, los frutos recolectados, eran distribuidos solidariamente
entre todos los miembros del te’ýi. Solamente algunos pocos bienes
podían ser considerados como personales, como el caso de las armas, las
hamacas, algunos utensilios de cerámica.
Pese a sus principios tan progresistas en el ámbito
interno, a sus ideas de armonía con respecto a la vida del hombre en la tierra
y a su clara conciencia del otro, el pueblo guaraní como comunidad guerrera
poseyó desde sus comienzos, un carácter intrusivo en la región platense. Su
entrada fue violenta y determinó una existencia constantemente ofensiva y
defensiva frente a las poblaciones aborígenes no guaraníes que habitaban la
región. Algunos de sus enemigos fueron tomados como esclavos, otros comidos en
rituales. La antropofagia resultaba una práctica común. Se consideraba que al
ingerir la carne del enemigo vencido, existía una apropiación del valor y de
las virtudes bélicas del otro.
Dada su movilidad y crecimiento, su idioma fue
aprendido por diferentes pueblos y resultó útil para usarlo en los intercambios
y en el comercio, y con el tiempo se convirtió en la lengua general conocida
por las tribus del sur del Brasil, Paraguay, este de Bolivia y noreste
argentino. En la actualidad, es la lengua oficial en Paraguay y se habla
corrientemente en el norte de Argentina.
Es interesante observar la particular concepción que
los guaraníes tenían del lenguaje, entendido como una fuerza creadora, capaz de
transformar y hacer surgir realidades. Según la mitología guaraní, el mismo Namandu
(dador de la vida) había creado el mundo por medio de las palabras almas.
En cuanto a su vida cotidiana, recolectaban de la
selva: frutos silvestres, palmitos, piñones como el pino Brasil o araucaria y
tubérculos; además de los materiales para fabricar sus utensilios, como ramas
para sus flechas, fibras vegetales para confeccionar sus canastos, y frutos a
fin de extraer colorantes para sus pinturas. También recogían la yerba para
tomar el conocido mate de Argentina y Paraguay, una costumbre guaraní que pasó
a los españoles en América y que hoy en día se conserva.
Cazaban con flechas y trampas pecaríes, tapires,
carpinchos, coatíes, ciervos, tortugas, iguanas, yacarés y aves. Sus métodos
resultaban numerosos y dependían de la pieza a atrapar. Podían usar arcos y
flechas muy largos, las puntas de flecha para cazar aves eran mochas. Los
jóvenes y niños empleaban arcos con los que arrojaban bolitas de arcilla dura,
y así aprendían paulatinamente este arte. Las lanzas arrojadizas y mazas de
madera dura que se utilizaban para rematar a los animales caídos en sus trampas
resultaron ingeniosas; variaban desde lazos que al pisarlos la presa quedaba
colgada de un árbol, hasta un tronco que caía sobre ella aplastándola. Pescaban
sábalos, pirañas, anguilas, bagres, y otras especies abundantes en ríos y
arroyos de la región, mediante línea y anzuelo con cebo de carne de pájaro,
redes, diquecitos de ramas y tierra, o envenenamiento del agua con sustancias
vegetales.
Los hombres vestían un taparrabos de algodón o un
chiripá consistente en una tela ceñida a la cintura que llegaba hasta las
rodillas. En el sur, con un clima más frío, podían abrigarse con una capa corta
de algodón o de piel. Las mujeres usaban el tipoy o tupai, una túnica de algodón
sujeta sobre el hombro, ajustada a la cintura con una faja de colores que los
guaraníes llamaban chumbé. Todas sus piezas podían tener diseños
pintados de guardas geométricas.
Para las ceremonias los jefes se engalanaban con
pectorales de bronce o plata, capas de plumas de colores, tocados y brazaletes.
Completaban los adornos collares realizados en algodón y plumas; las mujeres
los usaban con semillas coloridas, de huesos, de vértebras de pescado, de
valvas de caracol o plumas. Los anillos eran confeccionados con cáscaras de
frutos de palmera. Los jóvenes próximos al matrimonio se colocaban flores en el
cabello, también era muy habitual pintarse el cuerpo con rayas y puntos de
colores, según la ocasión.
El orden espiritual del guaraní constituye uno de
los aspectos más llamativos y atrayentes de su cultura. Desde el mismo momento
de la conquista europea, llamó la atención de los conquistadores y
colonizadores el hecho de que los guaraníes no poseyeran ídolos o imágenes para
venerar, ni grandes centros ceremoniales. No dudaron en concluir que se trataba
de un pueblo sin ningún tipo de creencias religiosas. Aunque eso no era verdad:
la religiosidad existía y resultaba profundamente espiritual, a tal punto de
que no necesitaban de templos ni de figuras talladas.
Ñanderuvusu, "nuestro padre
grande"; Ñamandu, "el primero", el origen y
principio"; Ñandejara, "nuestro dueño”, eran los nombres que
hacían referencia a una divinidad concebida como invisible, eterna,
omnipresente y omnipotente: una entidad espiritual concreta y viviente que
podía relacionarse con los hombres, por ejemplo, bajo la forma perceptible de tupá,
el trueno. Se manifestaba en la plenitud de la naturaleza y del cosmos,
pero nunca en una imagen material. Ñamandu no era el dios exclusivo de los
guaraníes, sino el dios padre de todos los hombres.
Frente a Ñamandu, el padre bondadoso, el dador de
vida y sustento del equilibrio del orden universal, estaba la otra dimensión de
la realidad espiritual, el mal, expresado en el concepto de Añá. Esta fuerza maléfica era la
generadora de la muerte, la enfermedad, la escasez de alimentos y las catástrofes
naturales.
Contaban además con personajes como el paye, que
si bien no era considerado divino, sí sumamente respetado entre sus pares.
Conocedor profundo de la herboristería, tenía carácter de médico del cuerpo y
del espíritu. Luego de la conquista se lo creía portador de poderes
portentosos, capaces incluso de causar la muerte, de hablar con los espíritus
de los muertos, de cambiar el curso de los ciclos de la naturaleza, de provocar
o curar enfermedades. A diferencia del cacique, con un poder temporario, el
paye se imponía al grupo por sí mismo. El consumo de hierbas y hongos de
propiedades alucinógenas era utilizado por el paye y generaba una atmósfera
irreal que arrastraba a los integrantes de la comunidad a vivenciar
experiencias semejantes a las de tipo místico.
Consideraban que el espíritu era inmortal y que la
muerte consistía en el acto a través del cual el alma o anguera abandonaba
el cuerpo físico, ya sin vida, o te’ongue.
Cuando un individuo fallecía, sus familiares
procedían a la destrucción de todas aquellas pertenencias que pudieran
retenerlo indebida-mente en el mundo de los vivos. Si el alma quedaba, por
simpatía hacia algún objeto, en el mundo terrenal, se transformaba en un angueru
o alma en pena y podía manifestarse ante los vivos bajo el aspecto de un póra o fantasma.
Al muerto lo enterraban en un japepo: una vasija de cerámica de enorme tamaño. No tenía una
utilización específicamente fúnebre sino que cumplía numerosas funciones,
construida por las manos alfareras de la mujer guaraní, servía para la cocción
de los alimentos, para la fermentación de las bebidas alcohólicas y para su
servicio en los diferentes agasajos, y su último e importante uso: el de urna
funeraria.
1.043. Parodi (Lautaro)
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