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sábado, 22 de junio de 2013

Los guaranies

Su cultura

Los guaraníes habitaron en el sur de Brasil, el este de Bolivia y Paraguay, y el noreste de la Argentina, cuando aún no habían desembarcado los conquistadores. Algunos, incluso, llegaron hasta cerca de la actual Buenos Aires y el delta del Paraná. Elegían sus lugares de asentamiento de acuerdo con los cursos de los ríos Paraguay, Paraná y Uruguay. El guaraní prefirió, para la instalación de sus aldeas, los terrenos ubicados sobre las riberas de los grandes ríos, arroyos y lagunas de la región. Eran los sitios más propicios para la pesca y la caza, para la recolección del ñai'û o arcilla para la cerámica, y fundamentalmente para el aprovechamiento de la fértil capa de humus en las labores hortícolas, mientras que el monte cercano ofrecía sus frutas silvestres y abundante madera.
En general se los llamaba chandules, a otro grupo que llegó hasta el Chaco boliviano se los conoció como chiriguanos. Pero ellos se denominaban a sí mismos: ava.
El guaraní conocía y visualizaba con claridad su hábitat geográfico, se sentía parte de él. Su propia lengua identificaba con toda lucidez, con nombres propios, ríos, arroyos, lagunas, cerros, montes, sitios significativos y otros de orden mitológico.
La aldea o táva instalada por ejemplo junto a la laguna del Iberá (Yvera), no constituía un hecho poblacional aislado. Era parte de una amplísima red intercomunicada por caminos o tape. Se construía sobre la base de rela-ciones de parentesco, o por alianzas circunstanciales de carácter ofen-sivo‑defensivo.
No desconocían la presencia de otros cazadores‑recolectores que habitaban en los alrededores de su ámbito geográfico, sabían del Imperio Inca y de sus características, y habían llegado hasta sus fronteras. Tampoco ignoraban la existencia del océano Atlántico. Esas nociones les daban la posibilidad de administrar su espacio racionalmente: en él se conjugaban el hombre y la naturaleza en un armonioso equilibrio. Esto era sentido así por el guaraní: lo que quedaba fuera de aquella geografía pasaba a ser la "tierra del otro".
El concepto de la propiedad privada no existía en su sociedad. Todo lo que se cosechaba en los cultivos hortícolas, el producto de la caza y la pesca, los frutos recolectados, eran distribuidos solidariamente entre todos los miembros del te’ýi. Solamente algunos pocos bienes podían ser considerados como personales, como el caso de las armas, las hamacas, algunos utensilios de cerámica.
Pese a sus principios tan progresistas en el ámbito interno, a sus ideas de armonía con respecto a la vida del hombre en la tierra y a su clara conciencia del otro, el pueblo guaraní como comunidad guerrera poseyó desde sus comienzos, un carácter intrusivo en la región platense. Su entrada fue violenta y determinó una existencia constantemente ofensiva y defensiva frente a las poblaciones aborígenes no guaraníes que habitaban la región. Algunos de sus enemigos fueron tomados como esclavos, otros comidos en rituales. La antropofagia resultaba una práctica común. Se consideraba que al ingerir la carne del enemigo vencido, existía una apropiación del valor y de las virtudes bélicas del otro.
Dada su movilidad y crecimiento, su idioma fue aprendido por diferentes pueblos y resultó útil para usarlo en los intercambios y en el comercio, y con el tiempo se convirtió en la lengua general conocida por las tribus del sur del Brasil, Paraguay, este de Bolivia y noreste argentino. En la actualidad, es la lengua oficial en Paraguay y se habla corrientemente en el norte de Argentina.
Es interesante observar la particular concepción que los guaraníes tenían del lenguaje, entendido como una fuerza creadora, capaz de transformar y hacer surgir realidades. Según la mitología guaraní, el mismo Namandu (dador de la vida) había creado el mundo por me­dio de las palabras almas.
En cuanto a su vida cotidiana, recolectaban de la selva: frutos silvestres, palmitos, piñones como el pino Brasil o araucaria y tubérculos; además de los materiales para fabricar sus utensilios, como ramas para sus flechas, fibras vegetales para confeccionar sus canastos, y frutos a fin de extraer colorantes para sus pinturas. También recogían la yerba para tomar el conocido mate de Argentina y Paraguay, una costumbre guaraní que pasó a los españoles en América y que hoy en día se conserva.
Cazaban con flechas y trampas pecaríes, tapires, carpinchos, coatíes, ciervos, tortugas, iguanas, yacarés y aves. Sus métodos resultaban numerosos y dependían de la pieza a atrapar. Podían usar arcos y flechas muy largos, las puntas de flecha para cazar aves eran mochas. Los jóvenes y niños empleaban arcos con los que arrojaban bolitas de arcilla dura, y así aprendían paulatinamente este arte. Las lanzas arrojadizas y mazas de madera dura que se utilizaban para rematar a los animales caídos en sus trampas resultaron ingeniosas; variaban desde lazos que al pisarlos la presa quedaba colgada de un árbol, hasta un tronco que caía sobre ella aplastándola. Pescaban sábalos, pirañas, anguilas, bagres, y otras especies abundantes en ríos y arroyos de la región, mediante línea y anzuelo con cebo de carne de pájaro, redes, diquecitos de ramas y tierra, o envenenamiento del agua con sustancias vegetales.
Los hombres vestían un taparrabos de algodón o un chiripá consistente en una tela ceñida a la cintura que llegaba hasta las rodillas. En el sur, con un clima más frío, podían abrigarse con una capa corta de algodón o de piel. Las mujeres usaban el tipoy o tupai, una túnica de algodón sujeta sobre el hombro, ajustada a la cintura con una faja de colores que los guaraníes llamaban chumbé. Todas sus piezas podían tener diseños pintados de guardas geométricas.
Para las ceremonias los jefes se engalanaban con pectorales de bronce o plata, capas de plumas de colores, tocados y brazaletes. Completaban los adornos collares realizados en algodón y plumas; las mujeres los usaban con semillas coloridas, de huesos, de vértebras de pescado, de valvas de caracol o plumas. Los anillos eran confeccionados con cáscaras de frutos de palmera. Los jóvenes próximos al matrimonio se colocaban flores en el cabello, también era muy habitual pintarse el cuerpo con rayas y puntos de colores, según la ocasión.
El orden espiritual del guaraní constituye uno de los aspectos más llamativos y atrayentes de su cultura. Desde el mismo momento de la conquista europea, llamó la atención de los conquistadores y colonizadores el hecho de que los guaraníes no poseyeran ídolos o imágenes para venerar, ni grandes centros ceremoniales. No dudaron en concluir que se trataba de un pueblo sin ningún tipo de creencias religiosas. Aunque eso no era verdad: la religiosidad existía y resultaba profundamente espiritual, a tal punto de que no necesitaban de templos ni de figuras talladas.
Ñanderuvusu, "nuestro padre grande"; Ñamandu, "el primero", el origen y principio"; Ñandejara, "nuestro dueño”, eran los nombres que hacían referencia a una divinidad concebida como invisible, eterna, omnipresente y omnipotente: una entidad espiritual concreta y viviente que podía relacionarse con los hombres, por ejemplo, bajo la forma perceptible de tupá, el trueno. Se manifestaba en la plenitud de la naturaleza y del cosmos, pero nunca en una imagen material. Ñamandu no era el dios exclusivo de los guaraníes, sino el dios padre de todos los hombres.
Frente a Ñamandu, el padre bondadoso, el dador de vida y sustento del equilibrio del orden universal, estaba la otra dimensión de la realidad espiritual, el mal, expresado en el concepto de Añá. Esta fuerza maléfica era la generadora de la muerte, la enfermedad, la escasez de alimentos y las catástrofes naturales.
Contaban además con personajes como el paye, que si bien no era considerado divino, sí sumamente respetado entre sus pares. Conocedor profundo de la herboristería, tenía carácter de médico del cuerpo y del espíritu. Luego de la conquista se lo creía portador de poderes portentosos, capaces incluso de causar la muerte, de hablar con los espíritus de los muertos, de cambiar el curso de los ciclos de la naturaleza, de provocar o curar enfermedades. A diferencia del cacique, con un poder temporario, el paye se imponía al grupo por sí mismo. El consumo de hierbas y hongos de propiedades alucinógenas era utilizado por el paye y generaba una atmósfera irreal que arrastraba a los integrantes de la comunidad a vivenciar experiencias semejantes a las de tipo místico.
Consideraban que el espíritu era inmortal y que la muerte consistía en el acto a través del cual el alma o anguera abandonaba el cuerpo físico, ya sin vida, o te’ongue.
Cuando un individuo fallecía, sus familiares procedían a la destrucción de todas aquellas pertenencias que pudieran retenerlo indebida-mente en el mundo de los vivos. Si el alma quedaba, por simpatía hacia algún objeto, en el mundo terrenal, se transformaba en un angueru o alma en pena y podía manifestarse ante los vivos bajo el aspecto de un póra o fantasma.
Al muerto lo enterraban en un japepo: una vasija de cerámica de enorme tamaño. No tenía una utilización específicamente fúnebre sino que cumplía numerosas funciones, construida por las manos alfareras de la mujer guaraní, servía para la cocción de los alimentos, para la fermentación de las bebidas alcohólicas y para su servicio en los diferentes agasajos, y su último e importante uso: el de urna funeraria.

1.043. Parodi (Lautaro)

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