¿Usted, comerciante? -exclamé con
viva sorpresa dirigiéndome a Gómez Alcain. ¡Sería digno de verse! ¿Y cómo haría
usted?
Estábamos detenidos con el escultor
ante una figura de mármol, una
tarde de exposición de sus obras.
Todas las miradas del grupo expresaron la misma risueña certidumbre de que en
efecto debía ser muy curioso el ejercicio comercial de un artista tan
reconocidamente inútil para ello como Gómez Alcain.
-Lo cierto es -repuso éste, con un
cierto orgullo- que ya lo he sido dos veces; y mi mujer también -añadió
señalándola.
Nuestra sorpresa subió de punto:
-¿Cómo, señora, usted también?
¿Querría decirnos cómo hizo? Porque...
La joven se reía también de todo
corazón.
-Sí, yo también vendía... Pero
Héctor les puede contar mejor que yo... El se acuerda de todo.
-¡Desde luego! Si creen ustedes que
puede tener interés...
-¿Interés, el comercio ejercido por
usted? -exclamamos todos. ¡Cuente en seguida!
Gómez Alcain nos contó entonces sus
dos episodios comerciales, bastante ejemplares, como se verá.
Mis dos empresas -comenzó-
acaecieron en el Chaco. Durante la primera yo era soltero aún, y fui allá a
raíz de mi exposición de 1903. Había en ella mucho mármol y mucho barro, todo
el trabajo de tres años de enfermiza actividad. Mis bustos agradaron, mis
composiciones, no. De todos modos, aquellos tres años de arte frenético
tuvieron por resultado cansarme hasta lo indecible de cuanto trascendiera a
celebridades teatrales, crónicas de garden party 31, críticas de exposiciones y
demás.
"Entonces llegó hasta mí desde
el Chaco un viejo conocido que trabajaba allá hacía cuatro años. El hombre
aquel -un hombre entusiasta, si lo hay- me habló de su vida libre, de sus
plantaciones de algodón. Aunque presté mucha atención a lo primero, la
agricultura aquella no me interesó mayormente. Pero cuando por mera curiosidad
pedí datos sobre ella, perdí el resto de sentido comercial que podía quedarme.
"Vean ustedes cómo me planteé
la especulación:
"Una hectárea admite quince
mil algodoneros, que producen en un buen año tres mil kilos de algodón. El kilo
de capullos se vende a dieciocho centavos, lo que da quinientos cuarenta pesos
por hectárea. Como por razón de gastos treinta hectáreas pedían el primer año
seis mil doscientos pesos, me hallaría yo, al final de la primera cosecha, con
diez mil pesos de ganancia. El segundo año plantaría cien hectáreas, y el
tercero, doscientas. No pasaría de este número. Pero ellas me darían cien mil
pesos anuales, lo suficiente para quedar libre de exposiciones, crónicas,
cronistas y dueños de salones.
"Así decidido, vendí en siete
mil pesos todo lo que me quedaba de la exposición, casi todo, por lo pronto.
Como ven ustedes, emprendía un negocio nuevo, lejano y difícil, con la
cantidad justa, pues los ochocientos pesos sobrantes desapare-cieron antes de
ponerme en viaje: por aquí comenzaba mi sabiduría comercial.
Lo que vino luego es más curioso.
Me construí un edificio muy raro, con algo de rancho y mucho de semáforo; hice
un carrito de asombrosa inutilidad, y planté cien palmeras alrededor de mi
casa. Pero en cuanto a lo fundamental de mi ida allá, apenas me quedó capital
para plantar diez hectáreas de algodón, que por razones de sequía y mala
semilla, resultaron en realidad cuatro o cinco.
"Todo esto podía, sin embargo,
pasar por un relativo éxito; hasta que llegó el momento de la recolección. Ustedes
deben de saber que éste es el real escollo del algodón: la carestía y precio
excesivo del brazo. Yo lo supe entonces, y a duras penas conseguí que cinco
indios viejos recogieran mis capullos, a razón de cinco centavos por kilo. En
Estados Unidos, según parece, es común la recolección de quince a veinte kilos
diarios por persona. Mis indios recogían apenas seis o siete. Me pidieron luego
un aumento de dos centavos, y accedí, pues las lluvias comenzaban y el capullo
sufre mucho con ellas.
"No mejoraban las cosas. Los
indios llegaban a las nueve de la mañana, por temor del rocío en los pies, y
se iban a las doce. No volvían de tarde. Cambié de sistema, y los tomé por
día, pensando así asegurar -aunque cara- la recolección. Trabajaban
todo el día, pero me presentaban dos kilos de mañana y tres de tarde.
"Como ven, los cinco indios
viejos me robaban descaradamente. Llegaron a recogerme cuatro kilos diarios
por cabeza, y entonces, exasperado con toda esa bellaquería de haraganes,
resolví desquitarme.
"Yo había notado que los
indios -salvo excepciones- no tienen la más vaga idea de los números. Al
principio sufrí fuertes chascos.
-¿Qué vale esto? -había preguntado
a uno de ellos que venía a ofrecerme un cuero de ciervo.
Veinte pesos -me respondió.
Claro es, rehusé. Llegó otro indio,
días después, con un arco y flechas: aquello valía veinte pesos, siendo así que
dos es un precio casi excesivo. "No era posible entenderse con aquellos
audaces especuladores. Hasta que un capataz de obraje me dio la clave del
mercado. Fui en consecuencia a ver al indio de los arcos y le pedí nuevo
precio.
Veinte pesos -me repitió.
-Aquí están -le dije, poniéndole
dos pesos en la mano.
Quedó perfectamente seguro de que recibía sus veinte pesos.
"Aun más: a cierto diablo que
me pedía cinco pesos por un cachorro de aguará, le puse en la mano con lento
énfasis tres monedas de diez centavos:
-Uno... tres... cinco... Cinco pesos;
aquí están los cinco pesos.
El vendedor quedó luminosamente
convencido. Un momento después, so pretexto de equivocación, le completé su
precio. Y aun creyó acaso -por nativa desconfianza del hombre blanco-, que la
primera cuenta hubiera sido más provechosa para él.
"Esta ignorancia se extiende
desde luego a la romana, balanza usual en las pesadas de algodón. Para mi
desquite de que he hablado, era necesario tomar de nuevo los peones a tanto el
kilo. Así lo hice, y la primera tarde comencé. La bolsa del primero acusaba
seis kilos.
-Cuatro kilos: veintiocho centavos
-le dije.
"El segundo había recogido
cuatro kilos; le acusé dos. El tercero, seis; le acusé tres. Al cuarto, en vez
de siete, cinco. Y al quinto, que me había recogido cinco, le conté sólo dos.
De este modo, en un solo día, había recuperado setenta centavos. Pensaba
firmemente resarcirme con este sistema de las pillerías y los adelantos.
"Al día siguiente hice lo
mismo. "Si hay una cosa lícita, me decía yo, es lo que hago. Ellos me
roban con toda conciencia, riéndose evidentemente de mí, y nada más justo que
compensar con la merma de su jornal el dinero que me llevan."
"Pero cierto malhumor que ya
había comenzado en la segunda operación, subió del todo en la tercera. Sentía
honda rabia contra los indios, y en vez de aplacarse ésta con mi sistema de
desquite, se exasperaba más. Tanto creció este hondo disgusto, que al cuarto
día acusé al primer indio el peso cabal, e hice lo mismo con el segundo. Pero
la rabia crecía. Al tercer indio le aumenté dos kilos; al cuarto, tres, y al
quinto, ocho kilos.
"Es que a pesar de las razones
en que me apoyaba, yo estaba sencillamente robando. No obstante los
justificativos que me dieran las doscientas legislaciones del inundo, yo no
dejaba de robar. En el fondo, mi famosa compensación no encerraba ni una pizca
más del valor moral que el franco robo de los indios. De aquí mi rabia contra
mí mismo.
"A la siguiente tarde aumenté
de igual modo las pesadas de algodón, con lo que al final pagué más de lo convenido,
perdí los adelantos y la confianza de los indios que llegaron a darse cuenta,
por las inesperadas oscilaciones del peso, de que yo y mi romana éramos dos
raros sujetos.
"Este es mi primer episodio
comercial. El segundo fue más productivo. "Mi mujer tuvo siempre la
convicción de que yo soy de una nulidad única en asunto de negocios.
-Todo cuanto emprendas te saldrá
mal -me decía-. Tú no tienes absoluta idea de lo que es el dinero. Acuérdate de
la harina.
"Esto de la harina pasó así:
Como mis peones se abastecían en el almacén de los obrajes vecinos, supuse que
proveyéndome yo de lo elemental -yerba, grasa, harina- podría obtener un
veinte por ciento de utilidad sobre el sueldo de los peones. Esto es cuerdo.
Pero cuando tuve los artítulos en casa y comencé a vender la harina a un
precio que yo recordaba de otras casas, fui muy contento a ver a mi mujer.
-¡Fíjate! -le dije-. Vamos a
ahorrar una porción de pesos con este sistema. Ya hemos ganado cuarenta
centavos con estos kilos de harina. "Me quedé mirándola. Lo cierto es que
yo no sabía lo que me costaba, pues ni aun siquiera había echado el ojo sobre
la factura.
"Esta es la historia de la harina. Mi mujer me la
recordaba siempre, y aunque me era forzoso darle la razón, el demonio del
comercio que he heredado de mi padre me tentaba como un fruto prohibido.
"Hasta que un día a ambos
-pues yo conté en esta aventura con la complicidad de mi mujer- se nos ocurrió
una empresa: abrir un restaurante para peones. En vez de las sardinas,
chipás o malos asados que los que no
tienen familia o viven lejos comen en el almacén de los obrajes, nosotros les
daríamos un buen puchero que los nutriría, y a bajo precio. No pretendíamos
ganar nada; y en negocios así -según mi mujer- había cierta probabilidad de que
me fuera bien.
"Dijimos a los peones que
podrían comer en casa, y pronto acudieron otros de los obrajes próximos. Los
tres primeros días todo fue perfectamente. Al cuarto vino a verme un peón de
miserable flacura.
-Mirá, patrón me dijo. Yo voy a comer en tu casa si querés,
pero no te podré pagar. Me voy el otro mes a Corrientes porque el chucho... He
estado veinte días tirado... Ahora no puedo mover mi hacha. Si vuelvo, te
pagaré.
"Consulté a mi mujer.
-¿Qué te parece? -le dije. El
diablo éste no nos pagará nunca.
-Parece tener mucha hambre...
-murmuró ella.
"El sujeto comió un mes entero
y se fue para siempre.
"En ese tiempo llegó cierta
mañana un peón indio con una criatura de cinco años, que miró comer a su padre
con inmensos ojos de gula.
-¡Pero esa criatura! -me dijo mi
mujer. ¡Es un crimen hacerla sufrir así!
"Se sirvió al chico. Era muy
mono, y mi mujer lo acarició al irse.
-Tienes hambre aún?
-Sí, ¡hame! -respondió con toda la
boca el hombrecito.
-¡Pero ha comido un plato lleno!
-se sorprendió mi mujer.
-Sí, ¡pato! En casa... ¡hame!
-¡Ah, en tu casa! ¿Son muchos?
"El padre entonces intervino.
Eran ocho criaturas, y a veces él estaba enfermo y no podía trabajar.
Entonces... ¡mucha hambre!
-¡Me lo figuro! -murmuró mi mujer
mirándome. Dio al chico tasajo, galletitas, y a más dos latas de jamón del
diablo que yo guardaba.
-¡Eh, mi jamón! -le dije
rápidamente cuando huía con su robo.
-¿No es nada, verdad? -se rió.
¡Supón la felicidad de esa pobre gente con esto!
"Al otro día volvió el indio
con dos nuevos hijos, y como mi mujer no es capaz de resistir a una cara de
hambre, todos comieron. Tan bien, que una semana después nuestra casa estaba
convertida en un jardín de infantes. Los buenos peones traían cuanto hijo
propio o ajeno les era dado tener. Y si a esto se agregan los muchos sujetos
que comprendieron que nada disponía mejor nuestro corazón que la confesión
llana y lisa de tener hambre y carecer al mismo tiempo de dinero, todo esto
hizo que al fin de mes nuestro comercio cesara. Teníamos, claro es, un déficit
bastante fuerte.
"Este fue mi segundo episodio
comercial. No cuento el serio -el del algodón- porque éste estaba perdido desde
el principio. Perdí allá cuanto tenía, y abandonando todo lo que habíamos
construido en tierra arrendada, volvimos a Buenos Aires. Ahora -concluyó
señalando con la cabeza sus mármoles- hago de nuevo esto.
-¡Y aquí no cabe comercio! -exclamó
con fugitiva sonrisa un oyente. Gómez Alcain lo miró como hombre que al hablar
con tranquila seriedad se siente por encima de todas las ironías:
-Sí, cabe -repuso. Pero no yo.
1.044. Quiroga (Horacio)
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