Había una vez un coatí que tenía tres hijos. Vivían en el monte
comiendo frutas, raíces y huevos de pajaritos. Cuando estaban arriba de los
árboles y sentían un gran ruido, se tiraban al suelo de cabeza y salían
corriendo con la cola levantada.
Una vez que los coaticitos
fueron un poco grandes, su madre los reunió un día arriba de un naranjo y les
habló así:
-Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse la comida
solos. Deben aprenderlo, porque cuando sean viejos andarán siempre solos, como
todos los coatís. El mayor de ustedes, que es muy amigo de cazar cascarudos,
puede encontrarlos entre los palos podridos, porque allí hay muchos cascarudos y
cucarachas. El segundo, que es gran comedor de frutas, puede encontrarlas en
este naranjal; hasta diciembre habrá naranjas. El tercero, que no quiere comer
sino huevos de pájaros, puede ir a todas partes, porque en todas partes hay
nidos de pájaros. Pero que no vaya nunca a buscar nidos al campo, porque es
peligroso.
»Coaticitos: hay una sola cosa a la cual deben tener gran miedo. Son
los perros. Yo peleé una vez con ellos, y sé lo que les digo; por eso tengo un
diente roto. Detrás de los perros vienen siempre los hombres con un gran ruido,
que mata. Cuando oigan cerca este ruido, tírense de cabeza al suelo, por alto
que sea el árbol.
-Si no lo hacen así los matarán con seguridad de un tiro.
Así habló la
madre. Todos se bajaron entonces y se separaron, caminando de
derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si hubieran perdido algo,
porque así caminan los coatís.
El mayor, que quería comer cascarudos, buscó entre los palos podridos
y las hojas de los yuyos, y encontró tantos, que comió hasta quedarse dormido.
El segundo, que prefería las frutas a cualquier cosa, comió cuantas naranjas
quiso, porque aquel naranjal estaba dentro del monte, como pasa en el Paraguay
y Misiones, y ningún hombre vino a incomodarlo. El tercero, que era loco por
los huevos de pájaros, tuvo que andar todo el día para encontrar únicamente dos
nidos; uno de tucán que tenía tres huevos, y uno de tórtola, que tenía sólo
dos. Total, cinco huevos chiquitos, que era muy poca comida; de modo que al
caer la tarde el coaticito tenía tanta hambre como de mañana, y se sentó muy
triste a la orilla del monte. Desde allí veía el campo, y pensó en la
recomendación de su madre.
-¿Por qué no querrá mamá -se dijo- que vaya a buscar nidos en el
campo?
Estaba pensando así cuando oyó, muy lejos, el canto de un pájaro.
-¡Qué canto tan fuerte! -dijo admirado. ¡Qué huevos tan grandes debe
tener ese pájaro!
El canto se repitió. Y entonces el coatí se puso a correr por entre el
monte, cortando camino, porque el canto había sonado muy a su derecha. El sol
caía ya, pero el coatí volaba con la cola levantada. Llegó a la orilla del
monte, por fin, y miró al campo. Lejos vio la casa de los hombres, y vio a un
hombre con botas que llevaba un caballo de la soga. Vio también un
pájaro muy grande que cantaba y entonces el coaticito se golpeó la frente y
dijo:
-¡Qué zonzo soy! Ahora ya sé qué pájaro es ese. Es un gallo ; mamá me lo
mostró un día de arriba de un árbol. Los gallos tienen un canto lindísimo, y
tienen muchas gallinas que ponen huevos. ¡Si yo pudiera comer huevos de
gallina!...
Es sabido que nada gusta tanto a los bichos chicos de monte como los
huevos de gallina. Durante un rato el coaticito se acordó de la recomendación
de su madre. Pero el deseo pudo más, y se sentó a la orilla del monte, esperando
que cerrara bien la noche para ir al gallinero.
La noche cerró por fin, y entonces, en puntas de pie y paso a paso, se
encaminó a la casa. Llegó
allá y escuchó atentamente: no se sentía el menor ruido. El coaticito, loco de
alegría porque iba a comer cien, mil, dos mil huevos de gallina, entró en el
gallinero, y lo primero que vio bien en la entrada, fue un huevo que estaba
solo en el suelo. Pensó un instante en dejarlo para el final, como postre,
porque era un huevo muy grande; pero la boca se le hizo agua, y clavó los
dientes en el huevo.
Apenas lo mordió, ¡TRAC! un terrible golpe en la cara y un inmenso
dolor en el hocico.
-¡Mamá, mamá! -gritó, loco de dolor, saltando a todos lados. Pero
estaba sujeto, y en ese momento oyó el ronco ladrido de un perro.
Mientras el coatí esperaba en la orilla del monte que cerrara bien la
noche para ir al gallinero, el hombre de la casa jugaba sobre la gramilla con
sus hijos, dos criaturas rubias de cinco y seis años, que corrían riendo, se
caían, se levantaban riendo otra vez, y volvían a caerse. El padre se caía
también, con gran alegría de los chicos. Dejaron por fin de jugar porque ya era
de noche, y el hombre dijo entonces:
-Voy a poner la trampa para cazar a la comadreja que viene a matar los
pollos y robar los huevos.
Y fue y armó la
trampa. Después comieron y se acostaron. Pero las criaturas
no tenían sueño, y saltaban de la cama del uno a la del otro y se enredaban en
el camisón. El padre, que leía en el comedor, los dejaba hacer. Pero los chicos
de repente se detuvieron en sus saltos y gritaron:
-¡Papá! ¡Ha caído la comadreja en la trampa! ¡Tuké está ladrando!
¡Nosotros también queremos ir, papá!
El padre consintió, pero no sin que las criaturas se pusieran las
sandalias, pues nunca los dejaba andar descalzos de noche, por temor a las
víboras.
Fueron. ¿Qué vieron allí? Vieron a su padre que se agachaba, teniendo
al perro con una mano, mientras con la otra levantaba por la cola a un coatí,
un coaticito chico aún, que gritaba con un chillido rapidísimo y estridente,
como un grillo.
-¡Papá, no lo mates! -dijeron las criaturas. ¡Es muy chiquito!
¡Dánoslo para nosotros!
-Bueno, se lo voy a dar -respondió el padre. Pero cuídenlo bien, y
sobre todo no se olviden de que los coatís toman agua como ustedes.
Esto lo decía porque los chicos habían tenido una vez un gatito montés
al cual a cada rato le llevaban carne, que sacaban de la fiambrera; pero nunca
le dieron agua, y se murió.
En consecuencia, pusieron al coatí en la misma jaula del gato montés,
que estaba cerca del gallinero, y se acostaron todos otra vez.
Y cuando era más de medianoche y había un gran silencio, el coaticito,
que sufría mucho por los dientes de la trampa, vio, a la luz de la luna, tres
sombras que se acercaban con gran sigilo. El corazón le dio un vuelco al pobre
coaticito al reconocer a su madre y a sus dos hermanos que lo estaban buscando.
-¡Mamá, mamá! -murmuró el prisionero en voz muy baja para no hacer
ruido. ¡Estoy aquí! ¡Sáquenme de aquí! ¡No quiero quedarme, ma... má!... -y
lloraba desconsolado.
Pero a pesar de todo estaban contentos porque se habían encontrado, y
se hacían mil caricias en el hocico.
Se trató en seguida de hacer salir al prisionero. Probaron primero
cortar el alambre tejido, y los cuatro se pusieron a trabajar con los dientes;
mas no conseguían nada. Entonces a la madre se le ocurrió de repente una idea,
y dijo:
-¡Vamos a buscar las herramientas del hombre! Los hombres tienen
herramientas para cortar fierro. Se llaman limas. Tienen tres lados como las
víboras de cascabel. Se empuja y se retira. ¡Vamos a buscarla!
Fueron al taller del hombre y volvieron con la lima. Creyendo que
uno solo no tendría fuerzas bastantes, sujetaron la lima entre los tres y
empezaron el trabajo. Y se entusiasmaron tanto, que al rato la jaula entera
temblaba con las sacudidas y hacía un terrible ruido. Tal ruido hacía, que el
perro se despertó, lanzando un ronco ladrido. Mas los coatís no esperaron a que
el perro les pidiera cuenta de ese escándalo y dispararon al monte, dejando la
lima tirada.
Al día siguiente, los chicos fueron temprano a ver a su nuevo huésped,
que estaba muy triste.
-¿Qué nombre le pondremos? -preguntó la nena a su hermano.
-¡Ya sé! -respondió el varoncito. ¡Le pondremos Diecisiete!
¿Por qué Diecisiete? Nunca hubo bicho del monte con nombre más raro.
Pero el varoncito estaba aprendiendo a contar, y tal vez le había llamado la
atención aquel número.
El caso es que se llamó Diecisiete. Le dieron pan, uvas, chocolate,
carne, langostas, huevos, riquísimos huevos de gallina. Lograron que en un solo
día se dejara rascar la cabeza; y tan grande es la sinceridad del cariño de las
criaturas, que al llegar la noche, el coatí estaba casi resignado con su
cautiverio. Pensaba a cada momento en las cosas ricas que había para comer
allí, y pensaba en aquellos rubios cachorritos de hombre que tan alegres y
buenos eran.
Durante las noches siguientes, el perro durmió tan cerca de la jaula,
que la familia del prisionero no se atrevió a acercarse, con gran sentimiento.
Cuando a la tercera noche llegaron de nuevo a buscar la lima para dar libertad
al coaticito, éste les dijo:
-Mamá: yo no quiero irme más de aquí. Me dan huevos y son muy buenos
conmigo. Hoy me dijeron que si me portaba bien me iban a dejar suelto muy
pronto. Son como nosotros. Son cachorritos también, y jugamos juntos.
Los coatís salvajes quedaron muy tristes, pero se resignaron,
prometiendo al coaticito venir todas las noches a visitarlo.
Efectivamente, todas las noches, lloviera o no, su madre y sus
hermanos iban a pasar un rato con él. El coaticito les daba pan por entre el
tejido de alambre, y los coatís salvajes se sentaban a comer frente a la jaula.
Al cabo de quince días, el coaticito andaba suelto y él mismo se iba
de noche a su jaula. Salvo algunos tirones de orejas que se llevaba por andar
muy cerca del gallinero, todo marchaba bien. El y las criaturas se querían
mucho, y los mismos coatís salvajes, al ver lo buenos que eran aquellos
cachorritos de hombre, habían concluido por tomar cariño a las dos criaturas.
Hasta que una noche muy oscura, en que hacía mucho calor y tronaba,
los coatís salvajes llamaron al coaticito y nadie les respondió. Se acercaron
muy inquietos y vieron entonces, en el momento en que casi la pisaban, una
enorme víbora que estaba enroscada a la entrada de la jaula. Los coatís
comprendieron en seguida que el coaticito había sido mordido al entrar, y no
había respondido a su llamado porque acaso estaba ya muerto. Pero lo iban a
vengar bien. En un segundo, entre los tres, enloquecieron a la serpiente de
cascabel, saltando de aquí para allá, y en otro segundo, cayeron sobre ella,
deshaciéndole la cabeza a mordiscones.
Corrieron entonces adentro, y allí estaba en efecto el coaticito,
tendido, hinchado, con las patas temblando y muriéndose. En balde los coatís
salvajes lo movieron; lo lamieron en balde por todo el cuerpo durante un cuarto
de hora. El coaticito abrió por fin la boca y dejó de respirar, porque estaba
muerto.
Los coatís son casi
refractarios, como se dice, al veneno de las víboras. No les hace casi nada el
veneno, y hay otros animales, como la mangosta, que resisten muy bien el veneno
de las víboras. Con toda seguridad el coaticito había sido mordido en una
arteria o una vena, porque entonces la sangre se envenena en seguida, y el animal
muere. Esto le había pasado al coaticito.
Al verlo así, su madre y sus
hermanos lloraron un largo rato. Después, como nada más tenían que hacer allí,
salieron de la jaula, se dieron vuelta para mirar por última vez la casa donde
tan feliz había sido el coaticito, y se fueron otra vez al monte.
Pero los tres coatís, sin embargo, iban muy preocupados y su
preocupación era ésta: ¿Qué iban a decir los chicos, cuando, al día siguiente,
vieran muerto a su querido coaticito? Los chicos le querían muchísimo y ellos,
los coatís, querían también a los cachorritos rubios. Así es que los tres
coatís tenían el mismo pensamiento, y era evitarles ese gran dolor a los
chicos.
Hablaron un largo rato y al fin decidieron lo siguiente: el segundo de
los coatís, que se parecía muchísimo al menor en cuerpo y en modo de ser, iba a
quedarse en la jaula, en vez del difunto. Como estaban enterados de muchos
secretos de la casa, por los cuentos del coaticito, los chicos no conocerían
nada; extrañarían un poco algunas cosas, pero nada más.
Y así pasó en efecto. Volvieron a la casa, y un nuevo coaticito
reemplazó al primero, mientras la madre y el otro hermano se llevaban sujeto a
los dientes el cadáver del menor. Lo llevaron despacio al monte, y la cabeza
colgaba, balanceándose, y la cola iba arrastrando por el suelo.
Al día siguiente los chicos extrañaron, efectivamente, algunas
costumbres raras del coaticito. Pero como éste era tan bueno y cariñoso como el
otro, las criaturas no tuvieron la menor sospecha. Formaron la misma familia de
cachorritos de antes, y, como antes, los coatís salvajes venían noche a noche a
visitar al coaticito civilizado, y se sentaban a su lado a comer pedacitos de
huevos duros que él les guardaba, mientras ellos le contaban la vida de la
selva.
1.044. Quiroga (Horacio)
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