El hombre y su machete
acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles;
pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que
tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una
mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un
rato en la gramilla.
Mas al bajar el alambre de
púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza
desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras
caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de
plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la
gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que
acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba
como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el
pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto,
surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto
no se veía.
El hombre intentó mover la
cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda
aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del
machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la
seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.
Pero entre el instante actual
y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas
presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de
vigor, antes de su eliminación del escenario humano!
¿Aún...? No han pasado dos
segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han
avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido
las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo.
Muerto. Puede considerarse
muerto en su cómoda postura.
Pero el hombre abre los ojos
y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué
trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e
ineludiblemente, va a morir.
El hambre resiste -¡es tan
imprevisto ese horror! y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado?
Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal? ¿No viene todas las mañanas a
limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado,
y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el
viento. Pero ahora no se mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las
doce.
Por entre los bananos, allá
arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la
izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero
sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la
dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná
dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el
aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy
gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...
¡Muerto! ¿Pero es posible?
¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con
el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está
allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo
parsimoniosamente el alambre de púa?
¡Pero sí! Alguien silba. No
puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el
puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas
hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando... Desde el poste
descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que
separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente
bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése
o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero,
en el bananal ralo? ¡Sin dada! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol
a plomo...
Nada, nada ha cambiado. Sólo
él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente,
nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante
cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con
su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una
cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.
El hombre muy fatigado y
tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir
un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto
mira. Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los días
acaba de pasar el puente.
¡Pero no es posible que haya
resbalado...! El mango de su machote (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene
ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el
alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un
machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y
descansa un rato como de costumbre.
¿La prueba...? ¡Pero esa
gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes
de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su
malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente;
sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado
casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor
que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy
grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha
visto las mismas cosas.
...Muy fatigado, pero
descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las doce menos
cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia
el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre,
antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de
su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No es eso...? ¡Claro, oye!
Ya es la hora. Oye
efectivamente la voz de su hijo...
¡Qué pesadilla...! ¡Pero es
uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras
amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al
malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
...Muy cansado, mucho, pero
nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa
ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen!
Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano
izquierda, a lentos pasos.
Puede aún alejarse con la
mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde
el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo
volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado
empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún
ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado,
echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos
los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la
gramilla -descansando, porque está muy cansado.
Pero el caballo rayado de
sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al
hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las
voces que ya están próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas
inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y
el hombre tendido que ya ha descansado.
Cuento de la selva
1.044. Quiroga (Horacio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario