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sábado, 22 de junio de 2013

La crema de chocolate

Ser médico y cocinero a un tiempo es, a más de difícil, peligroso. El peligro vuélvese realmente grave si el cliente lo es del médico y de su co­cina. Esta verdad pudo ser comprobada por mí, cierta vez que en el Chaco fui agricultor, médico y cocinero.
Las cosas comenzaron por la medicina, a los cuatro días de llegar allá. Mi campo quedaba en pleno desierto, a ocho leguas de toda población, si se exceptúan un obraje y una estanzuela, vecinos a media legua. Mientras íbamos todas las mañanas mi compañero y yo a construir nuestro rancho, vivíamos en el obraje. Una noche de gran frío fuimos despertados mientras dormíamos, por un indio del obraje, a quien acababan de apalear un brazo. El muchacho gimoteaba muy dolorido. Vi en seguida que no era nada, y sí grande su deseo de farmacia. Como no me divertía levantarme, le froté el brazo con bicarbonato de soda que tenía al lado de la cama.
-¿Qué le estás haciendo? -me preguntó mi compañero, sin sacar la nariz de sus plaids .
-Bicarbonato le respondí-. Ahora -me dirigí al indio- no te va a doler más. Pero para que haga buen efecto este remedio, es bueno que te pongas trapos mojados encima.
Claro está, al día siguiente no tenía nada; pero sin la maniobra del polvo blanco encerrado en el frasco azul, jamás el indiecito se hubiera de­cidido a curarse con sólo trapos fríos.
El segundo eslabón lo estableció el capataz de la estanzuela con quien yo estaba en relación. Vino un día a verme por cierta infección que tenía en una mano, y que persistía desde un mes atrás. Yo tenía un bisturí, y el hombre resistía heroicamente el dolor. Esta doble circunstancia autorizó el destrozo que hice en su carne, sin contar el bicloruro hirviendo, y ocho días después mi hombre estaba curado. Las infecciones, por allá, suelen ser de muy fastidiosa duración; mas mi valor y el del otro -bien que de distin­to carácter- venciéronlo todo.
Esto pasaba ya en nuestro algodonal, y tres meses después de haber si­do plantado. Mi amistad con el dueño de la estanzuela, que vivía en su al­macén en Resistencia, y la bondad del capataz y su mujer, llevábanme a menudo a la estancia. La vieja mujer, sobre todo, tenía cierta respetuosa ternura por mi ciencia y mi democracia. De aquí que quisiera casarme. A legua y media de casa, en pleno estero Arazá, tenía cien vacas y un rebaño de ovejas el padre de mi futura.
-¡Pobrecita! -me decía Rosa, la mujer del capataz-.Está enferma hace tiempo. ¡Flaca, pobrecita! Andá a curarla, don Fernández, y te casás con ella.
Como los esteros rebosaban agua, no me decidía a ir hasta ella.
-¿Y es linda? -se me ocurrió un día.
-¡Pero no ha de...`don Fernández!. Le voy a mandar a decir al pa­dre, y la vas a curar y te vas a casar con ella.
Desgraciadamente la misma democracia que encantaba a la mujer del capataz estuvo a punto de echar abajo mi reputación científica.
Una tarde había ido yo a buscar mi caballo sin riendas como lo hacía siempre, y volvía con él a escape, cuando hallé en casa a un hombre que me esperaba. Mi ropa, además, dejaba siempre mucho que desear en punto a corrección. La camisa de lienzo sin un botón, los brazos arremangados, y sin sombrero ni peinado de ninguna especie.
En el patio, un paisano de pelo blanco, muy gordo y fresco, vestido evidentemente con lo mejor que tenía, me miraba con fuerte sorpresa.
-Perdone, don -se dirigió a mí-. ¿Es ésta la casa de don Fernández?
-Sí, señor      le respondí.
Agregó entonces con visible dubitación de persona que no quiere comprometerse.
¿Y no está él...?
-Soy yo.
El hombre no concluía de disculparse, hasta que se fue con mi receta y la promesa de que iría a ver a su hija.
Fui y la vi. Tosía un poco, estaba flaquísima, aunque tenía la cara lle­na, lo que no hacía sino acentuar la delgadez de las piernas. Tenía sobre to­do el estómago perdido. Tenía también hermosos ojos, pero al mismo tiem­po unas abominables zapatillas nuevas de elástico. Se había vestido de fies­ta, y como lujo de calzado no habitual, las zapatillas aquellas.
La chica -se llamaba Eduarda- digería muy mal, y por todo ali­mento comía tasajo desde que habían empezado las lluvias. Con el más ele­mental régimen, la muchacha comenzó a recobrar vida.
-Es tu amor, don Fernández. Te quiere mucho a usted" -me expli­caba Rosa.
Fui en esa primavera dos o tres veces más al Arazá, y lo cierto es que yo podía acaso no ser mal partido para la agradecida familia.
En estas circunstancias, el capataz cumplió años y su mujer me man­dó llamar el día anterior, a fin de que yo hiciera un postre para el baile. A fuerza de paciencia y de horribles quematinas de leche, yo había con­seguido llegar a fabricarme budines, cremas y hasta huevos quimbos. Como el capataz tenía debilidad visible por la crema de chocolate que había pro­bado en casa, detúveme en ella, ordenando a Rosa que dispusiera para el día siguiente diez litros de leche, sesenta huevos y tres kilos de chocolate. Hu­bo que enviar por el chocolate a Resistencia, pero volvió a tiempo, mientras mi compañero y yo nos rompíamos la muñeca batiendo huevos.
Ahora bien, no sé aún qué pasó, pero lo cierto es que en plena función de crema, la crema se cortó. Y se cortó de modo tal, que aquello convirtió­se en esponja de caucho, una madeja de oscuras hilachas elásticas, algo co­mo estopa empapada en aceite de linaza.
Nos miramos mi compañero y yo: la crema esa parecíase endiabla­damente a una muerte súbita. ¿Tirarla y privar a la fiesta de su principal atractivo...? No era posible. Luego, a más de que ella era nuestra obra personal, siempre muy querida, apagó nuestros escrúpulos el conoci­miento que del paladar y estómago de los comensales teníamos. De mo­do que resolvimos prolongar la cocción del maleficio, con objeto de dar­le buena consistencia. Hecho lo cual apelmazamos la crema en una olla, y descansamos.
No volvimos a casa; comimos allá. Vinieron la noche y los mosquitos, y asistimos al baile en el patio. Mi enferma, otra vez con sus zapatillas, había lle­gado con su familia en una carreta. Hacía un calor sofocante, lo que no obsta­ba para que los peones bailaran con el poncho al hombro, el 13 de enero.
Nuestro postre debía ser comido a las once. Un rato antes mi compa­ñero y yo nos habíamos insinuado hipócritamente en el comedor, buscan­do moscas por las paredes.
-Van a morir todos -me decía él en voz baja. Yo, sin creerlo, esta­ba bastante preocupado por la aceptación que pudiera tener mi postre. El primero a quien le cupo familiarizarse con él fue el capataz de los carreros del obraje, un hombrón silencioso, muy cargado de hombros y con enormes pies descalzos. Acercóse sonriendo a la mesita, mucho más corta­do que mi crema. Se sirvió -a fuerza de cuchillo, claro es- una delicadí­sima porción. Pero mi compañero intervino presuroso.
-¡No, no, Juan! Sírvase más. 
-Y le llenó el plato.
El hombre probó con gran comedimiento, mientras nosotros no apar­tábamos los ojos de su boca.
-¿Eh, qué tal? -le preguntamos. Rico, ¿eh?
-¡Macanudo, che patrón!
¡Sí! Por malo que fuera aquello, tenía gusto a chocolate. Cuando el hombrón hubo concluido llegó otro, y luego otro más. Tocóle por fin el turno a mi futuro suegro. Entró alegre, balanceándose.
-¡Hum...! ¡Parece que tenemos un postre, don Fernández! ¡De todo sabe! ¡Hum...! Crema de chocolate... Yo he comido una vez.
Mi compañero y yo tornamos a mirarnos. ¡Estamos frescos! -murmuré.
¡Completamente lúcidos! ¿Qué podía parecerle la madeja negra a un hombre que había probado ya crema de chocolate? Sin embargo, con las ma­nos muy puestas en los bolsillos, esperamos. Mi suegro probó lentamente. 
-¿Qué tal la crema?
Se sonrió y alzó la cabeza, dejando cuchillo y tenedor.
¡Rico, le digo! ¡Qué don Fernández! -continuó comiendo. ¡Sa­be de todo!
Se supondrá el peso de que nos libró su respuesta. Pero cuando hubie­ron comido el padre, la madre, la hermana, y le llegó el turno a mi futura, no supe qué hacer.
-¿Eduarda puede comer, eh, don Fernández? -me había pregunta­do mi suegro.
Yo creía sinceramente que no. Para un estómago sano, aquello estaba bien, aun a razón de un plato sopero por boca. Pero para una dispéptica con digestiones laboriosísimas, mi esponja era un sencillo veneno.
Y me enternecí con la esponja, sin embargo. La muchacha ojeaba la olla con mucho más amor que a mí, y yo pensaba que acaso jamás en la vi­da seríale dado volver a probar cosa tan asombrosa, hecha por un chacare­ro médico y pretendiente suyo.
Sí, puede comer. Le va a gustar mucho -respondí serenamente. Tal fue mi presentación pública de cocinero. Ninguno murió pero dos semanas después supe por Rosa que mi prometida había estado enferma los días subsiguientes al baile.
-Sí -le dije, verdaderamente arrepentido. Yo tengo la culpa. No debió haber comido la crema aquella.
¡Qué crema! ¡Si le gustó, te digo! Es que usted no bailaste con ella; por eso se enfermó.
No bailé con ninguna.
¡Pero si es lo que te digo! ¡Y no has ido más a verla, tampoco!
Fui allá por fin. Pero entonces la muchacha tenía realmente novio, un españolito con gran cinto y pañuelo criollos, con quien me había encontra­do ya alguna vez en casa de ella.

1.044. Quiroga (Horacio)


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