Un amigo mío se fue a Fernando Poo
y volvió a los cinco meses, casi muerto.
Cuando aún titubeaba en emprender
la aventura, un viajero comercial, encanecido de fiebres y contrabandos
coloniales, le dijo:
-¿Piensa usted entonces en ir a
Fernando Poo? Si va, no vuelve, se lo aseguro.
-¿Por qué? -objetó mi amigo. ¿Por
el paludismo? Usted ha vuelto, sin embargo. Y yo soy americano.
A lo que el otro respondió:
Primero, si yo no he muerto allá,
sólo Dios sabe por qué, pues no faltó mucho. Segundo, el que usted sea
americano no supone gran cosa como preventivo. He visto en la cuenca del Níger
varios brasileños de Manaos, y en Fernando Poo infinidad de antillanos, todos
muriéndose. No se juega con el Níger. Usted, que es joven, juicioso y de
temperamento tranquilo, lleva bastantes probabilidades de no naufragar en
seguida. Un consejo: no cometa desarreglos ni excesos de ninguna especie;
¡usted me entinde! Y ahora, felicidad.
Hubo también un arboricultor que
miró a mi amigo con ojillos húmedos de enternecimiento.
-¡Cómo lo envidio, amigo! ¡Qué
dicha la suya en aquel esplendor de naturaleza! ¿Sabe usted que allá los
duraznos prenden de gajo? ¿Y los damascos? ¿Y los guayabos? Y aquí,
enloqueciéndonos de cuidados... ¿Sabe que las hojas caídas de los naranjos
brotan, echan raíces? ¡Ah, mi amigo! Si usted tuviera gusto para plantar
allí...
-Parece que el paludismo no me
dejará mucho tiempo -objetó tranquila-mente mi amigo, que en realidad amaba
mucho sembrar.
-¡Qué paludismo! ¡Eso no es nada! Una buena plantación de quina
y todo está concluido... ¿Usted sabe cuánto necesita allá para brotar un
poroto.. ?
Málter -así se llamaba mi amigo- se
marchó al fin. Iba con el más singular empleo que quepa en el país del
tse-tsé y los gorilas: el de dactilógrafo.
No es posiblemente común en las factorías coloniales un empleado cuya misión
consiste en anotar, con el extremo de los dedos, cuántas toneladas de maní y
de aceite de palma se remiten a Liverpool. Pero la casa, muy fuerte, pagábase
el lujo. Y luego, Málter era un prodigio de golpe de vista y rapidez. Y si digo
era se debe a que las fiebres han hecho de él una quisicosa trémula que no
sirve para nada.
Cuando regresó de Fernando Poo a
Montevideo, sus amigos paseaban por los muelles haciendo conjeturas sobre cómo
volvería Málter. Sabíamos que había habido fiebres y que el hombre no podía,
por lo tanto, regresar en el esplendor de su bella salud normal. Pálido, desde
luego. ¿Pero qué más? El ser que vieron avanzar a su encuentro era un cadáver
amarillo, con un pescuezo de desmesurada flacura, que danzaba dentro del cuello
postizo, dando todo él, en la expresión de los ojos y la dificultad del paso,
la impresión de un pobre viejo que ya nunca más volvería a ser joven. Sus amigos
lo miraban mudos.
-Creía que bastaba cambiar de aire
para curar la fiebre... -murmuró alguno. Málter tuvo una sonrisa triste.
-Casi siempre. Yo no... -repuso
castañeteando los dientes. Muchísimo más había castañeteado en Fernando Poo.
Llegado que hubo a Santa Isabel, capital de la isla, se instaló en el pontón
que servía de sede comercial a la casa que lo enviaba. Sus compañeros sujetos aniquilados por la anemia-
mostráronse en seguida muy curiosos.
-Usted ha tenido fiebre ya, ¿no es
verdad? -le preguntaron.
-No, nunca -repuso Malter. ¿Por qué?
Los otros lo miraron con más
curiosidad aún.
-Porque aquí la va a tener. Aquí
todos la tienen. ¿Usted sabe cuál es el país en que abundan más las fiebres?
-Las bocas del Níger, he oído...
Es decir, estas inmediaciones. Sol amente una persona que ya ha perdido el hígado o
estima su vida en menos que un coco es capaz de venir aquí. ¿No se animaría
usted a regresar a su país? Es un sano consejo.
Málter respondió que no, por varios
motivos que expuso. Además confiaba en su buena suerte. Sus compañeros se
miraron con unánime sonrisa y lo dejaron en paz.
Málter escribió, anotó y copió
cartas y facturas con asiduo celo. No bajaba casi nunca a tierra. Al cabo de
dos meses, como comenzara a fatigarse de la monotonía de su quehacer, recordó,
con sus propias aficiones hortícolas, el entusiasmo del arboricultor amigo.
-¡Nunca se me ha ocurrido cosa
mejor! -se dijo Málter contento. El primer domingo bajó a tierra y comenzó su
huerta. Terreno no faltaba, desde luego, aunque, por razones de facilidad,
eligió un área sobre toda la costa misma. Con verdadera pena debió machetear a
ras del suelo un espléndido bambú que se alzaba en medio del terreno. Era un
crimen; pero las raicillas de sus futuros porotos lo exigían. Luego cercó su huerta
con varas recién cortadas, de las que usó también para la división de los canteros,
y luego como tutores. Sembradas al fin sus semillas, esperó.
Esto, claro es, fue trabajo de más
de un día. Málter bajaba todas las tardes a vigilar su huerta -o, mejor dicho,
pensaba hacerlo así, porque al tercer día, mientras regaba, sintió un ligero
hormigueo en los dedos del pie. Un momento después sintió el hormigueo en toda la espalda. Málter
constató que tenía la piel extremadamente sensible al contacto de la ropa. Continuó
asimismo regando, y media hora después sus compañeros lo veían llegar al
pontón, tiritando.
-Ahí viene el americano refractario
al chucho -dijeron con pesada risa los otros. ¿Qué hay, Malter? ¿Frío? Hace
treinta y nueve grados. Pero a Malter los dientes le castañeteaban de tal modo,
que apenas podía hablar, y pasó de largo a acostarse.
Durante quince días de asfixiante
calor estuvo estirado a razón de tres accesos. Los escalofríos eran tan
violentos, que sus compañeros sentían, por encima de sus cabezas, el bailoteo
del catre.
-Ya empieza Málter -exclamaban
levantando los ojos al techo.
En la primera tregua Málter recordó
su huerta y bajó a tierra. Halló todas sus semillas brotadas y ascendiendo con
sorprendente vigor. Pero al mismo tiempo todos los tutores de sus porotos
habían prendido también, así como las estacas de los canteros y del cerco. El
bambú, con cinco espléndidos retoños, subía a un metro.
Málter, bien que encantado de aquel
ardor tropical, tuvo que arrancar una por una sus inesperadas plantas, rehízo
todo y empleó, al fin, una larga hora en extirpar la mata de bambú a fondo de
azada.
En tres días de sol abierto, sus
porotos ascendieron en un verdadero
vértigo vegetativo, todo hasta que
un ligero cosquilleo en la espalda advirtió a Málter que debía volver en
seguida al pontón.
Sus compañeros, que no lo habían
visto subir, sintieron de pronto que el catre se sacudía.
-¡Calle! -exclamaron alzando la cabeza. El americano
está otra vez con frío.
Con esto, los delirios abrumadores
que las altas fiebres de la Guinea no escatiman. Málter quedaba postrado de
sudor y cansancio, hasta que el siguiente acceso le traía nuevos témpanos de
frío con cuarenta y tres a la sombra.
Dos semanas más y Málter abrió la
puerta de la cabina con una mano que ya estaba flaca y tenía las uñas blancas.
Bajó a su huerta y halló que sus porotos trepaban con enérgico brío por los
tutores. Pero éstos habían prendido todos, como las estacas que dividían los
canteros, y como las que cercaban la huerta. Exactamente
como la vez anterior. El bambú destrozado, extirpado, ascendía en veinte
magníficos retoños a dos metros de altura.
Málter sintió que la fatalidad lo
llevaba rápidamente de la mano. ¿Pero es que en aquel país prendía todo de
gajo? ¿No era posible contener aquello? Málter, porfiado ya, se propuso obtener
únicamente porotos, con prescindencia absoluta de todo árbol o bambú. Arrancó
de nuevo todo, reemplazándolo, tras prolijo examen, con varas de cierto vecino
árbol deshojado y leproso. Para mayor eficacia, las clavó al revés. Luego, con
pala de media punta y hacha de tumba, ocasionó tal desperfecto al raigón del
bambú, que esperó en definitiva paz agrícola un nuevo acceso.
Y éste llegó, con nuevos días de
postración. Llegó luego la tregua, y Málter bajó a su huerta. Los porotos
subían siempre. Pero los gajos leprosos y clavados a contrasavia habían
prendido todos. Entre las legumbres, y agujereando la tierra con sus agudos
brotes, el bambú aniquilado echaba al aire triunfantes retoños, como
monstruosos y verdes habanos.
Durante tres meses la fiebre se
obstinó en destruir toda esperanza de salud que el enfermo pudiera conservar
para el porvenir, y Málter se empeñó a su vez en evitar que las estacas más
resecas, reviviendo en lustrosa brotación, ahogaran a sus porotos.
Sobrevinieron entonces las grandes
lluvias de junio. No se respiraba sino agua. La ropa se enmohecía sobre el
cuerpo mismo. La carne se pudría en tres horas y el chocolate se licuaba con
frío olor de moho.
Cuando, por fin, su hígado no fue
más que una cosa informe y envenenada y su cuerpo no pareció sino un esqueleto
febril, Málter regresó a Montevideo. De su organismo refractario al chucho
dejaba allá su juventud entera, y la salud para siempre jamás. De sus afanes
hortícolas en tierra fecunda, quedaba un vivero de lujuriosos árboles, entre
el yuyo invasor que crecía ahora trece milímetros por día.
Poco después, el arboricultor dio
con Málter, y su pasmo ante aquella ruina fue grande.
-Pero allá -interrumpió, sin embargo- aquello es maravilloso, ¿eh? ¡Qué
vegetación! ¿Hizo algún ensayo, no es cierto?
Málter, con una sonrisa de las más
tristes, asintió con la
cabeza. Y se fue a su casa a morir.
1.044. Quiroga (Horacio)
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