Había una vez una banda
de loros que vivía en el monte.
De mañana temprano iban a
comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran barullo con
sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles más altos,
para ver si venía alguien.
Los loros son tan dañinos
como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los cuales,
después, se pudren con la
lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comer
guisados, los peones los cazaban a tiros.
Un día un hombre bajó de
un tiro a un loro centinela, el que cayó herido y peleó un buen rato antes de
dejarse agarrar. El peón lo llevó a la casa, para los hijos del patrón, los
chicos lo curaron porque no tenía más que un ala rota. El loro se curó muy
bien, y se amansó completamente. Se llamaba Pedrito. Aprendió a dar la pata; le
gustaba estar en el hombro de las personas y con el pico les hacía cosquillas
en la oreja.
Vivía suelto, y pasaba
casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del jardín. Le gustaba también
burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la tarde, que era la hora en
que tomaban el té en la casa, el loro entraba también en el comedor, y se subía
con el pico y las patas por el mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía
locura por el té con leche.
Tanto se daba Pedrito con
los chicos, y tantas cosas le decían las criaturas, que el loro aprendió a
hablar. Decía: "¡Buen día, lorito!..."
"¡Rica la
papa!..." "¡Papa para Pedrito!..." Decía otras cosas más que no
se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con gran facilidad
malas palabras.
Cuando llovía, Pedrito se
encrespaba y se contaba a sí mismo una porción de cosas, muy bajito. Cuando el
tiempo se componía, volaba entonces gritando como un loco.
Era, como se ve, un loro
bien feliz, que además de ser libre, como lo desean todos los pájaros, tenía
también, como las personas ricas, su five o'clock tea.
Ahora bien: en medio de
esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia salió por fin el sol después de
cinco días de temporal, y Pedrito se puso a volar gritando:
-"¡Qué lindo día,
lorito!... ¡Rica papa!... ¡La pata, Pedrito!..." -y volaba lejos, hasta
que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía una lejana y ancha
cinta blanca. Y siguió, siguió, siguió volando, hasta que se asentó por fin en
un árbol a descansar.
Y he aquí que de pronto
vio brillar en el suelo, a través de las ramas, dos luces verdes, como enormes
bichos de luz.
-¿Qué será? -se dijo el
loro-. "¡Rica, papa!..." ¿Qué será eso?... "¡Buen día,
Pedrito!..."
El loro hablaba siempre
así, como todos los loros, mezclando las palabras sin ton ni son, y a veces
costaba entenderlo. Y como era muy curioso, fue bajando de rama en rama, hasta
acercarse. Entonces vio que aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre
que estaba agachado, mirándolo fijamente.
Pero Pedrito estaba tan
contento con el lindo día, que no tuvo ningún miedo.
-¡Buen día, tigre! -le
dijo-. "¡La pata, Pedrito!..."
Y el tigre, con esa voz
terriblemente ronca que tiene le respondió:
-¡Bu-en-día!
-¡Buen día, tigre!
-repitió el loro-. "¡Rica papa!... ¡rica papa!... ¡rica papa!..."
Y decía tantas veces
"¡rica papa!" porque ya eran las cuatro de la tarde, y tenía muchas
ganas de tomar té con leche. El loro se había olvidado de que los bichos del
monte no toman té con leche, y por esto lo convidó al tigre.
-¡Rico té con leche! -le
dijo-. "¡Buen día, Pedrito!..." ¿Quieres tomar té con leche conmigo,
amigo tigre?
Pero el tigre se puso furioso
porque creyó que el loro se reía de él, y además, como tenía a su vez hambre se
quiso comer al pájaro hablador. Así que le contestó:
-¡Bue-no! ¡Acérca-te un
po-co que soy sordo!
El tigre no era sordo; lo
que quería era que Pedrito se acercara mucho para agarrarlo de un zarpazo. Pero
el loro no pensaba sino en el gusto que tendrían en la casa cuando él se
presentara a tomar té con leche con aquel magnífico amigo. Y voló hasta otra
rama más cerca del suelo.
-¡Rica papa, en casa!
-repitió, gritando cuanto podía.
-¡Más cer-ca! ¡No
oi-go!-respondió el tigre con su voz ronca.
El loro se acercó un poco
más y dijo:
-¡Rico té con leche!
-¡Más cer-ca toda-vía!-
repitió el tigre.
El pobre loro se acercó
aun más, y en ese momento el tigre dio un terrible salto, tan alto como una
casa, y alcanzó con la punta de las uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero
le arrancó todas las plumas del lomo y la cola entera. No le quedó una sola
pluma en la cola.
-¡Tomá! -Rugió el tigre-.
Andá a tomar té con leche...
El loro, gritando de
dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía volar bien, porque le faltaba
la cola que es como el
timón de los pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado para otro, y todos
los pájaros que lo encontraban se alejaban asustados de aquel bicho raro.
Por fin pudo llegar a la
casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el espejo de la cocinera. ¡Pobre
Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo que puede darse, todo pelado, todo
rabón y temblando de frío. ¿Cómo iba a presentarse en el comedor; con esa
figura? Voló entonces hasta el hueco que había en el tronco de un eucalipto y
que era como una cueva, y se escondió en el fondo, tiritando de frío y de
vergüenza.
Pero entretanto, en el
comedor todos extrañaban su ausencia:
-¿Dónde estará Pedrito?
-decían. Y llamaban ¡Pedrito! ¡Rica papa, Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!
Pero Pedrito no se movía
de su cueva, ni respondía nada, mudo y quieto. Lo buscaron por todas partes,
pero el loro no apareció. Todos creyeron entonces que Pedrito había muerto, y
los chicos se echaron a llorar.
Todas las tardes, a la
hora del té, se acordaban siempre del loro, y recordaban también cuánto le
gustaba comer pan mojado en té con leche. ¡Pobre Pedrito! Nunca más lo verían
porque había muerto.
Pero Pedrito no había
muerto, sino que continuaba en su cueva sin dejarse ver por nadie, porque
sentía mucha vergüenza de verse pelado como un ratón. De noche bajaba a comer y
subía en seguida. De madrugada descendía de nuevo, muy ligero, e iba a mirarse
en el espejo de la cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban
mucho en crecer.
Hasta que por fin un día,
o una tarde, la familia sentada a la mesa a la hora del té vio entrar a Pedrito
muy tranquilo, balanceándose como si nada hubiera pasado. Todos se querían morir,
morir de gusto cuando lo vieron bien vivo y con liadísimas plumas.
-¡Pedrito, lorito! -le
decían-. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué plumas brillantes que tiene el lorito!
Pero no sabían que eran
plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía tampoco una palabra. No hacía
sino comer pan mojado en té con leche. Pero lo que es hablar, ni una sola
palabra.
Por eso, el dueño de casa
se sorprendió mucho cuando a la mañana siguiente el loro fue volando a pararse
en su hombro, charlando como un loco. En dos minutos le contó lo que había
pasado: Un paseo al Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; y concluía
cada cuento cantando:
-¡Ni una pluma en la cola
de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!
Y lo invitó a ir a cazar
al tigre entre los dos.
El dueño de casa, que
precisamente iba en ese momento a comprar una piel de tigre que le hacía falta
para la estufa, quedó muy contento de poderla tener gratis. Y volviendo a
entrar en la casa para tomar la escopeta, emprendió junto con Pedrito el viaje
al Paraguay.
Convinieron en que cuando
Pedrito viera al Tigre, lo distraería charlando, para que el hombre pudiera
acercarse despacito con la escopeta.
Y así pasó. El loro,
sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba, mirando al mismo tiempo a
todos lados, para ver si veía al tigre. Y por fin sintió un ruido de ramas
partidas, y vio de repente debajo del árbol dos luces verdes fijas en él: eran
los ojos del tigre.
Entonces el loro se puso
a gritar:
-¡Lindo día!... ¡Rica
papa!... ¡Rico té con leche!... ¿Querés té con leche?...
El tigre enojadísimo al
reconocer a aquel loro pelado que él creía haber muerto, y que tenía otra vez
liadísimas plumas, juró que esa vez no se le escaparía, y de sus ojos brotaron
dos rayos de ira cuando respondió con su voz ronca:
-¡Acer-ca-te más! ¡Soy
sor-do!
El loro voló a otra rama
más próxima, siempre charlando:
-¡Rico, pan con leche!
... ¡ESTA AL PIE DE ESTE ARBOL! ...
Al oír estas últimas
palabras, el tigre, lanzó un rugido y se levantó de un salto.
-¿Con quién estás hablando?-
bramó-. ¿A quién le has dicho que estoy al pie de este árbol?
-¡A nadie, a nadie!
-gritó el loro-. "¡Buen día, Pedrito! ... ¡La pata, lorito! ... "
Y seguía charlando y
saltando de rama en rama, y acercándose. Pero él había dicho: está al pie de este
árbol para avisarle al hombre, que se iba arrimando bien agachado y con la
escopeta al hombro.
Y llegó un momento en que
el loro no pudo acercarse más, porque si no, caía en la boca del tigre, y
entonces gritó:
-"¡Rica papa! ...
"¡ATENCION!
-¡Más cer-ca aun!- rugió
el tigre, agachándose para saltar.
-¡Rico, té con leche!...
¡CUIDADO VA A SALTAR!
Y el tigre saltó, en
efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó lanzándose al mismo tiempo como
una flecha en el aire. Pero también en ese mismo instante el hombre, que tenía
el cañón de la escopeta recostado contra un tronco para hacer bien la puntería,
apretó el gatillo, y nueve balines del tamaño de un garbanzo cada uno entraron
como un rayo en el corazón del tigre, que lanzando un bramido que hizo temblar
el monte entero, cayó muerto.
Pero el loro, ¡qué gritos
de alegría daba! ¡Estaba loco de contento, porque se había vengado -¡y bien
vengado!- del feísimo animal que le había sacado las plumas!
El hombre estaba también
muy contento, porque matar a un tigre es cosa difícil, y, además, tenía la piel
para la estufa del comedor.
Cuando llegaron a la
casa, todos supieron por qué Pedrito había estado tanto tiempo oculto en el
hueco del árbol y todos lo felicitaron por la hazaña que había hecho.
Vivieron en adelante muy
contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo que le había hecho el tigre, y
todas las tardes, cuando entraba en el comedor para tomar el té se acercaba
siempre a la piel del tigre, tendida delante de la estufa, y lo invitaba a
tomar té con leche.
-¡Rica papa!... -le
decía. ¿Querés té con leche? ¡La papa para el tigre!...
Y todos se morían de
risa. Y Pedrito también.
Cuento de la selva
1.044. Quiroga (Horacio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario