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sábado, 22 de junio de 2013

La tentacion del crimen

(Dominación de Juan Manuel de Rosas: 1834)

I

En la estancia reinaba una animación extraordinaria. Los peones que arrearon las tropas de animales para la hierra, se entretenían luciendo sus habilidades en el manejo del lazo y el arte de montar. En la mañana espléndida, cada hoja, cada brizna de hierba tenía un ribete luminoso. La laguna fruncía ligeramente sus aguas azules al soplo del viento fresco, formando graciosas olitas en las que rielaba la luz.
De pronto cesaron los juegos y la algarabía. Mon­tado en un hermoso caballo negro, que tascaba impaciente el freno, llegó el patrón, hombre de hermosa presencia y facciones reveladoras de férrea voluntad. Descendiente de una antigua familia colo­nial, llamábase Juan Manuel de Rosas. Las inmensas estancias de su propiedad, eran modelos en su géne­ro, debido al orden y a la disciplina que en ellas rei­naba. Con talento organizador las había convertido en una especie de estado feudal, donde él era señor de horca y cuchillo. Los peones y empleados estaban vinculados al patrón por el temor y la gratitud: muchos de ellos, perseguidos por la justicia a causa de alguna "desgracia", es decir, un homicidio u otra causa delictuosa, habían hallado allí refugio y estaban en salvo, sujetos a la disciplina rígida del establecimiento. El que se rebelaba era expulsado; y como esto equivalía a quedar librado a sus propios recursos, ninguno siquiera lo intentaba.
El patrón impartió sus órdenes, breves y claras. Se le obedeció en silencio. Parecía un general en medio de su ejército; o mejor, un príncipe en medio de sus vasallos.
Mientras estaba ocupado, se acercaron dos jinetes, uno de ellos capataz de la estancia, el otro, descono­cido. Ambos se detuvieron frente a Rosas y saludaron.
-¿Qué hay? -preguntó.
-Este mozo, señor, -contestó el capataz- viene huyendo y pide asilo.
Rosas clavó sus ojos penetrantes en el descono­cido, joven de figura gallarda y mirada brillante e inquieta, en la cual notábase en ese momento bastante ansiedad.
-¿Por qué te persiguen? -indagó Rosas.
-Por una "desgracia", señor, -respondió el joven, manteniendo el sombrero en la mano, en actitud sumisa. 
-Vine aquí porque dicen que usted acoge a los que tienen que huir y no los entrega.
-A condición de que trabajen y obedezcan. Los que se asilan en mis tierras tienen que hacer de cuenta que son soldados; de otro modo, se les retira la protección.
-Yo estoy pronto a someterme a todas la reglas de la estancia -repuso el joven. 
-Sé trabajar y también servir como es debido a un buen patrón.
-¿Cómo te llamas?
-Martín Lista.
-Está bien -dijo Rosas, y dirigiéndose al capa­taz, agregó: 
-Hágase cargo de este mozo.
Les volvió la espalda y continuó dando sus órdenes.

II

Martín Lista pasó a formar parte del personal de la estancia, donde pronto sé halló a sus anchas. Nadie le incomodaba ni le hacía preguntas acerca de su vida pasada. Muchos de los compañeros se hallaban en su mismo caso, y los demás no se preo­cupaban de averiguar antecedentes.
Lista, por su seriedad y contracción al trabajo, poco a poco fue ganando la confianza del patrón, siempre bien informado de lo que valía cada uno de sus empleados.
De simple peón llegó a ser puestero. Vivía tran­quilo en su rancho, muy apartado del edificio prin­cipal, entregado a sus trabajos.
Rosas, entretanto, comenzaba a salir de su oscu­ridad. Hasta entonces había sido comandante de milicias; pero al mezclarse en la política activa, unióse al partido federal que en oposición al uni­tario proclamaba la auto-nomía de las provincias.

III

Una tarde, Martín Lista fumaba delante de su rancho. Un muchacho compañero de vivienda prepa­raba el asado. Las llamas oscilaban apenas y el humo, subía recto en el aire sereno. La luz se iba haciendo opaca, el horizonte menos vasto. Una franja de colo­res esfumados cubría el poniente. Subiendo hacia el cenit, flotaban vapores que semejaban gasas transpa­rentes: gris oscuro, gris claro, gris perla, heliotropo, lila apenas perceptible, hasta perderse la gama de tintas en una faja de azul luminoso, y ésta, a su vez, en el profundo y sombrío de la cúpula inmensa. Comenzaban su canto estridente y monótono las chicharras y las ranas.
En una ondulación del terreno apareció un jinete; su silueta se destacó con nitidez. maravillosa en el fondo claro. Llegó lentamente, y detuvo su caballo frente al rancho. Saludó y pidió hospitalidad para la noche.
Poco después, Lista, el forastero y el muchacho, sentados alrededor del fuego, comían el sabroso asado. El viajero dijo llamarse Matos, y refirió que iba a una estancia cercana. Habló mucho de los trabajos del campo, de ganados, de caballos, de cose­chas; luego de política, de Rosas y de sus estableci­mientos. Lista gozó con la conversación de Matos, pues rara vez tenía ocasión de hablar con personas de fuera.
-Usted está en excelente situación -le aseguró éste. 
-Más de uno podría envidiarlo. Sin embargo, ¿no le parece a usted que lo están explotando?
Lista le miró sin comprender.
-¿Cómo explotando? -preguntó.
-Sí, pues. ¿No ve que trabaja para su patrón y que se cansa para él?
-Bueno, sí; pero también para mí, desde que parte de la ganancia es mía.
-¿Y cuál es su parte? Nada, en comparación con lo que hace.
-Pero el patrón da los animales.
-Y usted da su esfuerzo. Su patrón cobra el dinero sin cansarse, mientras que usted se mata trabajando y sólo recibe una fracción de lo que le corres-ponde.
-Pero el patrón también trabaja.
-¡Oh sí! pero cuando quiere, y al fin y al cabo, si lo hace, es en provecho propio; en cambio usted lo hace por el ajeno. Dígame, compañero, si no traba­aría con más gusto siendo patrón en vez de puestero.
A esto Lista no supo qué responder. Jamás se le había ocurrido pensar en semejante cosa. Matos, que le observaba atentamente, se echó a reír.
-Vaya, dejemos eso -dijo. -No son más que ideas mías y todo está muy bien tal como está. Ahora, con su permiso, voy a dormir, porque maña­na tengo que ponerme en camino antes del alba.
Dicho esto se envolvió en su poncho y se tendió al lado del muchacho, que dormía profundamente y no había oído una palabra de la conversación precedente. Lista también se acostó; pero al princi­pio no pudo conciliar el sueño. Le preocupaban las observaciones de su huésped. Mirándolo bien, éste no dejaba de tener alguna razón. Se revolvía incó­modo en su cama. ¿Para qué habría venido este diablo de forastero a hablarle de cosas que jamás se le habían ocurrido?
Malhumorado, se dio vuelta y al fin se durmió.

                                                            IV

A la mañana siguiente, Matos se despidió. En cuanto a Lista, un buen, sueño le había hecho olvidar por completo su principio de descontento con la suerte.
Pasaron algunas semanas y volvió a presentarse Matos. Le enviaban a otra estancia a revisar una tropa de novillos que su patrón pensaba adquirir. Como la vez pasada, pidió hospitalidad, y por la noche, mientras tomaban mate, abordó el tema del trabajo y la ganancia.
Al principio Lista hizo un gesto de fastidio; luego escuchó con atención. Su huésped hablaba de una manera tan convincente que fácil era darle la razón. Cuando se marchó empezó a cavilar sobre su suerte. y a no creerla tan digna de envidia como hasta entonces le pareciera.
A la vuelta Matos paró otra vez en el rancho.
-¿Todavía de puestero? -preguntó.
-¿Y qué le hemos de hacer?
-Nada, sino aguantar; aunque los hombres guapos, cuando realmente quieren algo, lo consiguen.
-¿Qué quiere decirme?
-Se me había ocurrido que quizá...
-¿Quizá qué? -preguntó Lista, entrando en curiosidad.
-Nada, aunque en realidad pienso que un hombre como usted vale demasiado para ser simple puestero y merecería ser propietario.
Lista le instó a que hablara.
-No -repuso el otro. 
-¿Para qué hablar de asunto nuevo a un hombre contento con su suerte y sin deseos de otra cosa?
-Pero ¿qué hay? -insistió Lista, cada vez más interesado.
Matos vaciló un momento y luego pareció resol­verse.
-Yo conozco una estanzuela linda, que sería regalada a un hombre resuelto. Al enterarme de ello, me acordé de usted, y lamentaría que no fuera a parar a sus manos la propiedad.
-¿Y por qué no podría venir a parar a mis manos?
-Porque... porque... en fin, sería necesario llenar una condición.
-¿Y yo no podría llenarla?
-Poder, sí podría; pero...
-¿Pero qué, pues?
-Compañero; es mejor que no le diga nada.
A todas las instancias de Lista para que hablara, sólo contestó:
-Amigo, no insista. Siento haberle dicho algo.
El puestero permaneció intrigado y descontento, pensando en la finca y en la condición que debería llenar para adquirirla. ¿Acaso no le creían bastante valiente y trabajador?
Matos se fue, suplicándole que no Pensara en lo que él le había dicho.

V

No tardó Matos en volver con ún pretexto cual­quiera. Durante todo el tiempo transcurrido desde su última visita, Lista no había hecho más que pensar en las palabras misteriosas de su húésped. Cuando le vio llegar otra vez, resolviósc firmemente no dejarle partir sin arrancarle el secreto, si secreto era. Matos procedió como antes; aparentó vacilar y al fin, viendo que había llegado el tiempo de lograr su objeto, se confió a Lista. Díjole que había esta­llado otra vez la guerra civil, desgraciadamente para el progreso y bienestar del país: que algunos hombres amantes de su patria habían deliberado acerca del mejor medio para conseguir la paz, conviniendo en hacer desaparecer a los caudillos arbitrarios: que como una dolorosa necesidad se había resuelto eliminar a Rosas, acción que sería considerada un verdadero servicio a la patria. Para que no faltara la recompensa material, se había destinado al que realizara la obra, un campo con útiles de labranza y animales.
Lista escuchó atónito el discurso. Al principio la idea le indignó. Cierto que había matado una vez a un hombre; pero en lucha igual y no alevosamente. No era, pues, un malvado. Rosas podría ser federal o unitario, podría hacer daño o bien a su patria, podría o no ser un peligro lo mismo que los otros caudillos; pero Lista sólo le debía beneficios. Ro­sas le había acogido en su estancia, poniéndole al abrigo de toda persecución, y proporcionán­dole los medios de vivir honradamente y sin priva­ciones. ¿Iría él a asesinarlo en pago?
El primer impulso de Lista fue arrojarse sobre Matos; mas éste había sacado como al descuido su cuchillo y con aire indiferente pasaba el dedo por el filo. El otro, que carecía de armas, por estar prohibido su uso en las estancias de Rosas, se contuvo. Por otra parte ese detalle le reveló el temple del hombre. No había de vencerlo a las primeras de cambio.
-Naturalmente -prosiguió Matos, el negocio es sólo para un hombre valiente y dispuesto a jugar el todo por el todo.
Viendo que Lista callaba, siguió hablando.
-He visto la estanzuela destinada al que sea capaz, por su valor, de habérselas con Rosas; es magnífica. Un hombre trabajador e inteligente, podría labrar una fortuna. Vea, amigo...
Y así, gradualmente, fue incitando su codicia ya despierta, y al estimular su carácter impulsivo, hízole ver meritoria la acción y creer que la instiga­ción procedía de Paz y Lavalle, generales que ninguna intervención tenían en semejante proyecto.
El resultado fue que después de largas vacilaciones y luchas contra sus instintos más nobles, Lista, más que convencido, subyugado, se prestó al asesinato, engañándose con la idea de hacer un servicio a la patria.

VI

Rosas, al frente de las tropas de Buenos Aires, había establecido su campamento a la espera de los sucesos.
Se hallaba escribiendo en su oficina, cuando entró un ayudante.
-Ahí está un hombre que dice tener asuntos con el señor general.
-¿Dio su nombre?
-Dice llamarse Ramón Pasos.
Rosas examinó sus pistolas y luego repuso:
-Está bien, que entre.
En seguida se presentó un hombre vestido de paisano, de barba negra y espesa, bajo la cual sus facciones desaparecían casi por completo. Sombre­ados por las cejas tupidas, brillábanlé los ojos negros e inquietos. En ellos clavó Rosas la mirada.
-¿Usted es el hombre de confianza de quien me han hablado?
-Sí, señor, para servirlo.
-Me han dicho que usted es inteligente y fiel y que tiene el deseo de serme útil.
-Sí, señor.
-Necesito a ien de quien poder fiarme -con­tinuó Rosas; y bajando la voz como para que no le oyesen afuera, y clavando con más intensidad su mirada en los ojos del otro, agregó:
-... porque he recibido noticia segura de que los unitarios piensan asesinarme.
A Ramón Pasos se le cayó de la mano el rebenque. Se inclinó para recogerlo, en lo que tardó algunos instantes.
-¡Oh! -exclamó luego- no creo, señor...
-¿No? Pues yo sé que es como lo digo. Por eso necesito un amigo que vele por mí, un hombre siempre alerta, para que yo pueda dedicarme al despacho de los asuntos de gobierno, sin tener que preocuparme de mi seguridad. Usted es el hombre que me conviene.
-Puede confiar en mí -repuso Ramón Pasos, ya completamente tranquilo.
-Entonces -dijo Rosas- usted entra a mi servicio.
Inclinó Pasos la cabeza en señal de asentimiento, a la vez para saludar, y se retiró. Rosas le siguió con la vista hasta que hubo llegado a la puerta. De pronto se levantó y exclamó con voz vibrante:
-¡Martín Lista!
El hombre se estremeció violentamente y se dio vuelta, fijando en Rosas unos ojos en que se mez­claban el espanto y la sorpresa.
-¿Conque te habían elegido como asesino?
Lista no acertó a responder.
-¿Te acuerdas -continuó- de aquella mañana, durante la hierra, hace cuatro o cinco años, cuando llegaste con el capataz a pedirme asilo porque habías tenido una "desgracia"? ¿En premio de haberte protegido me querías ahora asesinar?
Lista se pasó la mano por la frente cubierta de sudor. Era inútil negar ya. Su codicia le había arras­trado al abismo. Estaba perdido.
-En toda mi vida -exclamó Rosas con los ojos chispeantes- he visto un miserable como tú. Merecerías que te fusilara; pero no vales siquiera una bala. Anda y dile a tus amigos unitarios que si quieren matarme manden hombres valientes y no víboras que hieran a escondidas. ¡Fuera de aquí, asesino!
Un instante después, Lista se hallaba afuera, mareado como si todo girara a su alrededor, atur­dido por la rapidez con que se habían sucedido los hechos, abrumado para siempre bajo el peso de la vergüenza y de la infamia.

Cuento argentino

1.062. Eflein (Ada Maria)

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