(Dominación de Juan Manuel de Rosas: 1834)
I
En la estancia reinaba una animación
extraordinaria. Los peones que arrearon las tropas de animales para la hierra,
se entretenían luciendo sus habilidades en el manejo del lazo y el arte de
montar. En la mañana espléndida, cada hoja, cada brizna de hierba tenía un
ribete luminoso. La laguna fruncía ligeramente sus aguas azules al soplo del
viento fresco, formando graciosas olitas en las que rielaba la luz.
De pronto cesaron los juegos y la algarabía. Montado
en un hermoso caballo negro, que tascaba impaciente el freno, llegó el patrón,
hombre de hermosa presencia y facciones reveladoras de férrea voluntad.
Descendiente de una antigua familia colonial, llamábase Juan Manuel de Rosas.
Las inmensas estancias de su propiedad, eran modelos en su género, debido al
orden y a la disciplina que en ellas reinaba. Con talento organizador las
había convertido en una especie de estado feudal, donde él era señor de horca y
cuchillo. Los peones y empleados estaban vinculados al patrón por el temor y la
gratitud: muchos de ellos, perseguidos por la justicia a causa de alguna
"desgracia", es decir, un homicidio u otra causa delictuosa, habían
hallado allí refugio y estaban en salvo, sujetos a la disciplina rígida del
establecimiento. El que se rebelaba era expulsado; y como esto equivalía a
quedar librado a sus propios recursos, ninguno siquiera lo intentaba.
El patrón impartió sus órdenes, breves y claras.
Se le obedeció en silencio. Parecía un general en medio de su ejército; o
mejor, un príncipe en medio de sus vasallos.
Mientras estaba ocupado, se acercaron dos
jinetes, uno de ellos capataz de la estancia, el otro, desconocido. Ambos se
detuvieron frente a Rosas y saludaron.
-¿Qué hay? -preguntó.
-Este mozo, señor, -contestó el capataz- viene
huyendo y pide asilo.
Rosas clavó sus ojos penetrantes en el desconocido,
joven de figura gallarda y mirada brillante e inquieta, en la cual notábase en
ese momento bastante ansiedad.
-¿Por qué te persiguen? -indagó Rosas.
-Por una "desgracia", señor, -respondió
el joven, manteniendo el sombrero en la mano, en actitud sumisa.
-Vine aquí
porque dicen que usted acoge a los que tienen que huir y no los entrega.
-A condición de que trabajen y obedezcan. Los que
se asilan en mis tierras tienen que hacer de cuenta que son soldados; de otro
modo, se les retira la protección.
-Yo estoy pronto a someterme a todas la reglas de
la estancia -repuso el joven.
-Sé trabajar y también servir como es debido a un
buen patrón.
-¿Cómo te llamas?
-Martín Lista.
-Está bien -dijo Rosas, y dirigiéndose al capataz,
agregó:
-Hágase cargo de este mozo.
Les volvió la espalda y continuó dando sus
órdenes.
II
Martín Lista pasó a formar parte del personal de
la estancia, donde pronto sé halló a sus anchas. Nadie le incomodaba ni le
hacía preguntas acerca de su vida pasada. Muchos de los compañeros se hallaban
en su mismo caso, y los demás no se preocupaban de averiguar antecedentes.
Lista, por su seriedad y contracción al trabajo,
poco a poco fue ganando la confianza del patrón, siempre bien informado de lo
que valía cada uno de sus empleados.
De simple peón llegó a ser puestero. Vivía tranquilo
en su rancho, muy apartado del edificio principal, entregado a sus trabajos.
Rosas, entretanto, comenzaba a salir de su oscuridad.
Hasta entonces había sido comandante de milicias; pero al mezclarse en la
política activa, unióse al partido federal que en oposición al unitario
proclamaba la auto-nomía de las provincias.
III
Una tarde, Martín Lista fumaba delante de su
rancho. Un muchacho compañero de vivienda preparaba el asado. Las llamas
oscilaban apenas y el humo, subía recto en el aire sereno. La luz se iba
haciendo opaca, el horizonte menos vasto. Una franja de colores esfumados
cubría el poniente. Subiendo hacia el cenit, flotaban vapores que semejaban
gasas transparentes: gris oscuro, gris claro, gris perla, heliotropo, lila
apenas perceptible, hasta perderse la gama de tintas en una faja de azul luminoso,
y ésta, a su vez, en el profundo y sombrío de la cúpula inmensa. Comenzaban su
canto estridente y monótono las chicharras y las ranas.
En una ondulación del terreno apareció un jinete;
su silueta se destacó con nitidez. maravillosa en el fondo claro. Llegó
lentamente, y detuvo su caballo frente al rancho. Saludó y pidió hospitalidad
para la noche.
Poco después, Lista, el forastero y el muchacho,
sentados alrededor del fuego, comían el sabroso asado. El viajero dijo llamarse
Matos, y refirió que iba a una estancia cercana. Habló mucho de los trabajos
del campo, de ganados, de caballos, de cosechas; luego de política, de Rosas y
de sus establecimientos. Lista gozó con la conversación de Matos, pues rara
vez tenía ocasión de hablar con personas de fuera.
-Usted está en excelente situación -le aseguró
éste.
-Más de uno podría envidiarlo. Sin embargo, ¿no le parece a usted que lo
están explotando?
Lista le miró sin comprender.
-¿Cómo explotando? -preguntó.
-Sí, pues. ¿No ve que trabaja para su patrón y
que se cansa para él?
-Bueno, sí; pero también para mí, desde que parte
de la ganancia es mía.
-¿Y cuál es su parte? Nada, en comparación con lo
que hace.
-Pero el patrón da los animales.
-Y usted da su esfuerzo. Su patrón cobra el
dinero sin cansarse, mientras que usted se mata trabajando y sólo recibe una
fracción de lo que le corres-ponde.
-Pero el patrón también trabaja.
-¡Oh sí! pero cuando quiere, y al fin y al cabo,
si lo hace, es en provecho propio; en cambio usted lo hace por el ajeno.
Dígame, compañero, si no trabaaría con más gusto siendo patrón en vez de
puestero.
A esto Lista no supo qué responder. Jamás se le
había ocurrido pensar en semejante cosa. Matos, que le observaba atentamente,
se echó a reír.
-Vaya, dejemos eso -dijo. -No son más que ideas
mías y todo está muy bien tal como está. Ahora, con su permiso, voy a dormir,
porque mañana tengo que ponerme en camino antes del alba.
Dicho esto se envolvió en su poncho y se tendió
al lado del muchacho, que dormía profundamente y no había oído una palabra de
la conversación precedente. Lista también se acostó; pero al principio no pudo
conciliar el sueño. Le preocupaban las observaciones de su huésped. Mirándolo
bien, éste no dejaba de tener alguna razón. Se revolvía incómodo en su cama.
¿Para qué habría venido este diablo de forastero a hablarle de cosas que jamás
se le habían ocurrido?
Malhumorado, se dio vuelta y al fin se durmió.
IV
A la mañana siguiente, Matos se despidió. En cuanto
a Lista, un buen, sueño le había hecho olvidar por completo su principio de
descontento con la suerte.
Pasaron algunas semanas y volvió a presentarse
Matos. Le enviaban a otra estancia a revisar una tropa de novillos que su
patrón pensaba adquirir. Como la vez pasada, pidió hospitalidad, y por la
noche, mientras tomaban mate, abordó el tema del trabajo y la ganancia.
Al principio Lista hizo un gesto de fastidio;
luego escuchó con atención. Su huésped hablaba de una manera tan convincente
que fácil era darle la razón. Cuando se marchó empezó a cavilar sobre su suerte.
y a no creerla tan digna de envidia como hasta entonces le pareciera.
A la vuelta Matos paró otra vez en el rancho.
-¿Todavía de puestero? -preguntó.
-¿Y qué le hemos de hacer?
-Nada, sino aguantar; aunque los hombres guapos,
cuando realmente quieren algo, lo consiguen.
-¿Qué quiere decirme?
-Se me había ocurrido que quizá...
-¿Quizá qué? -preguntó Lista, entrando en
curiosidad.
-Nada, aunque en realidad pienso que un hombre
como usted vale demasiado para ser simple puestero y merecería ser propietario.
Lista le instó a que hablara.
-No -repuso el otro.
-¿Para qué hablar de asunto
nuevo a un hombre contento con su suerte y sin deseos de otra cosa?
-Pero ¿qué hay? -insistió Lista, cada vez más
interesado.
Matos vaciló un momento y luego pareció resolverse.
-Yo conozco una estanzuela linda, que sería
regalada a un hombre resuelto. Al enterarme de ello, me acordé de usted, y
lamentaría que no fuera a parar a sus manos la propiedad.
-¿Y por qué no podría venir a parar a mis manos?
-Porque... porque... en fin, sería necesario
llenar una condición.
-¿Y yo no podría llenarla?
-Poder, sí podría; pero...
-¿Pero qué, pues?
-Compañero; es mejor que no le diga nada.
A todas las instancias de Lista para que hablara,
sólo contestó:
-Amigo, no insista. Siento haberle dicho algo.
El puestero permaneció intrigado y descontento,
pensando en la finca y en la condición que debería llenar para adquirirla.
¿Acaso no le creían bastante valiente y trabajador?
Matos se fue, suplicándole que no Pensara en lo
que él le había dicho.
V
No tardó Matos en volver con ún pretexto cualquiera.
Durante todo el tiempo transcurrido desde su última visita, Lista no había
hecho más que pensar en las palabras misteriosas de su húésped. Cuando le vio
llegar otra vez, resolviósc firmemente no dejarle partir sin arrancarle el
secreto, si secreto era. Matos procedió como antes; aparentó vacilar y al fin,
viendo que había llegado el tiempo de lograr su objeto, se confió a Lista.
Díjole que había estallado otra vez la guerra civil, desgraciadamente para el
progreso y bienestar del país: que algunos hombres amantes de su patria habían
deliberado acerca del mejor medio para conseguir la paz, conviniendo en hacer
desaparecer a los caudillos arbitrarios: que como una dolorosa necesidad se
había resuelto eliminar a Rosas, acción que sería considerada un verdadero
servicio a la patria. Para que no faltara la recompensa material, se había
destinado al que realizara la obra, un campo con útiles de labranza y animales.
Lista escuchó atónito el discurso. Al principio
la idea le indignó. Cierto que había matado una vez a un hombre; pero en lucha
igual y no alevosamente. No era, pues, un malvado. Rosas podría ser federal o
unitario, podría hacer daño o bien a su patria, podría o no ser un peligro lo
mismo que los otros caudillos; pero Lista sólo le debía beneficios. Rosas le
había acogido en su estancia, poniéndole al abrigo de toda persecución, y
proporcionándole los medios de vivir honradamente y sin privaciones. ¿Iría él
a asesinarlo en pago?
El primer impulso de Lista fue arrojarse sobre
Matos; mas éste había sacado como al descuido su cuchillo y con aire
indiferente pasaba el dedo por el filo. El otro, que carecía de armas, por
estar prohibido su uso en las estancias de Rosas, se contuvo. Por otra parte ese
detalle le reveló el temple del hombre. No había de vencerlo a las primeras de
cambio.
-Naturalmente -prosiguió Matos, el negocio es sólo
para un hombre valiente y dispuesto a jugar el todo por el todo.
Viendo que Lista callaba, siguió hablando.
-He visto la estanzuela destinada al que sea
capaz, por su valor, de habérselas con Rosas; es magnífica. Un hombre
trabajador e inteligente, podría labrar una fortuna. Vea, amigo...
Y así, gradualmente, fue incitando su codicia ya
despierta, y al estimular su carácter impulsivo, hízole ver meritoria la acción
y creer que la instigación procedía de Paz y Lavalle, generales que ninguna
intervención tenían en semejante proyecto.
El resultado fue que después de largas
vacilaciones y luchas contra sus instintos más nobles, Lista, más que
convencido, subyugado, se prestó al asesinato, engañándose con la idea de hacer
un servicio a la patria.
VI
Rosas, al frente de las tropas de Buenos Aires,
había establecido su campamento a la espera de los sucesos.
Se hallaba escribiendo en su oficina, cuando
entró un ayudante.
-Ahí está un hombre que dice tener asuntos con el
señor general.
-¿Dio su nombre?
-Dice llamarse Ramón Pasos.
Rosas examinó sus pistolas y luego repuso:
-Está bien, que entre.
En seguida se presentó un hombre vestido de
paisano, de barba negra y espesa, bajo la cual sus facciones desaparecían casi
por completo. Sombreados por las cejas tupidas, brillábanlé los ojos negros e
inquietos. En ellos clavó Rosas la mirada.
-¿Usted es el hombre de confianza de quien me han
hablado?
-Sí, señor, para servirlo.
-Me han dicho que usted es inteligente y fiel y
que tiene el deseo de serme útil.
-Sí, señor.
-Necesito a ien de quien poder fiarme -continuó
Rosas; y bajando la voz como para que no le oyesen afuera, y clavando con más
intensidad su mirada en los ojos del otro, agregó:
-... porque he recibido noticia segura de que los
unitarios piensan asesinarme.
A Ramón Pasos se le cayó de la mano el rebenque.
Se inclinó para recogerlo, en lo que tardó algunos instantes.
-¡Oh! -exclamó luego- no creo, señor...
-¿No? Pues yo sé que es como lo digo. Por eso
necesito un amigo que vele por mí, un hombre siempre alerta, para que yo pueda
dedicarme al despacho de los asuntos de gobierno, sin tener que preocuparme de
mi seguridad. Usted es el hombre que me conviene.
-Puede confiar en mí -repuso Ramón Pasos, ya
completamente tranquilo.
-Entonces -dijo Rosas- usted entra a mi servicio.
Inclinó Pasos la cabeza en señal de asentimiento,
a la vez para saludar, y se retiró. Rosas le siguió con la vista hasta que hubo
llegado a la puerta. De pronto se levantó y exclamó con voz vibrante:
-¡Martín Lista!
El hombre se estremeció violentamente y se dio
vuelta, fijando en Rosas unos ojos en que se mezclaban el espanto y la
sorpresa.
-¿Conque te habían elegido como asesino?
Lista no acertó a responder.
-¿Te acuerdas -continuó- de aquella mañana,
durante la hierra, hace cuatro o cinco años, cuando llegaste con el capataz a
pedirme asilo porque habías tenido una "desgracia"? ¿En premio de
haberte protegido me querías ahora asesinar?
Lista se pasó la mano por la frente cubierta de
sudor. Era inútil negar ya. Su codicia le había arrastrado al abismo. Estaba
perdido.
-En toda mi vida -exclamó Rosas con los ojos
chispeantes- he visto un miserable como tú. Merecerías que te fusilara; pero no
vales siquiera una bala. Anda y dile a tus amigos unitarios que si quieren
matarme manden hombres valientes y no víboras que hieran a escondidas. ¡Fuera
de aquí, asesino!
Un instante después, Lista se hallaba afuera,
mareado como si todo girara a su alrededor, aturdido por la rapidez con que se
habían sucedido los hechos, abrumado para siempre bajo el peso de la vergüenza
y de la infamia.
Cuento argentino
1.062. Eflein (Ada Maria)
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