Hospicio de las Mercedes...
No sé cuándo acabará este infierno.
Esto sí, es muy posible que consigan lo que desean. ¡Loco perseguido! ¡Tendría
que ver...! Yo propongo esto: ¡A todo el que es lengualarga, que se pasa la vida
mintiendo y calumniando, arránquesele la lengua, y se verá lo que pasa!
¡Maldito sea el día que yo también
caí! El individuo no tuvo la más elemental misericordia. Sabía como el que más
que un dentista sujeto a impulsividades de sangre podrá tener todo, menos
clientela. Y me atribuyó estos y aquellos arrebatos; que en el hospital había
estado a punto de degollar a un dependiente de fiambrería; que una sola gota de
sangre me enloquecía... ¡Arrancarle la lengua...! Quiero que alguien me diga
qué había hecho yo a Felippone para que se ensañara de ese modo conmigo. ¿Por
hacer un chiste...? Con esas cosas no se juega, bien lo sabía él. Y éramos
amigos. ¡Su lengua...! Cualquier persona tiene derecho a vengarse cuando lo han
herido. Supóngase ahora lo que me pasaría a mí, con mi carrera rota a su
principio, condenado a pasarme todo el día por el estudio sin clientes, y con
la pobreza que yo solo sé...
Todo el mundo lo creyó. ¿Por qué no
lo iban a creer? De modo que cuando me convencí claramente de que su lengua
había quebrado para siempre mi porvenir, resolví una cosa muy sencilla:
arrancársela.
Nadie con más facilidades que yo
para atraerlo a casa. Lo encontré una tarde y lo cogí riendo de la cintura,
mientras lo felicitaba por su broma que me atribuía no sé qué impulsos...
El hombre, un poco desconfiado al
principio, se tranquilizó al ver mi falta de rencor de pobre diablo. Seguimos
charlando una infinidad de cuadras, y de vez en cuando festejábamos
alegremente la ocurrencia.
-Pero de veras me detenía a ratos-. ¿Sabías que era yo
el que había inventado la cosa?
-¡Claro que lo sabía! -le respondía
riéndome.
Volvimos a vernos con frecuencia.
Conseguí que fuera al consultorio, donde confiaba en conquistarlo del todo. En
efecto, se sorprendió mucho de un trabajo de puente que me vio ejecutar.
No me imaginaba -murmuró mirándome-
que trabajaras tan bien...
Quedó un rato pensativo y de
pronto, como quien se acuerda de algo que aunque ya muy pasado causa siempre
gracia, se echó a reír.
-¿Y desde entonces viene poca
gente, no?
-Casi nadie -le contesté sonriendo
como un simple.
¡Y sonriendo así tuve la santa
paciencia de esperar, esperar! Hasta que un día vino a verme apurado, porque le
dolía vivamente una muela.
¡Ah, ah! ¡Le dolía a él! ¡Y a mí,
nada, nada!
Examiné largamente el raigón
doloroso, manejándole las mejillas con una suavidad de amigo que le encantó. Lo
emborraché luego de ciencia odontológica, haciéndole ver en su raigón un
peligro siempre de temer...
Felippone se entregó en mis brazos,
aplazando la extracción de la muela para el día siguiente.
¡Su lengua!... Veinticuatro horas
pueden pasar como un siglo de esperanzas para el hombre que aguarda al final
un segundo de dicha.
A las dos en punto llegó Felippone.
Pero tenía miedo. Se sentó en el sillón sin apartar sus ojos de los míos.
-¡Pero hombre! -le dije
paternalmente, mientras disimulaba en la mano el bisturí-. ¡Se trata de un
simple raigón! ¿Qué sería si...? ¡Es curioso que les impresione más el sillón
del dentista que la mesa de operaciones! -concluí, bajándole el labio con el
dedo.
-¡Y es verdad! -asintió con la voz
gutural.
-¡Claro que lo es! -sonreí aún,
introduciendo en su boca el bisturí para descarnar la encía.
Felippone apretó los ojos, pues era
un individuo flojo.
-Abre más la boca -le dije.
Felippone la abrió. Metí la mano
izquierda, le sujeté rápidamente la lengua y se la corté de raíz.
¡Plum! ¡Chismes y chismes y
chismes, su lengua! Felippone mugió echando por la boca una ola de sangre y se
desmayó.
Bueno. En la mano yo tenía su
lengua. Y el diablo, la horrible locura de hacer lo que no tiene utilidad
alguna, estaban en mis dos ojos. Con aquella podredumbre de chismes en la mano
izquierda, ¿qué necesidad tenía yo de mirar allá?
Y miré, sin embargo. Le abrí la
boca a Felippone, acerqué bien la cara, y miré en el fondo. ¡Y vi que asomaba
por entre la sangre una lengüita roja! ¡Una lengüita que crecía rápidamente,
que crecía y se hinchaba, como si yo no tuviera la otra en la mano!
Cogí una pinza, la hundí en el
fondo de la garganta y arranqué el maldito retoño. Miré de nuevo, y vi otra
vez -¡maldición!- que subían dos nuevas lengüitas moviéndose...
Metí la pinza y arranqué eso, con
ellas una amígdala...
La sangre me impedía ver el
resultado. Corrí a la camilla, ajusté un tubo, y eché en el fondo de la
garganta un chorro violento. Volví a mirar: cuatro lengüitas crecían ya...
¡Desesperación! Inundé otra vez la
garganta, hundí los ojos en la boca abierta, y vi una infinidad de lengüitas
que retoñaban vertiginosamente... Desde ese momento fue una locura de
velocidad, una carrera furibunda, arrancando, echando el chorro, arrancando de
nuevo, tornando a echar agua, sin poder dominar aquella monstruosa
reproducción. Al fin lancé un grito y disparé. De la boca le salía un pulpo de
lenguas que tanteaban a todos. ¡Las lenguas! Ya comenzaban a
pronunciar mi nombre...
1.044. Quiroga (Horacio)
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