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sábado, 22 de junio de 2013

La hija del ladron

(Episodio en un conventillo)

I 

Era la hora de preparar la cena. El humo de los braseros subía en espirales graciosas en el patio del conventillo, hasta perderse más arriba de la enreda­dera de glicina que adornaba con su belleza y la fragancia de sus racimos lilas aquella morada de pobreza.
Llegaban los hombres: obreros y artesanos, solos o en grupos, cargados con sus útiles de trabajo. Venían hambrientos y cansados; pero de buen humor. Aumentaban el bullicio propio de la hora y de un lugar donde vive tanta gente, que se conoce mutuamente todas las alegrías y pesares, y donde el menor incidente adquiere las proporciones de un acontecimiento.
Con otros obreros, entró un italiano albañil y se dirigió hacia su cuartucho, junto al cual flore­cían en latas de kerosene, albahacas, malvarrosas, margaritas y otras plantas modestas. Delante de la puerta estaba sentada una pequeñuela de seis o siete años, delgada, pálida, endeble, con un brillo febril en sus grandes ojos negros. Acariciaba distraída un gatito ovillado cómodamente en su falda.
-¡Oh, Rosina! -dijo el italiano al ver a su hijita. La alzó, se sentó en la silla y colocó a la chica en sus rodillas. Al oírle, salió de la pieza su mujer, una rubia de la Italia septentrional.
-¿Cómo ha pasado el día Itosina? -preguntó el albañil.
-Como siempre. No quiere comer, no quiere jugar, cada día está más débil. Ya no sequé hacerle.
Rosina, fatigada e indiferente, apoyaba la cabecita en el hombro de su padre, el que le acariciaba el cabello sedoso con sus dedos ásperos, llenos de polvos de cal y de ladrillo.
-Mira, allá viene Teresa -dijo de pronto el alba­ñil, poniendo en el suelo a la chica y señalando a una joven. 
-Ve, dile buenas tardes.
Rosina, un poco animada, salió al encuentro de una linda niña, de veinte años escasos, trigueña y graciosa, en cuyo semblante se advertía un aire de dulce resignación. Puso en el suelo un paquete y se inclinó para besar a la enfermita y darle algo que traía envuelto en papel blanco. La tomó de la mano y fue con ella a saludar a los italianos.
-¡Ah, Teresa! Otra vez la está mimando a la Rosina -dijo la madre, chapurrando el español, al ver el chocolate que la chica acababa de desen-volver del papel. 
-Todos los días le trae alguna cosa, cuando le cuesta tanto ganar el dinero.
-No es nada -objetó Teresa esquivando las muestras de gratitud. 
-Hoy me han pagado en la tienda y he querido traer algo a Rosina.
-Usted, Teresa, ¿no sabe algún remedio para laa chica? -preguntó el albañil, que sentía verdadera ­veneración por la joven y tenía en sus palabras una fe ciega.
-No, don Giovanni. Lo que usted debe hacer es llevarla al médico para que la examine y le diga lo que tiene.
-¡Oh! Los médicos son muy caros -objetó Giovanni y los remedios son más caros todavía.
-Yo, le voy a ayudar en lo que pueda -repuso Teresa; y tanto le dijo que logró la promesa de ir al día siguiente sin falta a consultar un médico.

II

Teresa González era huérfana de madre. Su padre había servido en el ejército cuando éste, en vez de ser una escuela moralizadora, era conside-rado como una institución correccional. Gran número de solda­dos servían una serié de años condenados por robos, u otros delitos peores todavía.
González no había sido delincuente, y no se enganchó en ningún oficio para no trabajar.
En el regimiento de guarnición en las fronteras del Chaco, casi des-provisto de todo, y abandonado a su suerte, abundaban los malos ele-mentos. No era de extrañar, pues, que González, predispuesto a la hara­ganería, comenzara a deslizarse por la pendiente fácil del delito.
Mientras vivió su mujer, a la que quiso mucho, logró sofrenar su inclina-ción al mal; pero muerta ella, se dejó arrastrar.
Ostensiblemente era carrero y como tal permane­cía fuera de la casa durante muchas horas. A veces, también pasaba varios días ausente, y cuando volvía, generalmente estaba de buen humor y traía mucho dinero.
-He tenido una buena changa -solía decir. 
-Me han mandado al campo, donde he estado traba­jando estos días.
Teresa tenía horror instintivo al dinero que su padre traía en abundancia. Le parecía imposible que por su trabajo le hubiesen pagado tanto. Eso y el hecho de que una vez le sorprendió examinando un reloj de oro que ella nunca había visto en casa, dieron a la muchacha la certidumbre dolorosa y terrible de que su padre era un ladrón.
La pobre sufría lo indecible. Parecíale que el pan que comía era robado, ajena la cama en que se acostaba, y que su ropa había sido quitada a:otra. Jamás, sin embargo, Teresa le hizo un reproche; quería mucho a su padre y no perdía la esperanza de hacerle abandonar el camino del delito, con su filial dulzura.

III

Al día siguiente de la conversación de Teresa con los padres de Rosina, llegó González a casa de muy mal humor. Su hija tembló al oír su voz áspera. En tales momentos era peligroso hablarle; cualquier cosa le exas-peraba; y si ella se callaba, preguntábale a qué venía aquella cara de vaqueta. Así sucedió.
-¿Por qué estás tan callada? ¿Acaso no vale la pena,hablarle a tu padre, que ha pasado todo el día trabajando?
Teresa se disculpó tímidamente. En seguida, le refirió que los padres de Rosina habían llevado a la pequeña a casa del médico, quien les dijo que no tenía propiamente una enfermedad grave, pero que era absolutamente necesario sacarla del conventillo sucio y mal ventilado y llevarla a orillas del mar, a tomar baños y respirar aires puros y vigorizantes. La familia estaba, por eso, en extremo afligida. ¿Cómo haría ella para proporcionar a Rosina los medios de ir a tomar baños de mar?
González escuchó con indiferencia.
-Infulas de gringos -dijo brutalmente. 
-¿Querrán ir a veranear a Mar del Plata, o a Montevi­deo, como la gente rica?
Teresa calló, dolorosamente impresionada.
Eran cerca de las nueve, cuando Giovanni golpeó a la puerta.
-Entre, don Giovanni -dijo González, a quien algunos vasos de vino habían puesto de mejor humor. 
-¿Qué hay de nuevo?
El albañil entró.
Venía a decir a Teresa, que se hallaba fuera de apuros. Irían todos a Mar del Plata, donde se edificaba mucho, porque la gente rica empezaba a frecuentar ese pueblo. Así no tendrían que se­pararse, y Rosina podría tomar baños de mar y correr cuanto quisiera al aire libre. El dinero para el viaje se lo había facilitado el patrón que solía emplearlo, hombre muy bueno y que siempre le protegía.
-¿Ah, sí? -dijo González escuchando con más atención y sirviendo un vaso de vino para Giovanni. -¿Ya tiene la plata?
-Sí -repuso el italiano radiante de alegría. 
-No es mucho, pero somos gente modesta; nos basta para el viaje y para los primeros días hasta que encuentre trabajo.
-Guárdela bien -aconsejó González. 
-¿Otro vasito de vino?
Giovanni bebió animándose cada vez más. Contó dónde' tenía guardado el dinero y empezó a hacer proyectos para cuando Rosina estuviese mejorada, vacilando entre si permanecería en Mar del Plata o retornaría a Buenos Aires.
-Un poco más de vino, don Giovanni -brindaba González; y el otro no advertía que le llenaban el vaso. Lo veía lleno, lo apuraba de un trago y conti­nuaba hablando. Por fin se levantó para retirarse, con la vista nublada, las piernas inseguras, y se fue dando traspiés.
En un rincón de la pieza, Teresa, blanca hasta los labios, había escuchado la conversación y observado a su padre.

IV

Por la mañana, el conventillo fue de pronto alar­mado por un grito que procedía del cuarto de Giovanni. Los vecinos acudieron y el albañil, deses­perado, casi llorando, explicó que le habían robado el dinero prestado por su patrón.
Teresa se precipitó en la pieza llena de vecinas que vociferaban como una bandada de gansas espantadas, rodeando a la italiana, que sollozaba sin consuelo. La abrazó, la acarició y con palabras dulces trató de calmarla. Sin embargo, si alguien la hubiera obser­vado con atención, habría visto que ella misma nece­.sítaba tanto consuelo, al menos, como aquélla. Estaba pálida, tenía los ojos hundidos y la voz fati­gada de una persona enferma. Y en efecto, Teresa estaba enferma de cuerpo y alma. Sabía quién era el ladrón, y el horrible secreto la aplastaba.
En el patio divisó los kepis de los agentes de poli­cía y un señor que debía ser el comisario. La jovepp sintió frío en el corazón. Si Giovanni recordaba su­conversación con González, las sospechas recaerían inmediatamente sobre éste; pero el italiano parecía haber olvidado por completo todo cuanto dijo bajo la influencia de la bebida.
González no estaba en casa. Había salido muy temprano, como de, costumbre, antes que Teresa se hubiera levantado.
A la hora del almuerzo, los habitantes del conven­tillo se habían sosegado un poco y vuelto cada cual a su ocupación habitual, menos Giovanni. El pobre no tenía ánimo para ir al trabajo y confesar a su bienhe­chor que ya no tenía el dinero. ¿Qué diría aquél? Que lo había malgastado, que había jugado... ¡quién sabe qué diría!
Teresa preparaba el almuerzo cuando sintió los pa­sos de su padre. Se aferró al respaldo de una silla y re­suelta, aunque temblando, esperó el momento decisivo.
-Tata, ¿sabe que le robaron la plata a don Gio­vanni?
Ante esta pregunta a quemarropa, González se detuvo y contempló a sulija con sobresalto primero, luego con asombro, y por último con una mirada de desafío mezclada de inquietud.
-¿Cómo? -empezó tratando de fingir; pero Teresa le miraba fijamente y González se olvidó de sí mismo.
-¿Qué me miras así? -prorrumpió. ¿Acaso crece que yo le he robado?
En seguida se contuvo; comprendió que se había traicionado. Teresa se cubrió la cara con las manos y abandonó la pieza. González lanzó una maldición, se encasquetó el sombrero y salió a la calle.

V

Toda la tarde anduvo vagañdo por las calles y plazas, furioso consigo mismo, y con el mundo. A donde quiera que iba sentía el mudo reproche de su hija. Comprendió de pronto que ella todo lo sabía, que siempre lo había sabido y callado por res­peto y amor. Recordó su bondad, su cariño, su dulce paciencia cuando la trataba con rudeza. La venda se le cayó de los ojos y pesó el tesoro inmenso que, sin saberlo, tenía en su poder y que sólo esperaba su voz para revelarse esplendorosamente.
En el corazón del criminal, el único punto que no había invadido la corrupción, era el cariño por su hija. Al pensar que ella podría retirarle su ternura, rechazarlo, despreciarlo, González sintió escalo­fríos de dolor y de ira.
No se atrevió a ir a casa a la hora de la cena. Temía encontrarse con el semblante pálido y la mirada triste de Teresa.
Era tarde ya, cuando se resolvió a volver al conventillo.
Todo estaba oscuro y callado: los vecinos, gente pobre y trabajadora, se recogían temprano para levantarse con el alba.
Entró despacio en su pieza, prendió la luz y comenzó a pasearse. Se detuvo junto al tabique de lienzo y papel que dividía en dos la habitación, y detrás del cual dormía Teresa. Desde el otro compar­timento llegaban a su oído sollozos convulsivos y ahogados, como si la persona que lloraba tratase de contenerlos.
Estaba vencido. No trató de luchar por más tiempo contra aquello que, a la vez tan dulce e imperiosamente, llamaba a las puertas de su alma, evocando los tiempos cuando aun el crimen no había manchado su vida.
Aseguró la puerta y levantó una baldosa del piso, debajo de la cama. Apareció un hueco y en él un cajoncito de madera, del cual González sacó algo que envolvió cuidadosamente en un papel. Después, quizá con mayor precaución que la noche anterior, cruzó el patio oscuro y, se dirigió al cuarto del ita­liano donde golpeó en la ventana. Al pronto se oyó adentro un movimiento, después hubo un instante de silencio. En seguida se sintieron cuchicheos y, al último, una voz preguntó:
-¿Quién es?
González no contestó y repitió los golpecitos. Se entreabrió el postigo y entonces arrojó a través de un vidrio roto, el papelito que tenía en la mano. Luego, desapareció como una sombra en la noche. Al cerrar su puerta oyó, medio apagada, una excla­mación qué procedía de la habitación de los ita­lianos.
Muy despacio, separó la cortina que hacía las veces de puerta en el tabique y fue a sentarse en el borde de la cama de su hija. Inclinándose le dijo en voz baja algunas palabras.
Teresa se enderezó, y con un grito inarticulado que era a la vez de pena, de alivio y de alegría, echó los brazos al cuello de su padre.
En seguida, todo quedó en silencio, un silencio profundo y solemne como la calma dulce y sagrada que reina en los templos.

Cuento argentino

1.062. Eflein (Ada Maria)

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