(Episodio en un conventillo)
I
Era la hora de preparar la cena. El humo de los
braseros subía en espirales graciosas en el patio del conventillo, hasta
perderse más arriba de la enredadera de glicina que adornaba con su belleza y
la fragancia de sus racimos lilas aquella morada de pobreza.
Llegaban los hombres: obreros y artesanos, solos
o en grupos, cargados con sus útiles de trabajo. Venían hambrientos y cansados;
pero de buen humor. Aumentaban el bullicio propio de la hora y de un lugar
donde vive tanta gente, que se conoce mutuamente todas las alegrías y pesares,
y donde el menor incidente adquiere las proporciones de un acontecimiento.
Con otros obreros, entró un italiano albañil y se
dirigió hacia su cuartucho, junto al cual florecían en latas de kerosene,
albahacas, malvarrosas, margaritas y otras plantas modestas. Delante de la puerta
estaba sentada una pequeñuela de seis o siete años, delgada, pálida, endeble,
con un brillo febril en sus grandes ojos negros. Acariciaba distraída un gatito
ovillado cómodamente en su falda.
-¡Oh, Rosina! -dijo el italiano al ver a su
hijita. La alzó, se sentó en la silla y colocó a la chica en sus rodillas. Al
oírle, salió de la pieza su mujer, una rubia de la Italia septentrional.
-¿Cómo ha pasado el día Itosina? -preguntó el
albañil.
-Como siempre. No quiere comer, no quiere jugar,
cada día está más débil. Ya no sequé hacerle.
Rosina, fatigada e indiferente, apoyaba la
cabecita en el hombro de su padre, el que le acariciaba el cabello sedoso con
sus dedos ásperos, llenos de polvos de cal y de ladrillo.
-Mira, allá viene Teresa -dijo de pronto el albañil,
poniendo en el suelo a la chica y señalando a una joven.
-Ve, dile buenas
tardes.
Rosina, un poco animada, salió al encuentro de
una linda niña, de veinte años escasos, trigueña y graciosa, en cuyo semblante
se advertía un aire de dulce resignación. Puso en el suelo un paquete y se
inclinó para besar a la enfermita y darle algo que traía envuelto en papel blanco.
La tomó de la mano y fue con ella a saludar a los italianos.
-¡Ah, Teresa! Otra vez la está mimando a la Rosina -dijo la madre,
chapurrando el español, al ver el chocolate que la chica acababa de desen-volver
del papel.
-Todos los días le trae alguna cosa, cuando le cuesta tanto ganar el
dinero.
-No es nada -objetó Teresa esquivando las
muestras de gratitud.
-Hoy me han pagado en la tienda y he querido traer algo a
Rosina.
-Usted, Teresa, ¿no sabe algún remedio para laa
chica? -preguntó el albañil, que sentía verdadera veneración por la joven y
tenía en sus palabras una fe ciega.
-No, don Giovanni. Lo que usted debe hacer es
llevarla al médico para que la examine y le diga lo que tiene.
-¡Oh! Los médicos son muy caros -objetó Giovanni y los remedios son más caros todavía.
-Yo, le voy a ayudar en lo que pueda -repuso
Teresa; y tanto le dijo que logró la promesa de ir al día siguiente sin falta a
consultar un médico.
II
Teresa González era huérfana de madre. Su padre
había servido en el ejército cuando éste, en vez de ser una escuela
moralizadora, era conside-rado como una institución correccional. Gran número
de soldados servían una serié de años condenados por robos, u otros delitos
peores todavía.
González no había sido delincuente, y no se
enganchó en ningún oficio para no trabajar.
En el regimiento de guarnición en las fronteras
del Chaco, casi des-provisto de todo, y abandonado a su suerte, abundaban los
malos ele-mentos. No era de extrañar, pues, que González, predispuesto a la
haraganería, comenzara a deslizarse por la pendiente fácil del delito.
Mientras vivió su mujer, a la que quiso mucho,
logró sofrenar su inclina-ción al mal; pero muerta ella, se dejó arrastrar.
Ostensiblemente era carrero y como tal permanecía
fuera de la casa durante muchas horas. A veces, también pasaba varios días
ausente, y cuando volvía, generalmente estaba de buen humor y traía mucho
dinero.
-He tenido una buena changa -solía decir.
-Me han
mandado al campo, donde he estado trabajando estos días.
Teresa tenía horror instintivo al dinero que su
padre traía en abundancia. Le parecía imposible que por su trabajo le hubiesen
pagado tanto. Eso y el hecho de que una vez le sorprendió examinando un reloj
de oro que ella nunca había visto en casa, dieron a la muchacha la certidumbre
dolorosa y terrible de que su padre era un ladrón.
La pobre sufría lo indecible. Parecíale que el
pan que comía era robado, ajena la cama en que se acostaba, y que su ropa había
sido quitada a:otra. Jamás, sin embargo, Teresa le hizo un reproche; quería
mucho a su padre y no perdía la esperanza de hacerle abandonar el camino del
delito, con su filial dulzura.
III
Al día siguiente de la conversación de Teresa con
los padres de Rosina, llegó González a casa de muy mal humor. Su hija tembló al
oír su voz áspera. En tales momentos era peligroso hablarle; cualquier cosa le
exas-peraba; y si ella se callaba, preguntábale a qué venía aquella cara de
vaqueta. Así sucedió.
-¿Por qué estás tan callada? ¿Acaso no vale la
pena,hablarle a tu padre, que ha pasado todo el día trabajando?
Teresa se disculpó tímidamente. En seguida, le
refirió que los padres de Rosina habían llevado a la pequeña a casa del médico,
quien les dijo que no tenía propiamente una enfermedad grave, pero que era
absolutamente necesario sacarla del conventillo sucio y mal ventilado y
llevarla a orillas del mar, a tomar baños y respirar aires puros y
vigorizantes. La familia estaba, por eso, en extremo afligida. ¿Cómo haría ella
para proporcionar a Rosina los medios de ir a tomar baños de mar?
González escuchó con indiferencia.
-Infulas de gringos -dijo brutalmente.
-¿Querrán
ir a veranear a Mar del Plata, o a Montevideo, como la gente rica?
Teresa calló, dolorosamente impresionada.
Eran cerca de las nueve, cuando Giovanni golpeó a
la puerta.
-Entre, don Giovanni -dijo González, a quien
algunos vasos de vino habían puesto de mejor humor.
-¿Qué hay de nuevo?
El albañil entró.
Venía a decir a Teresa, que se hallaba fuera de
apuros. Irían todos a Mar del Plata, donde se edificaba mucho, porque la gente
rica empezaba a frecuentar ese pueblo. Así no tendrían que separarse, y Rosina
podría tomar baños de mar y correr cuanto quisiera al aire libre. El dinero
para el viaje se lo había facilitado el patrón que solía emplearlo, hombre muy
bueno y que siempre le protegía.
-¿Ah, sí? -dijo González escuchando con más
atención y sirviendo un vaso de vino para Giovanni. -¿Ya tiene la plata?
-Sí -repuso el italiano radiante de alegría.
-No
es mucho, pero somos gente modesta; nos basta para el viaje y para los primeros
días hasta que encuentre trabajo.
-Guárdela bien -aconsejó González.
-¿Otro vasito
de vino?
Giovanni bebió animándose cada vez más. Contó
dónde' tenía guardado el dinero y empezó a hacer proyectos para cuando Rosina
estuviese mejorada, vacilando entre si permanecería en Mar del Plata o
retornaría a Buenos Aires.
-Un poco más de vino, don Giovanni -brindaba
González; y el otro no advertía que le llenaban el vaso. Lo veía lleno, lo
apuraba de un trago y continuaba hablando. Por fin se levantó para retirarse,
con la vista nublada, las piernas inseguras, y se fue dando traspiés.
En un rincón de la pieza, Teresa, blanca hasta
los labios, había escuchado la conversación y observado a su padre.
IV
Por la mañana, el conventillo fue de pronto alarmado
por un grito que procedía del cuarto de Giovanni. Los vecinos acudieron y el
albañil, desesperado, casi llorando, explicó que le habían robado el dinero
prestado por su patrón.
Teresa se precipitó en la pieza llena de vecinas
que vociferaban como una bandada de gansas espantadas, rodeando a la italiana,
que sollozaba sin consuelo. La abrazó, la acarició y con palabras dulces trató
de calmarla. Sin embargo, si alguien la hubiera observado con atención, habría
visto que ella misma nece.sítaba tanto consuelo, al menos, como aquélla.
Estaba pálida, tenía los ojos hundidos y la voz fatigada de una persona
enferma. Y en efecto, Teresa estaba enferma de cuerpo y alma. Sabía quién era
el ladrón, y el horrible secreto la aplastaba.
En el patio divisó los kepis de los agentes de
policía y un señor que debía ser el comisario. La jovepp sintió frío en el
corazón. Si Giovanni recordaba suconversación con González, las sospechas
recaerían inmediatamente sobre éste; pero el italiano parecía haber olvidado
por completo todo cuanto dijo bajo la influencia de la bebida.
González no estaba en casa. Había salido muy
temprano, como de, costumbre, antes que Teresa se hubiera levantado.
A la hora del almuerzo, los habitantes del conventillo
se habían sosegado un poco y vuelto cada cual a su ocupación habitual, menos
Giovanni. El pobre no tenía ánimo para ir al trabajo y confesar a su bienhechor
que ya no tenía el dinero. ¿Qué diría aquél? Que lo había malgastado, que había
jugado... ¡quién sabe qué diría!
Teresa preparaba el almuerzo cuando sintió los pasos
de su padre. Se aferró al respaldo de una silla y resuelta, aunque temblando,
esperó el momento decisivo.
-Tata, ¿sabe que le robaron la plata a don Giovanni?
Ante esta pregunta a quemarropa, González se
detuvo y contempló a sulija con sobresalto primero, luego con asombro, y por
último con una mirada de desafío mezclada de inquietud.
-¿Cómo? -empezó tratando de fingir; pero Teresa
le miraba fijamente y González se olvidó de sí mismo.
-¿Qué me miras así? -prorrumpió. ¿Acaso crece que
yo le he robado?
En seguida se contuvo; comprendió que se había traicionado.
Teresa se cubrió la cara con las manos y abandonó la pieza. González lanzó una
maldición, se encasquetó el sombrero y salió a la calle.
V
Toda la tarde anduvo vagañdo por las calles y
plazas, furioso consigo mismo, y con el mundo. A donde quiera que iba sentía el
mudo reproche de su hija. Comprendió de pronto que ella todo lo sabía, que
siempre lo había sabido y callado por respeto y amor. Recordó su bondad, su
cariño, su dulce paciencia cuando la trataba con rudeza. La venda se le cayó de
los ojos y pesó el tesoro inmenso que, sin saberlo, tenía en su poder y que
sólo esperaba su voz para revelarse esplendorosamente.
En el corazón del criminal, el único punto que no
había invadido la corrupción, era el cariño por su hija. Al pensar que ella
podría retirarle su ternura, rechazarlo, despreciarlo, González sintió escalofríos
de dolor y de ira.
No se atrevió a ir a casa a la hora de la cena.
Temía encontrarse con el semblante pálido y la mirada triste de Teresa.
Era tarde ya, cuando se resolvió a volver al
conventillo.
Todo estaba oscuro y callado: los vecinos, gente
pobre y trabajadora, se recogían temprano para levantarse con el alba.
Entró despacio en su pieza, prendió la luz y
comenzó a pasearse. Se detuvo junto al tabique de lienzo y papel que dividía en
dos la habitación, y detrás del cual dormía Teresa. Desde el otro compartimento
llegaban a su oído sollozos convulsivos y ahogados, como si la persona que
lloraba tratase de contenerlos.
Estaba vencido. No trató de luchar por más tiempo
contra aquello que, a la vez tan dulce e imperiosamente, llamaba a las puertas
de su alma, evocando los tiempos cuando aun el crimen no había manchado su
vida.
Aseguró la puerta y levantó una baldosa del piso,
debajo de la cama. Apareció un hueco y en él un cajoncito de madera, del cual
González sacó algo que envolvió cuidadosamente en un papel. Después, quizá con
mayor precaución que la noche anterior, cruzó el patio oscuro y, se dirigió al
cuarto del italiano donde golpeó en la ventana. Al pronto se oyó adentro un
movimiento, después hubo un instante de silencio. En seguida se sintieron cuchicheos
y, al último, una voz preguntó:
-¿Quién es?
González no contestó y repitió los golpecitos. Se
entreabrió el postigo y entonces arrojó a través de un vidrio roto, el papelito
que tenía en la mano. Luego, desapareció como una sombra en la noche. Al cerrar
su puerta oyó, medio apagada, una exclamación qué procedía de la habitación de
los italianos.
Muy despacio, separó la cortina que hacía las
veces de puerta en el tabique y fue a sentarse en el borde de la cama de su
hija. Inclinándose le dijo en voz baja algunas palabras.
Teresa se enderezó, y con un grito inarticulado
que era a la vez de pena, de alivio y de alegría, echó los brazos al cuello de
su padre.
En seguida, todo quedó en silencio, un silencio
profundo y solemne como la calma dulce y sagrada que reina en los templos.
Cuento argentino
1.062. Eflein (Ada Maria)
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