En vez de lo que deseaba, me dieron
un empleo en el Ministerio de Agricultura. Fui nombrado inspector de las
estaciones meteorológicas en los países limítrofes.
Estas estaciones, a cargo del
gobierno argentino, aunque ubicadas en territorio extranjero, desempeñan un
papel muy importante en el estudio del régimen climatológico. Su inconveniente
estriba en que de las tres observaciones normales a hacer en el día, el
encargado suele efectuar únicamente dos, y muchas veces, ninguna. Llena luego
las observaciones en blanco con temperaturas y presiones de pálpito. Y esto
explica por qué en dos estaciones en territorio nacional, a tres leguas
distantes, mientras una marcó durante un mes las oscilaciones naturales de una
primavera tornadiza, la otra oficina acusó obstinadamente, y para todo el mes,
una misma presión atmosférica y una constante dirección del viento.
El caso no es común, claro está,
pero por poco que el observador se distraiga cazando mariposas, las
observaciones de pálpito son una constante amenaza para las estadísticas de
meteorología.
Yo había a mi vez cazado muchas
mariposas mientras tuve a mi cargo una estación y por esto acaso el Ministerio
halló en mí méritos para vigilar oficinas cuyo mecanismo tan bien conocía. Fui
especialmente encomendado de informar sobre una estación instalada en
territorio brasileño, al norte del Iguazú. La estación había sido creada un año
antes, a pedido de una empresa de maderas. El obraje marchaba bien, según
informes suministrados al gobierno; pero era un misterio lo que pasaba en la estación. Pa ra
aclararlo fui enviado yo, cazador de mariposas meteorológicas, y quiero creer
que por el mismo criterio con que los gobiernos sofocan una vasta huelga,
nombrando ministro precisamente a un huelguista.
Remonté, pues, el Paraná hasta
Corrientes, trayecto que conocía bien. Desde allí a Posadas el país era nuevo
para mí, y admiré como es debido el cauce del gran río anchísimo, lento y
plateado, con islas empenachadas en todo el circuito de tacuaras dobladas sobre
el agua como inmensas canastillas de bambú. Tábanos, los que se deseen.
Pero desde Posadas hasta el término
del viaje, el río cambió singularmente. Al cauce pleno y manso sucedía una
especie de lúgubre Aqueronte -encajonado entre sombrías murallas de cien
metros-, en el fondo del cual corre el Paraná revuelto en torbellinos, de un
gris tan opaco que más que agua apenas parece otra cosa que lívida sombra de
los murallones. Ni aun sensación de río, pues las sinuosidades incesantes del
curso cortan la perspectiva a cada trecho. Se trata, en realidad, de una serie
de lagos de montaña hundidos entre tétricos cantiles de bosque, basalto y
arenisca barnizada en negro.
Ahora bien: el paisaje tiene una
belleza sombría que no se halla fácilmente en los lagos de Palermo. Al caer la
noche, sobre todo, el aire adquiere en la honda depresión, una frescura y
transparencia glaciales. El monte vuelca sobre el río su perfume crepuscular, y
en esa vasta quietud de la hora el pasajero avanza sentado en proa, tiritando
de frío y excesiva soledad. Esto es bello, y yo sentí hondamente su encanto.
Pero yo comencé a empaparme en su severa hermosura un lunes de tarde; y el
martes de mañana vi lo mismo, e igual cosa el miércoles, y lo mismo vi el
jueves y el viernes. Durante cinco días, a dondequiera que volviera la vista no
veía sino dos colores: el negro de los murallones y el gris lívido del río.
Llegué, por fin. Trepé como pude la
barranca de ciento viente metros y me presenté al gerente del obraje, que era a
la vez el encargado de la estación meteorológica. Me hallé con un hombre joven
aún, de color cetrino y muchas patas de gallo en los ojos.
-Bueno -me dije-; las clásicas
arrugas tropicales. Este hombre ha pasado su vida en un país de sol.
Era francés y se llamaba Briand,
como el actual ministro de su patria . Por lo demás, un sujeto cortés y de
pocas palabras. Era visible que el hombre había vivido mucho y que al
cansancio de sus ojos, contrarrestando la luz, correspondía a todas veras igual
fatiga del espíritu: una buena necesidad de hablar poco, por haber pensado
mucho.
Hallé que el obraje estaba en ese
momento poco menos que paralizado por la crisis de madera, pues en Buenos
Aires y Rosario no sabían qué hacer con el stock formidable de lapacho,
incienso, peterebí y cedro, de toda viga, que flotara o no. Felizmente, la
parálisis no había alcanzado a la estación meteorológica. Todo subía y bajaba,
giraba y registraba en ella, que era un encanto. Lo cual tiene su real mérito,
pues cuando las pilas Edison se ponen en relaciones tirantes con el
registrador del anemómetro, puede decirse que el caso es serio. No sólo esto:
mi hombre había inventado un aparatito para registrar el rocío -un hechizo
regional- con el que nada tenían que ver los instrumentos oficiales; pero
aquello andaba a maravillas.
Observé todo, toqué, compulsé
libretas y estadísticas, con la certeza creciente de que aquel hombre no sabía
cazar mariposas. Si lo sabía, no lo hacía por lo menos. Y esto era un ejemplo
tan saludable como moralizador para mí.
No pude menos de informarme, sin
embargo, respecto del gran retraso de las observaciones remitidas a Buenos
Aires. El hombre me dijo que es bastante común, aun en obrajes con puerto y
chalana en forma, que la correspondencia se reciba y haga llegar a los vapores
metiéndola dentro de una botella que se lanza al río. A veces es recogida; a
veces, no.
¿Qué objetar a esto? Quedé, pues,
encantado. Nada tenía que hacer ya. Mi hombre se prestó amablemente a
organizarme una cacería de antas -que no cacé- y se negó a acompañarme a pasear
en guabiroba- por el río. El Paraná corre allá nueve millas, con remolinos
capaces de poner proa al aire a remolcadores de jangadas. Paseé, sin embargo, y
crucé el río; pero jamás volveré a hacerlo.
Entretanto la estada me era muy
agradable, hasta que uno de esos días comenzaron las lluvias. Nadie tiene idea
en Buenos Aires de lo que es aquello cuando un temporal de agua se asienta
sobre el bosque. Llueve todo el día sin cesar, y al otro, y al siguiente, como si
recién comenzara, en la más espantosa humedad de ambiente que sea posible
imaginar. No hay frotador de caja de fósforos que conserve un grano de arena,
y si un cigarro ya tiraba mal 30 en pleno sol, no queda otro recurso que
secarlo en el horno de la cocina económica, donde se quema, claro está.
Yo estaba ya bastante harto del
paisaje aquel: la inmensa depresión negra y el río gris en el fondo; nada más.
Pero cuando me tocó sentarme en el corredor por toda una semana, teniendo por
delante la gotera, detrás la lluvia y allá abajo el Paraná blanco; cuando,
después de volver la cabeza a todos lados y ver siempre el bosque inmóvil bajo
el agua, tornaba fatalmente la vista al horizonte de basalto y bruma, confieso
que entonces sentía crecer en mí, como un hongo, una inmensa admiración por
aquel hombre que asistía sin inmutarse al liquidamiento de su energía y de sus
cajas de fósforos.
Tuve, por fin, una idea salvadora:
tomáramos algo? -propuse. De
continuar esto dos días más, me voy en canoa.
Eran las tres de la tarde. En la comunidad
de los casos, no es ésta hora formal para tomar caña. Pero cualquier cosa me
parecía profundamente razonable -aun iniciar a las tres el aperitivo, ante
aquel paisaje de Divina Comedia empapado en siete días de lluvia.
Comenzamos, pues. No diré si
tomamos poco o mucho, porque la cantidad es en sí un detalle superficial. Lo
fundamental es el giro particular de las ideas, así la indignación que se iba
apoderando de mí por la manera con que mi compañero soportaba aquella desolación
de paisaje. Miraba él hacia el río con la calma de un individuo que espera el
final de un diluvio universal que ha comenzado ya, pero que demorará aún
catorce o quince años: no había por qué inquietarse. Yo se lo dije; no sé de
qué modo, pero se lo dije. Mi compañero se echó a reír pero no me respondió.
Mi indignación crecía.
-Sangre de pato... -murmuraba yo
mirándolo- No tiene ya dos dedos de energía...
Algo oyó, supongo, porque, dejando
su sillón de tela vino a sentarse a la mesa, enfrente de mí. Le vi hacer
aquello un si es no es estupefacto, como quien mira a un sapo acodarse ante
nuestra mesa. Mi hombre se acodó, en efecto, y noté entonces que lo veía con
enérgico relieve.
Habíamos comenzado a las tres,
recuerdo que dije. No sé qué hora sería entonces.
Tropical farsante... murmuré aún. Borracho perdido... El se
sonrió de nuevo, y me dijo con voz muy clara:
-Óigame, mi joven amigo: usted, a
pesar de su título y su empleo y su mariposeo mental, es una criatura. No ha
hallado otro recurso para sobrellevar unos cuantos días que se le antojan
aburridos, que recurrir al alcohol. Usted no tiene idea de lo que es
aburrimiento, y se escandaliza de que yo no me enloquezca con usted. ¿Qué sabe
usted de lo que es un país realmente de infierno? Usted es una criatura, y nada
más. ¿Quiere oír una historia de aburrimiento? Oiga, entonces:
Yo no me aburro aquí porque he
pasado por cosas que usted no resistiría quince días. Yo estuve siete meses...
Era allá, en el Sahara, en un fortín avanzado. Que soy oficial del ejército
francés, ya lo sabe... Ah, ¿no? Bueno, capitán... Lo que no sabe es que pasé
siete meses allá, en un país totalmente desierto, donde no hay más que sol de
cuarenta y ocho grados a la sombra, arena que deja ciego y escorpiones. Nada
más. Y esto cuando no hay siroco... Éramos dos oficiales y ochenta soldados. No
había nadie ni nada más en doscientas leguas a la redonda. No había sino
una horrible luz y un horrible calor, día y noche... Y constantes
palpitaciones de corazón, porque uno se ahoga... Y un silencio tan grande como
puede desearlo un sujeto con jaqueca.
Las tropas van a esos fortines
porque es su deber. También van los oficiales; pero todos vuelven locos o poco
menos. ¿Sabe a qué tiempo de marcha están esos fortines? A veinte y treinta
días de caravana... Nada más que
arena: arena en los dientes, en la
sopa, en cuanto se come; arena en la máquina de los relojes que hay que llevar
encerrados en bolsitas de gamuza. Y en los ojos, hasta enceguecer al ochenta
por ciento de los indígenas, cuanta quiera. Divertido, ¿eh? Y el cafard... ¡Ah!
Una diversión...
Cuando sopla el siroco, si no
quiere usted estar todo el día escupiendo sangre, debe acostarse entre sábanas
mojadas, renovándolas sin cesar, porque se secan antes de que usted se acuerde.
Así, dos, tres días. A veces siete... ¿Oye bien?, siete días. Y usted no tiene
otro entretenimiento, fuera de empapar sus sábanas, que triturar arena,
azularse de disnea por la falta de aire y cuidarse bien de cerrar los ojos
porque están llenos de arena... y adentro, afuera, donde vaya, tiene cincuenta
y dos grados a la sombra. Y
si usted adquiere bruscamente ideas suicidas -incuban allá con una rapidez
desconcertante-, no tiene más que pasear cien metros al sol, protegido por
todos los sombreros que usted quiera: una buena y súbita congestión a la
médula lo tiende en medio minuto entre los escorpiones.
¿Cree usted, con esto, que haya
muchos oficiales que aspiren seriamente a ir allí? Hay el cafard, además...
¿Sabe usted lo que pasa y se repite por intervalos? El gobierno recibe un día,
cien, quinientas renuncias de empleados de toda categoría. Todas lo mismo...
"Vida perra... Hostilidad de los jefes... Insultos de los compañeros...
Imposibilidad de vivir un solo segundo más con ellos..."
-Bueno -dice la Administración;
parece que por allá sopla el siroco.
Y deja pasar quince días. Al cabo
de este tiempo pasa el siroco, y los nervios recobran su elasticidad normal.
Nadie recuerda ya nada, y los renunciantes se quedan atónitos por lo que han
hecho.
Esto es el guebli... Así decimos
allá al siroco, o simún de las geografías... Observe que en ninguna parte del
Sahara del Norte he oído llamar simún al guebli. Bien. ¡Y usted no puede
soportar esta lluvia! ¡El guebli... ! Cuando sopla, usted no puede escribir.
Moja la pluma en el tintero y ya está seca al llegar al papel. Si usted quiere
doblar el papel, se rompe como vidrio. Yo he visto un repollo, fresquísimo al
comenzar el viento, doblarse; amarillear y secarse en un minuto. ¿Usted sabe
bien lo que es un minuto? Saque el reloj y cuente.
Y los nervios y los golpes de
sangre... Multiplique usted por diez la tensión de nuestros meridionales cuando
llega allá un colazo de guebli y apreciará lo que es irritabilidad explosiva.
¿Y sabe usted por qué no quieren ir
los oficiales, fuera del tormento corporal? Porque no hay relación, ni
amistad, ni amor que resistan a la vida en común en esos parajes... ¡Ah! ¿Usted
cree que no? Usted es una criatura, ya le he dicho... Yo lo fui también, y pedí
mis seis meses en un fortín en el Sahara, con un teniente a mis órdenes.
Éramos íntimos amigos, infinitamente más de lo que pudiéramos llegar a serlo
usted y yo en veinte generaciones.
Bueno; fuimos allá y durante dos
meses nos reímos de arena, sol y cafard. Hay allá cosas bellas, no se puede
negar. Al salir el sol, todos los montículos de arena brillan; es un verdadero
mar de olas de oro. De tarde, los crepúsculos son violeta, puramente violeta. Y
comienza el guebli a soplar sobre los médanos, va rasando las cúspides y arrancando
la arena en nubecillas, como humo de diminutos volcanes. Se los ve disminuir,
desaparecer, para formarse de nuevo más lejos. Sí, así pasa cuando sopla el
siroco... Y esto lo veíamos con gran placer en los primeros tiempos.
Poco a poco el cafard comenzó a
arañar con sus patas nuestras cabezas debilitadas por la soledad y la luz; un
aislamiento tan fuera de la Humanidad, que se comienza a dar paseos cortos de
vaivén. La arena constante entre los dientes... La piel hiperestesiada hasta
convertir en tormento el menor pliegue de la camisa... Este es
el grado inicial -diremos delicioso aún de aquello.
Por poca honradez que se tenga,
nuestra propia alma es el receptáculo donde guardamos todas esas miserias,
pues, comprendiéndonos únicos culpables, cargamos virilmente con la
responsabilidad. ¿Quién podría tener la culpa?
Hay, pues, una lucha heroica en
eso. Hasta que un día; después de cuatro de siroco, el cafard clava más
hondamente sus patas en la cabeza y ésta no es más dueña de sí. Los nervios se
ponen tan tirantes, que ya no hay sensaciones, sino heridas y punzadas. El más
simple roce es un empujón; una voz amiga es un grito irritante; una mirada de
cansancio es una provocación; un detalle diario y anodino cobra una novedad
hostil y ultrajante.
¡Ah! Usted no sabe nada... Óigame:
ambos, mi amigo y yo, comprendimos que las cosas iban mal, y dejamos casi de
hablar. Uno y otro sentíamos que la culpa estaba en nuestra irritabilidad,
exasperada por el aislamiento, el calor, el cafard, en fin. Conservábamos,
pues, nuestra razón. Lo poco que hablábamos era en la mesa.
Mi amigo tenía un tic. ¡Figúrese
usted si estaría yo acostumbrado a él después de veinte años (le estrecha
amistad! Consistía simplemente en un movimiento seco de la cabeza, echándola a
un lado, como si le apretara o molestara un cuello de camisa.
Ahora bien; un día, bajo amenaza de
siroco, cuya depresión angustiosa es tan terrible como el viento mismo, ese
día, al levantar los ojos del plato, noté que mi amigo efectuaba su movimiento
de cabeza. Volví a bajar los ojos, y cuando los levanté de nuevo, vi que otra
vez repetía su tic. Torné a bajar los ojos, pero ya en una tensión nerviosa
insufrible. ¿Por qué hacía así? ¿Para provocarme? ¿Qué me importaba que hiciera
tiempo que hacía eso? ¿Por qué lo hacía cada vez que lo miraba? Y lo terrible
era que estaba seguro -¡seguro!- de que cuando levantara los ojos lo iba a ver
sacudiendo la cabeza de lado. Resistí cuanto pude, pero el ansia hostil y
enfermiza me hizo mirarlo bruscamente. En ese momento echaba la cabeza a un
lado, como si le irritara el cuello de la camisa.
-¡Pero hasta cuándo vas a estar con
esas estupideces! -le grité con toda la rabia provocativa que pude.
Mi amigo me miró, estupefacto al
principio, y en seguida con rabia también. No había comprendido por qué lo
provocaba, pero había allí un brusco escape a su propia tensión nerviosa.
-¡Mejor es que dejemos! -repuso con
voz sorda y trémula-. Voy a comer solo en adelante.
Y tiró la servilleta -la estrelló-
contra la silla.
Quedé en la mesa, inmóvil, pero en
una inmovilidad de resorte tendido. Sólo la pierna derecha, sólo ella, bailaba
sobre la punta del pie. Poco a poco recobré la calma. ¡Pero era idiota lo que
había hecho! ¡El, mi amigo más que íntimo, con los lazos de fraternidad que nos
unían! Fui a verle y lo tomé del brazo.
-Estamos locos -le dije.
Perdóname.
Esa noche cenamos juntos otra vez.
Pero el guebli rapaba ya los montículos, nos ahogábamos a cincuenta y dos
grados y los nervios punzaban enloquecidos a flor de epidermis. Yo no me
atrevía a levantar los ojos porque sabía que él estaba en ese momento
sacudiendo la cabeza de lado, y me hubiera sido completamente imposible ver con
calma eso. Y la tensión crecía, porque había una tortura mayor que aquélla;
era saber que, sin que yo lo viera, él estaba en ese instante con su tic.
¿Comprende usted esto? El, mi
amigo, pasaba por lo mismo que yo, pero exactamente con razonamientos al
revés... Y teníamos una precaución inmensa en los movimientos, al alzar un
porrón de barro, al apartar un plato, al frotar con pausa un fósforo; porque
comprendíamos que al menor movimiento brusco hubiéramos saltado como dos
fieras.
No comimos más juntos. Vencidos
ambos en la primera batalla del mutuo respeto y la tolerancia, el cafard se
apoderó del todo de nosotros. Le he contado con detalles este caso porque fue
el primero. Hubo cien más. Llegamos a no hablarnos sino lo estrictamente
necesario al servicio, dejamos el tú y nos tratamos de usted. Además, capitán
y teniente, mutuamente. . Si por una circunstancia excepcional, cambiábamos más
de dos palabras, no nos mirábamos, de miedo de ver, flagrante, la provocación
en los ojos del otro... Y al no mirarnos sentíamos igualmente la patente
hostilidad de esa actitud, atentos ambos al menor gesto, a una mano puesta
sobre la mesa, al molinete de una silla que se cambia de lugar, para explotar
con loco frenesí. No podíamos más, y pedimos el relevo.
Abrevio. No sé bien, porque
aquellos dos meses últimos fueron una pesadilla, qué pasó en ese tiempo. Recuerdo,
sí, que yo, por un esfuerzo final de salud o un comienzo real de locura, me di
con alma y vida a cuidar de cinco o seis legumbres que defendía a fuerza de
diluvios de agua y sábanas mojadas. El, por su parte, y en el otro extremo del
fortín, para evitar todo contacto, puso su amor en un chanchito, ¡no sé aún de
dónde pudo salir! Lo que recuerdo muy bien es que una tarde hallé rastros del
animal en mi huerta, y cuando llegó esa noche la caravana oficial que nos
relevaba, yo estaba agachado, acechando con un fusil al chanchito para matarlo
de un tiro.
¿Qué más le puedo decir? ¡Ah! Me
olvidaba... Una vez por mes, más o menos, acampaba allí una tribu indígena,
cuyas bellezas, harto fáciles, quitaban a nuestra tropa, entre siroco y siroco,
el último resto de solidez que quedaba a sus nervios. Una de ellas, de alta
jerarquía, era realmente muy bella... Figúrese ahora en este detalle- cuán bien
aceitados estarían en estas ocasiones el revólver de mi teniente y el mío...
Bueno, se acabó todo. Ahora estoy aquí,
muy tranquilo, tomando caña brasileña con usted, mientras llueve. ¿Desde
cuándo? Martes, miércoles... siete días. Y con una buena casa, un excelente
amigo, aunque muy joven... ¿Y quiere usted que me pegue un tiro por esto?
Tomemos más caña, si le place, y después cenaremos, cosa siempre agradable con
un compañero como usted... Mañana -pasado mañana, dicen- debe bajar el
Meteoro. Se embarca en él y cuando vuelva a hallar pesados estos siete días de
lluvia, acuérdese del tic, del cafard y del chanchito...
¡Ah! Y de mascar constantemente
arena, sobre todo cuando se está rabioso... Le aseguro que es una sensación
que vale la pena.
1.044. Quiroga (Horacio)
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