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sábado, 22 de junio de 2013

El premio

(Administración del general Las Heras: 1824-­1825)

I

En una finca cercana a la ciudad de Buenos Aires vivía, en los años de 1824 y 25, una familia modesta y trabajadora, compuesta de la madre, una hija de catorce años y un niño de doce. El padre había muerto, dejando por única herencia a los suyos la pequeña propiedad. Su mujer, doña Martina, halló medio de utilizar la escasa hacienda: crió aves, vendió huevos, legumbres, frutas, y el mayor prove­cho se lo proporcionó su habilidad en la fabricación de dulces y pastas, tan exquisitos, que muchas fami­lias preferían comprárselos a hacerlos en la propia casa. Con estas industrias, doña Martina pudo mantenerse a sí misma y a sus hijos Mercedes y José. A estos niños no les faltaba alimento, ropa, cariño, juegos ni ocupación; pero no eran completamente felices, pues tenían un deseo ardiente que no podían satisfacer: querían instruirse.
En los tiempos en que pasa nuestra historia, los niños no tenían las mismas facilidades que hoy para ir a la escuela. La instrucción primaria era casi nula; no había una escuela-palacio a la vuelta de cada esquina, y muchos padres unían a su pobreza una indiferencia de profundos ignorantes.
Existían, sin embargo, algunas escuelas de varones y niñas, fundadas durante los gobiernos de Rodrí­guez y de Las Heras, con la cooperación inteligente de los ministros Rivadavia y Manuel José García.
Frente a una de estas escuelas pasaba Mercedes todos los días, cuando llevaba a casa de los parro­quianos los dulces y demás golosinas. Invariable­mente se detenía para mirar a través de la ventana. Pensaba entonces cuán hermoso sería si ella pudiera instruirse, y su hermano José llegar a ser médico, abogado, ministro quizá, y aun ¿por qué no? gober­nador como el general Las Heras, a quien había visto el otro día en carruaje frente a la plaza de la Victo­ria. Hablándole a su hermano de todo lo que veía y pensaba, consiguió entusiasmarle, y pronto los dos niños no tuvieron otro deseo que el de estudiar. Suplicaron mucho a su madre; pero doña Martina, aunque muy buena mujer, era sumamente ignorante, y consideraba el saber como un lujo innecesario, permitido sólo a la gente rica y absolutamente super­fluo para los pobres. En su tiempo, los niños de la clase humilde no iban a la escuela. ¿Para qué, pues, habían de ir sus hijos?

II

Delante de la puerta de la cocina, Mercedes pelaba batatas para hacer dulce. Alrededor de ella, las gallinas picoteaban las cáscaras; las palomas blancas y grises iban y venían en giros caprichosos batiendo ruidosamente sus alas, y un lindo gatito negro jugaba amistosamente con la cola de un gran perro, que lo toleraba con aire de majestuosa indife­rencia. Llenaba el aire la fragancia de azahares, jazmines y madreselvas que cubrían la pared entre­mezcladas con rosas trepadoras y damas de la noche, cuyos grandes cálices blancos empezaban a abrirse allí donde ya no llegaba el sol.
Mercedes poco a poco empezó a distraerse. Observó primero las gallinas y palomas, luego el gatito que daba brincos alrededor del perro; después sus ojos siguieron el movimiento de un gajo de jazmín del país en el cual se había posado un chin­golo, y por último se fijaron en la copa de una hermosa higuera mecida suavemente por la brisa de la tarde.
Al principio veía todo eso con atención, pero sus pensamientos fueron tomando otro rumbo y siguie­ron su cauce favorito: los deseos de aprender.
-¡Mercedes! -llamó doña Martina desde la cocina, donde revolvía el almíbar en la olla. -¿Estás durmiendo? Van tres veces que te llamo y no me oyes. ¿Has pelado ya esas batatas?
Mercedes se dio cuenta de pronto que había estado soñando.
-Voy, mama -contestó reanudando a prisa su tarea. Cuando llevó las batatas, doña Martina le pre­guntó:
-¿En qué estabas cavilando?
Mercedes vaciló un poco. Sabía que su madre se impacientaba cada vez que le hablaba de sus deseos; pero decidiéndose, contestó:
-Pensaba en lo lindo que sería si nos dejaras ir a la escuela.
Doña Martina siguió revolviendo el dulce, pero la miró de reojo.
-Otra vez con ésas, ¿eh? Ya te he dicho que no quiero oír tonterías.
-Pero, mama, no son tonterías. Los niños de Gutiérrez donde voy a llevar el turrón, estudian con su madre.
-Eso está muy bien para los niños de Gutiérrez, que son ricos; pero nosotros los pobres tenemos que trabajar y no podemos entretenernos con los libros.
-Aunque sólo fuera José, mama. ¡Tiene tantas ganas de aprender!
-Has hecho muy mal en ponerle esas cosas en la cabeza a tu hermano.
-¡Oh, mama! ¿Por qué no ha de aprender el po­bre, como otros mucha-chos? Así llegaría a ser algo.
Doña Martina dejó la cuchara en la olla y ponien­do los brazos en jarra, se volvió, bastante enojada, para mirar a su hija.
-Muchacha, no me vuelvas a decir eso, porque no lo he de permitir. Tu finado padre no sabía leer ni escribir y no podrás decir que no sirvió para nada. Fue un hombre honrado y trabajador; defendió la ciudad cuando vinieron los ingleses; estuvo en el Paraguay con el general Belgrano, siempre se portó con honor y todos le respetaron. Yo he trabajado para ti y para tu hermano; nunca les ha faltado nada y, sin embargo, tampoco he ido a la escuela. Al fin sólo aprenderían a despreciar a sus padres y a creerse más que ellos. No, mi hijita, no me vengas más con eso. ¡Válgame Dios! ¡Las ínfulas de esta chica!
Doña Martina se puso a revolver el dulce y Merce­des comprendió que por el momento sería impru­dente continuar la cuestión.

III

Todos los días, al volver a casa, Mercedes daba una vuelta para presenciar las clases. En realidad, la escuela le quedaba fuera del camino de retorno; pero se apuraba para llegar a tiempo.
Sucedió cierto día que el maestro fijó su atención en ella y la llamó. Asustada, creyó que la iba a reñir por haberse parado a mirar, y su primer impulso fue echar a correr; pero el semblante bondadoso del maestro venció sus temores y se aproximó.
-¿Te gustaría aprender? -le preguntó sin preámbulos.
Mercedes, sorprendida, no supo qué contestar. El maestro repitió la pregunta y leyó la respuesta en los ojos de la chica, que de pronto se iluminaron.
-¿Por qué no vienes a la escuela? -prosiguió.
-Mama no me deja.
-¿No te deja? ¿Por qué?
-Dice que no necesito aprender.
El maestro comprendió las aspiraciones elevadas de la niña y la lucha que inconscientemente libraba con prejuicios viejos e injustos, y resolvió acudir en su ayuda.
-¿Y para qué quieres aprender?
Para enseñar a mi hermanito, porque quiero que más tarde llegue a ser instruido y rico.
El joven maestro la miró conmovido. Conocía el secreto de esos ardientes anhelos, pues había vivido en la indigencia y sólo a costa de los mayores sacri­ficios pudo salir de ella, instruirse y luego ingresar en la Escuela de Medicina. Felizmente una dama le con­siguió ese empleo de maestro, con el cual podía cos­tearse los estudios superiores. El vencimiento de difi­cultades tan grandes a fin de satisfacer deseos tan nobles, le había preparado el espíritu para compren­der a aquéllos que se encontraran en el mismo caso.
-Escucha -díjole a Mercedes: -¿te animarías a venir todos los días a las cuatro de la tarde? Puedo darte media hora justa de lección; no tengo más tiempo; pero en esa media hora te enseñaré lo nece­sario. ¿Quieres?
Mercedes pudo apenas balbucear un "sí", olvidá.ci­dose en medio de su gran alegría, de dar las gracias a su bienhechor.
Corrió a casa a contar a José su buena suerte. Los dos hermanos apenas pudieron disimular su gozo, para que nada notara su madre.
Desde entonces, con frío o calor, lluvia o sol, viento o tiempo apacible, a las cuatro de la tarde
Mercedes esperaba frente a la escuela la salida de los niños para poder entrar. Dejaba entonces a un lado la « cestita vacía, y durante media hora sólo existían para ella el maestro y el libro. Las explicaciones se le grababan en la memoria; su cerebro absorbía todas esas maravillas nuevas para ella, como una planta sedienta que de pronto fuese abundantemente regada. Su aplicación conmovía al maestro, encantado por la ingenuidad con que le refiriera las luchas tenidas en su casi y los remordimientos por el obligado disimulo. La tran­quilizó, diciéndole que la madre, cuando lo com­prendiera, todo les perdonaría.
Mercedes aprendió a leer, a escribir y los ele­mentos de aritmética, materias que a su vez ense­ñaba a José.

IV

Así pasaron algunos meses. Se aproximaba el 25 de Mayo, fecha festejada con actos públicos, reparti­ción de socorros a los pobres y distribución de los premios acordados por la Sociedad de Beneficencia, fundada durante la administración del general Rodríguez. Estos premios eran cuatro; dos estaban destinados a las niñas que más se distinguieran por su aplicación.
El joven maestro, al recordar la fecha, pensó en su discípula con una noble idea. Fue a ver a su bondadosa protectora y hablóle acerca de Mercedes. La señora se interesó vivamente por la niña y su hermano, prometiéndole hacer las averiguaciones del caso.
Una tarde paró ante la huerta de doña Martina un carruaje, del cual descendió una dama elegan­temente vestida. Mercedes corrió a llamar a su madre, la qué salió al momento muy sorprendida, pues no estaban acostumbrados a recibir semejantes visitas. Mas su sorpresa creció de punto, cuando la señora, atrayendo a la niña a su lado, le declaró:
-Señora: vengo por esta niñita y su hermano. Me han hablado mucho de ellos y quiero conocerlos.
Doña Martina creyó soñar, y su asombro no tuvo límites cuando la señora le refirió lo que había oído al maestro. No quiso creerlo, y sólo se convenció cuando Mercedes trajo el libro y la pizarra y leyó y escribió sin cometer un solo error. Llamaron a José y él también mostró que sabía escribir y leer correctamente.
Doña Martina quiso reñir a los chicos, pero sintió vagamente que había algo más fuerte y grande que ella, algo con lo cual no podría luchar: que los tiempos habían cambiado. A pesar de su disgusto, se sintió secretamente orgullosa de sus hijos, merece­dores de que personas ricas y educadas se ocuparan de ellos. Temía, empero, doña Martina que, cuando se viesen instruidos, la despreciaran por ignorante. Se secó los ojos con el delantal y dijo tristemente:
-Parece que ahora los niños quieren ser más que sus padres. En mis tiempos, la gente de nuestra clase no pensaba en eso. Yo he llegado a los cincuenta años sin que a nadie se la haya ocurrido jamás echarme en cara que no sé leer ni escribir. Ahora será otra cosa: los niños irán a la escuela, aprenderán y luego tendrán vergüenza de la ignoracia de sus padres.
-Señora, no diga eso -repuso la dama. -¿Cómo puede usted pensar semejante cosa de sus hijos? Al contrario, la tendrán como a una reina y a todo el mundo le dirán: "Esta es nuestra madre, que ha trabajado para nosotros, que nos ha educado y a quien debemos todo, y ¡ay! del que se atreva a no respetarla."
Mercedes miró agradecida a la señora que expre­saba en tan pocas y claras palabras lo que ella sentía agitarse confusamente en su cerebro. Abrazó a su madre y la besó en la mejilla con efusivo cariño, mientras José le acariciaba la mano.
Doña Martina consintió al fin en que Mercedes continuara sus estudios, y la señora se despidió augurando para ella y sus hijos un porvenir dichoso.

V

Poco después el maestro dio a su discípula una invitación a la fiesta de repartición de premios, orga­nizada por la Sociedad de Beneficencia. Mer-cedes consiguió que su madre la llevara juntamente con José.
El día 26 de mayo la gran sala de la Sociedad estaba llena de gente.
En el fondo se levantaba un estrado, vestido con los colores patrios, en el que tomaron asiento el gobernador, sus ministros y las damas de la Socie­dad. En las primeras filas se habían colocado las niñas de los asilos de huérfanas; las familias ocu­paban los otros sitios del salón.
Doña Martina y sus hijos encontraron asiento en una de la últimas filas. Reconocieron, entre las damas situadas en el estrado, a aquella que había ido a visitarlas. Mercedes vio a su maestro que cruzaba la sala recorriendo con la mirada la concu­rrencia como si buscara a alguien, y muy contenta le saludó. Entonces él la llamó, haciéndola sentar al lado de una de las huérfanas.
Las niñas cantaron el himno nacional y luego, la presidenta de la Sociedad explicó el motivo de la fiesta. Al final de su alocución dijo, que casi a última hora se había resuelto conceder, como excepción, un quinto premio a una niña, distinguida por su perseverancia en el estudio.
Una pequeñuela declamó una poesía y en seguida se procedió a la distribución de los premios. El primero, de $ 200, fue discernido a una señora que, a pesar de su pobreza, socorría a otras e iba a cuidar enfermos sin recibir jamás remuneración. El segun­do, de $ 100, a la industria, fue concedido a una joven que mantenía con su trabajo de aguja a la madre enferma y a los hermanitos. El tercero y cuarto, de $ 50, a la aplicación, fueron adjudicados a dos huérfanas que sobresalían, por su constancia al estudio; y el quinto premio...
Mercedes creyó equivocarse, pues le parecía haber oído que en el estrado pronunciaban su nombre. Pero no...
-Mercedes Vázquez -repitió la señora.
-Es otra del mismo nombre - pensó Mercedes aturdida; pero sintió una extraña debilidad repentina en todos sus miembros. Al mismo tiempo advirtió que la señora que había ido a su casa le hacía señas desde arriba, y el maestro a su lado le decía:
-Vamos, Mercedes.
Mercedes nunca supo decir cómo había subido al estrado; el hecho fue que de pronto se halló arriba, frente a centenares de caras que fijaban en ella sus ojos. Oyó, como si viniera de muy lejos, la voz de la señora que explicaba al auditorio el motivo de la concesión hecha a Mercedes Vázquez, de un premio extraordinario, agregando que sería admitida en una de las escuelas de niñas sostenidas por la Sociedad, y su hermano en otra de varones.
Con la cabeza hecha un torbellino, sintió que la abrazaban algunas de las damas; que el general Las Heras le dirigía palabras bondadosas de felicitación y de estímulo. Recibió el premio de manos de la presidenta, oyó que la concurrencia aplaudía con entusiasmo, y de pronto se dio cuenta que aquello no era un sueño, sino realidad palpable y deliciosa, y olvidándose de todo, bajó las gradas del entari­mado, atravesó la sala y entre risas y lágrimas, se echó al cuello de su madre.

Cuento argentino

1.062. Eflein (Ada Maria)

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