(Administración del general Las Heras: 1824-1825)
I
En una finca cercana a la ciudad de Buenos Aires
vivía, en los años de 1824 y 25, una familia modesta y trabajadora, compuesta
de la madre, una hija de catorce años y un niño de doce. El padre había muerto,
dejando por única herencia a los suyos la pequeña propiedad. Su mujer, doña
Martina, halló medio de utilizar la escasa hacienda: crió aves, vendió huevos,
legumbres, frutas, y el mayor provecho se lo proporcionó su habilidad en la
fabricación de dulces y pastas, tan exquisitos, que muchas familias preferían
comprárselos a hacerlos en la propia casa. Con estas industrias, doña Martina
pudo mantenerse a sí misma y a sus hijos Mercedes y José. A estos niños no les
faltaba alimento, ropa, cariño, juegos ni ocupación; pero no eran completamente
felices, pues tenían un deseo ardiente que no podían satisfacer: querían
instruirse.
En los tiempos en que pasa nuestra historia, los
niños no tenían las mismas facilidades que hoy para ir a la escuela. La
instrucción primaria era casi nula; no había una escuela-palacio a la vuelta de
cada esquina, y muchos padres unían a su pobreza una indiferencia de profundos
ignorantes.
Existían, sin embargo, algunas escuelas de varones
y niñas, fundadas durante los gobiernos de Rodríguez y de Las Heras, con la
cooperación inteligente de los ministros Rivadavia y Manuel José García.
Frente a una de estas escuelas pasaba Mercedes
todos los días, cuando llevaba a casa de los parroquianos los dulces y demás
golosinas. Invariablemente se detenía para mirar a través de la ventana.
Pensaba entonces cuán hermoso sería si ella pudiera instruirse, y su hermano
José llegar a ser médico, abogado, ministro quizá, y aun ¿por qué no? gobernador
como el general Las Heras, a quien había visto el otro día en carruaje frente a
la plaza de la Victoria. Hablándole a su hermano de todo lo que veía y
pensaba, consiguió entusiasmarle, y pronto los dos niños no tuvieron otro deseo
que el de estudiar. Suplicaron mucho a su madre; pero doña Martina, aunque muy
buena mujer, era sumamente ignorante, y consideraba el saber como un lujo
innecesario, permitido sólo a la gente rica y absolutamente superfluo para los
pobres. En su tiempo, los niños de la clase humilde no iban a la escuela. ¿Para
qué, pues, habían de ir sus hijos?
II
Delante de la puerta de la cocina, Mercedes
pelaba batatas para hacer dulce. Alrededor de ella, las gallinas picoteaban las
cáscaras; las palomas blancas y grises iban y venían en giros caprichosos
batiendo ruidosamente sus alas, y un lindo gatito negro jugaba amistosamente
con la cola de un gran perro, que lo toleraba con aire de majestuosa indiferencia.
Llenaba el aire la fragancia de azahares, jazmines y madreselvas que cubrían la
pared entremezcladas con rosas trepadoras y damas de la noche, cuyos grandes
cálices blancos empezaban a abrirse allí donde ya no llegaba el sol.
Mercedes poco a poco empezó a distraerse. Observó
primero las gallinas y palomas, luego el gatito que daba brincos alrededor del
perro; después sus ojos siguieron el movimiento de un gajo de jazmín del país
en el cual se había posado un chingolo, y por último se fijaron en la copa de
una hermosa higuera mecida suavemente por la brisa de la tarde.
Al principio veía todo eso con atención, pero sus
pensamientos fueron tomando otro rumbo y siguieron su cauce favorito: los
deseos de aprender.
-¡Mercedes! -llamó doña Martina desde la cocina,
donde revolvía el almíbar en la olla. -¿Estás durmiendo? Van tres veces que te
llamo y no me oyes. ¿Has pelado ya esas batatas?
Mercedes se dio cuenta de pronto que había estado
soñando.
-Voy, mama -contestó reanudando a prisa su tarea.
Cuando llevó las batatas, doña Martina le preguntó:
-¿En qué estabas cavilando?
Mercedes vaciló un poco. Sabía que su madre se
impacientaba cada vez que le hablaba de sus deseos; pero decidiéndose,
contestó:
-Pensaba en lo lindo que sería si nos dejaras ir
a la escuela.
Doña Martina siguió revolviendo el dulce, pero la
miró de reojo.
-Otra vez con ésas, ¿eh? Ya te he dicho que no
quiero oír tonterías.
-Pero, mama, no son tonterías. Los niños de
Gutiérrez donde voy a llevar el turrón, estudian con su madre.
-Eso está muy bien para los niños de Gutiérrez,
que son ricos; pero nosotros los pobres tenemos que trabajar y no podemos
entretenernos con los libros.
-Aunque sólo fuera José, mama. ¡Tiene tantas
ganas de aprender!
-Has hecho muy mal en ponerle esas cosas en la
cabeza a tu hermano.
-¡Oh, mama! ¿Por qué no ha de aprender el pobre,
como otros mucha-chos? Así llegaría a ser algo.
Doña Martina dejó la cuchara en la olla y poniendo
los brazos en jarra, se volvió, bastante enojada, para mirar a su hija.
-Muchacha, no me vuelvas a decir eso, porque no
lo he de permitir. Tu finado padre no sabía leer ni escribir y no podrás decir
que no sirvió para nada. Fue un hombre honrado y trabajador; defendió la ciudad
cuando vinieron los ingleses; estuvo en el Paraguay con el general Belgrano,
siempre se portó con honor y todos le respetaron. Yo he trabajado para ti y
para tu hermano; nunca les ha faltado nada y, sin embargo, tampoco he ido a la
escuela. Al fin sólo aprenderían a despreciar a sus padres y a creerse más que
ellos. No, mi hijita, no me vengas más con eso. ¡Válgame Dios! ¡Las ínfulas de
esta chica!
Doña Martina se puso a revolver el dulce y Mercedes
comprendió que por el momento sería imprudente continuar la cuestión.
III
Todos los días, al volver a casa, Mercedes daba
una vuelta para presenciar las clases. En realidad, la escuela le quedaba fuera
del camino de retorno; pero se apuraba para llegar a tiempo.
Sucedió cierto día que el maestro fijó su
atención en ella y la llamó. Asustada, creyó que la iba a reñir por haberse
parado a mirar, y su primer impulso fue echar a correr; pero el semblante bondadoso
del maestro venció sus temores y se aproximó.
-¿Te gustaría aprender? -le preguntó sin
preámbulos.
Mercedes, sorprendida, no supo qué contestar. El
maestro repitió la pregunta y leyó la respuesta en los ojos de la chica, que de
pronto se iluminaron.
-¿Por qué no vienes a la escuela? -prosiguió.
-Mama no me deja.
-¿No te deja? ¿Por qué?
-Dice que no necesito aprender.
El maestro comprendió las aspiraciones elevadas
de la niña y la lucha que inconscientemente libraba con prejuicios viejos e
injustos, y resolvió acudir en su ayuda.
-¿Y para qué quieres aprender?
Para enseñar a mi hermanito, porque quiero que
más tarde llegue a ser instruido y rico.
El joven maestro la miró conmovido. Conocía el
secreto de esos ardientes anhelos, pues había vivido en la indigencia y sólo a
costa de los mayores sacrificios pudo salir de ella, instruirse y luego
ingresar en la Escuela de Medicina. Felizmente una dama le consiguió ese
empleo de maestro, con el cual podía costearse los estudios superiores. El
vencimiento de dificultades tan grandes a fin de satisfacer deseos tan nobles,
le había preparado el espíritu para comprender a aquéllos que se encontraran
en el mismo caso.
-Escucha -díjole a Mercedes: -¿te animarías a
venir todos los días a las cuatro de la tarde? Puedo darte media hora justa de
lección; no tengo más tiempo; pero en esa media hora te enseñaré lo necesario.
¿Quieres?
Mercedes pudo apenas balbucear un "sí",
olvidá.cidose en medio de su gran alegría, de dar las gracias a su bienhechor.
Corrió a casa a contar a José su buena suerte.
Los dos hermanos apenas pudieron disimular su gozo, para que nada notara su
madre.
Desde entonces, con frío o calor, lluvia o sol,
viento o tiempo apacible, a las cuatro de la tarde
Mercedes esperaba frente a la escuela la salida
de los niños para poder entrar. Dejaba entonces a un lado la « cestita vacía, y
durante media hora sólo existían para ella el maestro y el libro. Las
explicaciones se le grababan en la memoria; su cerebro absorbía todas esas
maravillas nuevas para ella, como una planta sedienta que de pronto fuese
abundantemente regada. Su aplicación conmovía al maestro, encantado por la
ingenuidad con que le refiriera las luchas tenidas en su casi y los
remordimientos por el obligado disimulo. La tranquilizó, diciéndole que la
madre, cuando lo comprendiera, todo les perdonaría.
Mercedes aprendió a leer, a escribir y los elementos
de aritmética, materias que a su vez enseñaba a José.
IV
Así pasaron algunos meses. Se aproximaba el 25 de
Mayo, fecha festejada con actos públicos, repartición de socorros a los pobres
y distribución de los premios acordados por la Sociedad de Beneficencia,
fundada durante la administración del general Rodríguez. Estos premios eran
cuatro; dos estaban destinados a las niñas que más se distinguieran por su
aplicación.
El joven maestro, al recordar la fecha, pensó en
su discípula con una noble idea. Fue a ver a su bondadosa protectora y hablóle
acerca de Mercedes. La señora se interesó vivamente por la niña y su hermano,
prometiéndole hacer las averiguaciones del caso.
Una tarde paró ante la huerta de doña Martina un
carruaje, del cual descendió una dama elegantemente vestida. Mercedes corrió a
llamar a su madre, la qué salió al momento muy sorprendida, pues no estaban
acostumbrados a recibir semejantes visitas. Mas su sorpresa creció de punto,
cuando la señora, atrayendo a la niña a su lado, le declaró:
-Señora: vengo por esta niñita y su hermano. Me
han hablado mucho de ellos y quiero conocerlos.
Doña Martina creyó soñar, y su asombro no tuvo
límites cuando la señora le refirió lo que había oído al maestro. No quiso
creerlo, y sólo se convenció cuando Mercedes trajo el libro y la pizarra y leyó
y escribió sin cometer un solo error. Llamaron a José y él también mostró que
sabía escribir y leer correctamente.
Doña Martina quiso reñir a los chicos, pero
sintió vagamente que había algo más fuerte y grande que ella, algo con lo cual
no podría luchar: que los tiempos habían cambiado. A pesar de su disgusto, se
sintió secretamente orgullosa de sus hijos, merecedores de que personas ricas
y educadas se ocuparan de ellos. Temía, empero, doña Martina que, cuando se
viesen instruidos, la despreciaran por ignorante. Se secó los ojos con el
delantal y dijo tristemente:
-Parece que ahora los niños quieren ser más que
sus padres. En mis tiempos, la gente de nuestra clase no pensaba en eso. Yo he
llegado a los cincuenta años sin que a nadie se la haya ocurrido jamás echarme
en cara que no sé leer ni escribir. Ahora será otra cosa: los niños irán a la
escuela, aprenderán y luego tendrán vergüenza de la ignoracia de sus padres.
-Señora, no diga eso -repuso la dama. -¿Cómo
puede usted pensar semejante cosa de sus hijos? Al contrario, la tendrán como a
una reina y a todo el mundo le dirán: "Esta es nuestra madre, que ha
trabajado para nosotros, que nos ha educado y a quien debemos todo, y ¡ay! del
que se atreva a no respetarla."
Mercedes miró agradecida a la señora que expresaba
en tan pocas y claras palabras lo que ella sentía agitarse confusamente en su
cerebro. Abrazó a su madre y la besó en la mejilla con efusivo cariño, mientras
José le acariciaba la mano.
Doña Martina consintió al fin en que Mercedes
continuara sus estudios, y la señora se despidió augurando para ella y sus
hijos un porvenir dichoso.
V
Poco después el maestro dio a su discípula una
invitación a la fiesta de repartición de premios, organizada por la Sociedad
de Beneficencia. Mer-cedes consiguió que su madre la llevara juntamente con
José.
El día 26 de mayo la gran sala de la Sociedad
estaba llena de gente.
En el fondo se levantaba un estrado, vestido con
los colores patrios, en el que tomaron asiento el gobernador, sus ministros y
las damas de la Sociedad. En las primeras filas se habían colocado las niñas
de los asilos de huérfanas; las familias ocupaban los otros sitios del salón.
Doña Martina y sus hijos encontraron asiento en
una de la últimas filas. Reconocieron, entre las damas situadas en el estrado,
a aquella que había ido a visitarlas. Mercedes vio a su maestro que cruzaba la
sala recorriendo con la mirada la concurrencia como si buscara a alguien, y
muy contenta le saludó. Entonces él la llamó, haciéndola sentar al lado de una
de las huérfanas.
Las niñas cantaron el himno nacional y luego, la
presidenta de la Sociedad explicó el motivo de la fiesta. Al final de su
alocución dijo, que casi a última hora se había resuelto conceder, como
excepción, un quinto premio a una niña, distinguida por su perseverancia en el
estudio.
Una pequeñuela declamó una poesía y en seguida se
procedió a la distribución de los premios. El primero, de $ 200, fue discernido
a una señora que, a pesar de su pobreza, socorría a otras e iba a cuidar
enfermos sin recibir jamás remuneración. El segundo, de $ 100, a la industria,
fue concedido a una joven que mantenía con su trabajo de aguja a la madre
enferma y a los hermanitos. El tercero y cuarto, de $ 50, a la aplicación,
fueron adjudicados a dos huérfanas que sobresalían, por su constancia al
estudio; y el quinto premio...
Mercedes creyó equivocarse, pues le parecía haber
oído que en el estrado pronunciaban su nombre. Pero no...
-Mercedes Vázquez -repitió la señora.
-Es otra del mismo nombre - pensó Mercedes
aturdida; pero sintió una extraña debilidad repentina en todos sus miembros. Al
mismo tiempo advirtió que la señora que había ido a su casa le hacía señas
desde arriba, y el maestro a su lado le decía:
-Vamos, Mercedes.
Mercedes
nunca supo decir cómo había subido al estrado; el hecho fue que de pronto se halló arriba, frente a centenares de
caras que fijaban en ella sus ojos. Oyó, como si viniera de muy lejos, la voz
de la señora que explicaba al auditorio el motivo de la concesión hecha a
Mercedes Vázquez, de un premio extraordinario, agregando que sería admitida en
una de las escuelas de niñas sostenidas por la Sociedad, y su hermano en otra
de varones.
Con la cabeza hecha un torbellino, sintió que la
abrazaban algunas de las damas; que el general Las Heras le dirigía palabras
bondadosas de felicitación y de estímulo. Recibió el premio de manos de la
presidenta, oyó que la concurrencia aplaudía con entusiasmo, y de pronto se dio
cuenta que aquello no era un sueño, sino realidad palpable y deliciosa, y
olvidándose de todo, bajó las gradas del entarimado, atravesó la sala y entre
risas y lágrimas, se echó al cuello de su madre.
Cuento argentino
1.062. Eflein (Ada Maria)
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