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sábado, 22 de junio de 2013

La cruz en el campo

(Episodio de invasiones de la tribus pampeanas)

I 

Volvíamos a la estancia con el capataz don Miguel. Habíamos pasado el día en la propiedad vecina y aprovechábamos el fresco de la tarde para galopar a nuestro gusto. Los rayos del sol caían oblicuamente tendiéndose a ras del suelo; y el pasto verde y fresco reflejaba la luz como si cada una de sus hojas fuese un espejito. Era imposible mirar el horizonte; el resplandor cegaba. Todo lo que aparecía sobre ese fondo incandescente semejaba, sombras chinescas frente a una pantalla de oro.
Galopábamos hacia el Este y nos sentíamos lige­ros como pájaros. Nuestros caballos marchaban velozmente rumbo a la querencia, y si uno de los muchachos hacía chasquear su rebenque alguna vez, era sólo para lucir el cabo de plata:
A lo lejos, a un lado de nuestro camino, divisamos un objeto que brillaba al sol como si tuviese luz propia. No alcanzábamos a distinguir lo que era.
-¿Eso? -dijo don Miguel interrogado, diri­giendo sus ojos penetrantes de campesino hacia el punto que le indicamos. 
-¡Ah! es la cruz.
-¿Qué cruz? -preguntamos interesados.
-¡Sí, es una tumba! -repuso el capataz; ¿no sabían?
-No, no sabemos nada, don Miguel.
Entretanto, nos habíamos acercado a la cruz, formada por dos leños torcidos, sujetos por un alambre. Una tablita en la cual debió haber alguna leyenda, ilegible ahora, se hallaba desclavada. Las hierbas cubrían el suelo; el trébol perfumado y la delicada margarita tejían una corona fúnebre al ser que allí dormía el sueño sin ensueños.
Nos detuvimos. Don Miguel y los muchachos se descubrieron, las niñas nos santiguamos. Una tumba, suntuoso monumento de mármol o cruz humilde, es siempre un misterio; exhala un algo solemne, que hace callar las risas y recogerse el alma. Y ese leño retorcido con su leyenda indescifrable, plantado en medio del campo, rodeado de flores silvestres, hablaba un lenguaje lleno de serena melancolía.
-Cuéntenos la historia de esta cruz, don Miguel -le instamos al ponernos nuevamente en marcha.
-Es una historia corta -repuso el capataz, y la contaré tal como a mí me la refirieron.
Nos pusimos en fila y continuamos al tranco para escuchar la narración.

II

-Estos campos -comenzó don Miguel, perte­necían, allá por el año 60, a un tal don Pedro Zorrilla, que vivía con su familia en un rancho junto a la laguna. Una tarde de invierno, gris y helada, con cielo lleno de nubarrones que huían corridos por el viento sur, se detuvo delante de la casa un individuo de dudosa catadura y pidió hospitalidad. Era viejo: su barba larga y rala volaba al viento, como la crin y la cola de su caballo flaco. Su poncho y chiripá debían datar de tiempos inmemoriales. El color subido de su cara curtida y arrugada, revelaba a un viejo bebedor.
Don Pedro examinó con desconfianza al foras­tero, pero conside-rando que se acercaba una noche tormentosa y que el vecino más próximo vivía a dos leguas de distancia, no tuvo valor par negársela.
El viejo desensilló, y vino humildemente a pararse cerca de la puerta hasta que doña Ramona, la dueña de la casa, le invitó a pasar y tomar asiento.
Mientras el forastero esperaba la cena, el menor de los hijos de don Pedro se sentó frente a él en el suelo, para contemplarlo a sus anchas. El huésped se echó a reír, le llamó y al cabo de un cuarto de hora eran los mejores amigos.
-Mira qué raro -observó doña Ramona en voz baja a su marido; -Julio, tan huraño siempre, ya le ha tomado confianza al forastero.
-Buena señal -repuso don Pedro; los niños distinguen en seguida a los buenos de los malvados y rara vez se equivocan.
Al día siguiente el forastero quiso ensillar y seguir viaje. Hizo sus pre-parativos despacio, con resig­nación, como quien quisiera quedarse y bien sabe que tiene que marchar. Don Pedro le miraba hacer indeciso: le daba lástima y, sin embargo, no tenía ningún motivo para hacerle quedar.
Cuando Julito, que no se había separado del lado de su nuevo amigo, advirtió que se disponía a partir, le asió del poncho con sus dos manos, resuelto a no soltarlo. El viejo le alzó y le preguntó si quería irse con él.
-¡No, no! -gritó el chico, -¡no quiero que se vaya!
-Vea -observó don Pedro, resolviéndose: -¿a dónde va ahora? .
El otro hizo un gesto vago hacia el horizonte gris y encapotado.
-Si no tuviera apuro, podría quedarse unos cuatro días más, hasta que mejore el tiempo. Siempre hay algún trabajito. ¿Qué le parece?
El viejo murmuró con voz ronca que estaba bien, y en sus tibios ojos brilló un rayo de luz.
  
III

Pasaron los días y el paisano no se marchaba. Nunca faltaba algún nuevo trabajo. Sin saberse bien cómo, gradualmente, entró a formar parte de la familia. Se llamaba don Francisco; su apellido no hace al caso. No siempre había sido un vagabundo. Conoció tiempos buenos; pero la desgracia, el juego y la bebida le hicieron bajar la escala de la sociedad, hasta que arribó cual náufrago a una isla salvadora, al rancho hospitalario de don Pedro Zorrilla. Allí le estimaron por su buen corazón; y si alguna vez vació la botella de caña no comprada para él, se lo perdo­naron. Profesaba gratitud y verdadero cariño a todos los miembros de la familia; pero su predilecto era Julito. El niño le retribuía con creces.
Llegó el año 1861. Las tropas de Buenos Aires se concentraban en la capital, y las fronteras iban quedando poco menos que desguar-necidas. Casi todos los hombres de armas llevar marcharon a incorporarse al ejército, unos por patriotismo, otros por cambiar de vida, otros, en fin, porque les habían ofrecido buen enganche.
Los indios no tardaron en aprovecharse de la circunstancia. Hicieron una incursión, y como hallaran poca resistencia, pronto volvieron en mayor número para saquear y arrear los ganados.
A las tierras de Zorrilla no habían llegado aún y parecía difícil que llegaran, pues el punto quedaba dentro de la región poblada y bastante retirado de la frontera.
Por eso don Pedro y su mujer no tuvieron reparo-, en asistir a una fiesta que debía celebrarse en el pueblo a varias leguas de allí. Resolvieron llevar a los niños mayores y dejar en casa a Julito con don Francisco. Pensaban estar ausentes ocho días.
A Julito le importaba poco que no le,llevaran, con tal que le dejaran con su amigo.
Los primeros días pasaron tranquilos. Al ama­necer del tercero, el viejo despertó sobresaltado por un ruido semejante al trueno lejano.
Salió a observar. Aclaraba apenas; no sé distinguía todavía ningún objeto. Una vaga semiclaridad gris blanquecina llenaba todo el espacio. Ni el más débil tinte rosado coloreaba aun el oriente.
Del fondo de aquel vapor gris e informe venía el rumor. Don Francisco comprendió: eran los indios que llegaban. Dentro de pocos instantes la avalancha estaría sobre él.
Si el viejo hubiese estado solo no habría pensado en la fuga. La vida le valía bien poco para que sintiera deseos de prolongar su existencia descala­brada. Habría permanecido en su puesto hasta caer muerto defendiendo la propiedad de su bienhechor. Pero allí estaba Julito, ese niño en el cual concen­traba todo el amor de que era todavía capaz su corazón marchito por los desencantos. Debía salvarle a todo trance.
Halló en ese instante toda su antigua serenidad, su aplomo, su fuerza. Se proveyó de armas, ensilló el mejor caballo y sentando en él a Julito em-prendió la fuga, a tiempo que en la claridad, que aumentaba por momentos, aparecían los primeros guerreros de la horda salvaje.
Ocupádos en registrar el corral y con el afán de saquear el rancho, no le vieron al principio; sólo le advirtieron cuanto estaba a punto de desaparecer detrás de una loma. Inmediatamente se lanzaron en su persecución.
Don Francisco tenía bastante ventaja y su caballo era fuerte y brioso. Sin embargo, no se forjó ilusiones sobre lo que significaba una carrera con esos jinetes.
Descargó su trabuco sobre los que le seguían de cerca, matando e hiriendo a varios. Los demás se dispersaron, pero eso fue una estratagema, pues luego, don Francisco vio que trataban de rodearlo. Sólo haciendo un esfuerzo tremendo logró escapar a las dos puntas del semicírculo fatal que ya amena­zaban unirse y encerrarle.
Su intención era llegar a la estancia vecina, distan­te dos leguas, espacio insignificante en circunstancias ordinarias, pero que se vuelve enorme cuando la muerte viene cabalgando detrás del que debe reco­rrerla. Y además, dos leguas a carrera tendida es mucho, aun para un buen caballo.
Los indios aumentaban continuamente en nú­mero. El viejo los sentía ganar terreno y ola sus gritos desaforados. Cubría con su cuerpo al niño espantado, resguardándolo.
Ya veía a lo lejos los grandes saucedales de la estancia, cuando de pronto distinguió un numeroso grupo de hombres armados que se desprendió de la sombra precipitándose al encuentro de los indios. Cuando éstos se vieron tan inopinadamente atacados por una fuerza respetable, lanzaron gritos de despe­cho y volvieron grupas.
Don Francisco llegó herido en la espalda. Al término de su carrera estuvo a punto de desplomarse, pero con un esfuerzo supremo de su voluntad, se mantuvo firme, hasta encontrarse en medio de los peones de la estancia. Le quitaron de los brazos al niño ileso, al cual seguía sujetando convulsiva-mente, y le bajaron con precaución. Conducido a la casa, expiró poco después. Su último movimiento fue acariciar la cabeza de Julio.
Le enterraron en el campo. En una tablilla que clavaron en la cruz escribieron el nombre del muerto, la fecha y las circunstancias de su fallecimiento.
Alrededor de la tumba, la superstición empezó a tejer sus leyendas. Se dijo que los indios temían la vista de la cruz; y el hecho fue que jamás vol­vieron a aparecer por la región.
Los campos cambiaron de dueño; pero la cruz fue siempre respetada y el nombre de don Francisco no ha sido olvidado.

IV

Habíamos escuchado en silencio la narración del capataz. Sencilla como era, nos impresionó. Al emprender el galope, me volví para mirar una vez más la cruz en el campo, dibujada vagamente a lo lejos entre las brumas delicadas de la tarde, y bajo la cual descansaba el pobre, viejo que dio a los paisanos sencillos y fuertes de la comarca, un sublime y. fecundo ejemplo de abnegación.

Cuento argentino

1.062. Eflein (Ada Maria)

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