(Episodio de invasiones de la tribus pampeanas)
I
Volvíamos a la estancia con el capataz don
Miguel. Habíamos pasado el día en la propiedad vecina y aprovechábamos el
fresco de la tarde para galopar a nuestro gusto. Los rayos del sol caían
oblicuamente tendiéndose a ras del suelo; y el pasto verde y fresco reflejaba
la luz como si cada una de sus hojas fuese un espejito. Era imposible mirar el
horizonte; el resplandor cegaba. Todo lo que aparecía sobre ese fondo
incandescente semejaba, sombras chinescas frente a una pantalla de oro.
Galopábamos hacia el Este y nos sentíamos ligeros
como pájaros. Nuestros caballos marchaban velozmente rumbo a la querencia, y si
uno de los muchachos hacía chasquear su rebenque alguna vez, era sólo para
lucir el cabo de plata:
A lo lejos, a un lado de nuestro camino,
divisamos un objeto que brillaba al sol como si tuviese luz propia. No
alcanzábamos a distinguir lo que era.
-¿Eso? -dijo don Miguel interrogado, dirigiendo
sus ojos penetrantes de campesino hacia el punto que le indicamos.
-¡Ah! es la
cruz.
-¿Qué cruz? -preguntamos interesados.
-¡Sí, es una tumba! -repuso el capataz; ¿no
sabían?
-No, no sabemos nada, don Miguel.
Entretanto, nos habíamos acercado a la cruz, formada
por dos leños torcidos, sujetos por un alambre. Una tablita en la cual debió
haber alguna leyenda, ilegible ahora, se hallaba desclavada. Las hierbas
cubrían el suelo; el trébol perfumado y la delicada margarita tejían una corona
fúnebre al ser que allí dormía el sueño sin ensueños.
Nos detuvimos. Don Miguel y los muchachos se
descubrieron, las niñas nos santiguamos. Una tumba, suntuoso monumento de
mármol o cruz humilde, es siempre un misterio; exhala un algo solemne, que hace
callar las risas y recogerse el alma. Y ese leño retorcido con su leyenda
indescifrable, plantado en medio del campo, rodeado de flores silvestres,
hablaba un lenguaje lleno de serena melancolía.
-Cuéntenos la historia de esta cruz, don Miguel -le
instamos al ponernos nuevamente en marcha.
-Es una historia corta -repuso el capataz, y la
contaré tal como a mí me la refirieron.
Nos pusimos en fila y continuamos al tranco para
escuchar la narración.
II
-Estos campos -comenzó don Miguel, pertenecían,
allá por el año 60, a un tal don Pedro Zorrilla, que vivía con su familia en un
rancho junto a la laguna. Una tarde de invierno, gris y helada, con cielo lleno
de nubarrones que huían corridos por el viento sur, se detuvo delante de la
casa un individuo de dudosa catadura y pidió hospitalidad. Era viejo: su barba
larga y rala volaba al viento, como la crin y la cola de su caballo flaco. Su
poncho y chiripá debían datar de tiempos inmemoriales. El color subido de su
cara curtida y arrugada, revelaba a un viejo bebedor.
Don Pedro examinó con desconfianza al forastero,
pero conside-rando que se acercaba una noche tormentosa y que el vecino más
próximo vivía a dos leguas de distancia, no tuvo valor par negársela.
El viejo desensilló, y vino humildemente a
pararse cerca de la puerta hasta que doña Ramona, la dueña de la casa, le
invitó a pasar y tomar asiento.
Mientras el forastero esperaba la cena, el menor
de los hijos de don Pedro se sentó frente a él en el suelo, para contemplarlo a
sus anchas. El huésped se echó a reír, le llamó y al cabo de un cuarto de hora
eran los mejores amigos.
-Mira qué raro -observó doña Ramona en voz baja a
su marido; -Julio, tan huraño siempre, ya le ha tomado confianza al forastero.
-Buena señal -repuso don Pedro; los niños
distinguen en seguida a los buenos de los malvados y rara vez se equivocan.
Al día siguiente el forastero quiso ensillar y
seguir viaje. Hizo sus pre-parativos despacio, con resignación, como quien
quisiera quedarse y bien sabe que tiene que marchar. Don Pedro le miraba hacer
indeciso: le daba lástima y, sin embargo, no tenía ningún motivo para hacerle
quedar.
Cuando Julito, que no se había separado del lado
de su nuevo amigo, advirtió que se disponía a partir, le asió del poncho con
sus dos manos, resuelto a no soltarlo. El viejo le alzó y le preguntó si quería
irse con él.
-¡No, no! -gritó el chico, -¡no quiero que se
vaya!
-Vea -observó don Pedro, resolviéndose: -¿a dónde
va ahora? .
El otro hizo un gesto vago hacia el horizonte
gris y encapotado.
-Si no tuviera apuro, podría quedarse unos cuatro
días más, hasta que mejore el tiempo. Siempre hay algún trabajito. ¿Qué le
parece?
El viejo murmuró con voz ronca que estaba bien, y
en sus tibios ojos brilló un rayo de luz.
III
Pasaron los días y el paisano no se marchaba.
Nunca faltaba algún nuevo trabajo. Sin saberse bien cómo, gradualmente, entró a
formar parte de la familia. Se llamaba don Francisco; su apellido no hace al
caso. No siempre había sido un vagabundo. Conoció tiempos buenos; pero la
desgracia, el juego y la bebida le hicieron bajar la escala de la sociedad,
hasta que arribó cual náufrago a una isla salvadora, al rancho hospitalario de
don Pedro Zorrilla. Allí le estimaron por su buen corazón; y si alguna vez
vació la botella de caña no comprada para él, se lo perdonaron. Profesaba
gratitud y verdadero cariño a todos los miembros de la familia; pero su
predilecto era Julito. El niño le retribuía con creces.
Llegó el año 1861. Las tropas de Buenos Aires se
concentraban en la capital, y las fronteras iban quedando poco menos que
desguar-necidas. Casi todos los hombres de armas llevar marcharon a incorporarse
al ejército, unos por patriotismo, otros por cambiar de vida, otros, en fin,
porque les habían ofrecido buen enganche.
Los indios no tardaron en aprovecharse de la
circunstancia. Hicieron una incursión, y como hallaran poca resistencia, pronto
volvieron en mayor número para saquear y arrear los ganados.
A las tierras de Zorrilla no habían llegado aún y
parecía difícil que llegaran, pues el punto quedaba dentro de la región poblada
y bastante retirado de la frontera.
Por eso don Pedro y su mujer no tuvieron reparo-,
en asistir a una fiesta que debía celebrarse en el pueblo a varias leguas de
allí. Resolvieron llevar a los niños mayores y dejar en casa a Julito con don
Francisco. Pensaban estar ausentes ocho días.
A Julito le importaba poco que no le,llevaran,
con tal que le dejaran con su amigo.
Los primeros días pasaron tranquilos. Al amanecer
del tercero, el viejo despertó sobresaltado por un ruido semejante al trueno
lejano.
Salió a observar. Aclaraba apenas; no sé
distinguía todavía ningún objeto. Una vaga semiclaridad gris blanquecina
llenaba todo el espacio. Ni el más débil tinte rosado coloreaba aun el oriente.
Del fondo de aquel vapor gris e informe venía el
rumor. Don Francisco comprendió: eran los indios que llegaban. Dentro de pocos
instantes la avalancha estaría sobre él.
Si el viejo hubiese estado solo no habría pensado
en la fuga. La vida le valía bien poco para que sintiera deseos de prolongar su
existencia descalabrada. Habría permanecido en su puesto hasta caer muerto defendiendo
la propiedad de su bienhechor. Pero allí estaba Julito, ese niño en el cual
concentraba todo el amor de que era todavía capaz su corazón marchito por los
desencantos. Debía salvarle a todo trance.
Halló en ese instante toda su antigua serenidad,
su aplomo, su fuerza. Se proveyó de armas, ensilló el mejor caballo y sentando
en él a Julito em-prendió la fuga, a tiempo que en la claridad, que aumentaba
por momentos, aparecían los primeros guerreros de la horda salvaje.
Ocupádos en registrar el corral y con el afán de
saquear el rancho, no le vieron al principio; sólo le advirtieron cuanto estaba
a punto de desaparecer detrás de una loma. Inmediatamente se lanzaron en su
persecución.
Don Francisco tenía bastante ventaja y su caballo
era fuerte y brioso. Sin embargo, no se forjó ilusiones sobre lo que
significaba una carrera con esos jinetes.
Descargó su trabuco sobre los que le seguían de
cerca, matando e hiriendo a varios. Los demás se dispersaron, pero eso fue una
estratagema, pues luego, don Francisco vio que trataban de rodearlo. Sólo
haciendo un esfuerzo tremendo logró escapar a las dos puntas del semicírculo
fatal que ya amenazaban unirse y encerrarle.
Su intención era llegar a la estancia vecina,
distante dos leguas, espacio insignificante en circunstancias ordinarias, pero
que se vuelve enorme cuando la muerte viene cabalgando detrás del que debe recorrerla.
Y además, dos leguas a carrera tendida es mucho, aun para un buen caballo.
Los indios aumentaban continuamente en número.
El viejo los sentía ganar terreno y ola sus gritos desaforados. Cubría con su
cuerpo al niño espantado, resguardándolo.
Ya veía a lo lejos los grandes saucedales de la
estancia, cuando de pronto distinguió un numeroso grupo de hombres armados que
se desprendió de la sombra precipitándose al encuentro de los indios. Cuando
éstos se vieron tan inopinadamente atacados por una fuerza respetable, lanzaron
gritos de despecho y volvieron grupas.
Don Francisco llegó herido en la espalda. Al
término de su carrera estuvo a punto de desplomarse, pero con un esfuerzo
supremo de su voluntad, se mantuvo firme, hasta encontrarse en medio de los
peones de la estancia. Le quitaron de los brazos al niño ileso, al cual seguía
sujetando convulsiva-mente, y le bajaron con precaución. Conducido a la casa,
expiró poco después. Su último movimiento fue acariciar la cabeza de Julio.
Le enterraron en el campo. En una tablilla que
clavaron en la cruz escribieron el nombre del muerto, la fecha y las
circunstancias de su fallecimiento.
Alrededor de la tumba, la superstición empezó a
tejer sus leyendas. Se dijo que los indios temían la vista de la cruz; y el
hecho fue que jamás volvieron a aparecer por la región.
Los campos cambiaron de dueño; pero la cruz fue
siempre respetada y el nombre de don Francisco no ha sido olvidado.
IV
Habíamos escuchado en silencio la narración del
capataz. Sencilla como era, nos impresionó. Al emprender el galope, me volví
para mirar una vez más la cruz en el campo, dibujada vagamente a lo lejos entre
las brumas delicadas de la tarde, y bajo la cual descansaba el pobre, viejo que
dio a los paisanos sencillos y fuertes de la comarca, un sublime y. fecundo
ejemplo de abnegación.
Cuento argentino
1.062. Eflein (Ada Maria)
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