Translate

sábado, 22 de junio de 2013

La ultima fiesta

(En un aniversario nacional)

I

Salían de la escuela las niñas, grandes y chicas, morenas y rubias, vestidas con elegancia o sencillez, y vocingleras, azogadas, se desbandaban atropellán­dose, corriendo, saltando, gritando. Al ver esa deli­ciosa confusión multicolor, hubiérase dicho que las flores de un jardín habían tenido la ocurrencia de escaparse en ausencia del jardinero.
Entre las niñas del cuarto grado, bajó una rubia que por sí sola alborotaba tanto como diez de las otras juntas. Pasó entre los compa­ñeras mil travesuras, cambió grupos, onoellas s saludos alegres y al entregar su canasta a la criada, ordenó:
-Vamos a casa de Enriqueta.

II

Enriqueta había sido condiscípula de la rubia Celina.
Sus padres eran pobres; a pesar de lo cual las compañeras de clase hijas de familias pudientes cultivaban su amistad, pues era tan servicial y ama­ble, viva e inteligente, buena y modesta, que habría sido imposible no quererla conociéndola. Cuando se supo en el cuarto grado que Enriqueta estaba enfer­ma y ya no volvería a la escuela, todas lo sintieron vivamente. Celina lo lamentó más que ninguna, porque sentábase al lado de Enriqueta y ésta solía ayudarle cuando el problema de aritmética "no salía", o faltábale pluma, lápiz o papel.
Desde entonces, Cetina pasaba casi todos los días a informarse de la salud de su amiga. Estas visitas eran la única alegría de la pobre enfermita. Las con­versaciones de las dos niñas versaban siempre sobre las clases: si la maestra estaba restablecida, si a Jua­nita le habían impuesto nuevas penitencias; si estuvo bien el ejercicio de gramática que hicieran juntas; si Anita llevaba por fin el vestido nuevo anunciado desde hacía tanto tiempo, y si era la mitad por lo menos tan lindo como había asegurado; y otros detalles de esos que tienen tanta importancia a los once o doce años.

III

Aquella tarde Celina encontró a Enriqueta en cama y no pudo dejar de notar la palidez de su rostro y los círculos negros que rodeaban sus ojos.
-¿Te sientes mal? -le preguntó.
-No he dormido anoche -repuso Enriqueta. 
-Tuve mucha fiebre y esta mañana vino el médico.
-¿Y qué dijo?
-Lo de siempre: que me cuide y coma mucho para reponerme pronto y poder jugar con las chicas. Pero yo no tengo ganas de comer y me siento tan cansada que no lo puedes imaginar.
La rubia calló, perpleja como todos los niños felices en presencia de la desgracia.
-Ahora vas a mejorar -díjole al cabo de una pausa, y para cambiar de conversación, continuó:
- El jueves es 25 de Mayo.
-¡Ah, sí! 25 de Mayo -repitió Enriqueta triste­mente. 
-¡Y cómo me gustaría ver el desfile!
-¿Y por qué no vas?
-Por que no puedo estar tanto tiempo parada en la calle. ¡Cómo me gusta ver a los soldados! El año pasado ya estaba enferma y no pude salir.
Celina la miró compasivamente. De pronto tuvo una idea generosa.
-¿Sabes? Nosotros muchas veces, cuando no queremos ir a ver el desfile desde algún balcón, tomamos el coche y lo hacemos parar en una boca­calle, de donde se ven bien las tropas. Si quieres, le pido a papá que nos lleve.
Celina esperaba, naturalmente, una acogida entu­siasta a su idea; pero permaneció atónita ante el efecto que produjo.
Enriqueta mudó de color; de pálida que estaba se volvió encarnada y otra vez blanca. Sus ojos se fija­ron en Celina con la mirada de quien no se atreve a creer en una felicidad grande e inesperada. En pocos segundos, su semblante cambió diez veces de expre­sión, reflejando claramente las ideas y dudas que se cruzaban en su cabecita, y por último, las resumió todas en esta pregunta:
-¿De veras?
-Sí, de veras -aseguró Celina, muy satisfecha. -Después, si quieres iremos a Palermo -continuó, admirándose en secreto, al ver el júbilo de Enri­queta, de cómo podía entusiasmarse por cosas que a ella ya la tenían cansada. Luego recordó que su amiga era pobre, y se sintió muy importante en su papel de protectora.
La pequeña enferma hizo proyectos para el día de la fiesta. Lo principal era el vestido: ¿serviría el blanco del año pasado, con la franja celeste? Quedaría corto, seguramente; pero su mamá podría alargarlo sin dificultad. De todos modos, sería bueno probarlo. Todo esto salía en un aliento, sin pausas, como agua de arroyuelo desbordado. Enriqueta consideró indispensable probarse al punto el vestido. A duras penas su madre, que había escuchado encantada, pudo convencerla de que si se levantaba, estaría enferma para el 25 de Mayo. Solamente así se conformó la pequeña, transportada al séptimo cielo de la felicidad, con la perspectiva de ir a ver el desfile.

IV

La semana pasó entre proyectos y anticipaciones de fiesta. Enriqueta se levantó al otro día de la visita de Celina. El médico la halló muy atareada, desco­siendo el dobladillo del vestido blanco. Parecía encontrarse muy bien; estaba animada y tenía colo­res en las mejillas; pero quien hubiera observado al doctor, habría notado en su ojos una expresión de ternura y compasión.
En cuanto a Celina, se sentía tan satisfecha con la alegría de su amiguita, que ella misma se entusiasmó.
Así llegó el 22 de Mayo.
Cuando Celina volvió de la escuela ese día le entregaron un sobre rosado, con cantos dorados. En elegante cartulina, Mercedes Silvano la invitaba a presenciar el desfile desde los balcones de su casa de la calle Florida, con un grupo de amiguitas.
Celina dio un salto de alegría y entró como un torbellino en la pieza donde estaba su mamá.
-¡Mamá! ¿Has visto la invitación?
La señora leyó la tarjeta y miró a su hijita.
-¿Y Enriqueta? -preguntó gravemente.
La cara risueña de Celina se demudó de pronto. Había olvidado por completo a Enriqueta.
-Has prometido a esa niña llevarla en coche a ver la parada. La pobrecita estaba tan contenta: ahora ¿no quieres cumplir?
-Sí... bueno... pero... -murmuró Celina, doblando y desdoblando un pedazo de cinta, sin levantar los ojos y con una pequeña arruga entre las ejas que la hacía parecer mucho menos bonita.
Su madre no dijo nada.
-Todas las niñas van a estar allí -prosiguió Celina.
-Entonces lleva a Enriqueta contigo.
-¡Mamá! ¿Qué dirían si voy con esa chica que no es amiga de ellas?
-Celina, ¿no tienes vengüenza?
La rubia bajó la cabeza.
-Podría llevarla a pasear otro día.
-Enriqueta quiere ver el desfile.
-Pero siempre lo puede ver: el 9 de Julio hay otra vez parada.
-Mi hijita, tu amiga está enferma: quién sabe... -la señora se corrigió: si podrá salir el 9 de Julio.
Celina miró a su madre, sorprendida e impresio­nada por su tono grave. Algo en esas plabras la asustó. Sin embargo, la tentación era demasiado grande.
-Entonces ¿qué hago? -preguntó medio lloran­do.
-Lo que quieras.
-Bueno, pero ¿qué te parece a ti?
-Has como quieras -repitió su madre.
Celina se retiró de muy mal humor. ¿Renunciar a la fiesta? Era demasiado pedir. Y si llevaba a Enri­queta ¿qué cara pondrían sus amigas elegantes y ricas?
¡Bah! El 9 de Julio vendría pronto y entonces cumpliría su palabra.

V

El día 23, Celina no se animó a ir a ver a Enri­queta. El 24, como de costumbre, hubo fiesta en la escuela. Celina, fue, pero no se divirtió mucho y volvió a casa callada y mohina. Su madre la obser­vaba: quería que su hijita resolviese por sí sola la dificultad, y ansiaba conocer lo que le dictaría a la' niña mimada su corazoncillo bueno, aunque un poco egoísta.
-¿Y? ¿Qué hacemos mañana? -interrogó el padre en la mesa.
-Yo voy a ver la parada -gritó Alberto, el hermanito de Celina.
-¿Y tú, Celina?
-Yo... estoy invitada a casa de Mercedes -con­testó la niña, muy atareada en mondar una naranja. Su padre advirtió la turbación.
-¿No ibas a llevar a esa amiguita enferma a ver el desfile? -preguntó, recordando una conversación de algunos días antes.
Celina se puso encarnada y no contestó. Sus padres cambiaron una mirada de inteligencia y no la interrogaron más.
Cuando Celina se despidió para ir a la cama aque­lla noche, su madre conoció, por su carita preocu­pada y tímida, que tenía algo que decirle. No se había equivocado. Avergonzada y confusa, en voz muy baja, Celina anunció su propósito de llevar a Enriqueta a casa de Mercedes.
-Pero -añadió- ¿qué dirá la señora?
La madre, feliz porque su hija había dominado su egoísmo, quiso aliviarla de la inquietud y le prome­tió hablar con la mamá de Mercedes.
Aquella noche, Celina se durmió contenta.

VI

Enriqueta se inquietó un poco al ver que su amiga no venía ni el día 23 ni el siguiente: mas se tranqui­lizó pensando que Celina estaría ocupada, y al fin y al cabo, lo principal era que no faltase el 25.
El día patrio llegó, templado, radiante, sin nubes, como un último saludo del suave otoño.
Enriqueta estaba vestida desde la mañana. Se había negado resuelta-mente a ponerse otro vestido que no fuera el blanco, y su madre, demasiado con­tenta al verla tan animada y feliz, le hizo el gusto.
Celina había prometido venir a las doce y media.
A las doce próximamente, Enriqueta se hallaba asomada a la ventana, cuando acertó a pasar una condiscípula, y se paró un momento a conversar.
-¿Tan paqueta, che? ¿Vas a ver el desfile?
-Sí, me viene a buscar Celina -repuso Enri­queta con un poco de orgullo.
-¿Celina? ¿Estás segura?
-Me lo ha prometido.
-¡Si Celina está invitada a ver el desfile desde los balcones de Mercedes Silvano!
Enriqueta quiso iesponder; pero le faltó la voz. Parecíale que le hubieran dado un golpe en la cabeza. Se puso tan pálida que su amiga se asustó.
-Entonces... entonces ¿crees que Celina no viene?
-Puede ser que venga -se corrigió la niña, intranquila ante el semblante demudado de Enri­queta. 
-Sí, ha de venir. Bueno, adiós, que te diviertas -y echó andar tras de los suyos.
Enriqueta se apartó de la ventana; le parecía que ya no había sol en el cielo.
-¿Qué tienes, Enriqueta? -preguntaron sus padres, alarmados al verla entrar tan triste. -¿Qué te ha sucedido?
La chica no contestó; sólo dos gruesas lágrimas asomaron a sus ojos y corrieron lentamente por sus mejillas.
Después de muchas instancias, los padres supieron por fin la causa de su aflicción. Trataron por todos los medios de consolarla. Como el padre había cobrado algún dinero el día anterior, alquilarían un coche. No por antojo de Celina se quedaría Enrique­ta sin ver el desfile. Por la noche irían a ver la iluminación, y después una sección en el teatro. Sería un verdadero día de fiesta.
Enriqueta oía y movía la cabeza. No, no sería lo mismo. La alegría había desaparecido; y mientras sus padres censuraban amargamente a la niña que con tanta ligereza prometía sin pensar en cumplir, Enriqueta fue a quitarse su lindo vestido blanco con faja celeste, que no le causaba ya ningún placer.
Eran las doce y media; Celina estaría ya en camino a casa de su amiga. ¡Cómo se divertiría! Era natural que prefiriese la compañía de las niñas ricas a la de ella. Ahora comprendía por qué había faltado los últimos días.
Pasaban coches y tranvías llenos de gente; un escuadrón de caballería cruzó al trote. Enriqueta ni aun se asomó para verlo. Todo le era indiferente.
Pero ahora, ¿qué era eso? Cascabeles y cadenillas de plata, cascos pesados de caballos de raza; un coche que llegaba velozmente y se detenía ante la puerta. En seguida, una voz alegre de niña que gri­taba:
-¡Enriqueta! ¡Vamos!
Era Celina que venía a buscarla.
Como en sueños, Enriqueta se dejó vestir de nuevo, y sin saber bien cómo, se halló en el coche con Celina y su mamá.
Mientras trataba de convencerse de que no estaba soñando, su amiga le explicó a donde iban.
La transición de la tristeza a la felicidad fue tan repentina como había sido el desencanto. Enri­queta tuvo una verdadera explosión de júbilo que contagió a Celina e hizo sonreír a la señora.
Cuando llegaron, todas las invitadas estaban ya reunidas. La dueña de casa les había hablado de Enriqueta, suplicándoles que se mostrasen amables con la pequeña enferma.
Las niñas lo hicieron a tal punto, que Enriqueta se halló inmediatamente a sus anchas y también Celina se vio libre de su secreta inquietud.
A lo lejos se oían ya las músicas militares.
-¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!
Al momento los balcones se llenaron de chiqui­llas graciosas y veinte pares de ojos chispeantes se fijaron en las tropas.
Enriqueta, feliz a más no poder, feliz sin deseos, no se sentía débil ni enferma, no la atormentaban los dolores del pecho y había olvidado por completo el mal rato pasado. Gozaba intensamente con el cuadro animado que se desarrollaba antes sus ojos. Ya se acercaba la infantería. ¡Cuán derechos mar­chaban los soldados, cómo brillaban las armas, cómo agitaba el viento los jirones de la vieja bandera glo­riosa! Al sonido vibrante de los clarines y al redoble grave de los tambores se mezclaban las exclama­ciones de la multitud y el sordo rodar de los caño­nes. Y ahora, la caballería, el encanto de Enriqueta: coraceros con armas resplandecientes, granaderos con uniformes históricos; lanzas erguidas, banderolas que flotaban al viento, hermosos caballos que se encabritaban bajo la mano fuerte de los jinetes. ¡ Y el ruido, el movimiento, el brillo, el sol y la gente! En esa grata hora olvidó la tristeza que tan bien conocía, a pesar de sus pocos años.
Pasado el desfile, las niñas se reunieron alrededor de una mesa y el comedor se transformó entonces en una enorme pajarera. Cada cual charlaba, reía y grita­ba por su cuenta, y entre todas se distinguía la voce­cita fina y aflautada de Enriqueta, quien con su gracia e ingenio divertía mucho a las otras.
Como era temprano y el día hermoso, la madre de Célina propuso llevarlas a Palermo.
La enfermita no cabía en sí de gozo. Su alegría se comunicaba a las demás; era el centro del grupo.
Así pasó ese día de luz y llegó el momento en que el coche volvió a detenerse ante la casa de Enriqueta. Los padres acudieron para recibir a su hijita y dar las gracias a Celina y a su madre.
-¡Adiós! -gritaron las niñas.
-Hasta mañana -agregó Celina.
-Hasta mañana -repuso Enriqueta, respon­diendo a los saludos que desde lejos le hacían las muchachas.
Encantados, todos escucharon en la humilde casa los detalles de la fiesta, cobrando nuevas espe­ranzas al verla tan animada y alegre.
-¡Qué lindo día! -murmuró Enriqueta, ya en medio de sueños, cuando al fin, cansada y feliz, se halló en cama. Y se durmió.

VII

Al día siguiente, antes de ir a la escuela, Celina hizo una escapada para ver cómo estaba su amiga y le extrañó notar grupos de personas que hablaban en voz baja delante de la casa.
Al reparar en Celina, a la cual todos conocían, consultáronse. Una mujer se adelantó hacia ella y le dijo:
-Mejor es que no entre, niña.
-¿Por qué? -preguntó Celina asombrada.
-Porque... -la mujer evidentemente no sabía cómo expresarse. Celina creyó oír gritos en la casa.
-¿Qué hay? -exclamó, presa de un vago temor.
-Enriqueta ha muerto -prorrumpió la vecina.
Celina entreabrió los labios y fijó sus ojos espan­tados en la mujer. Sintió frío en todo el cuerpo: por un momento no pudo pensar. Luego, junto con un dolor intenso, le vino como un relámpago este pensamiento:
-¡Si no hubiese cumplido ayer!

Cuento argentino

1.062. Eflein (Ada Maria)

No hay comentarios:

Publicar un comentario