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sábado, 22 de junio de 2013

La huerfanita

(1871: Cuando la fiebre amarilla flagelaba a Buenos Aires)

I

La gente salía de oir misa en la catedral de Buenos Aires. En el atrio, numerosos pordioseros, ciegos, paralíticos o mutilados, exhibían su miseria real o fingida, tratando de excitar la compasión del público.
Una niñita de diez años apenas se escurrió por ese extraño grupo y tendió tímidamente la mano a un señor; pero en el momento, fue echada a un lado por un violento empellón. Una vieja harapienta, al ver a la intrusa entre los mendigos que tenían allí su puesto fijo, había olvidado su pretendida parálisis para empujar rudamente a la chica, la que se retiró ocultándose detrás de uno de los pilares.
Nadie se fijó en la pequeñuela pálida, de labios amoratados, grandes ojos de mirar tímido y supli­cante, que imploraba caridad. Cuanto el atrio quedó desocupado, la chica dirigió a su alrededor una mirada de desconsuelo y echó a andar lentamente sin rumbo fijo. Hacía frío y la atormentaba el hambre. ¿A dónde ir? ¿Dónde hallar qué comer, dónde calentarse? ¿No habría nadie que se compadeciera de una pobre huerfanita?

II

Anita, así se llamaba esa pobrecilla, había perdido a su padre siendo aún muy pequeña. Mientras vivió su madre, jamás le faltó nada, aunque ésta fue una lavandera que con rudo trabajo ganó su pan. Muerta ella también, Anita quedó sola en el mundo, completamente sola.
Como no tenía dinero para seguir pagando el alquiler del cuartito, el dueño de casa, hombre sin corazón, la echó a la calle. Una vecina caritativa, que asistió a la madre de Anita en sus últimos momentos, la tuvo consigo un día o dos; pero lo que ganaba apenas le alcanzaba para sus propios hijos y a pesar de su buena voluntad no pudo hacerse cargo de la chica. Le dio un pedazo de pan y una naranja, aconsejándole que fuese a pedir limosna.
Anita pasó el día en la calle, sin poder resolverse a seguir el consejo. Por la noche se acurrucó en un atrio, temblando de frío y de miedo, hasta que el sueño la venció. Al otro día, domingo, aterida y acosada por el hambre, se atrevió a mendigar con el triste resultado que ya vimos.
Todos tenían dinero para divertirse, para pasar un día alegre; pero a nadie le sobraba un real para darlo a la pobrecilla. Esta no se animaba a insistir, y en cuanto a llamar a las puertas, ni se le ocurrió una idea tan audaz. Continuó vagando hasta que, vencida por la debilidad, se dejó caer en un umbral, trató de cubrirse los pies con su vestidito corto, y cruzó los brazos para almacenar el poco calor que conservaba aún su cuerpo.
El breve día de invierno, helado y claro, tocaba a su fin. Al oeste el cielo ardía en llamaradas áureas. Poco a poco, ese resplandor amarillo se tornó escarlata, luego carmesí, luego púrpura sombrío, y éste, color de sangre, cruzado por una sola nube negra, larga y horizontal como una barra, duró hasta que el crepúsculo se esfumó en la noche. Las calles iban quedando en silencio; las tiendas cerradas contribuían a disminuir el escaso movi­miento que en aquella época -1865- solía ofrecer de noche la ciudad de Buenos Aires.
Anita ni siquiera tenía, como la niña del cuento de Andersen, una caja de cerillas para encender y contemplar a su luz maravillas esplendorosas: no vio salas resplandecientes, ni árboles de Navidad, ni ángeles que le sonrieran y la llamaran. Sólo dis­tinguió la calle oscura, desierta y fría; sólo sintió las rachas del viento pampero y las punzadas del hambre. De pronto la acometió una abrumadora sensación de abandono y de miseria, y un deseo tan desenfrenado de estar con su madre que, loca de desesperación, rompió a llorar en gemidos débiles, apagados, y por lo mismo, más conmovedores que si hubiesen sido lamentos o gritos.

III

Pasos pesados se acercaron y se detuvieron junto a Anita. Una voz de hombre le habló:
-¿Qué estás haciendo ahí, chica?
La pequeñuela alzó los ojos y reconoció a un agente de policía. Como para todos los niños, un vigilante era para ella un ser terrible, dotado de poderes misteriosos. Al verse, pues, presa de uno de ellos, dio un grito y trató de escapar.
-¿Por qué no vas a tu casa? -preguntó el vigi­lante; y como no contestara, añadió: 
-¿Dónde vives?
No obtuvo respuesta. Tomóla entonces del brazo y echó a andar con ella.
-Vamos a la comisaría -dijo.
Al oír la palabra "comisaría" que en su cabecita se asociaba a mil ideas fantásticas y espantosas, pro­rrumpió en gritos agudos y resistió con todo el resto de sus débiles fuerzas.
En el instante, un jinete se detuvo junto a la pareja. El agente reconoció a un superior y saludó.
-¿A quién lleva usted ahí? -preguntó éste.
-A una chica que estaba sentada en un umbral, señor comisario. Parece que no sabe dónde vive.
El comisario saltó del caballo.
-Vamos a ver, chica. 
-Tomó a Anita de la mano y poniéndole el índice bajo la barbilla, alzóle la carita inundada de lágrimas. 
-Dinos dónde vives para poder llevarte a casa.
Anita abrió mucho los ojos y miró al caballero que se inclinaba hacia ella y le hablaba con tanta dulzura.
-¿Será que no tienes casa? -continuó aquél. 
-¿No tienes padres?
Al oír estas palabras bondadosas, la pequeña volvió a acordarse de su miseria y del gran contraste que formaba su vida presente con la que había llevado hasta hacía poco, y echó a llorar otra vez amargamente.
El comisario, en su larga práctica como empleado de policía, había adquirido un golpe de vista casi infalible y animábale una profunda piedad por los desgraciados que a diario cruzaban su camino. En el Semblante pálido y los ojos llorosos de la chiquilla, leyó toda una historia de padecimientos. El mismo había sufrido mucho; la muerte, al arrebatarle una esposa querida y dos niños, dejóle su hogar soli­tario y triste. ¿Si llevara consigo a esta criatura abandonada?
-¡Pobrecita! -dijo. 
-¿Quieres venir conmigo?
Anita le miró y con el instinto infalible del niño conoció que ese hombre era un amigo. No opuso resistencia cuando el comisario la alzó sobre su caballo y le envolvió en su capote.
Creía soñar. Sí: debía ser un sueño todo cuanto le estaba sucediendo. Se sentía tan confortada al abrigo del manto caliente, sostenida por un brazo fuerte y mecida, por el galope del caballo. Ahora le darían comida y ropa y no la llevarían a la comisaría.

IV

Anita llegó dormida en brazos de su protector, y despertó en una pieza bien iluminada y caliente. El comisario llamó en voz alta:
-¡Doña Paula!
Entró una mujer gruesa, de aire gruñón y resuelto. Al reparar en Anita, se detuvo asombrada:
-¿Y ésa? -preguntó.
-Es una pequeñuela recogida en la calle -repu­so el comisario. 
-Un vigilante iba a llevarla a la comisaría; a mí me dio lástima y resolví traerla. Hágame el servicio de darle algo de comer.
-¡Dios nos ampare! -exclamó el ama de llaves. 
-¿Quiere decirme para qué necesita usted esta criatura vagabunda?
-Es huérfana. Está sola en el mundo. No tiene quién mire por ella.
-¿Y usted lo cree? ¡Qué cándido es! Estos chicos están enseñados a fingir miseria e inspirar compasión, para que los lleven a las casas. Después roban cuanto pueden. Lo que usted debe hacer es dejarla donde la encontró.
El comisario puso la mano en la cabeza de Anita.
-Vea, doña Paula, -dijo tranquilamente, he traído esta niña porque he sentido compasión, y porque así me ha parecido bien. Yo sé que usted no es tan mala como quisiera aparentar y que, al contra­rio, tiene muy buen corazón. Me hará usted el favor de dar de comer a la chiquilla y prepararle una cama ¿no?
-¡Oh, bueno, bueno! -rezongó doña Paula, que realmente no era mala y además parecía hallar muy persuasivo el "¿no?" pronunciado en tono particular con que el amo había terminado su frase. Salió, y al cabo de un rato Anita pudo por fin saciar su hambre. El comisario y el ama observáronla mientras comía.
-¿Desde cuándo no has comido? -preguntó aquél.
-Desde ayer por la tarde.
Esta vez doña Paula no dijo: "No lo crea", pues ya estaba convencida de que la chica decía la verdad.
Después de haber comido, Anita sintió sueño, el sueño de la infancia, irresistible, pesado. Puso los brazos en la mesa, la cabecita encima y se quedó dormida.
El comisario mismo la llevó a la cama; doña Paula la acostó y ambos se detuvieron algunos instantes al lado del lecho para contemplarla. Anita, al sentir en sueño el contacto de las sábanas suaves y de las frazadas calientes, se arrolló deliciosamente en la cama como un ovillito: sólo se veían los rulos negros y desgreñados esparcidos en la almohada blanca.
El comisario salió de la pieza sin hacer ruido y partió de nuevo en cumplimiento de su deber.

V

Al otro día interrogó a Anita, tomó informes en la casa donde había vivido y comprobó que cuanto había dicho era verdad.
Anita temblaba ante la idea de que pudieran volver a echarla a la calle, mas no fue cuestión de hacerlo. Cobróle gran cariño el comisario señor Ruiz, y ella a su vez le miró como a un padre.
Al cabo de poco tiempo hubiera sido imposible reconocer a la pequeña vagabunda, transformada en una niñita linda y bien vestida, cuyos rizos negros y sedosos caían alrededor de una cara redonda de mejillas rosadas y ojos llenos de brillo y alegría. Iba a la escuela, y al regresar, terminados sus debe­res, ayudaba a doña Paula en los quehaceres domés­ticos, llenando la casa con sus charlas y risas. Cuando el comisario llegaba cansado de sus tareas, veía en lugar de la cara malhumorada del ama, una chicuela alegre que salía a su encuentro, se colgaba de su cuelló y le cubría de besos llamándole papá; le quitaba el sombrero, le arrimaba el sillón favorito y se encaramaba en sus rodillas para referirle las importantes novedades ocurridas en casa y en la escuela. Había flores en la mesa, bonitas labores por todos lados y esos mil detalles que revelan la presencia de una niña hacendosa. La misma doña Paula, de genio agrio y acostumbrada a hallarlo todo mal, venció poco a poco su aversión hacia la peque­ña, servicial, obediente y buena, y le cobró afecto.

VI

Hace unos treinta años, la ciudad de Buenos Aires no era la gran metrópoli de hoy. Un escritor argen­tino la llamó "gran aldea", y no sin razón. Carecía de obras de salubridad y aguas corrientes. Se bebía agua de pozo o de aljibe, y las casas donde no existía ni uno ni otro eran surtidas por los aguadores que re­corrían las calles con sus carros anunciándose a son de campana. Esta agua barrosa del río no era filtrada. En el pavimento muy defectuoso, cuando llovía se formaban pantanos que viciaban el aire con sus emanaciones pestíferas.
Nadie se preocupaba de todo eso. Las ciencias no estaban tan adelan-tadas como hoy y a ninguno se le ocurría que era malsano beber agua impura y tener pantanos en las calles. Los hospitales, escasos en número, se hallaban sin recursos; la higiene pública estaba descuidada y nadie pensaba en el peligro de una epidemia. Buenos Aires descansaba apenas de la larga serie de revoluciones y guerras civiles que durante tantos años la convulsionaron, y no había tenido tiempo aun para preocuparse de su aseo y administración interna.
Un día de otoño de 1871, cundió por la ciudad un rumor terrible: había una peste en Buenos Aires. Nadie sabía a punto fijo lo que tenía de cierto esa noticia ni de qué mal se trataba.
Pronto esos rumores tomaron consistencia y lo incierto y dudoso se convirtió en realidad.
-¡Fiebre amarilla! ¡Fiebre amarilla! -se repetía por todos lados. 
-Es una enfermedad terrible; nadie se salva. El que la contrae está perdido sin remedio.
La fiebre se propagó por Buenos Aires, invadió palacios y ranchos, quintas y conventos. Los que pudieron, huyeron al campo; los demás esperaron atemorizados que les tocara el flagelo. Murieron familias enteras. El espanto fue tan grande que a menudo todos abandonaban la casa donde había un enfermo, dejándole morir solo, en medio de atroces sufrimientos. Los hospitales estaban repletos; los médicos se desvivían en el cumplimiento de su deber.
Durante las primeras semanas nadie sintió su salud alterada en casa del señor Ruiz; pero una tarde éste llegó pálido, sacudido por escalofríos y con una extraña sensación de debilidad en todos sus miem­bros. Había contraído la fiebre.
Cuando lo supo doña Paula, perdió la cabeza de tal manera que olvido todos los beneficios que debía a su amo, y no quiso permanecer en la casa ni un minuto más.
-Ven conmigo -aconsejó a Anita. 
-De todos modos, de nada puedes servir al patrón, porque de la fiebre nadie sana.
-No es cierto -objetó Anita, tratando en vano de hacerla quedar.
-¡Cómo no! Eres una loca en no venirte conmi­go. El peón también se va. ¿Acaso quieres quedarte aquí para morir de fiebre?
-No me voy -declaró Anita con firmeza. 
-Yo me quedo con papá.
-Bueno, bueno, como quieras, hijita. Ojalá no tengas que pagar caro tu capricho. Que se mejore el patrón.
-Trate, por favor, de enviarme un médico.
-¿Médico? ¿Y dónde encontraré uno? Pero, vaya, haré lo posible.
Diciendo esto, doña Paula, enceguecida por el egoísmo de la vida y el terror a la muerte, recogió su atado de ropa y se marchó de prisa.
Anita, que ya no era una chiquilla sino una linda jovencita, volvió al lado del enfermo, le dio de beber, pues se quejaba de sed insufrible, y le aplicó todos los remedios recomendados contra el mal. La noche vino a aumentar su aflicción; la enfermedad se agravaba por momentos y el médico no llegaba; sin embargo, era necesario que viniera con urgencia. En la vecindad vivía el doctor Pérez, uno de los que con más abnegación atendía a los atacados de fiebre. ¿Iría a llamarlo? Anita no reflexionó en la poca probabilidad que tenía de,hallarlo en casa, pensó sólo en que su bienhechor moriría si no era socorrido, y dejando a su lado todo cuanto pudiera necesitar, salió a la calle.
-El doctor acaba de llegar rendido -díjole el criado que la atendió. 
-Quiere descansar un poco.
-¡Oh! Pero tiene que venir, mi papá se está muriendo.
-No me atrevo a llamarlo. Ha venido casi desma­yado de fatiga.
-¡Llámelo, por piedad! No es lejos, es aquí a la vuelta. No tardará mucho. Vaya, por favor, mi papá se muere.
-Pero le digo que tengo orden de no llamarlo -objetó conmovido ante la súplica de Anita. 
-Se lo va a perdonar... ¡es tan bueno el doctor! -insistió la niña. 
-Vaya, vaya -y le empujó suavemente para que fuera.
El criadó se dejó ablandar y se atrevió a despertar a su amo. Este, extenuado como estaba, no vaciló un instante a la voz del deber; se levantó y acompañó a Anita, quien con la sola presencia del médico creía ya salvado al señor Ruiz.
Hallaron a éste en un estado de postración tal, que parecía muerto. El doctor Pérez le prodigó sus cuidados y dio las indicaciones necesarias a Anita. Conocía a ésta por haberla atendido varias veces y sabía su historia.
-¿Usted va a cuidar al enfermo, Añita?
-Sí, señor.
-¿Tiene quien la ayude?
-No; estoy sola en la casa. Los demás se han ido.
-Y usted: ¿no tiene miedo a la fiebre?
-No he pensado todavía en eso.
-Usted es una niña valiente. No se va a enfermar.
Prometió volver a la madrugada y se retiró.
Pasaron tres días terribles para Anita, sola con el enfermo que, ya se revolcaba entre dolores espan­tosos, ya deliraba o yacía como exánime: con el fantasma de la muerte acechando a la cabecera de la cama, en medio de un silencio que sólo interrumpía el rodar de los carros fúnebres por la calzada. El médico iba todos los días, interesado por el enfermo y por la niña que aceptaba con tanta valentía el reto de la muerte y daba, en la ocasión, la prueba más elevada de su gratitud. No contrajo el mal, sea porque éste no pudiera hacer presa en su naturaleza joven y vigorosa, sea porque tuviera la firme convic­ción, hábilmente fortalecida por el médico, de que no se enfermaría.
Llegó una noche terrible. Cien veces Anita creyó que todo había concluido, y otras tantas reaccionó el enfermo. El doctor Pérez le había dicho que se acercaba la crisis final y que si se salvaba el comisa­rio, sería debido sólo a los cuidados que ella le prodigaba. Pero no parecía que fuera a sanar, pues a medida que avanzaba la noche, los accesos se repe­tían y se agravaban. De pronto, después de un ataque violentísimo, el enfermo cayó en las almo­hadas con los ojos cerrados y sin movimiento.
Anita se arrojó sobre él con un grito de desespe­ración y rompió a llorar desconsoladamente, llaman­do a su padre adoptivo e implorando que no la dejara sola.
Mas ¿qué sucedía? El comisario empezaba a moverse, respiraba. Abrió los ojos y su mirada clara y consciente se fijó en Anita. La reconoció por primera vez desde que se había enfermado, y una sonrisa vagó por sus labios. Luego, se durmió con el sueño profundo de la convalescencia.
En ese momento entró el médico, y después de tomar el pulso al enfermo, declaró:
-Se ha salvado.
Entonces Anita cayó de rodillas al lado de la cama y elevó sus plegarias al cielo.

Cuento argentino

1.062. Eflein (Ada Maria)


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