(1871: Cuando la fiebre amarilla flagelaba a Buenos Aires)
I
La gente salía de oir misa en la catedral de
Buenos Aires. En el atrio, numerosos pordioseros, ciegos, paralíticos o
mutilados, exhibían su miseria real o fingida, tratando de excitar la compasión
del público.
Una niñita de diez años apenas se escurrió por
ese extraño grupo y tendió tímidamente la mano a un señor; pero en el momento,
fue echada a un lado por un violento empellón. Una vieja harapienta, al ver a
la intrusa entre los mendigos que tenían allí su puesto fijo, había olvidado su
pretendida parálisis para empujar rudamente a la chica, la que se retiró
ocultándose detrás de uno de los pilares.
Nadie se fijó en la pequeñuela pálida, de labios
amoratados, grandes ojos de mirar tímido y suplicante, que imploraba caridad.
Cuanto el atrio quedó desocupado, la chica dirigió a su alrededor una mirada de
desconsuelo y echó a andar lentamente sin rumbo fijo. Hacía frío y la
atormentaba el hambre. ¿A dónde ir? ¿Dónde hallar qué comer, dónde calentarse?
¿No habría nadie que se compadeciera de una pobre huerfanita?
II
Anita, así se llamaba esa pobrecilla, había
perdido a su padre siendo aún muy pequeña. Mientras vivió su madre, jamás le
faltó nada, aunque ésta fue una lavandera que con rudo trabajo ganó su pan.
Muerta ella también, Anita quedó sola en el mundo, completamente sola.
Como no tenía dinero para seguir pagando el
alquiler del cuartito, el dueño de casa, hombre sin corazón, la echó a la calle.
Una vecina caritativa, que asistió a la madre de Anita en sus últimos momentos,
la tuvo consigo un día o dos; pero lo que ganaba apenas le alcanzaba para sus
propios hijos y a pesar de su buena voluntad no pudo hacerse cargo de la chica.
Le dio un pedazo de pan y una naranja, aconsejándole que fuese a pedir limosna.
Anita pasó el día en la calle, sin poder
resolverse a seguir el consejo. Por la noche se acurrucó en un atrio, temblando
de frío y de miedo, hasta que el sueño la venció. Al otro día, domingo, aterida
y acosada por el hambre, se atrevió a mendigar con el triste resultado que ya
vimos.
Todos tenían dinero para divertirse, para pasar
un día alegre; pero a nadie le sobraba un real para darlo a la pobrecilla. Esta
no se animaba a insistir, y en cuanto a llamar a las puertas, ni se le ocurrió
una idea tan audaz. Continuó vagando hasta que, vencida por la debilidad, se
dejó caer en un umbral, trató de cubrirse los pies con su vestidito corto, y
cruzó los brazos para almacenar el poco calor que conservaba aún su cuerpo.
El breve día de invierno, helado y claro, tocaba
a su fin. Al oeste el cielo ardía en llamaradas áureas. Poco a poco, ese
resplandor amarillo se tornó escarlata, luego carmesí, luego púrpura sombrío, y
éste, color de sangre, cruzado por una sola nube negra, larga y horizontal como
una barra, duró hasta que el crepúsculo se esfumó en la noche. Las calles iban
quedando en silencio; las tiendas cerradas contribuían a disminuir el escaso
movimiento que en aquella época -1865- solía ofrecer de noche la ciudad de
Buenos Aires.
Anita ni siquiera tenía, como la niña del cuento
de Andersen, una caja de cerillas para encender y contemplar a su luz
maravillas esplendorosas: no vio salas resplandecientes, ni árboles de Navidad,
ni ángeles que le sonrieran y la llamaran. Sólo distinguió la calle oscura,
desierta y fría; sólo sintió las rachas del viento pampero y las punzadas del
hambre. De pronto la acometió una abrumadora sensación de abandono y de
miseria, y un deseo tan desenfrenado de estar con su madre que, loca de
desesperación, rompió a llorar en gemidos débiles, apagados, y por lo mismo,
más conmovedores que si hubiesen sido lamentos o gritos.
III
Pasos pesados se acercaron y se detuvieron junto
a Anita. Una voz de hombre le habló:
-¿Qué estás haciendo ahí, chica?
La pequeñuela alzó los ojos y reconoció a un
agente de policía. Como para todos los niños, un vigilante era para ella un ser
terrible, dotado de poderes misteriosos. Al verse, pues, presa de uno de ellos,
dio un grito y trató de escapar.
-¿Por qué no vas a tu casa? -preguntó el vigilante;
y como no contestara, añadió:
-¿Dónde vives?
No obtuvo respuesta. Tomóla entonces del brazo y
echó a andar con ella.
-Vamos a la comisaría -dijo.
Al oír la palabra "comisaría" que en su
cabecita se asociaba a mil ideas fantásticas y espantosas, prorrumpió en
gritos agudos y resistió con todo el resto de sus débiles fuerzas.
En el instante, un jinete se detuvo junto a la
pareja. El agente reconoció a un superior y saludó.
-¿A quién lleva usted ahí? -preguntó éste.
-A una chica que estaba sentada en un umbral,
señor comisario. Parece que no sabe dónde vive.
El comisario saltó del caballo.
-Vamos a ver, chica.
-Tomó a Anita de la mano y
poniéndole el índice bajo la barbilla, alzóle la carita inundada de lágrimas.
-Dinos
dónde vives para poder llevarte a casa.
Anita abrió mucho los ojos y miró al caballero
que se inclinaba hacia ella y le hablaba con tanta dulzura.
-¿Será que no tienes casa? -continuó aquél.
-¿No
tienes padres?
Al oír estas palabras bondadosas, la pequeña
volvió a acordarse de su miseria y del gran contraste que formaba su vida
presente con la que había llevado hasta hacía poco, y echó a llorar otra vez
amargamente.
El comisario, en su larga práctica como empleado
de policía, había adquirido un golpe de vista casi infalible y animábale una
profunda piedad por los desgraciados que a diario cruzaban su camino. En el
Semblante pálido y los ojos llorosos de la chiquilla, leyó toda una historia de
padecimientos. El mismo había sufrido mucho; la muerte, al arrebatarle una
esposa querida y dos niños, dejóle su hogar solitario y triste. ¿Si llevara
consigo a esta criatura abandonada?
-¡Pobrecita! -dijo.
-¿Quieres venir conmigo?
Anita le miró y con el instinto infalible del
niño conoció que ese hombre era un amigo. No opuso resistencia cuando el
comisario la alzó sobre su caballo y le envolvió en su capote.
Creía soñar. Sí: debía ser un sueño todo cuanto
le estaba sucediendo. Se sentía tan confortada al abrigo del manto caliente,
sostenida por un brazo fuerte y mecida, por el galope del caballo. Ahora le
darían comida y ropa y no la llevarían a la comisaría.
IV
Anita llegó dormida en brazos de su protector, y
despertó en una pieza bien iluminada y caliente. El comisario llamó en voz
alta:
-¡Doña Paula!
Entró una mujer gruesa, de aire gruñón y
resuelto. Al reparar en Anita, se detuvo asombrada:
-¿Y ésa? -preguntó.
-Es una pequeñuela recogida en la calle -repuso
el comisario.
-Un vigilante iba a llevarla a la comisaría; a mí me dio lástima
y resolví traerla. Hágame el servicio de darle algo de comer.
-¡Dios nos ampare! -exclamó el ama de llaves.
-¿Quiere decirme para qué necesita usted esta criatura vagabunda?
-Es huérfana. Está sola en el mundo. No tiene
quién mire por ella.
-¿Y usted lo cree? ¡Qué cándido es! Estos chicos
están enseñados a fingir miseria e inspirar compasión, para que los lleven a
las casas. Después roban cuanto pueden. Lo que usted debe hacer es dejarla
donde la encontró.
El comisario puso la mano en la cabeza de Anita.
-Vea, doña Paula, -dijo tranquilamente, he
traído esta niña porque he sentido compasión, y porque así me ha parecido bien.
Yo sé que usted no es tan mala como quisiera aparentar y que, al contrario,
tiene muy buen corazón. Me hará usted el favor de dar de comer a la chiquilla y
prepararle una cama ¿no?
-¡Oh, bueno, bueno! -rezongó doña Paula, que
realmente no era mala y además parecía hallar muy persuasivo el
"¿no?" pronunciado en tono particular con que el amo había terminado
su frase. Salió, y al cabo de un rato Anita pudo por fin saciar su hambre. El
comisario y el ama observáronla mientras comía.
-¿Desde cuándo no has comido? -preguntó aquél.
-Desde ayer por la tarde.
Esta vez doña Paula no dijo: "No lo
crea", pues ya estaba convencida de que la chica decía la verdad.
Después de haber comido, Anita sintió sueño, el
sueño de la infancia, irresistible, pesado. Puso los brazos en la mesa, la
cabecita encima y se quedó dormida.
El comisario mismo la llevó a la cama; doña Paula
la acostó y ambos se detuvieron algunos instantes al lado del lecho para
contemplarla. Anita, al sentir en sueño el contacto de las sábanas suaves y de
las frazadas calientes, se arrolló deliciosamente en la cama como un ovillito:
sólo se veían los rulos negros y desgreñados esparcidos en la almohada blanca.
El comisario salió de la pieza sin hacer ruido y partió
de nuevo en cumplimiento de su deber.
V
Al otro día interrogó a Anita, tomó informes en
la casa donde había vivido y comprobó que cuanto había dicho era verdad.
Anita temblaba ante la idea de que pudieran
volver a echarla a la calle, mas no fue cuestión de hacerlo. Cobróle gran
cariño el comisario señor Ruiz, y ella a su vez le miró como a un padre.
Al cabo de poco tiempo hubiera sido imposible
reconocer a la pequeña vagabunda, transformada en una niñita linda y bien
vestida, cuyos rizos negros y sedosos caían alrededor de una cara redonda de
mejillas rosadas y ojos llenos de brillo y alegría. Iba a la escuela, y al
regresar, terminados sus deberes, ayudaba a doña Paula en los quehaceres domésticos,
llenando la casa con sus charlas y risas. Cuando el comisario llegaba cansado
de sus tareas, veía en lugar de la cara malhumorada del ama, una chicuela
alegre que salía a su encuentro, se colgaba de su cuelló y le cubría de besos
llamándole papá; le quitaba el sombrero, le arrimaba el sillón favorito y se
encaramaba en sus rodillas para referirle las importantes novedades ocurridas
en casa y en la escuela. Había flores en la mesa, bonitas labores por todos
lados y esos mil detalles que revelan la presencia de una niña hacendosa. La
misma doña Paula, de genio agrio y acostumbrada a hallarlo todo mal, venció
poco a poco su aversión hacia la pequeña, servicial, obediente y buena, y le
cobró afecto.
VI
Hace unos treinta años, la ciudad de Buenos Aires
no era la gran metrópoli de hoy. Un escritor argentino la llamó "gran
aldea", y no sin razón. Carecía de obras de salubridad y aguas corrientes.
Se bebía agua de pozo o de aljibe, y las casas donde no existía ni uno ni otro
eran surtidas por los aguadores que recorrían las calles con sus carros
anunciándose a son de campana. Esta agua barrosa del río no era filtrada. En el
pavimento muy defectuoso, cuando llovía se formaban pantanos que viciaban el
aire con sus emanaciones pestíferas.
Nadie se preocupaba de todo eso. Las ciencias no
estaban tan adelan-tadas como hoy y a ninguno se le ocurría que era malsano
beber agua impura y tener pantanos en las calles. Los hospitales, escasos en
número, se hallaban sin recursos; la higiene pública estaba descuidada y nadie
pensaba en el peligro de una epidemia. Buenos Aires descansaba apenas de la
larga serie de revoluciones y guerras civiles que durante tantos años la
convulsionaron, y no había tenido tiempo aun para preocuparse de su aseo y
administración interna.
Un día de otoño de 1871, cundió por la ciudad un
rumor terrible: había una peste en Buenos Aires. Nadie sabía a punto fijo lo
que tenía de cierto esa noticia ni de qué mal se trataba.
Pronto esos rumores tomaron consistencia y lo
incierto y dudoso se convirtió en realidad.
-¡Fiebre amarilla! ¡Fiebre amarilla! -se repetía
por todos lados.
-Es una enfermedad terrible; nadie se salva. El que la contrae
está perdido sin remedio.
La fiebre se propagó por Buenos Aires, invadió
palacios y ranchos, quintas y conventos. Los que pudieron, huyeron al campo;
los demás esperaron atemorizados que les tocara el flagelo. Murieron familias
enteras. El espanto fue tan grande que a menudo todos abandonaban la casa donde
había un enfermo, dejándole morir solo, en medio de atroces sufrimientos. Los
hospitales estaban repletos; los médicos se desvivían en el cumplimiento de su
deber.
Durante las primeras semanas nadie sintió su
salud alterada en casa del señor Ruiz; pero una tarde éste llegó pálido,
sacudido por escalofríos y con una extraña sensación de debilidad en todos sus
miembros. Había contraído la fiebre.
Cuando lo supo doña Paula, perdió la cabeza de
tal manera que olvido todos los beneficios que debía a su amo, y no quiso
permanecer en la casa ni un minuto más.
-Ven conmigo -aconsejó a Anita.
-De todos modos,
de nada puedes servir al patrón, porque de la fiebre nadie sana.
-No es cierto -objetó Anita, tratando en vano de
hacerla quedar.
-¡Cómo no! Eres una loca en no venirte conmigo.
El peón también se va. ¿Acaso quieres quedarte aquí para morir de fiebre?
-No me voy -declaró Anita con firmeza.
-Yo me
quedo con papá.
-Bueno, bueno, como quieras, hijita. Ojalá no
tengas que pagar caro tu capricho. Que se mejore el patrón.
-Trate, por favor, de enviarme un médico.
-¿Médico? ¿Y dónde encontraré uno? Pero, vaya,
haré lo posible.
Diciendo esto, doña Paula, enceguecida por el
egoísmo de la vida y el terror a la muerte, recogió su atado de ropa y se
marchó de prisa.
Anita, que ya no era una chiquilla sino una linda
jovencita, volvió al lado del enfermo, le dio de beber, pues se quejaba de sed
insufrible, y le aplicó todos los remedios recomendados contra el mal. La noche
vino a aumentar su aflicción; la enfermedad se agravaba por momentos y el
médico no llegaba; sin embargo, era necesario que viniera con urgencia. En la
vecindad vivía el doctor Pérez, uno de los que con más abnegación atendía a los
atacados de fiebre. ¿Iría a llamarlo? Anita no reflexionó en la poca
probabilidad que tenía de,hallarlo en casa, pensó sólo en que su bienhechor
moriría si no era socorrido, y dejando a su lado todo cuanto pudiera necesitar,
salió a la calle.
-El doctor acaba de llegar rendido -díjole el
criado que la atendió.
-Quiere descansar un poco.
-¡Oh! Pero tiene que venir, mi papá se está muriendo.
-No me atrevo a llamarlo. Ha venido casi desmayado
de fatiga.
-¡Llámelo, por piedad! No es lejos, es aquí a la
vuelta. No tardará mucho. Vaya, por favor, mi papá se muere.
-Pero le digo que tengo orden de no llamarlo
-objetó conmovido ante la súplica de Anita.
-Se lo va a perdonar... ¡es tan
bueno el doctor! -insistió la niña.
-Vaya, vaya -y le empujó suavemente para
que fuera.
El criadó se dejó ablandar y se atrevió a
despertar a su amo. Este, extenuado como estaba, no vaciló un instante a la voz
del deber; se levantó y acompañó a Anita, quien con la sola presencia del
médico creía ya salvado al señor Ruiz.
Hallaron a éste en un estado de postración tal,
que parecía muerto. El doctor Pérez le prodigó sus cuidados y dio las
indicaciones necesarias a Anita. Conocía a ésta por haberla atendido varias
veces y sabía su historia.
-¿Usted va a cuidar al enfermo, Añita?
-Sí, señor.
-¿Tiene quien la ayude?
-No; estoy sola en la casa. Los demás se han ido.
-Y usted: ¿no tiene miedo a la fiebre?
-No he pensado todavía en eso.
-Usted es una niña valiente. No se va a enfermar.
Prometió volver a la madrugada y se retiró.
Pasaron tres días terribles para Anita, sola con
el enfermo que, ya se revolcaba entre dolores espantosos, ya deliraba o yacía
como exánime: con el fantasma de la muerte acechando a la cabecera de la cama,
en medio de un silencio que sólo interrumpía el rodar de los carros fúnebres
por la calzada. El médico iba todos los días, interesado por el enfermo y por
la niña que aceptaba con tanta valentía el reto de la muerte y daba, en la
ocasión, la prueba más elevada de su gratitud. No contrajo el mal, sea porque
éste no pudiera hacer presa en su naturaleza joven y vigorosa, sea porque
tuviera la firme convicción, hábilmente fortalecida por el médico, de que no
se enfermaría.
Llegó una noche terrible. Cien veces Anita creyó
que todo había concluido, y otras tantas reaccionó el enfermo. El doctor Pérez
le había dicho que se acercaba la crisis final y que si se salvaba el comisario,
sería debido sólo a los cuidados que ella le prodigaba. Pero no parecía que
fuera a sanar, pues a medida que avanzaba la noche, los accesos se repetían y
se agravaban. De pronto, después de un ataque violentísimo, el enfermo cayó en
las almohadas con los ojos cerrados y sin movimiento.
Anita se arrojó sobre él con un grito de desesperación
y rompió a llorar desconsoladamente, llamando a su padre adoptivo e implorando
que no la dejara sola.
Mas ¿qué sucedía? El comisario empezaba a
moverse, respiraba. Abrió los ojos y su mirada clara y consciente se fijó en
Anita. La reconoció por primera vez desde que se había enfermado, y una sonrisa
vagó por sus labios. Luego, se durmió con el sueño profundo de la
convalescencia.
En ese momento entró el médico, y después de
tomar el pulso al enfermo, declaró:
-Se ha salvado.
Entonces Anita cayó de rodillas al lado de la
cama y elevó sus plegarias al cielo.
Cuento argentino
1.062. Eflein (Ada Maria)
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