Ayer de mañana tropecé en la calle
con una muchacha delgada, de vestido un poco más largo que lo regular, y
bastante mona, a lo que me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con los ojos
hasta que dobló la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantón como
pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto es frecuente.
Tenía, sin embargo, aquella
figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan
franco desinterés respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada
vuelta está esperando que ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en
suma, que me encantó, bien que yo fuera el badulaque que la seguía en aquel
momento.
Aunque yo tenía qué hacer, la seguí
y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella cruzó y entró en
un zaguán de casa de altos.
La muchacha tenía un traje oscuro y
muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se
pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginación el cuerpo de una chica
muy bien calzada que va trepando una escalera. No sé si ella contaba los
escalones; pero juraría que no me equivoqué en un solo número y que llegamos
juntos a un tiempo al vestíbulo.
Dejé de verla, pues. Pero yo quería
deducir la condición de la chica del aspecto de la casa, y seguí adelante, por
la vereda opuesta.
Pues bien, en la pared de la misma
casa, y en una gran chapa de bronce, leí:
DOCTOR SWINDENBORG
FÍSICO DIETÉTICO
¡Físico dietético! Está bien. Era
lo menos que me podía pasar esa mañana. Seguir a una mona chica de traje azul
marino, efectuar a su lado una ideal ascensión de escalera, para concluir...
¡Físico dietético...! ¡Ah, no! ¡No
era ése mi lugar, por cierto! ¡Dietético! ¿Qué diablos tenía yo que hacer con
una muchacha anémica, hija o pensionista de un físico dietético? ¿A quién se
le puede ocurrir hilvanar, como una sábana, estos dos términos disparatados:
amor y dieta? No era todo eso una promesa de dicha, por cierto. ¡Dietético...!
¡No, por Dios! Si algo debe comer, y comer bien, es el amor. Amor y dieta...
¡No, con mil diablos!
Esto era ayer de mañana. Hoy las
cosas han cambiado. La he vuelto a encontrar, en la misma calle, y sea por la
belleza del día o por haber adivinado en mis ojos quién sabe qué religiosa vocación
dietética, lo cierto es que me ha mirado.
"Hoy la he visto... la he
visto... y me ha mirado..."
¡Ah, no! Confieso que no pensaba
precisamente en el final de la estrofa. Lo que yo pensaba era esto: cuál debe
ser la tortura de un grande y noble amor, constantemente sometido a los
éxtasis de una inefable dieta...
Pero que me ha mirado, esto no
tiene duda. La seguí, como el día anterior; y como el día anterior, mientras
con una idiota sonrisa iba soñando tras los zapatos de charol, tropecé con la
placa de bronce:
DOCTOR SWINDENBORG
Físico DIETÉTICO
¡Ah! ¿Es decir, que nada de lo que
yo iba soñando podría ser verdad? ;Era posible que tras los aterciopelados ojos
de mi muchacha no hubiera sino una celestial promesa de amor dietético?
Debo creerlo así, sin duda, porque
hoy, hace apenas una hora, ella acaba de mirarme en la misma calle y en la
misma cuadra; y he leído claro en sus ojos el alborozo de haber visto subir
límpido a mis ojos un fraternal amor dietético...
Han pasado cuarenta días. No sé ya
qué decir, a no ser que estoy muriendo de amor a los pies de mi chica de traje
oscuro... Y si no a sus pies, por lo menos a su lado, porque soy su novio y voy
a su casa todos los días.
Muriendo de amor... Y sí, muriendo
de amor, porque no tiene otro nombre esta exhausta adoración sin sangre. La
memoria me falta a veces; pero me acuerdo muy bien de la noche que llegué a
pedirla.
Había tres personas en el comedor
-porque me recibieron en el comedor-: el padre, una tía y ella. El comedor era
muy grande, muy mal alumbrado y muy frío. El doctor Swindenborg me oyó de pie,
mirándome sin decir una palabra. La tía me miraba también, pero desconfiada.
Ella, mi Nora, estaba sentada a la mesa y no se levantó.
Yo dije todo lo que tenía que
decir, y me quedé mirando también. En aquella casa podía haber de todo; pero lo
que es apuro, no. Pasó un momento aún, y el padre me miraba siempre. Tenía un
inmenso sobretodo peludo, y las manos en los bolsillos. Llevaba un grueso
pañuelo al cuello y una barba muy grande.
-¿Usted está bien seguro de amar a
la muchacha? me dijo, al fin.
¡Oh, lo que es eso!-le respondí.
No contestó nada, pero me siguió
mirando.
-¿Usted come mucho? -me preguntó.
Regular -le respondí, tratando de sonreírme.
La tía abrió entonces la boca y me
señaló con el dedo como quien señala un cuadro:
-El señor debe comer mucho...
-dijo. El padre volvió la cabeza a ella:
-No importa -objetó-. No podríamos
poner trabas en su vía... Y volviéndose esta vez a su hija, sin quitar las
manos de los bolsillos:
-Este señor te quiere hacer el amor -le dijo. ¿Tú quieres?
Ella levantó los ojos tranquila y
sonrió:
-Yo, sí -repuso.
-Y bien -me dijo entonces el
doctor, empujándome del hombro-.Usted es ya de la casa; siéntese y coma con
nosotros.
Me senté enfrente de ella y cenamos.
Lo que comí esa noche, no sé, porque estaba loco de contento con el amor de mi
Nora. Pero sé muy bien lo que hemos comido después, mañana y noche, porque
almuerzo y ceno con ellos todos los días.
Cualquiera sabe el gusto agradable
que tiene el té, y esto no es un misterio para nadie. Las sopas claras son
también tónicas y predisponen a la afabilidad.
Y bien: mañana a mañana, noche a
noche, hemos tomado sopas ligeras y una liviana taza de té. El caldo es la
comida, y el té es el postre; nada más.
Durante una semana entera no puedo
decir que haya sido feliz. Hay en el fondo de todos nosotros un instinto de
rebelión bestial que muy difícilmente es vencido. A las tres de la tarde
comenzaba la lucha; y ese rencor del estómago dirigiéndose a sí mismo de hambre;
esa constante protesta de la sangre convertida a su vez en una sopa fría y
clara, son cosas éstas que no se las deseo a ninguna persona, aunque esté
enamorada.
Una semana entera la bestia
originaria pugnó por clavar los dientes. Hoy estoy tranquilo. Mi corazón tiene
cuarenta pulsaciones en vez de sesenta. No sé ya lo que es tumulto ni
violencia, y me cuesta trabajo pensar que los bellos ojos de una muchacha
evoquen otra cosa que una inefable y helada dicha sobre el humo de dos tazas de
té.
De mañana no tomo nada, por
paternal consejo del doctor. A mediodía tomamos caldo y té, y de noche caldo y
té. Mi amor, purificado de este modo, adquiere día a día una transparencia que
sólo las personas que vuelven en sí después de una honda hemorragia pueden comprender.
Nuevos días han pasado. Las
filosofías tienen cosas regulares y a veces algunas cosas malas. Pero la del
doctor Swindenborg -con su sobretodo peludo y el pañuelo al cuello- está
impregnada de la más alta idealidad. De todo cuanto he sido en la calle, no
queda rastro alguno. Lo único que vive en mí, fuera de mi inmensa debilidad, es
mi amor. Y no puedo menos de admirar la elevación de alma del doctor, cuando
sigue con ojos de orgullo mi vacilante paso para acercarme a su hija.
Alguna vez, al principio, traté de
tomar la mano de mi Nora, y ella lo consintió por no disgustarme. El doctor lo
vio y me miró con paternal ternura. Pero esa noche, en vez de hacerlo a las
ocho, cenamos a las once. Tomamos solamente una taza de té.
No sé, sin embargo, qué primavera
mortuoria había aspirado yo esa tarde en la calle. Después de
cenar quise repetir la aventura, y sólo tuve fuerzas para levantar la mano y
dejarla caer inerte sobre la mesa, sonriendo de debilidad como una criatura.
El doctor había dominado la última
sacudida de la fiera.
Nada más desde entonces. En todo el
día, en toda la casa, no somos sino dos sonámbulos de amor. No tengo fuerzas
más que para sentarme a su lado, y así pasamos las horas, helados de
extraterrestre felicidad, con la sonrisa fija en las paredes.
Uno de estos días me van a
encontrar muerto, estoy seguro. No hago la menor recriminación al doctor
Swindenborg, pues si mi cuerpo no ha podido resistir a esa fácil prueba, mi
amor, en cambio, ha apreciado cuánto de desdeñable ilusión va ascendiendo con
el cuerpo de una chica de oscuro que trepa una escalera. No se culpe, pues, a
nadie de mi muerte. Pero a aquellos que por casualidad me oyeran, quiero
darles este consejo de un hombre que fue un día como ellos:
Nunca, jamás, en el más remoto de
los jamases, pongan los ojos en una muchacha que tiene mucho o poco que ver con
un físico dietético.
Y he aquí por qué:
La religión del doctor Swindenborg
-la de más alta idealidad que yo haya conocido, y de ello me vanaglorio al
morir por ella- no tiene sino una falla, y es ésta: haber unido en un abrazo de
solidaridad al Amor y la
Dieta. Conozco muchas religiones que rechazan el mundo, la
carne y el amor. Y algunas de ellas son notables. Pero admitir el amor, y
darle por único alimento la dieta, es cosa que no se le ha ocurrido a nadie.
Esto es lo que yo considero una falla del sistema; y acaso por el comedor del
doctor vaguen de noche cuatro o cinco desfallecidos fantasmas de amor,
anteriores a mí.
Que los que lleguen a leerme huyan,
pues, de toda muchacha mona cuya intención manifiesta sea entrar en una casa
que ostenta una gran chapa de bronce. Puede hallarse allí un gran amor, pero
puede haber también muchas tazas de té.
Y yo sé lo que es esto.
1.044. Quiroga (Horacio)
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