(1823-1852)
I
El ministro don Bernardino Rivadavia propuso en
1823 al gobernador de Buenos Aires, hacer venir un número de familias europeas
para formar pueblos nuevos en los vastos desiertos de la Pampa.
El general Martín Rodríguez acogió favorablemente
la idea de su ministro autorizándole a llevarla a la práctica.
Rivadavia puso en movimiento a varios agentes en
Europa y éstos hablaron a los labradores y artesanos, de un territorio que
existía más allá de los mares, donde faltaban brazos fuertes para manejar el
arado; donde el suelo guardaba riquezas inmensas para los que supieran
arrancárselas; donde el bienestar reemplazaba a la pobreza de la vieja Europa
asolada por las guerras; donde la libertad más amplia reinaba en lugar de la
tiranía de los reyes.
Numerosas familias prestaron oídos a las promesas
y proclamas de los agentes y se aventuraron a cruzar el océano para venir a
fundar un nuevo hogar en el territorio de las Provincias Unidas del Sur.
Una de las lanchas que conduelan a tierra pasajeros
y equipajes de los buques fondeados en la rada, dejó en la playa a una familia
de inmigrantes alemanes. El padre era joven, alto, fornido, de espesa barba
rubia, y en sus facciones varoniles había una expresión de cansancio y
ansiedad. Tenía en brazos a un chiquitín que lloraba todavía asustado del marinero
negro que le dejó en tierra. Dos niñas de cuatro y ocho años, rubias como el trigo
maduro, tomadas de las manos y sentadas en un cajón, miraban, con sus grandes
ojos azules asombrados,, aquel paisaje tan nuevo. El hijo mayor, un muchacho de
doce años, todo un hombrecito, apretaba en el bolsillo el mango de un pequeño
cuchillo que tenía pronto para defenderse "si atacaban los indios",
de los cuales le refirieron en la aldea, allá en Alemania, las historias más
espeluznantes. La madre, prematuramente envejecida por la miseria y el
trabajo, se había dejado caer sobre un lío y, resignada, esperaba que sucediera
lo que hubiera de suceder; ¡todo le era indiferente! Después de la cruel
despedida en su aldea natal, aumentaron su pena el viaje por mar en un buque
incómodo, las fatigas, el mareo, las angustias, y ahora que habían llegado, la
incertidumbre, pues nadie estaba allí para recibirlos. Sin embargo, el agente
les había dicho que cundo desembarcaran, alguien esperaría para atenderles y
conducirles a su destino.
Casi una hora esperaron. Los demás pasajeros se
habían diseminado por la ciudad. Los marineros déscargaban las lanchas sin
preocuparse de los inmigrantes.
Las niñas se impacientaron.
-Padre, ¿por qué no nos vamos?
-Madre, ¿qué estamos esperando?
-Madre, yo tengo hambre.
-¡Padre, vamos a casa!
¡A casa! El padre, que ocultaba bajo un aspecto
áspero y severo inmenso cariño por su familia, se estremeció. ¡A casi! ¿Dónde
estaba su casa ahora? ¿Cómo explicar a esas criaturas inocentes que no tendrían
a dónde ir si no venía un agente en su busca, como se les había prometido?
-Ya vamos, Elsa. Ten paciencia un ratito más.
Toma estos- bizcochos, da también a Hans y a Leni (Elenita).
Las chicas se conformaron. Hans (Juanito), el
mayor, renunció generosa-mente a su bizcocho en favor de sus hermanitas..
Continuaron esperando, teniendo el río azul al
frente y a sus espaldas una alta barranca verdé, las murallas amenazadoras del
fuerte, y más arriba, torres, campanarios y casas de extraños techos planos.
Todo era diverso de cuanto habían visto hasta entonces; el cielo más puro, el
sol más brillante; el aire, cálido; las plantas, diferentes de las que
conocían. Herían su oído los sonidos de una lengua extrañamente dulce y
musical. En el torreón del fuerte flotaba una bandera desconocida, azul celeste
y blanca, en cuyo centro resplandecía un sol.
Se acercaba el medio día: las sombras se acortaban,
el calor se tornaba insoportable y el río reflejaba con brillo enceguecedor los
rayos solares.
Los inmigrantes esperaban angustiados. ¡Nadie
venía! ¿Los habían inducido a abandonar la patria y venir a un país desconocido
donde nadie entendía su lengua, para desampararlos en la playa?
De pronto, un hombre bajó rápidamente la
barranca, y después de mirar en derredor suyo, se dirigió sin vacilar hacia la
familia.
-¿Usted es el señor Enrique Fries? -preguntó en
alemán.
¡Oh, Dios! ¡Ese hombre hablaba en alemán!
Es preciso haber estado en un país extraño para
saber lo que sintieron los inmigrantes al oír de improviso su propio idioma
querido. Rodearon al desconocido como si fuese un antiguo amigo, por el solo
hecho de que hablaba en alemán, y él les explicó que era el agente encargado
de recibirlos y que por causas ajenas a su voluntad se había retardado.
II
Un mes después, Enrique Fries y su familia salían
en una carreta, camino de su nuevo hogar.
Esta palabra "hogar" no debe, empero,
tomarse en el sentido literal, pues sólo existía el campo, liso y virgen,
esperando la mano del hombre que lo fecundaría con su trabajo. Debían
establecerse en un punto del oeste dé la provincia de Buenos Aires. Habían
recibido una extensión de tierra, cierto número de animales, las semillas para
la primera siembra y los útiles de labranza.
En la misma carreta viajaban otras familias europeas,
hacia distintos puntos de la campaña.
Todos iban llenos de esperanzas.. Se oían risas y
cantos, bromas y conversaciones alegres. Sólo Fries y su mujer callaban. Tenían
el carácter grave y pensativo de los alemanes del norte; lentos en el pensar y
en el obrar; pero firmes como las rocas una vez tomada su resolución.
A su alrededor sólo veían la llanura, el
horizonte siempre igual. Caía la tarde. La luz se apagaba a través de un velo
color heliotropo que emergía del horizonte. Los inmigrantes sintieron por
primera vez la abrumadora tristeza de la Pampa.
En aquel momento prorrumpieron en coro las voces
claras de los niños:
"¡Gozad de la vida mientras brille la luz!..."
La linda y fresca canción, mil veces oída, tuvo
un efecto calmante para los esposos. Fries estrechó la mano de su mujer y ella
reclinó la cabeza en su hombro. Estaban reunidos, sanos, y Dios los mirarla en
el país nuevo como los había mirado en Alemania. ¡Animo, pues, y adelante, al
encuentro de lo desconocido!
III
En el campo serpenteaba un lindo arroyo, flanqueado
de sauces que mojaban en el agua sus cabelleras verdes, matizadas con los
racimos encarnados del ceibo.
El terreno formaba una hondonada y se elevaba
luego suave-mente en loma graciosa.
En la extensión labrada, el trigo y el maíz asomaban
ya sus tiernos tallos. Un día radiante de primavera bañaba en luz el paisaje
apacible y hermoso.
La señora de Fries lavaba en el arroyo, junto a la
casita, canturreando un aire de su tierra. Rosada y fresca, la expresión de
fatiga había desaparecido de sus facciones, sus ojos azules tenían un brillo
intenso; parecía mucho más joven que el día en que, triste y descorazonada,
esperó en la playa de Buenos Aires la llegada del agente.
A lo lejos oyó carcajadas y gritos agudos y luego
divisó tres o cuatro niños que bajaban por la hondonada al galope de sus
caballos, vadearon el arroyo y desaparecieron más allá de la loma.
María Fries sonrió. Recordó uno por uno los
momentos principales de los dos años pasados desde su llegada.
Al principio habla llorado mucho. No podía
acostumbrarse al nuevo ambiente que la rodeaba. Echaba de menos,la aldea natal
con sus manzanos y cerezos, su campanario puntiagudo y el viejo tilo en la
plaza delante de la iglesia, donde los domingos por la tarde iban a bailar los
jóvenes, a jugar los niños, y a charlar y fumar sus pipas los viejos. Buscaba
en vano el bosque de robles y, en el horizonte, las siluetas de las montañas.
Desconfiaba de la gente del país, pues en su aldea se aseguraba que en América
mataban a uno por un sí o un no, y que todos eran paganos. Esto último, sobre
todo, alarmaba a María, y por ello llegó a prohibir a sus hijos que jugaran
con los niños de la chacra vecina, propiedad de una familia criolla.
Pero sucedió que ella cayó enferma de tristeza,
de nostalgia y de fatiga. Abrumábala su soledad, cuando se abrió suavemente la
puerta del rancho y entró la mujer del vecino. María miró con recelo su cara
tostada, rodeada de trenzas tan negras como rubias eran, las suyas. Mas su
desconfianza cedió pronto a una profunda gratitud. No entendía lo que le decía;
pero com-prendía su ademán cariñoso y sus solícitos cuidados. Cuando advirtió,
por añadidura, que la mujer llevaba al cuello una crucecita de plata, su
conciencia se tranquilizó del todo, pues no podía ser hereje suien llevaba como
adorno una cruz.
También Fries tuvo mucho que agradecer a los
vecinos, siempre prontos a ayudarle con buenos consejos y con, hechos. Le
ayudaron a levantar la casa, a cercar el corral, a enlazar los animales que
desesperaban al pobre alemán. Creía, entender algo de ganado, acostumbrado a
manejar el de su tierra, grande, pesado y paciente; pero estas vacas bravas que
distribuían cornadas, los caballos ariscos, veloces, rebeldes al freno, que
mordían, se encabritaban y de pronto huían relinchando, con las crines al
viento, ¡éstos no eran animales, sino demonios!
Un día se le escaparon los caballos y Fries no
supo cómo hacer para cogerlos. Los vecinos se rieron al ver su desconcierto:
pero dispuestos a ayudarle se pusieron en persecución de los fugitivos y al
cabo de una hora los trajeron sin que faltara uno.
Fries no había aprendido aun a decir
"gracias" en español; pero se quitó la gorra y ese ademán fue
comprendido tan bien como María comprendió la bondad de la vecina.
Los niños, a pesar de la prohibición, trabaron
relaciones con los pequeños criollos, y entre las dos familias, tan distintas
en raza, lengua, costumbres e ideas, germinó una amistad que se afirmó cuando
se conocieron mutua-mente.
En la chacra de los alemanes las cosechas fueron
abundantes, los ganados se multiplicaron y él bienestar comenzó a reinar en el
rancho construído al borde del arroyo.
Desde el campo, María, que recordaba las escenas
del pasado, oyó silbar un aire militar alemán. Era Fries que anunciaba de esa
manera su llegada. Ella levantó la cara encendida, y sonriendo observó a su
marido que alegremente la saludaba desde lejos.
Sí, eran felices: habría sido una ingratitud
negarlo.
IV
Corrieron los años. La chacra de los Fries se
había convertido en una hermosa estancia. Enrique Fries vestía a la usanza del
país y era jinete como el que más. María se había convencido de que no todos
eran indios salvajes en la República Argentina. Los hijos crecieron robustos
y alegres, acostum-brados a los trabajos camperos. Los cuatro mayores decían con
orgullo que eran alemanes -y los tres menores -una niña y dos varones- nacidos
en el país, afirmaban con no menos orgullo que eran argentinos, sin que esto
produjera la discordia en la familia. Respetaban y querían por igual al país de
su origen y al que hospitalario les abrigaba en su seno.
Y la rueda del tiempo continuó girando. La riqueza
de Fries aumentaba. Compró tierras lindantes, y en muchas leguas a la redonda,
todo llegó a pertenecerle.
Los años emblanquecieron sus cabellos y los de su
mujer, sin conseguir, empero, quebrantar sus fuerzas. Los hijos mayorés se
habían casado con mozos y niñas del país y los chicuelos que llenaban la
estancia con sus gritos y risas, ostentaban cabellos rubios y ojos negros o
bien pelo negro y ojos azules, mezclando los dos tipos de su origen en uno
nuevo y hermoso: una raza fuerte, vigorosa y sana.
V
Durante diez y siete años este hombre pesó
abrumadoramente sobre los destinos de la Repú blica. Combatiéndole perecieron o emigraron
mil hombres liberales, valientes, virtuosos e ilustrados.
Por fin en 1852, el general Urquiza reunió un
ejército en las provincias del litoral y marchó sobre Buenos Aires para quitar
el poder al tirano.
Acudieron los jóvenes de Buenos Aires, acogiendo
con júbilo al libertador y poniéndose a sus órdenes.
Enrique Fries no había sufrido durante la
tiranía: pero había oído y visto lo suficiente para sentir odio al opresor.
La noticia de la marcha del ejército libertador
corrió por la provincia, llegó a la estancia y puso a todos en conmoción. Los
dos hijos menores de Fries anunciaron su propósito de ir a la guerra y el padre
les dio su consentimiento sin vacilar. ¿Acaso él mismo no había luchado en 1813
para arrojar de su patria a Napoleón? Que sus hijos argentinos combatieran por
la libertad de su patria, como él había peleado por la de Alemania.
Dio a los jóvenes los mejores caballos de la
estancia, los equipó perfectamente, y un día brillante de verano, los vio
partir en compañía de otros mozos qué marchaban al mismo destino.
Toda la familia y demás habitantes del establecimiento
los acompañaron hasta la altura de la loma, desde donde podían seguirles con la
vista.
Cuando los demás se retiraron, Fries retuvo a su
esposa que lloraba. Ciñéndola el talle con el brazo, la condujo al pie de un
gigantesco ombú cuya sombra ofrecía grato abrigo contra el sol abrasador de
enero. Alrededor todo callaba en el bochorno del mediodía. La naturaleza
irradiaba luz; del cielo bajaban torrentes de resplandor blanquecino, que
reverberaban en el aire y en los campos. A lo lejos,, en medio de un monte de,
árboles frutales, asomaba la casa. Los maizales amarillos se extendían hasta perderse
de vista; el trigo, ya segado, esperaba en parvas enormes el momento de la
trilla. Los alfalfares dibujaban cuadros color esmeralda entre el oro del maíz
y el tono oscuro de los rastrojos. Aquí y allí chispeaba el arroyo, de curso
tortuoso, como una cinta azul salpicada de diamantes. En las prade= ras,
innumerables ganados pacían o rumiaban, echados perezosamente en el pasto. Las
ovejas parecían copos de nieve sembrados entre el verde. En otro campo,
retozaba una manada de hermosos potros. Todo era opulencia adquirida a fuerza
de trabajos y desvelos.
-No llores, María -dijo Fries, y abarcando con un
amplio ademán el vasto y hermoso panorama, continuó:
-Todo eso es nuestro; los
campos, las cosechas, los rebaños, la casa, la huerta... ¿ Recuerdas aquel día
en que nos resolvimos a emigrar, cuando los niños nos pedían pan y nosotros no
lo teníamos? ¿Quién nos hubiera dicho entonces que aquí hallaríamos la
felicidad, el bienestar del alma y del cuerpo para nosotros y nuestros hijos, a
quienes en vez de verlos crecer en la miseria, hemos podido ofrecer una suerte
feliz? Buscábamos pan y hallamos riquezas. Vinimos con sólo la fuerza de
nuestros brazos, y hoy somos dueños de una gran fortuna. Debemos nuestra dicha
a este pueblo que nos ha llamado a contribuir a su progreso y a recibir sus
dones en cambio de nuestro trabajo. ¿No es verdad, María, que hemos contraído
para con él una deuda sagrada y que le debemos un tributo? Pues bien, hoy
pagamos ese tributo: damos a la República Argen tina, nuestra segunda patria,
nuestros hijos nacidos en ella.
María secó sus lágrimas y, estrechando la mano de
su esposo, repuso sencillamente.
-Tienes razón, Enrique. ¡Bendita sea esta tierra!
Cuento argentino
1.062. Eflein (Ada Maria)
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