Cuando uno ha visto a un chiquilín
reírse a las dos de la mañana como un loco, con una fiebre de cuarenta y dos
grados, mientras afuera ronda un yaciyateré, se adquiere de golpe sobre las
supersticiones ideas que van hasta el fondo de los nervios.
Se trata aquí de una simple
superstición. La gente del sur dice que el yaciyateré es un pajarraco
desgarbado que canta de noche. Yo no lo he visto, pero lo he oído mil veces. El
cantito es muy fino y melancólico. Repetido y obsediante, como el que más. Pero
en el norte, el yaciyateré es otra cosa.
Una tarde, en Misiones, fuimos un
amigo y yo a probar una vela nueva en el Paraná, pues la latina" no nos
había dado resultado con un río de corriente feroz y en una canoa que rasaba el
agua. La canoa era también obra nuestra, construida en la bizarra proporción de
1:8. Poco estable, como se ve, pero capaz de filar como una torpedera.
Salimos a las cinco de la tarde, en
verano. Desde la mañana no había viento. Se aprontaba una magnífica tormenta, y
el calor pasaba de lo soportable. El río corría untuoso bajo el cielo blanco.
No podíamos quitarnos un instante los anteojos amarillos, pues la doble
reverberación de cielo y agua enceguecía. Además, principio de jaqueca en mi
compañero. Y ni el más leve soplo de aire.
Pero una tarde así en Misiones, con
una atmósfera de ésas tras cinco días de viento norte, no indica nada bueno
para el sujeto que está derivando por el Paraná en canoa de carrera. Nada más
difícil, por otro lado, que remar en ese ambiente.
Seguimos a la deriva, atentos al
horizonte del sur, hasta llegar al Teyucuaré. La tormenta venía.
Estos cerros de Teyucuaré,
tronchados a pico sobre el río en enormes cantiles de asperón rosado, por los
que se descuelgan las lianas del bosque, entran profundamente en el Paraná
formando hacia San Ignacio una honda ensenada, a perfecto resguardo del viento
sur. Grandes bloques de piedra desprendidos del acantilado erizan el litoral,
contra el cual el Paraná entero tropieza, remolinea y se escapa por fin aguas
abajo, en rápidos agujereados de remolinos. Pero desde el cabo final, y contra
la costa misma, el agua remansa lamiendo lentamente el Teyucuaré hasta el fondo
del golfo.
En dicho cabo, y a resguardo de un
inmenso bloque para evitar las sorpresas del viento, encallamos la canoa y nos
sentamos a esperar. Pero las piedras barnizadas quemaban literalmente, aunque
no había sol, y bajamos a aguardar en cuclillas a orillas del agua.
El sur, sin embargo, había cambiado
de aspecto. Sobre el monte lejano, un blanco rollo de viento ascendía en
curva, arrastrando tras él un toldo azul de lluvia. El río, súbitamente opaco,
se había rizado.
Todo esto es rápido. Alzamos la
vela, empujamos la canoa, y bruscamente, tras el negro bloque, el viento pasó
rapando el agua. Fue una sola sacudida de cinco segundos; y ya había olas.
Remamos hacia la punta de la restinga, pues tras el parapeto del acantilado no
se movía aún una hoja. De pronto cruzamos la línea imaginaria, si se quiere,
pero perfectamente definida-, y el viento nos cogió.
Véase ahora: nuestra vela tenía
tres metros cuadrados, lo que es bien poco, y entramos con 35 grados en el
viento. Pues bien; la vela voló, arrancada como un simple pañuelo y sin que la
canoa hubiera tenido tiempo de sentir la sacudida.
Instantáneamente el viento nos arrastró. No mordía sino en
nuestros cuerpos: poca vela, como se ve, pero era bastante para contrarrestar
remos, timón, todo lo que hiciéramos. Y ni siquiera de popa; nos llevaba de
costado, borda tumbada como una cosa náufraga.
Viento y agua, ahora. Todo el río,
sobre la cresta de las olas, estaba blanco por el chal de lluvia que el viento
llevaba de una ola a otra, rompía y anudaba en bruscas sacudidas convulsivas.
Luego, la fulminante rapidez con que se forman las olas a contracorriente en un
río que no da fondo allí a sesenta brazas. En un solo minuto el Paraná se había
transformado en un mar huracanado, y nosotros, en dos náufragos. Íbamos siempre
empujados de costado, tumbados, cargando veinte litros de agua a cada golpe de
ola, ciegos de agua, con la cara dolorida por los latigazos de la lluvia y
temblando de frío.
En Misiones, con una tempestad de
verano, se pasa muy fácilmente de cuarenta grados a quince, y en un solo cuarto
de hora. No se enferma nadie, porque el país es así, pero se muere uno de
frío.
Plena mar, en fin. Nuestra única
esperanza era la playa de Blosset -playa de arcilla, felizmente-, contra la
cual nos precipitábamos. No sé si la canoa hubiera resistido a flote un golpe
de agua más; pero cuando una ola nos lanzó a cinco metros dentro de tierra,
nos consideramos bien felices. Aun así tuvimos que salvar la canoa, que bajaba
y subía al pajonal como un corcho, mientras nos hundíamos en la arcilla podrida
y la lluvia nos golpeaba como piedras.
Salimos de allí; pero a las cinco
cuadras estábamos muertos de fatiga, bien calientes esta vez. ¿Continuar por la
playa? Imposible. Y cortar el monte en una noche de tinta, aunque se tenga un
Collins en la mano, es cosa de locos.
Esto hicimos, no obstante. Alguien
ladró de pronto -o, mejor, aulló; porque los perros de monte sólo aúllan, y
tropezamos con un rancho. En el rancho habría, no muy visibles a la llama del
fogón, un peón, su mujer
y tres chiquilines. Además, una
arpillera tendida como hamaca, dentro de la cual una criatura se moría con un
ataque cerebral.
-¿Qué tiene? -preguntamos.
-Es un daño -respondieron los
padres, después de volver un instante la cabeza a la arpillera.
Estaban sentados, indiferentes. Los
chicos, en cambio, eran todo ojos hacia afuera. En ese momento, lejos, cantó el
yaciyateré. Instantáneamente los muchachos se taparon cara y cabeza con los
brazos.
-¡Ah! El yaciyateré -pensamos-
Viene a buscar al chiquilín. Por lo menos lo dejará loco.
El viento y el agua habían pasado,
pero la atmósfera estaba muy fría. Un rato después, pero mucho más cerca, el
yaciyateré cantó de nuevo. El chico enfermo se agitó en la hamaca. Los padres
miraban siempre el fogón, indiferentes. Les hablamos de paños de agua fría en la cabeza. No nos entendían,
ni valía la pena, por lo demás. ¿Qué iba a hacer eso contra el yaciyateré?
Creo que mi compañero había notado,
como yo, la agitación del chico al acercarse el pájaro. Proseguimos tomando
mate, desnudos de cintura arriba, mientras nuestras camisas humeaban secándose
contra el fuego. No hablábamos; pero en el rincón lóbrego se veían muy bien los
ojos espantados de los muchachos.
Afuera, el monte goteaba aún. De
pronto, a media cuadra escasa, el yaciyateré cantó. La criatura enferma
respondió con una carcajada. Bueno. El chico volaba de fiebre porque tenía una
meningitis y respondía con una carcajada al llamado del yaciyateré.
Nosotros tomábamos mate. Nuestras
camisas se secaban. La criatura estaba ahora inmóvil. Sólo de vez en cuando
roncaba, con un sacudón de cabeza hacia atrás. Afuera,
en el bananal esta vez, el yaciyateré cantó. La criatura respondió en seguida
con otra carcajada. Los muchachos dieron un grito y la llama del fogón se
apagó.
A nosotros, un escalofrío nos
corrió de arriba abajo. Alguien, que cantaba afuera, se iba acercando, y de
esto no había duda. Un pájaro; muy bien, y nosotros lo sabíamos. Y a ese pájaro
que venía a robar o enloquecer a la criatura, la criatura misma respondía con
una carcajada a cuarenta y dos grados.
La leña húmeda llameaba de nuevo, y
los inmensos ojos de los chicos lucían otra vez. Salimos un instante afuera. La
noche había aclarado, y podríamos encontrar la picada. Algo de humo
había todavía en nuestras camisas; pero cualquier cosa antes que aquella risa de
meningitis...
Llegamos a las tres de la mañana a
casa. Días después pasó el padre por allí, y me dijo que el chico seguía bien,
y que se levantaba ya. Sano, en suma.
Cuatro años después de esto,
estando yo allá, debí contribuir a levantar el censo de 1914,
correspondiéndome el sector Yabebirí-Teyucuaré. Fui por agua, en la misma
canoa, pero esta vez a simple remo. Era también de tarde.
Pasé por el rancho en cuestión y no
hallé a nadie. De vuelta, y ya al crepúsculo, tampoco vi a nadie. Pero veinte
metros más adelante, parado en el ribazo del arroyo y contra el bananal oscuro,
estaba un muchacho desnudo, de siete a ocho años. Tenía las piernas sumamente
flacas -los muslos más aún que las pantorrillas- y el vientre enorme. Llevaba
una vara de pescar en la mano derecha, y en la izquierda sujetaba una banana a
medio comer. Me miraba inmóvil, sin decidirse a comer ni a bajar del todo el
brazo.
Le hablé, inútilmente. Insistí aún,
preguntándole por los habitantes del rancho. Echó, por fin, a reír, mientras le
caía un espeso hilo de baba hasta el vientre. Era el muchacho de la meningitis.
Salí de la ensenada: el chico me
había seguido furtivamente hasta la playa, admirando con abiertos ojos mi
canoa. Tiré los remos y me dejé llevar por el remanso, a la vista siempre del
idiota crepuscular, que no se decidía a concluir su banana por admirar la
canoa blanca.
1.044. Quiroga (Horacio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario