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sábado, 22 de junio de 2013

La voz de la conciencia

(1816)

I

El general San Martín, gobernador de Cuyo, prepa­raba el ejército de los Andes. El grueso de las tropas se hallaba en Mendoza y el resto en San Juan.
Servía en un destacamento, en esta última ciudad, el cabo Joaquín Vega, porteño, hombre valiente; pero poco querido por sus compañeros, a causa de su carácter rencoroso y vengativo.
En un baile conoció a Domitila Quevedo, linda y agradable muchacha. Quiso entrar en relación con la familia y lo consiguió por intermedio de un amigo.
Doña Ana, madre de Domitila, era viuda: su esposo le había dejado una finca cargada de deudas, como única fortuna, y resuelta a conservarla como patrimonio de sus hijos, sintió redoblarse sus fuerzas para trabajar y luchar.
Dios favoreció a la valerosa mujer: las cosechas fueron tan abundantes, que al cabo de dos años logró pagar con ellas la mayor parte de las deudas de su esposo. Con un buen año más podría salir del paso y respirar libremente.
Doña Ana y su hija recibieron al cabo Vega, con la cortesía reservada propia de las gentes del campo. Cuanto más veía el cabo a Domitila, más se sentía impulsado hacia ella, y acabó deseándola por esposa. No se atrevía, sin embargo, a decírselo, porque nada le indicaba que la muchacha sintiese inclinación por él. Quiso dar tiempo al tiempo, y pasaron los días sin que ocurriese cambio alguno en la conducta de Domitila. Cansado de esperar, resolvió pregun­tarle si consentía en ser su mujer.

II

Un día magnífico de verano, fue a la finca de doña Ana, situada a dos leguas al oeste de la ciudad, allí. donde comienza el pedregal. El sol hacía vibrar la atmósfera. Las montañas se divisaban con nitidez admirable: color tierra las de la primera cadena; azul, morado, violeta, gris pizarra las de más allá. Uno o dos picos ostentaban su corona de nieve eterna. Se oía el zumbido de los insectos, y muy levemente, el susurro de las hojas. En los álamos colgaba el loconte sus velos de seda color plata y oro, de hilos delicados cual tejido de hadas. Al perfume de retamas y rosas, se mezclaba él olor sutil y embriagador del trigo maduro y de la tierra caldeada.
Vega encontró a Domitila sola en la galería, alrededor de cuyos soportes trepaban las viñas confundidas con rosas encarnadas de suave fragancia.
Habla esperado distinguir en el semblante de la niña algún indicio de sobresalto o de placer: pero no hubo nada de esto. Domitila le saludó, le ofreció un asiento y con la mayor compostura continuó ensar­tando rosarios de higos. Un poco desconcertado, Vega no atinó a decir el motivo de su venida. Des­pués de haber conversado un momento de cosas triviales, preguntó por doña Ana.
-Mamá está en los trigales -respondió Domi­tila.
-Hemos empezado la siega.
Se despidió en el acto, tomando el estrecho sendero entre las chacras de trigo, que, en su madu­rez amarilla, parecía arder a uno y otro lado del camino, doblegándose o irguiéndose los tallos como si pasara por ellos una mano invisible y suave. Doña Ana había sembrado de trigo su finca casi entera, pues debido a la presencia del ejército, ese grano alcanzaba buenos precios.
Vega la halló al extremo del sendero, dando órdenes a sus peones. Su cabello entrecano encua­draba un rostro enérgico, arrugado, tostado por el sol y rosado por el aire de la montaña; sus ojos azules miraban con viveza e inteligencia. Tal como estaba allí, con el vestido recogido, un sombrero viejo de fieltro gris en la cabeza y una hoz en la mano, era la personificación clásica del trabajo.
Al ver llegar a Vega, salió a su encuentro.
-¿Cómo está, don Joaquín? ¿Viene a vernos trabajar?
-Sí... es decir... venía a pedirle algo, doña Ana -repuso al cabo.
-Veamos.
Escuchó tranquila, sin demostrar sorpresa, la peti­ción de Vega.
-¿Usted ha hablado con mi hija? -preguntó después de haber reflexionado.
-No; venía a pedirle que lo hiciera usted. Usted me conoce, sabe que quiero a Domitila y quizá pudiera hacer algo por mí...
-Está bien -replicó doña Ana, -diré a mi hija lo que usted me ha encargado, y ella decidirá. Pero debe saber que ella está en completa libertad de hacer en este caso lo que le plazca.
El cabo se manifestó conforme, y después de haber conversado un rato, se despidió, prometiendo volver al día siguiente para conocer la respuesta.
Así lo hizo. Doña Ana le recibió sola, y Vega al ver su semblante tuvo mal presentimiento. No se equivo­caba. La señora le comunicó sin preámbulos, que su hija agradecía la oferta, pero que no la aceptaba.
-¿Por qué? preguntó Vega consternado. -¿Me tiene antipatía?
-No creo. Es sencillamente porque no siente por usted bastante cariño.
-Y usted, doña Ana, ¿no puede hacer nada por mí?
-¿Yo? No: ya le dije que mi hija decidiría sola. Lo mejor es que no hablemos más de este asunto o, si prefiere, diríjase usted mismo a Domitila.
-No, ¿para qué? -respondió Vega, que iba perdiendo la serenidad.
Tenía las venas de la frente inchadas: los ojos comenzaban a inyectársele de sangre. Comprendió que si permanecía allí un instante más, perdería el dominio de sí mismo, y se despidió murmurando algo ininteligible.
Estaba furioso. ¡Semejante desaire! ¡Rehusarle a él, nada menos que a un cabo de Cazadores!
Se apreciaba hombre extraordinario y creyó hacerle un honor inmenso a la muchacha. Al verse despreciado, se rebelaron todos los elementos malos de su carácter.
No podía perdonar esta ofensa infligida a su amor propio, y desde aquel momento pensó sólo en vengarse, en hacer daño a Domitila y a su familia.

III

Días después, se le vio vagar por los alrededores de la finca. Soplaba el Zonda, el terrible sirocco sanjuanino. El sol, próximo a hundirse detrás de las montañas, parecía una bola roja, cuyos rayos no lograban penetrar los remolinos de polvo color ladrillo que levantaba el viento. La quebrada de Zonda, la boca del horno de la cual salía ese soplo ardiente, se ocultaba tras un velo espeso tendido sobre las sierras circundantes.
El aspecto de los campos aparecía cambiado; en el terreno antes embellecido por las oleadas amarillas de los trigales, levantábanse cinco o seis parvas enormes, en medio de rastrojos tristes y desnudos. Era el producto del trabajo asiduo y la única riqueza de doña Ana y su familia.
El cabo Vega detuvo de pronto su caballo y en sus ojos brilló una luz maligna. Sabía que la viuda cifraba en la cosecha la redención de sus deudas. Examinó la cerca de tunas y cactos y descubrió un hueco por donde podía deslizarse un hombre. Luego, regresó a la ciudad, perseguido por las ráfagas cargadas de fiebre del Zonda, que envol­vían el paisaje en nubes de polvo rojizo.

IV

Por la noche, el cabo Vega volvió a la finca, ocultó su caballo y penetró, no sin dificultad, por la abertura de la cerca. El Zonda había cesado al oscurecer; el cielo estaba despejado y soplaba un viento sur, puro y frío, principio de esos vendavales frecuentes en San Juan, que silban, aúllan, rugen, se estrellan contra las montañas, penetran por las quebradas y barren el pedregal, imitando voces humanas, batir de alas enormes, grave cantar de órganos o tañidos solemnes de inmensas campanas.
Se detuvo al pie de la parva mayor y echó en derredor una mirada inquisidora. A lo lejos, en la casa, se veía luz. Murmuró un juramento y sacando del bolsillo pedernal y yesca, se preparó a encender fuego. Sus manos temblaban de tal manera que apenas podía tener los útiles.
-¡Ni que fuera una vieja! -rezongó entre dientes.
Por fin saltó la chispa y Vega introdujo en la parva la yesca encendida, la que tardó en prender, pues el trigo estaba tan apretado que formaba una sola masa. Al fin corrió por ese montón de riquezas una viborita brillante, con un chisporroteo maligno. Estaba hecho: lo demás sería obra del viento.
Cuando el fuego hizo presa de la parva, resonó en lo alto, precisamente encima de la cabeza del incen­diario, una carcajada vibrante, prolongada, cual la risa de un espíritu.
El cabo Vega tuvo una sensación como si le corrieran por las espaldas hilos delgados de agua helada. Se tapó los oídos con las manos y echó a correr, tropezando entre los surcos del campo, en procura atropellada del hueco entre los cactos. Al fin dio con él; tenía las manos ensangrentadas y estaba bañado en sudor. Saltó a caballo y huyó del lugar como perseguido, llevando en sus oídos el sil­bido siniestro de la pequeña culebra de fuego y la carcajada espectral de la bruja. Cien veces había oído, sin la menor emoción, el grito del ave noc­turna y burládose de las especies supersticiosas que al respecto se contaban a la luz de los fogones; pero esa noche, al oírlo, recordó de pronto la conseja que afirma, que el criminal sorprendido por la "bruja"[1] en el momento del delito, cae infaliblemente en manos de la justicia.

V

Doña Ana acostumbraba a dar una vuelta por la finca antes de acostarse, para cerciorarse de que todo estaba en orden. Aquella noche, al atravesar los viñedos, vio a lo lejos una luz.
-Están quemando yuyos al lado -pensó; pero luego se detuvo de golpe. Recordó que desde el punto donde estaba parada, no se divisaba la finca vecina, y sí el campo donde estaban sus parvas.
Se precipitó hacia allá. Un soplo furioso de viento casi la arrojó al suelo. Al mismo tiempo de una de las parvas surgió una llama, que se inclinaba hacia todos lados y mordía con sus dientes de fuego el trigo amontonado.
¡La parva grande ardía!
A doña Ana le pareció de pronto que la estrangu­laban; se llevó las manos a la garganta, y prorrumpió en un grito largo, agudo, estridente, des-garrador, que sobre el fragor del vendaval, llevó a lo lejos el sobresalto y el espanto.
En pocos minutos el vecindario se había reunido y hacía frenéticos esfuer-zos para apagar el incendio. Todo fue inútil; las chispas se dispersaron, espar­ciendo por los aires una lluvia luminosa. No tardó el fuego en pasar a las demás parvas, y los que habían ido a salvarlas no pudieron hacer otra cosa que contemplar el cuadro, siniestramente bello, de las llamaradas que surgían rectas hacia el cielo, o se doblegaban arrastrándose por el grano seco.
Las vecinas sacaron de allí a doña Ana y la condu­jeron a casa. Parecía completamente quebrantada. Se dejó caer en una silla, con los ojos fijos, sin moverse, sin hacer caso de las mujeres que le habla­ban, ni de su hija que lloraba desconsoladamente; no parecía ver, oír, sentir, ni siquiera pensar.
Sin duda alguna el fuego había sido intencional; pero ¿quién podría ser el malvado?
De repente doña Ana saltó de su asiento.
-¡Pero si es él! -exclamó.
-¿Quién? ¿Quién?
-¡Vega, pues! Para vengarse me ha quemado el trigo. ¡Oh! ¡Me la ha de pagar!, Le llevaré arite la justicia, ante el mismo gobernador!
Domitila explicó a los vecinos asombrados lo que quería decir su madre. Desde aquel momento, a nadie le cupo duda de que el cabo Vega era el malvado. Que el fuego había sido ocasionado por una mano criminal, era seguro. ¿Acaso no había reído la bruja? Calcularon el tiempo transcurrido desde que oyeron su voz hasta el momento del incendio: era el preciso para que la chispa hiciera presa en el grano y estallase en llamas. ¿Y quién tenía interés en dañar a doña Ana, sino el cabo Vega? Fuera de duda: era él.

VI

Vega, para aturdirse y olvidar la impresión espan­tosa, entró en una pulpería frecuentada por soldados. Halló a varios compañeros, que se asom-braron del semblante descompuesto y las manos ensangrentadas del cabo.
-¿Qué le ha sucedido, compañero? Parece que hubiera gateado entre las tunas del pedregal.
Vega respondió que, sin advertirlo, había atado su caballo a una cerca de cactos. Los otros se rieron, del percance, explicado por la oscuridad de la noche, y no volvieron a mencionar el asunto.
En medio de sus camaradas, decidores y alegres, en un sitio donde había luz y vida, Vega se sintió mejor. Pidió vino y bebió un vaso, dos, tres, muchos, tantos, que la bebida se le subió a la cabeza. Ya no tenía miedo, ¿Quién podría probarle que él había prendido fuego a la parva? Dio un puñetazo en la mesa, acompañado de un juramento, y declaró que la bruja era un mal pajarraco, y que él no creía en esos cuentos de viejas. Al principio los demás no hicieron caso de lo que decía, pero al fin les llamó la atención la insistencia de Vega en repetir la misma cosa.
-¿Por qué no cree en la bruja, compañero?
-Porque son zonceras. ¿Acaso la bruja me va a acusar a mí? ¿Eh? Yo no tengo nada que ver con el incendio -continuó enfureciéndose a medida que hablaba- y al primero que se atreva a decir que yo he prendido fuego a la parva de doña Ana, lo mato.
Se levantó tambaleándose y trató de desenvainar su sable; pero estaba tan ebrio que no podía ponerse en pie y cayó al suelo como un trozo de leña. Al caer murmuró todavía:
-¡Maldita bruja! Al que se atreva...
Y se quedó dormido.

VII

Pocos días después se presentó inopinadamente en San Juan el goberna-dor de Cuyo, don José de San Martín. En su corta comitiva venían doña Ana y su hija, quienes habían ido a Mendoza para llevar su queja directamente ante la suprema instancia.
El general era justiciero y además mostrábase interesado en que estuvieran satisfechas de su gobierno las provincias de su mando, que le ayu­daban a organizar la expedición a Chile. Era, pues, necesario mantener en las tropas la disciplina más severa, para que los soldados no cometieran desma­nes contra el pueblo y éste no perdiera a su vez el respeto y el cariño hacia el ejército. San Martín, que proyectaba desde hacía algún tiempo un viaje a San Juan, resolvió realizarlo ahora, y presenciar la instalación del tribunal que debía entender en la causa.
El cabo Vega no había gozado de un solo momen­to de tranquilidad desde aquella noche fatal, y cuando le intimaron orden de prisión, estaba muy lejos de sentir la serenidad que aparentaba. Sin embargo, no se dio por perdido. Sabía que no podrían condenarle sin pruebas, y estaba persuadido de que nadie le había visto cometer el crimen.
Hábil y vivo, supo eludir las preguntas capciosas y refutar uno a uno a los testigos. Las palabras alusivas al crimen que le atribuían eran, sin duda, divagaciones causadas por la embriaguez: había visto un incendio antes de ir a la pulpería, había oído la voz de la bruja y en su cerebro se formaría, probablemente, alguna asociación de ideas que no recordaba, pero que no eran pruebas concluyentes en su contra. En cuanto a sus manos ensangren-tadas, repitió la explicación dada a los camaradas.
A pesar de la sagacidad de los jueces y de las presunciones que estaban en contra suya, no se inmutó, defendiéndose con tanta habilidad, que el tribunal en un momento pensó sobreseer por falta de pruebas.
Se hizo el silencio: la decisión se acercaba.
La sesión se había prolongado hasta muy entrada la noche. Nadie se movía en la sala. En la calle todo estaba quieto; ni el más leve soplo de viento entraba por las puertas abiertas.
Entonces, en medio de esa calma momentánea, resonó en los aires la carcajada fantástica de la bruja.
Vega no tuvo tiempo para dominar una fuerte y repentina impresión. Su rostro se tornó color ceniza; todo su aplomo le abandonó al experimentar, de improviso y con terrible intensidad la emoción del momento del crimen. Su turbación y el cambio repentino de actitud fueron tan grandes, que no pudieron menos de llamar la atención. El presidente del tribunal le dirigió una pregunta que ya antes le había hecho, y Vega respondió contradiciéndose: quiso rectificarse, se confundió, se enredó más y más, y acabó por confesarse culpable.
Despejadas todas las dudas, el tribunal, después de una deliberación secreta, pronunció contra el cabo Vega, convicto y confeso de incendiario, la sentencia de muerte.

Cuento argentino

1.062. Eflein (Ada Maria)

[1] Nombre que se da a cierta lechuza.

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