-¿Qué tiene esa pared?
Levanté también la vista y
miré. No había nada. La pared estaba lisa, fría y totalmente blanca. Sólo
arriba, cerca del techo, estaba oscurecida por falta de luz.
Otro a su vez alzó los ojos y
los mantuvo un momento inmóviles y bien abiertos, como cuando se desea decir
algo que no se acierta a expresar.
-¿P... pared? -formuló al
rato.
Esto sí; torpeza y
sonambulismo de las ideas, cuánto es posible.
-No es nada -contesté. Es la
mancha hiptálmica.
-¿Mancha?
-… hiptálmica. La mancha
hiptálmica. Éste es mi dormitorio. Mi mujer dormía de aquel lado... ¡Qué dolor
de cabeza!... Bueno. Estábamos casados desde hacía siete meses y anteayer
murió. ¿No es esto?... Es la mancha hiptálmica. Una noche mi mujer se despertó
sobresaltada.
-¿Qué dices? -le pregunté
inquieto.
-¡Qué sueño más raro! -me
respondió, angustiada aún.
-¿Qué era?
-No sé, tampoco... Sé que era
un drama; un asunto de drama... Una cosa oscura y honda... ¡Qué lástima!
-¡Trata de acordarte, por
Dios! -la insté, vivamente interesado. Ustedes me conocen como hombre de teatro…
Mi mujer hizo un esfuerzo.
-No puedo… No me acuerdo más
que del título: La mancha tele... hita... ¡hiptálmica! Y la cara atada
con un pañuelo blanco.
-¿Qué?...
-Un pañuelo blanco en la cara... La mancha hiptálmica
-¡Raro! -murmuré, sin
detenerme un segundo más a pensar en aquello.
Pero días después mi mujer
salió una mañana del dormitorio con la cara atada. Apenas la vi, recordé
bruscamente y vi en sus ojos que ella también se había acordado. Ambos
soltamos la carcajada.
-¡Si... sí! -se reía. En
cuanto me puse el pañuelo, me acordé...
-¿Un diente?..
—No sé; creo que sí...
Durante el día bromeamos aún
con aquello, y de noche mientras mi mujer se desnudaba, le grité de
pronto desde el comedor:
-A que no...
-¡Sí! ¡La mancha hiptálmica! -me
contestó riendo. Me eché a reír a mi vez, y durante quince días vivimos en
plena locura de amor.
Después de este lapso de
aturdimiento sobrevino un período de amorosa inquietud, el sordo y mutuo acecho
de un disgusto que no llegaba y que se ahogó por fin en explosiones de
radiante y furioso amor.
Una tarde, tres o cuatro
horas después de almorzar, mi mujer, no encontrándome, entró en su cuarto y
quedó sorprendida al ver los postigos cerrados. Me vio en la cama, extendido
como un muerto.
-¡Federico! -gritó corriendo
a mí.
No contesté una palabra, ni
me moví. ¡Y era ella, mi mujer! ¿Entienden ustedes?
-¡Déjame! -me desasí con
rabia, volviéndome a la pared.
Durante un rato no oí nada.
Después, sí: los sollozos de mi mujer, el pañuelo hundido hasta la mitad en la
boca.
Esa noche cenamos en
silencio. No nos dijimos una palabra, hasta que a las diez mi mujer me
sorprendió en cuclillas delante del ropero, doblando con extremo cuidado, y pliegue
por pliegue, un pañuelo blanco.
-¡Pero desgraciado! -Exclamó
desesperada, alzándome la cabeza. ¡Qué haces!
¡Era ella, mi mujer! Le
devolví el abrazo, en plena e íntima boca.
-¿Qué hacía? -le respondí.
Buscaba una explicación justa a lo que nos está pasando.
-Federico... amor mío... -murmuró.
Y la ola de locura nos
envolvió de nuevo.
Desde el comedor oí que ella
-aquí mismo- se desvestía. Y aullé con amor:
-¿A que no?...
-¡Hiptálmica, hiptálmica!
respondió riendo y desnudándose a toda prisa.
Cuando entré, me sorprendió
el silencio considerable de este dormitorio. Me acerqué sin hacer ruido y miré.
Mi mujer estaba acostada, el rostro completamente hinchado y blanco. Tenía
atada la cara con un pañuelo.
Corrí suavemente la colcha
sobre la sábana, me acosté en el borde de la cama, y crucé las manos bajo la
nuca.
No había aquí ni un crujido
de ropa ni, una trepidación lejana. Nada. La llama de la vela ascendía como
aspirada por el inmenso silencio.
Pasaron horas y horas. Las
paredes, blancas y frías, se oscurecían progresivamente hacia el techo... ¿Qué
es eso? No sé...
Y alcé de nuevo los ojos. Los
otros hicieron lo mismo y los mantuvieron en la pared por dos o tres siglos. Al
fin los sentí pesadamente fijos en mí.
-¿Usted nunca ha estado en el
manicomio? -me dijo uno.
-No que yo sepa... -respondí.
-¿Y en presidio?
-Tampoco, hasta ahora...
-Pues tenga cuidado, porque
va a concluir en uno u otro.
-Es posible... perfectamente
posible... -repuse procurando dominar mi confusión de ideas.
Salieron.
Estoy seguro de que han ido a
denunciarme, y acabo de tenderme en el diván: como el dolor de cabeza continúa,
me he atado la cara con un pañuelo blanco.
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