La canoa se deslizaba
costeando el bosque, o lo que podía parecer bosque en aquella oscuridad. Más
por instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad, pues las
tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las manos del
remero y subían hasta el cenit. El hombre conocía bastante bien su río, para no
ignorar dónde se hallaba; pero en tal noche y bajo amenaza de lluvia, era muy
distinto atracar entre tacuaras punzantes o pajonales podridos, que en su
propio puertito. Y Subercasaux no iba solo en la canoa.
La atmósfera estaba cargada a
un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el rostro, se hallaba un
poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y distintas, sonaban en la
canoa algunas gotas.
Subercasaux alzó los ojos,
buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la fisura de un
relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo trueno.
Lluvia para toda la noche -pensó.
Y volviéndose a sus acompañantes, que se mantenían mudos en popa:
-Pónganse las capas -dijo
brevemente-. Y sujétense bien.
En efecto, la canoa avanzaba
ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de babor se había
deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un remo,
Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse cinco metros de
la costa podía cruzar y recruzar toda la noche delante de su puerto, sin lograr
verlo.
Bordeando literalmente el
bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las gotas caían ahora más
densas, pero también con mayor intermitencia. Cesaban bruscamente, como si
hubieran caído no se sabe de dónde. Y recomenzaban otra vez, grandes, aisladas
y calientes, para cortarse de nuevo en la misma oscuridad y la misma depresión
de atmósfera.
-Sujétense bien -repitió
Subercasaux a sus dos acompañantes. Ya hemos llegado.
En efecto, acababa de
entrever la escotadura de su puerto. Con dos vigorosas remadas lanzó la canoa
sobre la greda, y mientras sujetaba la embarcación al piquete, sus dos
silenciosos acompañantes saltaban a tierra, la que a pesar de la oscuridad se
distinguía bien, por hallarse cubierta de miríadas de gusanillos luminosos que
hacían ondular el piso con sus fuegos rojos y verdes.
Hasta lo alto de la barranca,
que los tres viajeros treparon bajo la lluvia, por fin uniforme y maciza, la
arcilla empapada fosforeció. Pero luego las tinieblas los aislaron de nuevo; y
entre ellas, la búsqueda del sulky que habían dejado caído sobre las varas.
La frase hecha: "No se
ve ni las manos puestas bajo los ojos", es exacta. Y en tales noches, el
momentáneo fulgor de un fósforo no tiene otra utilidad que apretar enseguida la
tiniebla mareante, hasta hacernos perder el equilibrio.
Hallaron, sin embargo, el
sulky, más no el caballo. Y dejando de guardia junto a una rueda a sus dos
acompañantes, que, inmóviles bajo el capuchón caído, crepitaban de lluvia,
Subercasaux fue espinándose hasta el fondo de la picada, donde halló a su
caballo naturalmente enredado en las riendas.
No había Subercasaux empleado
más de veinte minutos en buscar y traer al animal; pero cuando al orientarse en
las cercanías del sulky con un:
-¿Están ahí, chiquitos? -oyó:
-Si, piapiá.
Subercasaux se dio por
primera vez cuenta exacta, en esa noche, de que los dos compañeros que había
abandonado a la noche y a la lluvia eran sus dos hijos, de cinco y seis años,
cuyas cabezas no alcanzaban al cubo de la rueda, y que, juntitos y chorreando
esperaban tranquilos a que su padre volviera.
Regresaban por fin a casa,
contentos y charlando. Pasados los instantes de inquietud o peligro, la voz de
Subercasaux era muy distinta de aquella con que hablaba a sus chiquitos cuando
debía dirigirse a ellos como a hombres. Su voz había bajado dos tonos; y nadie
hubiera creído allí, al oír la ternura de las voces, que quien reía entonces
con las criaturas era el mismo hombre de acento duro y breve de media hora
antes. Y quienes en verdad dialogaban ahora eran Subercasaux y su chica, pues
el varoncito -el menor-se había dormido en las rodillas del padre.
Subercasaux se levantaba
generalmente al aclarar; y aunque lo hacía sin ruido, sabía bien que en el
cuarto inmediato su chico, tan madrugador como él, hacía rato que estaba con
los ojos abiertos esperando sentir a su padre para levantarse. Y comenzaba
entonces la invariable fórmula de saludo matinal de uno a otro cuarto:
-¡Buen día, piapiá!
-¡Buen día, mi hijito
querido!
-¡Buen día, piapiacito
adorado!
-¡Buen día, corderito sin
mancha!
-¡Buen día, ratoncito sin
cola!
-¡Coatecito mío!
-¡Piapiá tatucito!
-¡Carita de gato!
-¡Colita de víbora!
Y en este pintoresco estilo,
un buen rato más. Hasta que, ya vestidos, se iban a tomar café bajo las
palmeras en tanto que la mujercita continuaba durmiendo como una piedra, hasta
que el sol en la cara la despertaba.
Subercasaux, con sus dos
chiquitos, hechura suya en sentimientos y educación, se consideraba el padre
más feliz de la tierra.
Pero lo había conseguido a costa de dolores más duros de los
que suelen conocer los hombres casados.
Bruscamente, como sobrevienen
las cosas que no se conciben por su aterradora injusticia, Subercasaux perdió a
su mujer. Quedó de pronto solo, con dos criaturas que apenas lo conocían, y en
la misma casa por él construida y por ella arreglada, donde cada clavo y cada
pincelada en la pared eran un agudo recuerdo de compartida felicidad.
Supo al día siguiente al
abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la ropa blanca de su
mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar.
Conoció la necesidad
perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el último
rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él
escritas a su mujer, y que ella guardaba desde novia con más amor que sus
trajes de ciudad. Y esa misma tarde supo, por fin, lo que es retener en los
brazos, deshecho al fin de sollozos, a una criatura que pugna por desasirse
para ir a jugar con el chico de la cocinera.
Duro, terriblemente duro
aquello... Pero ahora reía con sus dos cachorros que formaban con él una sola
persona, dado el modo curioso como Subercasaux educaba a sus hijos.
Las criaturas, en efecto, no
temían a la oscuridad, ni a la soledad, ni a nada de lo que constituye el
terror de los bebés criados entre las polleras de la madre. Más de una vez,
la noche cayó sin que Subercasaux hubiera vuelto del río, y las criaturas
encendieron el farol de viento a esperarlo sin inquietud. O se despertaban
solos en medio de una furiosa tormenta que los enceguecía a través de los
vidrios, para volverse a dormir enseguida, seguros y confiados en el regreso de
papá.
No temía a nada, sino a lo
que su padre les advertía debían temer; y en primer grado, naturalmente,
figuraban las víboras. Aunque libres, respirando salud y deteniéndose a mirarlo
todo con sus grandes ojos de cachorros alegres, no hubieran sabido qué hacer un
instante sin la compañía del padre. Pero si éste, al salir, les advertía que
iba a estar tal tiempo ausente, los chicos se quedaban entonces contentos a
jugar entre ellos. De igual modo, si en sus mutuas y largas andanzas por el
monte o el río, Subercasaux debía alejarse minutos u horas, ellos improvisaban
enseguida un juego, y lo aguardaban indefectiblemente en el mismo lugar,
pagando así, con ciega y alegre obediencia, la confianza que en ellos
depositaba su padre.
Galopaban a caballo por su
cuenta, y esto desde que el varoncito tenía cuatro años. Conocían perfectamente
-como toda criatura libre-el alcance de sus fuerzas, y jamás lo sobrepasaban.
Llegaban a veces, solos, hasta el Yabebirí, al acantilado de arenisca rosa.
-Cerciórense bien del
terreno, y siéntense después -le había dicho su padre.
El acantilado se alza
perpendicular a veinte metros de un agua profunda y umbría que refresca las
grietas de su base. Allá arriba, diminutos, los chicos de Subercasaux se
aproximaban tanteando las piedras con el pie. Y seguros, por fin, se sentaban a
dejar jugar las sandalias sobre el abismo.
Naturalmente, todo esto lo
había conquistado Subercasaux en etapas sucesivas y con las correspondientes
angustias.
-Un día se mata un chico -decíase-.
Y por el resto de mis días pasaré preguntándome si tenía razón al educarlos
así.
Sí, tenía razón. Y entre los
escasos consuelos de un padre que queda solo con huérfanos, es el más grande el
de poder educar a los hijos de acuerdo con una sola línea de carácter.
Subercasaux era, pues, feliz,
y las criaturas sentíanse entrañable-mente ligadas a aquel hombrón que jugaba
horas enteras con ellos, les enseñaba a leer en el suelo con grandes letras
rojas y pesadas de minio y les cosía las rasgaduras de sus bombachas con sus
tremendas manos endurecidas.
De coser bolsas en el Chaco,
cuando fue allá plantador de algodón, Subercasaux había conservado la costumbre
y el gusto de coser. Cosía su ropa, la de sus chicos, las fundas del revólver,
las velas de su canoa, todo con hilo de zapatero y a puntada por nudo. De modo
que sus camisas podían abrirse por cualquier parte menos donde él había puesto
su hilo encerado.
En punto a juegos, las
criaturas estaban acordes en reconocer en su padre a un maestro,
particularmente en su modo de correr en cuatro patas, tan extraordinario que
los hacía enseguida gritar de risa.
Como, a más de sus
ocupaciones fijas, Subercasaux tenía inquietudes experimentales, que cada tres
meses cambiaban de rumbo, sus hijos, constantemente a su lado, conocían una
porción de cosas que no es habitual conozcan las criaturas de esa edad. Habían
visto -y ayudado a veces-a disecar animales, fabricar creolina, extraer caucho
del monte para pegar sus impermeables; habían visto teñir las camisas de su
padre de todos los colores, construir palancas de ocho mil kilos para estudiar
cementos; fabricar superfosfatos, vino de naranja, secadoras de tipo Mayfarth,
y tender, desde el monte al bungalow, un alambre carril suspendido a diez
metros del suelo, por cuyas vagonetas los chicos bajaban volando hasta la casa.
Por aquel tiempo había
llamado la atención de Subercasaux un yacimiento o filón de arcilla blanca que
la última gran bajada del Yabebirí dejara a descubierto. Del estudio de dicha
arcilla había pasado a las otras del país, que cocía en sus hornos de cerámica -naturalmente,
construido por él-. Y si había de buscar índices de cocción, vitrificación y
demás, con muestras amorfas, prefería ensayar con cacharros, caretas y animales
fantásticos, en todo lo cual sus chicos lo ayudaban con gran éxito.
De noche, y en las tardes muy
oscuras del temporal, entraba la fábrica en gran movimiento. Subercasaux
encendía temprano el horno, y los ensayistas, encogidos por el frío y
restregándose las manos, sentábanse a su calor a modelar.
Pero el horno chico de
Subercasaux levantaba fácilmente mil grados en dos horas, y cada vez que a este
punto se abría su puerta para alimentarlo, partía del hogar albeante un
verdadero golpe de fuego que quemaba las pestañas. Por lo cual los ceramistas
retirábanse a un extremo del taller, hasta que el viento helado que filtraba
silbando por entre las tacuaras de la pared los llevaba otra vez, con mesa y
todo, a caldearse de espaldas al horno.
Salvo las piernas desnudas de
los chicos, que eran las que recibían ahora las bocanadas de fuego, todo
marchaba bien. Subercasaux sentía debilidad por los cacharros prehistóricos; la
nena modelaba de preferencia sombreros de fantasía, y el varoncito hacía,
indefectible-mente, víboras.
A veces, sin embargo, el
ronquido monótono del horno no los animaba bastante, y recurrían entonces al
gramófono, que tenía los mismos discos desde que Subercasaux se casó y que los
chicos habían aporreado con toda clase de púas, clavos, tacuaras y espinas que
ellos mismos aguzaban. Cada uno se encargaba por turno de administrar la
máquina, lo cual consistía en cambiar automáticamente de disco sin levantar
siquiera los ojos de la arcilla y reanudar enseguida el trabajo. Cuando habían
pasado todos los discos, tocaba a otro el turno de repetir exactamente lo
mismo. No oían ya la música, por resaberla de memoria; pero les entretenía el
ruido.
A la diez los ceramistas
daban por terminada su tarea y se levantaban a proceder por primera vez al
examen crítico de sus obras de arte, pues antes de haber concluido todos no se
permitía el menor comentario. Y era de ver, entonces, el alborozo ante las
fantasías ornamentales de la mujercita y el entusiasmo que levantaba la obstinada
colección de víboras del nene. Tras lo cual Subercasaux extinguía el fuego del
horno, y todos de la mano atravesaban corriendo la noche helada hasta su casa.
Tres días después del paseo
nocturno que hemos contado, Subercasaux quedó sin sirvienta; y este incidente,
ligero y sin consecuencias en cualquier otra parte, modificó hasta el extremo
la vida de los tres desterrados.
En los primeros momentos de
su soledad, Subercasaux había contado para criar a sus hijos con la ayuda de
una excelente mujer, la misma cocinera que lloró y halló la casa demasiado sola
a la muerte de su señora.
Al mes siguiente se fue, y
Subercasaux pasó todas las penas para reemplazarla con tres o cuatro hoscas
muchachas arrancadas al monte y que sólo se quedaban tres días por hallar
demasiado duro el carácter del patrón.
Subercasaux, en efecto, tenía
alguna culpa y lo reconocía. Hablaba con las muchachas apenas lo necesario para
hacerse entender; y lo que decía tenía precisión y lógica demasiado masculinas.
Al barrer aquéllas el comedor, por ejemplo, les advertía que barrieran también
alrededor de cada pata de la
mesa. Y esto, expresado brevemente, exasperaba y cansaba a
las muchachas.
Por el espacio de tres meses
no pudo obtener siquiera una chica que le lavara los platos. Y en estos tres
meses Subercasaux aprendió algo más que a bañar a sus chicos.
Aprendió, no a cocinar,
porque ya lo sabía, sino a fregar ollas con la misma arena del patio, en
cuclillas y al viento helado, que le amorataba las manos. Aprendió a
interrumpir a cada instante sus trabajos para correr a retirar la leche del
fuego o abrir el horno humeante, y aprendió también a traer de noche tres
baldes de agua del pozo -ni uno menos-para lavar su vajilla.
Este problema de los tres
baldes ineludibles constituyó una de sus pesadillas, y tardó un mes en darse
cuenta de que le eran indispensables. En los primeros días, naturalmente, había
aplazado la limpieza de ollas y platos, que amontonaba uno al lado de otro en
el suelo, para limpiarlos todos juntos. Pero después de perder una mañana
entera en cuclillas raspando cacerolas quemadas (todas se quemaban), optó por
cocinar-comer-fregar, tres sucesivas cosas cuyo deleite tampoco conocen los
hombres casados.
No le quedaba, en verdad,
tiempo para nada, máxime en los breves días de invierno. Subercasaux había
confiado a los chicos el arreglo de las dos piezas, que ellos desempeñaban bien
que mal. Pero no se sentía él mismo con ánimo suficiente para barrer el patio,
tarea científica, radial, circular y exclusivamente femenina, que, a pesar de
saberla Subercasaux base del bienestar en los ranchos del monte, sobrepasaba su
paciencia.
En esa suelta arena sin
remover, convertida en laboratorio de cultivo por el tiempo cruzado de lluvias
y sol ardiente, los piques se propagaron de tal modo que se los veía trepar por
los pies descalzos de los chicos. Subercasaux, aunque siempre de stromboot,
pagaba pesado tributo a los piques. Y rengo casi siempre, debía pasar una hora
entera después de almorzar con los pies de su chico entre las manos, en el
corredor y salpicado de lluvia o en el patio cegado por el sol. Cuando concluía
con el varoncito, le tocaba el turno a sí mismo; y al incorporarse por fin,
curvaturado, el nene lo llamaba porque tres nuevos piques le habían taladrado a
medias la piel de los pies.
La mujercita parecía inmune,
por ventura; no había modo de que sus uñitas tentaran a los piques, de diez de
los cuales siete correspondían de derecho al nene y sólo tres a su padre. Pero
estos tres resultaban excesivos para un hombre cuyos pies eran el resorte de su
vida montés.
Los piques son, por lo
general, más inofensivos que las víboras, las uras y los mismos barigüis.
Caminan empinados por la piel, y de pronto la perforan con gran rapidez, llegan
a la carne viva, donde fabrican una bolsita que llenan de huevos. Ni la
extracción del pique o la nidada suelen ser molestas, ni sus heridas se echan a
perder más de lo necesario. Pero de cien piques limpios hay uno que aporta una
infección, y cuidado entonces con ella.
Subercasaux no lograba reducir
una que tenía en un dedo, en el insignificante meñique del pie derecho. De un
agujerillo rosa había llegado a una grieta tumefacta y dolorosísima, que
bordeaba la uña. Yodo ,
bicloruro, agua oxigenada, formol, nada había dejado de probar. Se calzaba, sin
embargo, pero no salía de casa, y sus inacabables fatigas de monte se reducían
ahora, en las tardes de lluvia, a lentos y taciturnos paseos alrededor del
patio, cuando al entrar el sol el cielo se despejaba y el bosque, recortado a
contraluz como sombra chinesca, se aproximaba en el aire purísimo hasta tocar
los mismos ojos.
Subercasaux reconocía que en
otras condiciones de vida habría logrado vencer la infección, la que sólo pedía
un poco de descanso. El herido dormía mal, agitado por escalofríos y vivos
dolores en las altas horas. Al rayar el día, caía por fin en un sueño
pesadísimo, y en ese momento hubiera dado cualquier cosa por quedar en cama
hasta las ocho siquiera. Pero el nene seguía en invierno tan madrugador como en
verano, y Subercasaux se levantaba achuchado a encender el primus y preparar el
café. Luego el almuerzo, el restregar ollas. Y por diversión, al mediodía, la
inacabable historia de los piques de su chico.
-Esto no puede continuar así -acabó
por decirse Subercasaux-. Tengo que conseguir a toda costa una muchacha.
Pero ¿cómo? Durante sus años
de casado esta terrible preocupación de la sirvienta había constituido una de
sus angustias periódicas. Las muchachas llegaban y se iban, como lo hemos
dicho, sin decir por qué, y esto cuando había una dueña de casa. Subercasaux
abandonaba todos sus trabajos y por tres días no bajaba del caballo, galopando
por las picadas desde Apariciocué a San Ignacio, tras de la más inútil muchacha
que quisiera lavar los pañales. Un mediodía, por fin, Subercasaux desembocaba
del monte con una aureola de tábanos en la cabeza y el pescuezo del caballo
deshilado en sangre; pero triunfante. La muchacha llegaba al día siguiente en
ancas de su padre, con un atado; y al mes justo se iba con el mismo atado, a
pie. Y Subercasaux dejaba otra vez el machete o la azada para ir a buscar su
caballo, que ya sudaba al sol sin moverse.
Malas aventuras aquellas, que
le habían dejado un amargo sabor y que debían comenzar otra vez. ¿Pero hacia
dónde?
Subercasaux había ya oído en
sus noches de insomnio el tronido lejano del bosque, abatido por la lluvia. La primavera
suele ser seca en Misiones, y muy lluvioso el invierno. Pero cuando el régimen
se invierte -y de esperar en el clima de Misiones-, las nubes precipitan en
tres meses un metro de agua, de los mil quinientos milímetros que deben caer en
el año.
Hallábanse ya casi sitiados.
El Horqueta, que corta el camino hacia la costa del Paraná, no ofrecía entonces
puente alguno y sólo daba paso en el vado carretero, donde el agua caía en espumoso
rápido sobre piedras redondas y movedizas, que los caballos pisaban
estremecidos. Esto, en tiempos normales; porque cuando el riacho se ponía a
recoger las aguas de siete días de temporal, el vado quedaba sumergido bajo
cuatro metros de agua veloz, estirada en hondas líneas que se cortaban y
enroscaban de pronto en un remolino. Y los pobladores del Yabebirí, detenidos a
caballo ante el pajonal inundado, miraban pasar venados muertos, que iban
girando sobre sí mismos. Y así por diez o quince días.
El Horqueta daba aún paso
cuando Subercasaux se decidió a salir; pero en su estado, no se atrevía a
recorrer a caballo tal distancia. Y en el fondo, hacia el arroyo del Cazador,
¿qué podía hallar?
Recordó entonces a un
muchachón que había tenido una vez, listo y trabajador como pocos, quien le
había manifestado riendo, el mismo día de llegar, y mientras fregaba una sartén
en el suelo, que él se quedaría un mes, porque su patrón lo necesitaba; pero ni
un día más, porque ese no era un trabajo para hombres. El muchacho vivía en la
boca del Yabebirí, frente a la isla del Toro; lo cual representaba un serio
viaje, porque si el Yabebirí se desciende y se remonta jugando, ocho horas
continuas de remo aplastan los dedos de cualquiera que ya no está en tren.
Subercasaux se decidió, sin
embargo. Y a pesar del tiempo amenazante, fue con sus chicos hasta el río, con
el aire feliz de quien ve por fin el cielo abierto. Las criaturas besaban a
cada instante la mano de su padre, como era hábito en ellos cuando estaban muy
contentos. A pesar de sus pies y el resto, Subercasaux conservaba todo su ánimo
para sus hijos; pero para éstos era cosa muy distinta atravesar con su piapiá
el monte enjambrado de sorpresas y correr luego descalzos a lo largo de la
costa, sobre el barro caliente y elástico del Yabebirí.
Allí les esperaba lo ya
previsto: la canoa llena de agua, que fue preciso desagotar con el achicador
habitual y con los mates guardabichos que los chicos llevaban siempre en
bandolera cuando iban al monte.
La esperanza de Subercasaux
era tan grande que no se inquietó lo necesario ante el aspecto equívoco del
agua enturbiada, en un río que habitualmente da fondo claro a los ojos hasta
dos metros.
-Las lluvias -pensó-no se han
obstinado aún con el sudeste... Tardará un día o dos en crecer.
Prosiguieron trabajando.
Metidos en el agua a ambos lados de la canoa, baldeaban de firme. Subercasaux,
en un principio, no se había atrevido a quitarse las botas, que el lodo
profundo retenía al punto de ocasionarle buenos dolores al arrancar el pie.
Descalzóse, por fin, y con los pies libres y hundidos como cuñas en el barro
pestilente, concluyó de agotar la canoa, la dio vuelta y le limpió los fondos,
todo en dos horas de febril actividad.
Listos, por fin, partieron.
Durante una hora la canoa se deslizó más velozmente de lo que el remero hubiera
querido. Remaba mal, apoyado en un solo pie, y el talón desnudo herido por el
filo del soporte. Y asimismo avanzaba a prisa, porque el Yabebirí corría ya.
Los palitos hinchados de burbujas, que comenzaban a orlear los remansos, y el
bigote de las pajas atracadas en un raigón hicieron por fin comprender a
Subercasaux lo que iba a pasar si demoraba un segundo en virar de proa hacia su
puerto.
Sirvienta, muchacho,
¡descanso, por fin!..., nuevas esperanzas perdidas. Remó, pues, sin perder una
palada. Las cuatro horas que empleó en remontar, torturado de angustias y
fatiga, un río que había descendido en una hora, bajo una atmósfera tan
enrarecida que la respiración anhelaba en vano, sólo él pudo apreciarlas a
fondo. Al llegar a su puerto, el agua espumosa y tibia había subido ya dos
metros sobre la playa. Y
por la canal bajaban a medio hundir ramas secas, cuyas puntas emergían y se
hundían balanceándose.
Los viajeros llegaron al
bungalow cuando va estaba casi oscuro, aunque eran apenas las cuatro, y a
tiempo que el cielo, con un solo relámpago desde el cenit al río, descargaba
por fin su inmensa provisión de agua. Cenaron enseguida y se acostaron
rendidos, bajo el estruendo del cinc que el diluvio martilló toda la noche con
implacable violencia.
Al rayar el día, un hondo
escalofrío despertó al dueño de casa. Hasta ese momento había dormido con
pesadez de plomo. Contra lo habitual, desde que tenía el dedo herido, apenas le
dolía el pie, no obstante las fatigas del día anterior. Echóse encima el
impermeable tirado en el respaldo de la cama, y trató de dormir de nuevo.
Imposible. El frío lo
traspasaba. El hielo interior irradiaba hacia afuera, y todos los poros
convertidos en agujas de hielo erizadas, de lo que adquiría noción al mínimo
roce con su ropa. Apelotonado, recorrido a lo largo de la médula espinal por
rítmicas y profundas corrientes de frío, el enfermo vio pasar las horas sin
lograr calentarse. Los chicos, felizmente, dormían aún.
-En el estado en que estoy no
se hacen pavadas como la de ayer -se repetía-. Estas son las consecuencias.
Como un sueño lejano, como
una dicha de inapreciable rareza que alguna vez poseyó, se figuraba que podía
quedar todo el día en cama, caliente y descansando, por fin, mientras oía en la
mesa el ruido de las tazas de café con leche que la sirvienta -aquella primera
gran sirvienta-servía a los chicos...
¡Quedar en cama hasta las
diez, siquiera!... En cuatro horas pasaría la fiebre, y la misma cintura no le
dolería tanto... ¿Qué necesitaba, en suma, para curarse? Un poco de descanso,
nada más. Él mismo se lo había repetido diez veces...
Y el día avanzaba, y el
enfermo creía oír el feliz ruido de las tazas, entre las pulsaciones profundas
de su sien de plomo. ¡Qué dicha oír aquel ruido!... Descansaría un poco, por
fin...
-¡Piapiá!
-Mi hijo querido...
-¡Buen día, piapiacito
adorado! ¿No te levantaste todavía? Es tarde, piapiá.
-Sí, mi vida, ya me estaba
levantando...
Y Subercasaux se vistió a
prisa, echándose en cara su pereza, que lo había hecho olvidar del café de sus
hijos.
El agua había cesado, por
fin, pero sin que el menor soplo de viento barriera la humedad ambiente. A
mediodía la lluvia recomenzó, la lluvia tibia, calma y monótona, en que el
valle del Horqueta, los sembrados y los pajonales se diluían en una brumosa y
tristísima napa de agua.
Después de almorzar, los
chicos se entretuvieron en rehacer su provisión de botes de papel que habían
agotado la tarde anterior... hacían cientos de ellos, que acondicionaban unos
dentro de otros como cartuchos, listos para ser lanzados en la estela de la
canoa, en el próximo viaje. Subercasaux aprovechó la ocasión para tirarse un
rato en la cama, donde recuperó enseguida su postura de gatillo, manteniéndose
inmóvil con las rodillas subidas hasta el pecho.
De nuevo, en la sien, sentía
un peso enorme que la adhería a la almohada, al punto de que ésta parecía
formar parte integrante de su cabeza. ¡Qué bien estaba así! ¡Quedar uno, diez,
cien días sin moverse! El murmullo monótono del agua en el cinc lo arrullaba, y
en su rumor oía distintamente, hasta arrancarle una sonrisa, el tintineo de los
cubiertos que la sirvienta manejaba a toda prisa en la cocina. ¡Qué sirvienta
la suya!... Y oía el ruido de los platos, docenas de platos, tazas y ollas que
las sirvientas -¡eran diez ahora!-raspaban y flotaban con rapidez vertiginosa.
¡Qué gozo de hallarse bien caliente, por fin, en la cama, sin ninguna, ninguna
preocupación!... ¿Cuándo, en qué época anterior había él soñado estar enfermo,
con una preocupación terrible?... ¡Qué zonzo había sido!... Y qué bien se está
así, oyendo el ruido de centenares de tazas limpísimas...
-¡Piapiá!
-Chiquita...
-¡Ya tengo hambre, piapiá!
-Sí, chiquita; enseguida...
Y el enfermo se fue a la
lluvia a aprontar el café a sus hijos.
Sin darse cuenta precisa de
lo que había hecho esa tarde, Subercasaux vio llegar la noche con hondo
deleite. Recordaba, sí, que el muchacho no había traído esa tarde la leche, y
que él había mirado un largo rato su herida, sin percibir en ella nada de
particular.
Cayó en la cama sin
desvestirse siquiera, y en breve tiempo la fiebre lo arrebató otra vez. El
muchacho que no había llegado con la leche... ¡Qué locura! ...
Con sólo unos días de
descanso, con unas horas nada más, se curaría. ¡Claro! ¡Claro!. .. Hay una
justicia a pesar de todo... Y también un poquito de recompensa... para quien
había querido a sus hijos como él... Pero se levantaría sano. Un hombre puede
enfermarse a veces... y necesitar un poco de descanso. ¡Y cómo descansaba
ahora, al arrullo de la lluvia en el cinc!... ¿Pero no habría pasado un mes
ya?... Debía levantarse.
El enfermo abrió los ojos. No
veía sino tinieblas, agujereadas por puntos fulgurantes que se retraían e
hinchaban alternativamente, avanzando hasta sus ojos en velocísimo vaivén.
"Debo de tener fiebre
muy alta" -se dijo el enfermo.
Y encendió sobre el velador
el farol de viento. La mecha, mojada, chisporroteó largo rato, sin que
Subercasaux apartara los ojos del techo. De lejos, lejísimos, llegábale el
recuerdo de una noche semejante en que él se hallaba muy, muy enfermo... ¡Qué
tontería!... Se hallaba sano, porque cuando un hombre nada más que cansado
tiene la dicha de oír desde la cama el tintineo vertiginoso del servicio en la
cocina, es porque la madre vela por sus hijos...
Despertóse de nuevo. Vio de
reojo el farol encendido, y tras un concentrado esfuerzo de atención, recobró
la conciencia de sí mismo.
En el brazo derecho, desde el
codo a la extremidad de los dedos, sentía ahora un dolor profundo. Quiso
recoger el brazo y no lo consiguió. Bajó el impermeable, y vio su mano lívida,
dibujada de líneas violáceas, helada, muerta. Sin cerrar los ojos, pensó un
rato en lo que aquello significaba dentro de sus escalofríos y del roce de los
vasos abiertos de su herida con el fango infecto del Yabebirí, y adquirió
entonces, nítida y absoluta, la comprensión definitiva de que todo él también
se moría -que se estaba muriendo.
Hízose en su interior un gran
silencio, como si la lluvia, los ruidos y el ritmo mismo de las cosas se hubieran
retirado bruscamente al infinito. Y como si estuviera ya desprendido de sí
mismo, vio a lo lejos de un país un bungalow totalmente interceptado de todo
auxilio humano, donde dos criaturas, sin leche y solas, quedaban abandonadas de
Dios y de los hombres, en el más inicuo y horrendo de los desamparos.
Sus hijitos...
Se hallaba ahora bien,
perfectamente bien, descansando.-
Con un supremo esfuerzo
pretendió arrancarse a aquella tortura que le hacía palpar hora tras hora, día
tras día, el destino de sus adoradas criaturas. Pensaba en vano: la vida tiene
fuerzas superiores que nos escapan... Dios provee...
"¡Pero no tendrán que
comer!" -gritaba tumultuosamente su corazón. Y él quedaría allí mismo
muerto, asistiendo a aquel horror sin precedentes...
Mas, a pesar de la lívida luz
del día que reflejaba la pared, las tinieblas recomenzaban a absorberlo otra
vez con sus vertiginosos puntos blancos, que retrocedían y volvían a latir en
sus mismos ojos... ¡Sí! ¡Claro! ¡Había soñado! No debiera ser permitido soñar
tales cosas... Ya se iba a levantar, descansado.
-¡Piapiá!... ¡Piapiá!... ¡Mi
piapiacito querido!
-Mi hijo...
-¿No te vas a levantar hoy,
piapiá? Es muy tarde. ¡Tenemos mucha hambre, piapiá!
-Mi chiquito... No me voy a
levantar todavía... Levántense ustedes y coman galleta... Hay dos todavía en la lata... Y vengan
después.
-¿Podemos entrar ya, piapiá?
-No, querido mío... Después
haré el café... Yo los voy a llamar.
Oyó aún las risas y el
parloteo de sus chicos que se levantaban, y después de un rumor in crescendo,
un tintineo vertiginoso que irradiaba desde el centro de su cerebro e iba a
golpear en ondas rítmicas contra su cráneo dolorosísimo. Y nada mas oyó.
Abrió otra vez los ojos, y al
abrirlos sintió que su cabeza caía hacia la izquierda con una facilidad que le
sorprendió. No sentía ya rumor alguno. Sólo una creciente dificultad sin
penurias para apreciar la distancia a que estaban los objetos... Y la boca muy
abierta para respirar.
-Chiquitos... Vengan
enseguida...
Precipitadamente, las
criaturas aparecieron en la puerta entreabierta; pero ante el farol encendido y
la fisonomía de su padre, avanzaron mudos y los ojos muy abiertos.
El enfermo tuvo aún el valor
de sonreír, y los chicos abrieron más los ojos ante aquella mueca.
-Chiquitos -les dijo Subercasaux,
cuando los tuvo a su lado-. Óiganme bien, chiquitos míos, porque ustedes son ya
grandes y pueden comprender todo... Voy a morir, chiquitos... Pero no se
aflijan... Pronto van a ser ustedes hombres, y serán buenos y honrados... Y se
acordarán entonces de su piapiá... Comprendan bien, mis hijitos queridos...
Dentro de un rato me moriré, y ustedes no tendrán más padre... Quedarán solitos
en casa... Pero no se asusten ni tengan miedo... Y ahora, adiós, hijitos
míos... Me van a dar ahora un beso…Un beso cada uno... Pero ligero,
chiquitos... Un beso... a su piapiá...
-Pero ligero, chiquitos... Un
beso...
Las criaturas salieron sin
tocar la puerta entreabierta y fueron a detenerse en su cuarto, ante la
llovizna del patio. No se movían de allí. Sólo la mujercita, con una vislumbre
de la extensión de lo que acababa de pasar, hacía a ratos pucheros con el brazo
en la cara, mientras el nene rascaba distraído el contramarco, sin comprender.
Ni uno ni otro se atrevían a
hacer ruido.
Pero tampoco les llegaba el
menor ruido del cuarto vecino, donde desde hacía tres horas su padre, vestido y
calzado bajo el impermeable, yacía muerto a la luz del farol.
1.044. Quiroga (Horacio)
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