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martes, 24 de diciembre de 2013

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. I

Hace muchos años, vivía en una al­dea un zapatero con su mujer y con sus hijos. Había alquilado una habita­ción en casa de un mujik, ya que no poseía casa ni tierras, y apenas ganaba para mantener a los suyos. El pan es­taba caro, el trabajo mal pagado; se co­mían todo lo que ganaba el zapatero, que sólo tenía, para él y para su mujer, una pelliza muy raída. Llevaba dos años buscando dinero para poder comprar pie­les de carnero con que hacerse una pe­lliza nueva.
Al llegar el otoño del segundo año, había conseguido reunir tres rublos que la mujer guardaba en un cofre. Además, en la aldea vecina, le debían cinco ru­blos y veinte copecks. Una mañana, el zapatero decidió ir a comprar las pieles. Se puso la chaqueta de su mujer y en­cima un caftán de paño, guardó en el bolsillo los tres rublos, cogió su bastón y, después de desayunar, se fué.
"Cobraré los cinco rublos que me debe el mujik -pensó. Añadiré los tres que tengo y compraré las pieles para la pelliza: "
Al llegar a la aldea, se dirigió a la casa del mujik, pero no estaba en casa. La mujer del mujik le prometió que éste le llevaría el dinero aquella misma semana; pero no le dió ni un copeck.
En la otra casa le aseguraron que no tenían con qué pagarle y sólo le dieron veinte copecks por un remiendo. El za­patero decidió comprar las pieles a cré­dito; pero el comerciante no quiso fiarle.
-Cuando traigas el dinero, podrás escoger lo que te convenga -le dijo. Sabemos lo que cuesta cobrar luego.
El pobre zapatero no consiguió nada. Aparte de los veinte copecks, sólo le dieron un par de valenki[1] para arre­glar. Desalentado, se fué a la taberna se gastó en beber los veinte copecks; y sin haber comprado las pieles, empren­dió el camino de regreso. Por la maña­na había tenido frío; pero, después de haber bebido, entró en calor sin necesi­dad de pelliza. Caminaba de prisa, gol­peando con el bastón la tierra endure­cida por la helada. Se sentía alegre y, dando vueltas a los valenki, murmuraba: "Tengo calor sin pelliza; es porque he bebido un poco; tengo el vientre lleno de vino. ¿De qué me serviría una pe­lliza nueva? Si olvido mi miseria, estoy bien. ¡Estoy hecho un buen mozo! ¿Qué importa lo demás? Puedo vivir muy bien sin pelliza; me pasaré sin ella toda la vida. Pero hay una cosa: mi mujer se entristecerá mucho, y con motivo. Uno trabaja para ellos, corre, suda, sufre y, encima, tiene que oír: "¿No traes di­nero? Pues vete al diablo." ¿Qué se pue­de hacer con veinte copecks? Gastarlos en beber en la taberna, eso es todo. Y lue­go le dicen a uno: "¡La miseria!" ¡Allá ellos con su miseria! ¿Qué podría decir yo de la mía? Ellos tienen casa, anima­les, y de todo. ¿Y yo? Sólo me tengo a mí mismo. Ellos comen el pan que les producen sus tierras; yo tengo que comprarlo. No tengo más remedio que reunir tres rublos a la semana. Y cuan­do llego a casa... ya se han comido el pan, y hay que gastar otro rublo y medio. ¡Si me pagaran lo que me deben!"
Así fué como llegó el zapatero hasta la pequeña iglesia, que estaba en un re­codo del camino. Detrás de ella le pa­reció ver una cosa blanca. Estaba- ano­checiendo, y el zapatero no distinguía bien.
“¿Qué es lo que hay ahí? En este lugar no había ninguna piedra blanca. ¿Será una vaca? No, no parece una vaca. A juzgar por la cabeza, se creería que es un hombre. Pero ¿por qué es tan blanco? ¿Y, por qué iba a estar un hombre ahí?"
Semión se acercó y distinguió clara­mente lo que era. ¡Qué sorprendente! En efecto, era un hombre. ¿Vivo o muerto? Completamente en cueros, es­taba sentado, inmóvil, apoyándose con­tra el muro de la iglesia. El zapatero sintió miedo.
"Lo han matado, lo han despojado de sus ropas y lo han dejado aquí -pen­só. Si me encuentran a su lado, nunca veré el fin de mis desdichas."
El zapatero se alejó rápidamente, de­jando atrás la iglesia. Ya no veía al hom­bre. Pero, al cabo de un rato, no pudo menos de volver la cabeza: el hombre ya no estaba apoyado en el muro, se movía y hasta le pareció, que lo miraba fijamente.
Cada vez más asustado, el zapatero se persignó, preguntándose si debía volver o huir.
"Si me acerco, puede ocurrirme algo malo -pensó. ¿Quién sabe qué clase de hombre será? Es sospechoso haberlo encontrado aquí; tal vez se me eche encima y no pueda escaparme. Aunque no me matara, podría ponerme en un atolladero. ¿Cómo dejar a un hombre desnudo? Sin embargo, no me es posi­ble quitarme la ropa para vestirlo. ¡Dar­le mi único traje! ¡Dios me libre!
El zapatero echó a andar más de pri­sa. Pero de repente se detuvo, recrimi­nándose: "Semión: ¿qué haces? Un hombre muere abandonado; y tú tienes miedo y huyes. ¿Es que te has enrique­cido? ¿Temes que te arrebaten tus te­soros? ¡Vamos, Semión, eso no está bien! "

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)



[1] Botas de fieltro.

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