Era por la mañana. Sabía que era por la mañana
sólo porque Gerasim se había ido y el lacayo Pyotr había entrado, apagado las
bujías, descorrido una de las cortinas y empezado a poner orden en la
habitación sin hacer ruido. Nada importaba que fuera mañana o tarde, viernes o
domingo, ya que era siempre igual: el dolor acerado, torturante, que no cesaba
un momento; la conciencia de una vida que se escapaba inexorablemente, pero que
no se extinguía; la proximidad de esa horrible y odiosa muerte, única realidad;
y siempre esa mentira. ¿Qué significaban días, semanas, horas, en tales
circunstancias?
-¿Tomará té el señor? «Necesita que todo se haga
debidamente y quiere que los señores tomen su té por la mañana» -pensó Iván
Ilich y sólo dijo:
-No.
-¿No desea el señor pasar al sofá? «Necesita
arreglar la habitación y le estoy estorbando. Yo soy la suciedad y el desorden»
-pensaba, y sólo dijo:
-No. Déjame.
El criado siguió removiendo cosas. Iván Ilich
alargó la mano. Pyotr se acercó servicialmente.
-¿Qué desea el señor?
-Mi reloj.
Pyotr cogió el reloj, que estaba al alcance de la
mano, y se lo dio a su amo.
-Las ocho y media. ¿No se han levantado todavía?
-No, señor, salvo Vasili Ivanovich (el hijo) que
ya se ha ido a clase. Praskovya Fyodorovna me ha mandado despertarla si el
señor preguntaba por ella. ¿Quiere que lo haga?
-No. No hace falta. -«Quizá debiera tomar té», se
dijo. Sí, tráeme té.
Pyotr se dirigió a la puerta, pero a Iván Ilich
le aterraba quedarse solo. «¿Cómo retenerle aquí? Sí, con la medicina.»
-Pyotr, dame la medicina. -«Quizá la medicina me
ayude todavía». Tomó una cucharada y la sorbió. «No, no me ayuda. Todo esto no
es más que una bobada, una superchería -decidió cuando se dio cuenta del
conocido, empalagoso e irremediable sabor. No, ahora ya no puedo creer en ello.
Pero el dolor, ¿por qué este dolor? ¡Si al menos cesase un momento!»
Y lanzó un gemido. Pyotr se volvió para mirarle.
-No. Anda y tráeme el té.
Salió Pyotr. Al quedarse solo, Iván Ilich empezó
a gemir, no tanto por el dolor físico, a pesar de lo atroz que era, como por la
congoja mental que sentía. «Siempre lo mismo, siempre estos días y estas noches
interminables. iSi viniera más de prisa! ¿Si viniera qué más de prisa?
¿La muerte, la tiniebla? ¡No, no! ¡Cualquier cosa es mejor que la muerte!»
Cuando Pyotr volvió con el té en una bandeja,
Iván Ilich le estuvo mirando perplejo un rato, sin comprender quién o qué era.
A Pyotr le turbó esa mirada y esa turbación volvió a Iván Ilich en su acuerdo.
-Sí -dijo-, el té... Bien, ponlo ahí. Pero
ayúdame a lavarme y ponerme una camisa limpia.
E Iván Ilich empezó a lavarse. Descansando de vez
en cuando se lavó las manos, la cara, se limpió los dientes, se peinó y se miró
en el espejo. Le horrorizó lo que vio. Le horrorizó sobre todo ver cómo el pelo
se le pegaba, lacio, a la frente pálida.
Cuando le cambiaban de camisa se dio cuenta de
que sería mayor su horror si veía su cuerpo, por lo que no lo miró. Por fin
acabó aquello. Se puso la bata, se arropó en una manta y se sentó en el sillón
para tomar el té. Durante un momento se sintió más fresco, pero tan pronto como
empezó a sorber el té volvió el mismo mal sabor y el mismo dolor. Concluyó con
dificultad de beberse el té, se acostó estirando las piernas y despidió a
Pyotr.
Siempre lo mismo. De pronto brilla una chispa de
esperanza, luego se encrespa furioso un mar de desesperación, y siempre dolor,
siempre dolor, siempre congoja y siempre lo mismo. Cuando se quedaba solo y
horriblemente angustiado sentía el deseo de llamar a alguien, pero sabía de
antemano que delante de otros sería peor. «Otra dosis de morfina -y perder el
conocimiento-. Le diré al médico que piense en otra cosa. Es imposible,
imposible, seguir así.»
De ese modo pasaba una hora, luego otra. Pero
entonces sonaba la campanilla de la puerta. Quizá sea el médico. En efecto, es
el médico, fresco, animoso, rollizo, alegre, y con ese aspecto que parece
decir: «¡Vaya, hombre, está usted asustado de algo, pero vamos a remediarlo
sobre la marcha!» El médico sabe que ese su aspecto no sirve de nada aquí, pero
se ha revestido de él de una vez por todas y no puede desprenderse de él, como
hombre que se ha puesto el frac por la mañana para hacer visitas.
El médico se lava las manos vigorosamente y con
aire tranquilizante.
-¡Huy, qué frío! La helada es formidable. Deje
que entre un poco en calor -dice, como si bastara sólo esperar a que se calentase
un poco para arreglarlo todo. Bueno, ¿cómo va eso?
Iván Ilich tiene la impresión de que lo que el
médico quiere decir es «¿cómo va el negocio?», pero que se da cuenta de que no
se puede hablar así, y en vez de eso dice: «¿Cómo ha pasado la noche?»
Iván Ilich le mira como preguntando: «¿Pero es
que usted no se avergüenza nunca de mentir?» El médico, sin embargo, no quiere
comprender la pregunta, e Iván Ilich dice:
-Tan atrozmente como siempre. El dolor no se me
quita ni se me calma. Si hubiera algo...
-Sí, ustedes los enfermos son siempre lo mismo.
Bien, ya me parece que he entrado en calor. Incluso Praskovya Fyodorovna, que
es siempre tan escrupulosa, no tendría nada que objetar a mi temperatura.
Bueno, ahora puedo saludarle -y el médico estrecha la mano del enfermo.
Y abandonando la actitud festiva de antes, el
médico empieza con semblante serio a reconocer al enfermo, a tomarle el pulso y
la temperatura, y luego a palparle y auscultarle.
Iván Ilich sabe plena y firmemente que todo eso
es tontería y pura falsedad, pero cuando el médico, arrodillándose, se inclina
sobre él, aplicando el oído primero más arriba, luego más abajo, y con gesto
significativo hace por encima de él varios movimientos gimnásticos, el enfermo
se somete a ello como antes solía someterse a los discursos de los abogados,
aun sabiendo perfectamente que todos ellos mentían y por qué mentían.
De rodillas en el sofá, el médico está
auscultando cuando se nota en la puerta el frufrú del vestido de seda de
Praskovya Fyodorovna y se oye cómo regaña a Pyotr porque éste no le ha
anunciado la llegada del médico.
Entra en la habitación, besa al marido y al
instante se dispone a mostrar que lleva ya largo rato levantada y sólo por
incomprensión no estaba allí cuando llegó el médico.
Iván Ilich la mira, la examina de pies a cabeza,
echándole mentalmente en cara lo blanco, limpio y rollizo de sus brazos y su
cuello, lo lustroso de sus cabellos y lo brillante de sus ojos llenos de vida.
La detesta con toda el alma y el arrebato de odio que siente por ella le hace
sufrir cuando ella le toca.
Su actitud respecto a él y su enfermedad sigue
siendo la misma. Al igual que el médico, que adoptaba frente a su enfermo
cierto modo de proceder del que no podía despojarse, ella también había
adoptado su propio modo de proceder, a saber, que su marido no hacía lo que
debía, que él mismo tenía la culpa de lo que le pasaba y que ella se lo
reprochaba amorosamente. Y tampoco podía desprenderse de esa actitud.
-Ya ve usted que no me escucha y no toma la
medicina a su debido tiempo. Y, sobre todo, se acuesta en una postura que de
seguro no le conviene. Con las piernas en alto.
Y ella contó cómo él hacía que Gerasim le tuviera
las piernas levantadas.
El médico se sonrió con sonrisa mitad afable
mitad despectiva:
-¡Qué se le va a hacer! Estos enfermos se figuran
a veces niñerías como ésas, pero hay que perdonarles.
Cuando el médico terminó el reconocimiento, miró
su reloj, y entonces Praskovya Fyodorovna anunció a Iván Ilich que, por
supuesto, se haría lo que él quisiera, pero que ella había mandado hoy por un
médico célebre que vendría a reconocerle y a tener consulta con Mihail
Danilovich (que era el médico de cabecera).
-Por favor, no digas que no. Lo hago también por
mí misma -dijo ella con ironía, dando a entender que ella lo hacía todo por él
y sólo decía eso para no darle motivo de negárselo. Él calló y frunció el ceño.
Tenía la sensación de que la red de mentiras que le rodeaba era ya tan tupida
que era imposible sacar nada en limpio.
Todo cuanto ella hacía por él sólo lo hacía por
sí misma, y le decía que hacía por sí misma lo que en realidad hacía por sí
misma, como si ello fuese tan increíble que él tendría que entenderlo al revés.
En efecto, el célebre galeno llegó a las once y
media. Una vez más empezó la auscultación y, bien ante el enfermo o en otra
habitación, comenzaron las conversaciones significativas acerca del riñón y el
apéndice y las preguntas y respuestas, con tal aire de suficiencia que, de
nuevo, en vez de la pregunta real sobre la vida y la muerte que era la única
con la que Iván Ilich ahora se enfrentaba, de lo que hablaban era de que el
riñón y el apéndice no funcionaban correctamente y que ahora Mihail Danilovich
y el médico famoso los obligarían a comportarse como era debido.
El médico célebre se despidió con cara seria,
pero no exenta de esperanza, y a la tímida pregunta que le hizo Iván Ilich
levantando hacia él ojos brillantes de pavor y esperanza, contestó que había
posibilidad de restablecimiento, aunque no podía asegurarlo. La mirada de
esperanza con la que Iván Ilich acompañó al médico en su salida fue tan
conmovedora que, al verla, Praskovya Fyodorovna hasta rompió a llorar cuando
salió de la habitación con el médico para entregarle sus honorarios.
El destello de esperanza provocado por el
comentario estimulante del médico no duró mucho. El mismo aposento, los mismos
cuadros, las cortinas, el papel de las paredes, los frascos de medicina... todo
ello seguía allí, junto con su cuerpo sufriente y doliente. Iván Ilich empezó a
gemir. Le pusieron una inyección y se sumió en el olvido.
Anochecía ya cuando volvió en sí. Le trajeron la
comida. Con dificultad tomó un poco de caldo, y otra vez lo mismo, y llegaba la
noche.
Después de comer, a las siete, entró en la
habitación Praskovya Fyodorovna en vestido de noche, con el seno realzado por
el corsé y huellas de polvos en la cara. Ya esa mañana había recordado a su
marido que iban al teatro. Había llegado a la ciudad Sarah Bernhardt y la
familia tenía un palco que él había insistido en que tomasen. Iván Ilich se
había olvidado de eso y la indumentaria de ella le ofendió, pero disimuló su
irritación cuando cayó en la cuenta de que él mismo había insistido en que
tomasen el palco y asistiesen a la función porque sería un placer educativo y
estético para los niños.
Entró Praskovya Fyodorovna, satisfecha de sí
misma pero con una punta de culpabilidad. Se sentó y le preguntó cómo estaba,
pero él vio que preguntaba sólo por preguntar y no para enterarse, sabiendo que
no había nada nuevo de qué enterarse, y entonces empezó a hablar de lo que
realmente quería: que por nada del mundo iría al teatro, pero que habían tomado
un palco e iban su hija y Hélene, así como también Petrischev (juez de
instrucción, novio de la hija), y que de ningún modo podían éstos ir solos;
pero que ella preferiría con mucho quedarse con él un rato. Y que él debía seguir
las instrucciones del médico mientras ella estaba fuera.
-¡Ah, sí! Y Fyodor Petrovich (el novio) quisiera
entrar. ¿Puede hacerlo? ¿Y Liza?
-Que entren.
Entró la hija, también en vestido de noche, con
el cuerpo juvenil bastante en evidencia, ese cuerpo que en el caso de él tanto
sufrimiento le causaba. y ella bien que lo exhibía. Fuerte, sana, evidentemente
enamorada e irritada contra la enfermedad, el sufrimiento y la muerte porque
estorbaban su felicidad.
Entró también Fyodor Petrovich vestido de frac,
con el pelo rizado a la Capou ,
un cuello duro que oprimía el largo pescuezo fibroso, enorme pechera blanca
y con los fuertes muslos embutidos en unos pantalones negros muy ajustados.
Tenía puesto un guante blanco y llevaba la chistera en la mano.
Tras él, y casi sin ser notado, entró el colegial
en uniforme nuevo y con guantes, pobre chico. Tenía enormes ojeras, cuyo
significado Iván Ilich conocía bien.
Su hijo siempre le había parecido lamentable, y
ahora era penoso ver el aspecto timorato y condolido del muchacho. Aparte de
Gerasim, Iván Ilich creía que sólo Vasya le comprendía y compadecía.
Todos se sentaron y volvieron a preguntarle cómo
se sentía. Hubo un silencio. Liza preguntó a su madre dónde estaban los gemelos
y se produjo un altercado entre madre e hija sobre dónde los habían puesto.
Aquello fue desagradable.
Fyodor Petrovich preguntó a Iván Ilich si había
visto alguna vez a Sarah Bernhardt. Iván Ilich no entendió al principio lo que
se le preguntaba, pero luego contestó:
-No. ¿Usted la ha visto ya?
-Sí, en Adrienne Lecouvreur.
Praskovya Fyodorovna agregó que había estado
especialmente bien en ese papel. La hija dijo que no. Iniciose una conversación
acerca de la elegancia y el realismo del trabajo de la actriz -una conversación
que es siempre la misma.
En medio de la conversación Fyodor Petrovich miró
a Iván Ilich y quedó callado. Los otros le miraron a su vez y también guardaron
silencio. Iván Ilich miraba delante de sí con ojos brillantes, evidentemente
indignado con los visitantes. Era preciso rectificar aquello, pero imposible
hacerlo. Había que romper ese silencio de algún modo, pero nadie se atrevía a
intentarlo. Les aterraba que de pronto se esfumase la mentira convencional y
quedase claro lo que ocurría de verdad. Liza fue la primera en decidirse y
rompió el silencio, pero al querer disimular lo que todos sentían se fue de la
lengua.
-Pues bien, si vamos a ir ya es
hora de que lo hagamos -dijo mirando su reloj, regalo de su padre, y con una
tenue y significativa sonrisa al joven Fyodor Petrovich, acerca de algo que
sólo ambos sabían, se levantó haciendo crujir la tela de su vestido.
Todos se levantaron, se despidieron y se fueron.
Cuando hubieron salido le pareció a Iván Ilich que se sentía mejor: ya no había
mentira porque se había ido con ellos, pero se quedaba el dolor: el mismo dolor
y el mismo terror de siempre, ni más ni menos penoso que antes. Todo era peor.
Una vez más los minutos se sucedían uno tras
otro, las horas una tras otra. Todo seguía lo mismo, todo sin cesar, y lo más
terrible de todo era el fin inevitable.
-Sí, dile a Gerasim que venga -respondió a la
pregunta de Pyotr.
1.013. Tolstoi (Leon)
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