Iván Ilich vio que se moría y su desesperación
era continua. En el fondo de su ser sabía que se estaba muriendo, pero no sólo
no se habituaba a esa idea, sino que sencillamente no la comprendía ni podía
comprenderla.
El silogismo aprendido en la Lógica de
Kiezewetter: «Cayo es un ser humano, los seres humanos son mortales, por
consiguiente Cayo es mortal», le había parecido legítimo únicamente con
relación a Cayo, pero de ninguna manera con relación a sí mismo. Que Cayo -ser
humano en abstracto- fuese mortal le parecía enteramente justo; pero él no era
Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un hombre concreto, una criatura
distinta de todas las demás: él había sido el pequeño Vanya para su papá y su mamá,
para Mitya y Volodya, para sus juguetes, para el cochero y la niñera, y más
tarde para Katenka, con todas las alegrías y tristezas y todos los entusiasmos
de la infancia, la adolescencia y la juventud. ¿Acaso Cayo sabía algo del olor
de la pelota de cuero de rayas que tanto gustaba a Vanya? ¿Acaso Cayo besaba de
esa manera la mano de su madre? ¿Acaso el frufrú del vestido de seda de ella le
sonaba a Cayo de ese modo? ¿Acaso se había rebelado éste contra las
empanadillas que servían en la facultad? ¿Acaso Cayo se había enamorado así?
¿Acaso Cayo podía presidir una sesión como él la presidía?
Cayo era efectivamente mortal y era justo que
muriese, pero «en mi caso -se decía, en el caso de Vanya, de Iván Ilich, con
todas mis ideas y emociones, la cosa es bien distinta. y no es posible que
tenga que morirme. Eso sería demasiado horrible».
Así se lo figuraba. «Si tuviera que morir como
Cayo, habría sabido que así sería; una voz interior me lo habría dicho; pero
nada de eso me ha ocurrido. Y tanto yo como mis amigos entendimos que nuestro
caso no tenía nada que ver con el de Cayo. ¡Y ahora se presenta esto! -se dijo.
¡No puede ser! ¡No puede ser, pero es! ¿Cómo es posible? ¿Cómo entenderlo?»
Y no podía entenderlo. Trató de ahuyentar aquel
pensamiento falso, inicuo, morboso, y poner en su lugar otros pensamientos saludables
y correctos. Pero aquel pensamiento -y más que pensamiento la realidad misma-
volvía una vez tras otra y se encaraba con él.
Y para desplazar ese pensamiento convocó toda una
serie de otros, con la esperanza de encontrar apoyo en ellos. Intentó volver al
curso de pensamientos que anteriormente le habían protegido contra la idea de
la muerte. Pero -cosa rara- todo lo que antes le había servido de escudo, todo
cuanto le había ocultado, suprimido, la conciencia de la muerte, no producía
ahora efecto alguno. Últimamente Iván Ilich pasaba gran parte del tiempo en
estas tentativas de reconstituir el curso previo de los pensamientos que le
protegían de la muerte. A veces se decía: «Volveré a mi trabajo, porque al fin
y al cabo vivía de él.» Y apartando de sí toda duda, iba al juzgado, entablaba
conversación con sus colegas y, según costumbre, se sentaba distraído,
contemplaba meditabundo a la multitud, apoyaba los enflaquecidos brazos en los
del sillón de roble, y, recogiendo algunos papeles, se inclinaba hacia un
colega, también según costumbre, murmuraba algunas palabras con él, y luego,
levantando los ojos e irguiéndose en el sillón, pronunciaba las consabidas
palabras y daba por abierta la sesión. Pero de pronto, en medio de ésta, su
dolor de costado, sin hacer caso en qué punto se hallaba la sesión, iniciaba su
propia labor corrosiva. Iván Ilich concentraba su atención en ese dolor y
trataba de apartarlo de sí, pero el dolor proseguía su labor, aparecía, se
levantaba ante él y le miraba. Y él quedaba petrificado, se le nublaba la luz
de los ojos, y comenzaba de nuevo a preguntarse: «¿Pero es que sólo este dolor
es verdad?» y sus colegas y subordinados veían con sorpresa y amargura que él,
juez brillante y sutil, se embrollaba y equivocaba. Él se estremecía, procuraba
volver en su acuerdo, llegar de algún modo al final de la sesión y volverse a
casa con la triste convicción de que sus funciones judiciales ya no podían
ocultarle, como antes ocurría, lo que él quería ocultar; que esas labores no
podían librarle de aquello. y lo peor de todo era que aquello atraía
su atención hacia sí, no para que él tomase alguna medida, sino sólo para que
él lo mirase fijamente, cara a cara, lo mirase sin hacer nada y sufriese lo
indecible.
Y para librarse de esa situación, Iván Ilich
buscaba consuelo ocultándose tras otras pantallas, y, en efecto, halló nuevas
pantallas que durante breve tiempo parecían salvarle, pero que muy pronto se
vinieron abajo o, mejor dicho, se tomaron transparentes, como si aquello las
penetrase y nada pudiese ponerle coto.
En estos últimos tiempos solía entrar en la sala
que él mismo había arreglado -la sala en que había tenido la caída y a cuyo
acondicionamiento, ¡qué amargamente ridículo era pensarlo!, había sacrificado
su vida, porque él sabía que su dolencia había empezado con aquel golpe.
Entraba y veía que algo había hecho un rasguño en la superficie barnizada de la
mesa. Buscó la causa y encontró que era el borde retorcido del adorno de bronce
de un álbum. Cogía el costoso álbum, que él mismo había ordenado pulcramente, y
se enojaba por la negligencia de su hija y los amigos de ésta -bien porque el
álbum estaba roto por varios sitios o bien porque las fotografías estaban del
revés. Volvía a arreglarlas debidamente y a enderezar el borde del adorno.
Luego se le ocurría colocar todas esas cosas en
otro rincón de la habitación, junto a las plantas. Llamaba a un criado, pero
quienes venían en su ayuda eran su hija o su esposa. Éstas no estaban de
acuerdo, le contradecían, y él discutía con ellas y se enfadaba. Pero eso
estaba bien, porque mientras tanto no se acordaba de aquello, aquello era
invisible.
Pero cuando él mismo movía algo su mujer le
decía: «Deja que lo hagan los criados. Te vas a hacer daño otra vez.» y de
pronto aquello aparecía a través de la pantalla y él lo veía. Era una
aparición momentánea y él esperaba que se esfumara, pero sin querer prestaba
atención a su costado. «Está ahí continuamente, royendo como siempre.» y ya no podía
olvidarse de aquello, que le miraba abiertamente desde detrás de las
plantas. ¿A qué venía todo eso? «Y es cierto que fue aquí, por causa de esta
cortina, donde perdí la vida, como en el asalto a una fortaleza. ¿De veras?
¡Qué horrible y qué estúpido! ¡No puede ser verdad! ¡No puede serlo, pero lo
es!»
Fue a su despacho, se acostó y una vez más se
quedó solo con aquello: de cara a cara con aquello. Y no había
nada que hacer, salvo mirarlo y temblar.
1.013. Tolstoi (Leon)
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