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martes, 24 de diciembre de 2013

El padre sergio - Cap. III

Kasatski entró en el monasterio el día de la Intercesión.
El abad era un varón de noble familia y docto escritor, venerable por su rango como sucesor de los monjes de Valaquia, cuyas reglas les obligan a obedecer incondicionalmente al director espiritual y maestro que eligen. El abad era discípulo del venerable padre Ambrosio, de perdurable fama, discípulo a su vez de Macari, y éste, del venerable padre Leonid, quien lo fue de Paisi Velichkovski. A aquel abad se subordinó, como a padre espiritual suyo, Kasatski.
En el monasterio, además del sentimiento que experimentaba al tener conciencia de su superioridad sobre los demás, hallaba Kasatski íntimo gozo esforzándose por alcanzar el grado máximo de perfección en su vida monacal, tanto exterior como interiormente, del mismo modo que en todas sus demás empresas. Así como en el regimiento no sólo era un oficial impecable que hacía más de lo que se exigía y ampliaba el marco de su perfeccionamiento, en el monasterio se esforzaba también por ser perfecto: trabajaba siempre, era un religioso sobrio, humilde, limpio en el hacer y en el pensar, obe-diente. Esta última cualidad o grado de perfección era la que más lo ayudaba a encontrar llevadera la vida. No importaba que muchas de las reglas que debía observar en aquel monasterio, sumamente concurrido, no le gustaran y lo escandalizaran; todo se reducía a la nada por medio de la obediencia. «No es cosa mía razonar; mi obligación es obedecer, velando las sagradas reliquias, cantando en el coro o llevando las cuentas del servicio de hostería.» La obediencia a su venerable padre espiritual eliminaba la posibilidad de dudas en todos los terrenos. Sin esta obediencia, se habría sentido abrumado por la duración y la monotonía de los oficios religiosos, por el trajín de los visitantes y por otras particularidades de la hermandad monacal, pero gracias a esta virtud no sólo lo soportaba todo con alegría, sino que encontraba en ello gran apoyo y consuelo. «No sé por qué hace falta escuchar varias veces al día unas mismas preces, pero sé que es necesario, encuentro alegría en ello.» Su venerable padre espiritual le dijo que del mismo modo que se necesita alimento material para la conservación de la vida, hace falta el espiritual -el rezo en la iglesia-, a fin de sostener la vida del espíritu. Kasatski lo creía así, y realmente los oficios religiosos, aunque a veces le costara trabajo levantarse por la mañana, le proporcionaban indudable sosiego y alegría. Lo llenaba de contento el tener conciencia de su propia humildad y de saber indudablemente todos los actos que realizaba por indicación del padre espiritual. El interés de la vida estribaba no sólo en subordinar cada vez más plenamente la propia voluntad, en alcanzar una humildad cada día mayor, sino en todas las virtudes cristianas que al principio le parecieron fácilmente asequibles. Cedió sus bienes a su hermana y no lo sentía. No era perezoso. No le resultaba difícil humillarse ante los inferiores; antes bien, le proporcionaba un íntimo gozo. Incluso le era fácil vencer el pecado de concupiscencia, tanto de la gula como de la lujuria. Su padre espiritual lo puso en guardia sobre todo contra este pecado, y Kasatski se alegraba de estar limpio de él.
Sólo lo torturaba el recuerdo de la novia. No se trataba del mero recuerdo, sino de la viva representación de lo que habría podido ocurrir. A pesar suyo, se le venía a la memoria una favorita del soberano, más tarde casada y convertida en una magnífica esposa y madre de familia. Su marido ocupaba un alto cargo, tenía influencia y honores, amén de una buena y arrepentida esposa.
Cuando se hallaba en buena disposición de ánimo, estos pensamientos no lo conturbaban. Si entonces lo recordaba se sentía contento de haberse librado de aquellas tentaciones. Pero había momentos en que de pronto todo cuanto constituía la razón de su vida se esfumaba y él dejaba de verlo aún sin dejar de creer en ello. Entonces era incapaz de evocar en su interior esa razón de su vivir y se apoderaban de él los recuerdos y -horrible es decirlo -se arrepentía de haber abrazado la vida monacal.
En esta situación lo único que podía salvarlo era la obediencia, el trabajo y los rezos en el transcurso de toda la jornada. Rezaba como siempre, se prosternaba, incluso rezaba más que otros días, pero lo que rezaba era el cuerpo sin alma. Eso duraba un día, a veces dos, y luego pasaba. Pero ese día o esos dos días eran terribles. Kasatski sentía que no se encontraba bajo su propio poder ni bajo el de Dios, sino bajo algún poder extraño. Lo único que podía hacer y realmente hacía era lo que le aconsejaba su venerable padre espiritual para contenerse: no emprender nada y esperar. En realidad, durante esos días, Kasatski no vivía según su voluntad propia, sino según la de su padre espiritual, y en esta situación hallaba un particular sosiego.
Así vivió Kasatski siete años en aquel monasterio. A finales del tercer año, fue tonsurado y ordenado sacerdote con el nombre de Sergio. La ordenación constituyó un importante acontecimiento en la vida interior de Sergio, quien si antes experimentaba gran consuelo y elevación espiritual cuando comulgaba, después que tuvo ocasión de oficiar él mismo, el acto del ofertorio lo sumía en un estado de excelsa beatitud. Luego, este sentimiento fue debilitándose, y, cuando tuvo que celebrar la misa en un estado de depresión espiritual, comprendió que aquel estado de éxtasis acabaría por desaparecer. En efecto, este sentimiento se hizo más débil, pero quedó como una costumbre.
Al séptimo año, la vida del monasterio lo aburría. Todo cuanto podía aprender allí lo había aprendido. Todo cuanto era necesario alcanzar lo había alcanzado. Allí no le quedaba nada que hacer.
El estado de letargo en que se encontraba se hacía cada día más sensible. En el transcurso de estos años murió su madre y se casó Meri. Ambas noticias lo dejaron indiferente. Toda su atención, todos sus intereses, se hallaban concentrados en su vida interior.
En el cuarto año de su monacato, el obispo tuvo para él muchas palabras de encomio, y su venerable padre espiritual le dijo que no debería de negarse a admitir algún cargo elevado si se lo ofrecían. Entonces se encendió en él la ambición monástica, ese estado de ánimo que tanto le había disgustado en los monjes. Lo destinaron a un monasterio cercano a la capital. Quería renunciar a ese destino, pero su padre espiritual le ordenó aceptarlo. Sergio así lo hizo. Se despidió de su superior y se trasladó al otro monasterio.
El paso a la abadía de la capital fue un notable acontecimiento en la vida del padre Sergio. Se encontró allí con tentaciones de todo género y para vencerlas tuvo que poner en juego todas sus fuerzas.
En el anterior monasterio la seducción de la mujer lo atormentaba poco. En cambio aquí, esta tentación alcanzó una fuerza terrible, llegando incluso a adquirir forma determinada. Una señora conocida por su poca recomendable conducta empezó a mostrarse obsequiosa con Sergio. Habló con él y le rogó que la visitara. Sergio se negó rotundamente, pero quedó horrorizado ante la inequívoca fuerza de su deseo. Se asustó tanto, que se lo contó por carta a su padre espiritual, pero esto le pareció poco. Llamó a un joven novicio y, venciendo la enorme vergüenza que lo embargaba, le confesó su debilidad y le rogó que lo vigilara, y que no lo dejara ir a ningún sitio, excepción hecha de los oficios divinos y de los actos de penitencia.
Constituía además gran motivo de escándalo para Sergio el hecho de que el abad de ese monasterio, hombre de mundo, muy listo, que estaba haciendo una brillante carrera eclesiástica, le era sumamente antipático. Por más que luchara consigo mismo, Sergio no podía vencer esa antipatía. Se sometía, pero en el fondo de su alma no cesaba de censurarlo. Y este mal sentimiento estalló.
Fue en el segundo año de su estancia en el nuevo monasterio. He aquí lo que sucedió. Con motivo de las fiestas de Intercesión, se celebraban las vísperas en la iglesia mayor. El templo estaba muy concurrido. Oficiaba el propio abad. El padre Sergio se había entregado al rezo en su lugar habitual, pero estaba torturado por la lucha que en él solía desencadenarse durante los oficios religiosos, especialmente en la iglesia mayor, cuando no oficiaba. Se debía esta lucha a la irritación que le producían los señores y, especialmente, las damas que allí acudían. Sergio se esforzaba por no verlos, por no advertir lo que pasaba en torno suyo. No quería ver cómo un militar acompañaba a unas damas abriéndose paso entre la gente, ni cómo otros se hacían señas mirando a los monjes, a menudo a él mismo y a otro monje conocido por su distinguido porte y hermosas facciones. Era como si pusiera anteojeras a su atención a fin de obligarse a no ver más que la llama de los cirios junto al iconostasio, las imágenes sagradas y los sacerdotes que oficiaban; a no oír nada excepto las palabras del rezo, cantadas o recitadas, y a no experimentar ningún sentimiento que no fuera el de abandono de sí mismo en el cumplimiento del deber, como lo experimentaba siempre al oír las oraciones tantas veces oídas y repetir anticipadamente sus palabras.
Estaba, pues, de pie, inclinándose profundamente, persignándose cuando el ritual lo prescribía, luchando consigo mismo, entregándose al frío raciocinio o ahogando conscientemente en su interior sentimientos e ideas, cuando se le acercó el tesorero de su abadía, el padre Nikodim, otro gran motivo de escándalo para el padre Sergio, que lo tachaba, a pesar suyo, de adulador servil del abad. El padre Nikodim saludó a Sergio con una profunda reverencia y le dijo que el abad lo llamaba. Sergio recogió el manteo, se puso el bonete y avanzó con sumo cuidado entre la multitud que llenaba el templo.
-Lise, regardez à droite, c´est lui1 -se oyó que decía una voz de mujer.
-Où, où? It n´est pas tellement beau.2
El padre Sergio sabía que hablaban de él. Oyó lo que decían y, como siempre que se sentía tentado, repitió: «y no permitas que caigamos en la tentación». Bajó la cabeza y la mirada, dejó atrás el ambón, cedió el paso a los canocarcas que vestidos con sus albas llegaban en ese momento delante del iconostasio, y entró en el altar por la puerta del lado norte. Como de costumbre, hizo una reverencia inclinándose hasta la cintura ante el icono. Luego, sin pronunciar palabra, levantó la cabeza en dirección al abad, cuya figura había visto con el rabillo del ojo junto a otra vestida de gala. El abad, de pie junto a la pared, puestas las vestiduras sagradas, se frotaba los galones de la casulla apoyando sus cortos y rollizos brazos sobre su prominente abdomen. Se sonreía hablando con un militar que vestía uniforme de general y llevaba varias condecoraciones y charreteras, de las que enseguida se dio cuenta el padre Sergio, con su mirada experta en estas cuestiones. El general pertenecía al séquito del emperador y había sido comandante del regimiento en que Sergio había prestado sus servicios. Ahora, por lo visto, era una persona muy influyente, y el padre Sergio advirtió en seguida que el abad lo sabía y se alegraba, razón por la cual tenía radiante la roja y gorda cara. El padre Sergio se sintió herido y amargado, y esa sensación fue todavía mayor cuando oyó de labios del abad que éste lo había llamado porque el general tenía mucha curiosidad por ver, como él mismo decía, a su antiguo compañero de servicio militar.
-Estoy muy contento de verlo a usted en figura de ángel -le dijo el general alargándole la mano. Espero que no haya olvidado usted a un antiguo camarada.
El rostro del abad, encarnado y sonriente en el marco de sus canas, como aprobando las palabras del general; la cara acicalada y satisfecha de éste, el olor a vino que de su boca se desprendía y el olor a tabaco de sus patillas, acabaron con la ecuanimidad del padre Sergio, quien se inclinó una vez más ante el abad y dijo:
-Reverendo padre, ¿ha tenido a bien llamarme? -tanto la expresión de su cara como su actitud añadían: ¿para que?
El abad dijo:
-Le he llamado para que se entreviste con el general.
-Reverendo padre, me aparté del mundo para librarme de las tentaciones -replicó palideciendo y con los labios temblorosos. ¿Por qué me somete usted a ellas aquí, durante las horas del rezo y en el templo de Dios?
-Vete, vete -le dijo el abad, irritado y frunciendo el seño.
Al otro día el padre Sergio pidió perdón al abad y a los demás hermanos por su orgullo, pero después de haber pasado la noche rezando, creyó que debía abandonar la abadía. Escribió en este sentido a su padre espiritual, suplicándole que le permitiera volver a su lado. Le dijo que se sentía débil e incapaz de luchar contra las tentaciones, solo, sin su ayuda. Y se arrepentía de su pecado de orgullo. El siguiente correo le trajo la respuesta. Su padre espiritual le decía que todo el mal estaba en su orgullo. El arranque de cólera que había sufrido -proseguía el padre espiritual- se debía a que al humillarse y renunciar a los honores no había obrado por amor de Dios, sino por orgullo, como diciendo, fíjense en mí, no necesito nada. Por este motivo no pudo soportar el acto del abad: «ya ven, he renunciado a todo por amor a Dios y ahora me muestran como si fuera un animal raro».
«Si hubieras despreciado la gloria por amor a Dios, lo habrías soportado. Aún no has ahogado en ti el orgullo mundano. He pensado en ti, hijo mío, Sergio, he rezado, y he aquí lo que Dios me dicta: vive como hasta ahora y sométete. Acabo de enterarme de que ha muerto en santidad el anacoreta Hilarión, después de vivir dieciocho años en su celda. El abad del monasterio de Tambino me ha preguntado si sé de algún hermano que quiera vivir allí. En esto me llega tu carta. Preséntate al padre Paisi, en el monasterio de Tambino, y pídele que te deje ocupar la celda vacía. Por mi parte ya le escribiré. No es que puedas tú sustituir a Hilarión, pero necesitas la soledad para vencer tu orgullo. Que Dios te bendiga.»
Sergio obedeció a su padre espiritual. Enseñó la carta al abad y, obtenido el permiso correspondiente, se dirigió hacia la celda solitaria de Tambino, después de haber hecho entrega de todos sus bártulos a la abadía.
El superior de la comunidad de Tambino, excelente persona, procedente de una familia de mercaderes, acogió, tranquilo y sencillo, al padre Sergio y lo instaló en la celda de Hilarión, poniendo a su servicio un hermano lego, si bien luego lo dejó solo, atendiendo al ruego del propio Sergio. La celda era una cueva abierta en la montaña. Allí mismo, en la parte posterior, se había enterrado a Hilarión. En la parte anterior había un nicho con un jergón de paja para dormir, una mesita y una estantería para las imágenes sagradas y los libros. Junto a la puerta exterior, que se cerraba, había una tablita en la que una vez al día un monje del monasterio dejaba el alimento.
Y el padre Sergio se hizo ermitaño.

 1.013. Tolstoi (Leon)

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