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martes, 24 de diciembre de 2013

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. IV

-Si este hombre fuera bueno, no iría completamente desnudo; por lo menos, llevaría camisa. Y si hubieras hecho. una buena acción al recogerlo, me habrías di­icho dónde lo encontraste.
-¡Pues no hace rato que quiero de­círteló! Cuando pasaba delante de la iglesia, vi a este muchacho, completa­mente desnudo. Se estaba helando. Ya sabes que no estamos en verano. Ha sido Dios quien me ha puesto en su camino. Si no lo hubiera encontrado, se habría muerto esta noche. ¿Qué iba a hacer? Lo he vestido como he podido y lo he traído a casa. Tranquilízate, Ma­triona; es un pecado ponerse así. Todos hemos de morir.
Matriona abrió la boca para replicar. De repente miró al desconocido y no pudo decir nada. El muchacho permane­cía inmóvil, sentado en el banco. Su pecho se alzaba agitado. Era como si hi­ciera grandes esfuerzos para no ahogarse. Tenía las manos cruzadas sobre las ro­dillas, la cabeza baja y los ojos cerra­dos.
Semión preguntó, dulcemente:
-Matriona, ¿es que Dios ya no está en tu corazón?
Al oír estas palabras, la mujer miró al desconocido, que había alzado los ojos hacia ella; y se sintió emocionada. En­tonces se dirigió a la estufa, para pre­parar la cena. Puso en la mesa una es­cudilla, kvas y el último pan.
-Come -dijo.
Semión empujó al muchacho, hacia la mesa.
-Acércate, hermano.
El desconocido partió un trozo de pan, lo mojó y se puso a comer.
Matriona se sentó al otro extremo de la mesa; y, apoyando la barbilla entre las manos, se quedó mirando al foraste­ro. La embargaba una gran compasión; y se dió cuenta de que lo amaba. Inme­diatamente, el desconocido se puso más alegre y sonrió, mirando a la pobre mu­jer.
Cuando hubo comido, Matriona des­pejó la mesa y le preguntó:
-¿De dónde eres?
-No soy de aquí.
-¿Por qué estabas al lado de la iglesia?
-No puedo decirlo.
-¿Quién te quitó la ropa?
-Dios me castigó.
-¿Estabas completamente desnudo?
-Sí, y me estaba helando; Semión me vió y tuvo compasión de mí: me puso un caftán y me dijo que viniera con él. También tú te has apiadado de mi miseria: me has dado de comer y beber. ¡Que Dios os bendiga!
Levantándose, Matriona abrió el co­fre y sacó una vieja camisa que había remendado para que Semión se la pu­siera al día siguiente. Tomó unos cal­zones, viejos también; y dando ambas prendas al joven forastero, le dijo, dul­cemente:
-Veo que no tienes camisa, ponte ésta. Acuéstate donde quieras, en el ban­co o encima de la estufa.
Después de quitarse el caftán, el des­conocido se puso los calzones y la ca­misa, y se echó en el banco. Matriona apagó la vela y, cogiendo el caftán, se echó en la estufa, junto a Semión. Se arropó con el caftán, pero no pudo con­ciliar el sueño. Estaba preocupada por el desconocido. Además, pensaba que se habían comido todo el pan, que al día siguiente les haría falta y que había dado los calzones y la camisa de Se­mión. Estaba triste e inquieta. Pero al recordar la sonrisa del desconocido, se estremeció de alegría. Durante largo rato no pudo dormirse. Semión tampoco dor­mía.
-Semión -dijo la mujer tirando del caftán.
-¿Qué?
-Nos hemos comido todo el pan. No he amasado hoy. ¿Qué haremos maña­na? ¿Tendré que pedir prestado a Me­lania?
-Ya nos arreglaremos. No nos fal­tará qué comer.
Reinó el silencio.
-Este hombre parece bueno. ¿Por qué no nos dice quién es?
-Seguramente, se lo han prohibido.
-¡Semión!
-¿Qué?
-Nosotros damos, pero nadie nos da.
El zapatero no supo qué contestar.
-¡No hables más! -exclamó, volvién­dose hacia el otro lado.
Poco después, Matriona y Semión se quedaron dormidos.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

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