-Si este hombre fuera
bueno, no iría completamente desnudo; por lo menos, llevaría camisa. Y si
hubieras hecho. una buena acción al recogerlo, me habrías diicho dónde lo
encontraste.
-¡Pues no hace rato que
quiero decírteló! Cuando pasaba delante de la iglesia, vi a este muchacho,
completamente desnudo. Se estaba helando. Ya sabes que no estamos en verano.
Ha sido Dios quien me ha puesto en su camino. Si no lo hubiera encontrado, se
habría muerto esta noche. ¿Qué iba a hacer? Lo he vestido como he podido y lo
he traído a casa. Tranquilízate, Matriona; es un pecado ponerse así. Todos
hemos de morir.
Matriona abrió la boca
para replicar. De repente miró al desconocido y no pudo decir nada. El
muchacho permanecía inmóvil, sentado en el banco. Su pecho se alzaba agitado.
Era como si hiciera grandes esfuerzos para no ahogarse. Tenía las manos
cruzadas sobre las rodillas, la cabeza baja y los ojos cerrados.
Semión preguntó,
dulcemente:
-Matriona, ¿es que Dios
ya no está en tu corazón?
Al oír estas palabras, la
mujer miró al desconocido, que había alzado los ojos hacia ella; y se sintió
emocionada. Entonces se dirigió a la estufa, para preparar la cena. Puso en
la mesa una escudilla, kvas y el
último pan.
-Come -dijo.
Semión empujó al
muchacho, hacia la mesa.
-Acércate, hermano.
El desconocido partió un
trozo de pan, lo mojó y se puso a comer.
Matriona se sentó al otro
extremo de la mesa; y, apoyando la barbilla entre las manos, se quedó mirando
al forastero. La embargaba una gran compasión; y se dió cuenta de que lo
amaba. Inmediatamente, el desconocido se puso más alegre y sonrió, mirando a
la pobre mujer.
Cuando hubo comido,
Matriona despejó la mesa y le preguntó:
-¿De dónde eres?
-No soy de aquí.
-¿Por qué estabas al lado
de la iglesia?
-No puedo decirlo.
-¿Quién te quitó la ropa?
-Dios me castigó.
-¿Estabas completamente
desnudo?
-Sí, y me estaba helando;
Semión me vió y tuvo compasión de mí: me puso un caftán y me dijo que viniera
con él. También tú te has apiadado de mi miseria: me has dado de comer y beber.
¡Que Dios os bendiga!
Levantándose, Matriona
abrió el cofre y sacó una vieja camisa que había remendado para que Semión se
la pusiera al día siguiente. Tomó unos calzones, viejos también; y dando
ambas prendas al joven forastero, le dijo, dulcemente:
-Veo que no tienes
camisa, ponte ésta. Acuéstate donde quieras, en el banco o encima de la
estufa.
Después de quitarse el
caftán, el desconocido se puso los calzones y la camisa, y se echó en el
banco. Matriona apagó la vela y, cogiendo el caftán, se echó en la estufa,
junto a Semión. Se arropó con el caftán, pero no pudo conciliar el sueño.
Estaba preocupada por el desconocido. Además, pensaba que se habían comido todo
el pan, que al día siguiente les haría falta y que había dado los calzones y la
camisa de Semión. Estaba triste e inquieta. Pero al recordar la sonrisa del
desconocido, se estremeció de alegría. Durante largo rato no pudo dormirse.
Semión tampoco dormía.
-Semión -dijo la mujer
tirando del caftán.
-¿Qué?
-Nos hemos comido todo el
pan. No he amasado hoy. ¿Qué haremos mañana? ¿Tendré que pedir prestado a Melania?
-Ya nos arreglaremos. No
nos faltará qué comer.
Reinó el silencio.
-Este hombre parece
bueno. ¿Por qué no nos dice quién es?
-Seguramente, se lo han
prohibido.
-¡Semión!
-¿Qué?
-Nosotros damos, pero
nadie nos da.
El zapatero no supo qué
contestar.
-¡No hables más! -exclamó,
volviéndose hacia el otro lado.
Poco después, Matriona y
Semión se quedaron dormidos.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
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