¿Qué haces, Mijail? -preguntó
el zapatero, acercándose.
El muchacho se levantó,
y, tras de quitarse el mandil y de inclinarse ante los dueños de la casa, dijo:
-Perdonadme, mis queridos
bienhechores. Dios me ha perdonado. Perdonadme vosotros también.
Entonces el zapatero y su
mujer vieron que una luz resplandeciente se desprendía de Mijail.
-Veo que no eres un
hombre como los demás -dijo Semión, inclinándose ante el joven. No tengo
derecho de interrogarte ni de retenerte a mi lado.
Pero te ruego que me
digas una cosa. ¿Por qué estabas tan sombrío, tan atemorizado, cuando te
encontré y te traje a mi casa? ¿Por qué te serenaste cuando Matriona te
ofreció de comer? En aquel momento sonreíste y te tranquilizaste. Después,
cuando vino aquel señor a encargarse las botas, sonreíste por segunda vez y te
quedaste aún más sereno. Y ahora que ha venido esa mujer con las niñas, has
vuelto a sonreír y has resplandecido. Mijail, dime: ¿por qué irradia de ti una
luz y por qué te has sonreído tres veces?
-Mi cuerpo resplandece
porque he expiado ya mi culpa -replicó Mijail-. Dios me había castigado y ahora
me perdona. Sonreí tres veces porque debía conocer tres palabras divinas. Supe
la primera cuando tu esposa se compadeció de mi desnudez y de mi miseria.
Entonces sonreí por primera vez. Cuando vino aquel señor a encargarse las
botas, sonreí por segunda vez, porque fué entonces cuando se me reveló la
segunda palabra. Y ahora, al ver a las niñas, me he enterado de la tercera, y
he vuelto a sonreír.
-Dinos por qué te había
castigado Dios y qué palabras son las que tenías que conocer, para que las
sepamos también -rogó Semión.
-El Señor me castigó por
mi desobediencia. Yo era un ángel en el cielo, y le desobedecí. El Señor me
envió a la tierra a buscar un alma, el alma de una mujer. Bajé a la tierra y vi
a una mujer enferma, que yacía en la cama. Acababa de dar a luz dos niñas. Las
pequeñas lloraban junto a su madre, que estaba demasiado débil para darles el
pecho. Al verme, la mujer se dió cuenta de que Dios reclamaba su alma. Entonces
se echó a llorar y me suplicó: "Angel de Dios; mi esposo falleció hace
tres días porque se le cayó encima un árbol, cuando trabajaba en el bosque. No
tengo madre, ni hermana, ni familia alguna. Mis hijitas sólo me tienen a mí.
No te lleves mi desdichada alma. Déjame que críe a mis hijas, déjame verlas
crecer. Las niñas no pueden criarse sin madre..." Me apiadé de la mujer y
la obedecí. Puse una niña junto a su seno y la otra entre sus brazos. Subí al
cielo y, cuando estuve en presencia del Señor, le dije: "No he podido
traer el alma de la mujer que acaba de dar a luz. El padre de las criaturas ha
muerto. La mujer tiene dos mellizas y me ha suplicado que la dejase vivir el
tiempo necesario para criarlas. No podrían vivir sin padre ni madre. No he
podido traer su alma." "Ve en busca del alma de esa madre -me ordenó
el Señor. Un día conocerás tres palabras divinas. Entonces sabrás lo que hay en
los hombres, lo que no les es dado, y lo que los hace vivir. Cuando sepas esas
tres palabras, volverás al cielo." Bajé a la tierra y me llevé el alma de
la desgraciada mujer. Las niñas se soltaron del seno, el cadáver cayó hacia la
izquierda y magulló el pie de una de ellas. Cuando volaba por encima de la
aldea llevando el alma de la mujer, me sorprendió un torbellino, sentí un
gran peso que me dobló las alas y mientras el alma subía al cielo, caí en
tierra y quedé tendido junto al camino, completamente sin fuerzas.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
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