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martes, 24 de diciembre de 2013

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. X

¿Qué haces, Mijail? -preguntó el zapatero, acercándose.
El muchacho se levantó, y, tras de quitarse el mandil y de inclinarse ante los dueños de la casa, dijo:
-Perdonadme, mis queridos bienhe­chores. Dios me ha perdonado. Perdo­nadme vosotros también.
Entonces el zapatero y su mujer vie­ron que una luz resplandeciente se des­prendía de Mijail.
-Veo que no eres un hombre como los demás -dijo Semión, inclinándose ante el joven. No tengo derecho de interrogarte ni de retenerte a mi lado.
Pero te ruego que me digas una cosa. ¿Por qué estabas tan sombrío, tan ate­morizado, cuando te encontré y te traje a mi casa? ¿Por qué te serenaste cuan­do Matriona te ofreció de comer? En aquel momento sonreíste y te tranqui­lizaste. Después, cuando vino aquel se­ñor a encargarse las botas, sonreíste por segunda vez y te quedaste aún más se­reno. Y ahora que ha venido esa mu­jer con las niñas, has vuelto a sonreír y has resplandecido. Mijail, dime: ¿por qué irradia de ti una luz y por qué te has sonreído tres veces?
-Mi cuerpo resplandece porque he expiado ya mi culpa -replicó Mijail-. Dios me había castigado y ahora me perdona. Sonreí tres veces porque de­bía conocer tres palabras divinas. Supe la primera cuando tu esposa se com­padeció de mi desnudez y de mi mi­seria. Entonces sonreí por primera vez. Cuando vino aquel señor a encargarse las botas, sonreí por segunda vez, por­que fué entonces cuando se me reveló la segunda palabra. Y ahora, al ver a las niñas, me he enterado de la tercera, y he vuelto a sonreír.
-Dinos por qué te había castigado Dios y qué palabras son las que tenías que conocer, para que las sepamos tam­bién -rogó Semión.
-El Señor me castigó por mi des­obediencia. Yo era un ángel en el cielo, y le desobedecí. El Señor me envió a la tierra a buscar un alma, el alma de una mujer. Bajé a la tierra y vi a una mujer enferma, que yacía en la cama. Acababa de dar a luz dos niñas. Las pequeñas lloraban junto a su madre, que estaba demasiado débil para dar­les el pecho. Al verme, la mujer se dió cuenta de que Dios reclamaba su alma. Entonces se echó a llorar y me suplicó: "Angel de Dios; mi esposo falleció hace tres días porque se le cayó encima un árbol, cuando trabajaba en el bosque. No tengo madre, ni hermana, ni familia alguna. Mis hijitas sólo me tie­nen a mí. No te lleves mi desdichada alma. Déjame que críe a mis hijas, déjame verlas crecer. Las niñas no pue­den criarse sin madre..." Me apiadé de la mujer y la obedecí. Puse una niña junto a su seno y la otra entre sus bra­zos. Subí al cielo y, cuando estuve en presencia del Señor, le dije: "No he podido traer el alma de la mujer que acaba de dar a luz. El padre de las cria­turas ha muerto. La mujer tiene dos me­llizas y me ha suplicado que la dejase vivir el tiempo necesario para criarlas. No podrían vivir sin padre ni madre. No he podido traer su alma." "Ve en busca del alma de esa madre -me ordenó el Señor. Un día conocerás tres palabras divinas. Entonces sabrás lo que hay en los hombres, lo que no les es dado, y lo que los hace vivir. Cuando sepas esas tres palabras, volverás al cielo." Bajé a la tierra y me llevé el alma de la desgra­ciada mujer. Las niñas se soltaron del seno, el cadáver cayó hacia la izquierda y magulló el pie de una de ellas. Cuan­do volaba por encima de la aldea lle­vando el alma de la mujer, me sorpren­dió un torbellino, sentí un gran peso que me dobló las alas y mientras el alma subía al cielo, caí en tierra y quedé tendido junto al camino, completamente sin fuerzas.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

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