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martes, 24 de diciembre de 2013

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. III

La mujer de Semión había termina­do pronto sus quehaceres. Había encen­dido la lumbre, acarreando el agua necesaria, dado de comer a los niños y también ella había comido. Luego, se había quedado sumida en reflexiones. Pensaba si sería mejor cocer el pan aquel día o al día siguiente. Quedaba un pan en el armario y, suponiendo que Semión hubiese comido en ja aldea y que no iba a cenar aquella noche, habría bastante para el día siguiente. Miró el pan. "No, hoy no amasaré. Además, me queda poca harina y será mejor que lle­guemos así hasta el viernes", decidió.
Cuando hubo guardado el pan, se sentó junto a la mesa, para remendar la camisa de su marido. Mientras cosía, pensaba en Semión. "Con tal que no lo engañe el mercader... ¡El pobrecillo es tan inocente!... No es capaz de en­gañar a nadie; en cambio, hasta un chi­quillo podría engañarlo a él. ¡Ocho ru­blos! ¡Es una cantidad respetable! Con ese dinero puede comprar una buena pelliza; no va a ser de primera calidad, pero siempre será una pelliza. ¡Hemos sufrido tanto por el frío, el invierno pa­sado! No se puede ir a lavar al río, si una no está bien abrigada. Semién se ha puesto toda la ropa de invierno que tenemos, incluso mi chaqueta. No puedo salir de casa tal y como estoy... ¡Cuánto tarda! Ya debía de estar de vuelta. ¿No se habrá ido a la taberna?"
Apenas hubo pronunciado estas pala­bras, oyó los pasos de su marido en el umbral. Dejó la costura y salió apresu­radamente. Venían dos hombres: Semión y un joven descubierto, calzado con va­lenki.
Por el aliento de su marido, Matriona se dió cuenta de que había bebido.
"¡Oh, me lo estaba temiendo!", mur­muró.
Pero, al fijarse en que venía sin caftán, ¡con las manos vacías, callado y teme­roso, sintió que se le encogía el corazón de angustia. "Se habrá gastado el dinero en beber. Habrá recogido a ese perdido en la taberna; y, por si fuera poco, me lo trae aquí. ¡Es lo que nos faltaba!".
Matriona dejó pasar a los dos hom­bres a la isba y los siguió, sin decir palabra. El desconocido era un mucha­cho joven, delgado y pálido, que lleva­ba el caftán sobre el pecho desnudo. Permanecía silencioso, inmóvil y con los ojos bajos.
"Es un hombre malo, pero está ate­morizado", pensó la mujer. Y se fué hacia la estufa, esperando a ver en qué paraba aquello.
Semión se quitó la gorra y tomó asien­to junto a la mesa.
-Matriona, ¿es que no nos vas a dar de cenar? Todavía estoy en ayunas -dijo.
Sin volverse, la mujer rezongó entre dientes. Oculta tras de la estufa, obser­vaba ora a Semión, ora al desconocido, moviendo la cabeza con expre-sión sig­nificativa.
El zapatero se dió cuenta de que su mujer estaba encolerizada. Pero ¡qué le iba a hacer! Sin darle importancia, tomó del brazo al joven, diciendo:
-Siéntate, hermano. Vamos a cenar.
El forastero obedeció, en silencio.
-Mujer ¿no has preparado comida para esta noche?
-¡Desde luego! -replicó Matriona, iracunda. Pero no para ti. Tienes bas­tante con lo que has bebido. ¡Conque vas a comprar una pelliza y vuelves sin caftán! Y por si fuera poco, ¡traes a un vagabundo desnudo! No; no tengo co­mida para vosotros, ¡borrachos!
-¡Basta, Matriona! No hay que mover tanto la lengua para no decir nada bueno. Mejor sería que me preguntaras quién es este hombre.
-Dime antes dónde has perdido el dinero -interrumpió la mujer.
Semión metió la mano en el bolsillo y sacó los tres rublos.
Aquí lo tienes. Trofimov no me ha pagado; pero ha prometido que lo hará mañana.
Matriona se encolerizó aún más. ¡Sin pelliza nueva y el caftán viejo lo llevaba un vagabundo, que, para colmo, había traído a su casa! Cogió el dinero, para esconderlo en un sitio seguro.
-No tengo comida -gritó. No me es posible preparar comida para todos los vagabundos.
-¡Sujeta esa lengua, Matriona, y es­cúchame!
-¿Yo? ¿Cómo voy a escuchar las ton­terías de un imbécil que está borracho? ¡Qué razón tenía al no querer casarme contigo! Mi madre me dió ropas; las has vendido para beber. Tenías que com­prar una pelliza, pero te has gastado el dinero en vodka.
En vano trató Semión de explicar que sólo había gastado veinte copecks en be­ber y cómo había encontrado al vaga­bundo. Matriona no le permitió pronun­ciar una palabra. Cada vez que iba a decir una, ella espetaba dos. Hasta le echó en cara cosas que habían sucedido hacía diez años. Habló, habló, habló; y, finalmente, empezó a gritar, tirándole de una manga.
-¡Devuélveme mi chaqueta! Es la única que tengo y me la has quitado, perro sarnoso. ¡Que el diablo te lleve!
Semión iba a quitarse la chaqueta, pero su mujer dió un tirón y se rom­pieron las costuras. Cuando Matriona se apoderó de ella, se la echó por enci­ma de la cabeza y se fué hacia la puer­ta. Pero, repentinamente, se detuvo, pre­sa de un acceso de cólera. Sintió nece­sidad de desahogarse y de saber quién era aquel hombre.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

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