La mujer de Semión había
terminado pronto sus quehaceres. Había encendido la lumbre, acarreando el
agua necesaria, dado de comer a los niños y también ella había comido. Luego,
se había quedado sumida en reflexiones. Pensaba si sería mejor cocer el pan
aquel día o al día siguiente. Quedaba un pan en el armario y, suponiendo que
Semión hubiese comido en ja aldea y que no iba a cenar aquella noche, habría
bastante para el día siguiente. Miró el pan. "No, hoy no amasaré. Además,
me queda poca harina y será mejor que lleguemos así hasta el viernes",
decidió.
Cuando hubo guardado el
pan, se sentó junto a la mesa, para remendar la camisa de su marido. Mientras
cosía, pensaba en Semión. "Con tal que no lo engañe el mercader... ¡El
pobrecillo es tan inocente!... No es capaz de engañar a nadie; en cambio,
hasta un chiquillo podría engañarlo a él. ¡Ocho rublos! ¡Es una cantidad
respetable! Con ese dinero puede comprar una buena pelliza; no va a ser de
primera calidad, pero siempre será una pelliza. ¡Hemos sufrido tanto por el
frío, el invierno pasado! No se puede ir a lavar al río, si una no está bien
abrigada. Semién se ha puesto toda la ropa de invierno que tenemos, incluso mi
chaqueta. No puedo salir de casa tal y como estoy... ¡Cuánto tarda! Ya debía de
estar de vuelta. ¿No se habrá ido a la taberna?"
Apenas hubo pronunciado
estas palabras, oyó los pasos de su marido en el umbral. Dejó la costura y
salió apresuradamente. Venían dos hombres: Semión y un joven descubierto,
calzado con valenki.
Por el aliento de su
marido, Matriona se dió cuenta de que había bebido.
"¡Oh, me lo estaba
temiendo!", murmuró.
Pero, al fijarse en que
venía sin caftán, ¡con las manos vacías, callado y temeroso, sintió que se le
encogía el corazón de angustia. "Se habrá gastado el dinero en beber.
Habrá recogido a ese perdido en la taberna; y, por si fuera poco, me lo trae
aquí. ¡Es lo que nos faltaba!".
Matriona dejó pasar a los
dos hombres a la isba y los siguió,
sin decir palabra. El desconocido era un muchacho joven, delgado y pálido, que
llevaba el caftán sobre el pecho desnudo. Permanecía silencioso, inmóvil y con
los ojos bajos.
"Es un hombre malo,
pero está atemorizado", pensó la mujer. Y se fué hacia la estufa,
esperando a ver en qué paraba aquello.
Semión se quitó la gorra
y tomó asiento junto a la mesa.
-Matriona, ¿es que no nos
vas a dar de cenar? Todavía estoy en ayunas -dijo.
Sin volverse, la mujer
rezongó entre dientes. Oculta tras de la estufa, observaba ora a Semión, ora
al desconocido, moviendo la cabeza con expre-sión significativa.
El zapatero se dió cuenta
de que su mujer estaba encolerizada. Pero ¡qué le iba a hacer! Sin darle
importancia, tomó del brazo al joven, diciendo:
-Siéntate, hermano. Vamos
a cenar.
El forastero obedeció, en
silencio.
-Mujer ¿no has preparado
comida para esta noche?
-¡Desde luego! -replicó
Matriona, iracunda. Pero no para ti. Tienes bastante con lo que has bebido.
¡Conque vas a comprar una pelliza y vuelves sin caftán! Y por si fuera poco,
¡traes a un vagabundo desnudo! No; no tengo comida para vosotros, ¡borrachos!
-¡Basta, Matriona! No hay
que mover tanto la lengua para no decir nada bueno. Mejor sería que me
preguntaras quién es este hombre.
-Dime antes dónde has
perdido el dinero -interrumpió la mujer.
Semión metió la mano en
el bolsillo y sacó los tres rublos.
Aquí lo tienes. Trofimov
no me ha pagado; pero ha prometido que lo hará mañana.
Matriona se encolerizó
aún más. ¡Sin pelliza nueva y el caftán viejo lo llevaba un vagabundo, que,
para colmo, había traído a su casa! Cogió el dinero, para esconderlo en un
sitio seguro.
-No tengo comida -gritó.
No me es posible preparar comida para todos los vagabundos.
-¡Sujeta esa lengua,
Matriona, y escúchame!
-¿Yo? ¿Cómo voy a
escuchar las tonterías de un imbécil que está borracho? ¡Qué razón tenía al no
querer casarme contigo! Mi madre me dió ropas; las has vendido para beber.
Tenías que comprar una pelliza, pero te has gastado el dinero en vodka.
En vano trató Semión de
explicar que sólo había gastado veinte copecks
en beber y cómo había encontrado al vagabundo. Matriona no le permitió pronunciar
una palabra. Cada vez que iba a decir una, ella espetaba dos. Hasta le echó en
cara cosas que habían sucedido hacía diez años. Habló, habló, habló; y,
finalmente, empezó a gritar, tirándole de una manga.
-¡Devuélveme mi chaqueta!
Es la única que tengo y me la has quitado, perro sarnoso. ¡Que el diablo te
lleve!
Semión iba a quitarse la
chaqueta, pero su mujer dió un tirón y se rompieron las costuras. Cuando
Matriona se apoderó de ella, se la echó por encima de la cabeza y se fué hacia
la puerta. Pero, repentinamente, se detuvo, presa de un acceso de cólera.
Sintió necesidad de desahogarse y de saber quién era aquel hombre.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
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