La historia de la vida de Iván Ilich había sido
sencillísima y ordinaria, al par que terrible en extremo.
Había sido miembro del Tribunal de Justicia y
había muerto a los cuarenta y cinco años de edad. Su padre había sido
funcionario público que había servido en diversos ministerios y negociados y
hecho la carrera propia de individuos que, aunque notoriamente incapaces para
desempeñar cargos importantes, no pueden ser despedidos a causa de sus muchos
años de servicio; al contrario, para tales individuos se inventan cargos
ficticios y sueldos nada ficticios de entre seis y diez mil rublos, con los
cuales viven hasta una avanzada edad.
Tal era Ilya Yefimovich Golovin, Consejero
Privado e inútil miembro de varios organismos inútiles.
Tenía tres hijos y una hija. Iván Ilich era el
segundo. El mayor seguía la misma carrera que el padre aunque en otro
ministerio, y se acercaba ya rápidamente a la etapa del servicio en que se
percibe automáticamente ese sueldo. El tercer hijo era un desgraciado. Había
fracasado en varios empleos y ahora trabajaba en los ferrocarriles. Su padre,
sus hermanos y, en particular, las mujeres de éstos no sólo evitaban
encontrarse con él, sino que olvidaban que existía salvo en casos de absoluta
necesidad. La hija estaba casada con el barón Greff, funcionario de Petersburgo
del mismo género que su suegro. Iván Ilich era le phénix de la famille,
como decía la gente. No era tan frío y estirado como el hermano mayor ni tan
frenético como el menor, sino un término medio entre ambos: listo,
vivaz, agradable y discreto. Había estudiado en la Facultad de Derecho con
su hermano menor, pero éste no había acabado la carrera por haber sido
expulsado en el quinto año. Iván Ilich, al contrario, había concluido bien sus
estudios. Era ya en la facultad lo que sería en el resto de su vida: capaz,
alegre, benévolo y sociable, aunque estricto en el cumplimiento de lo que
consideraba su deber; y, según él, era deber todo aquello que sus superiores
jerárquicos consideraban como tal. No había sido servil ni de muchacho ni de
hombre, pero desde sus años mozos se había sentido atraído, como la mosca a la
luz, por las gentes de elevada posición social, apropiándose sus modos de obrar
y su filosofía de la vida y trabando con ellos relaciones amistosas. Había
dejado atrás todos los entusiasmos de su niñez y mocedad, de los que apenas
quedaban restos, se había entregado a la sensualidad y la soberbia y, por
último, como en las clases altas, al liberalismo, pero siempre dentro de
determinados límites que su instinto le marcaba puntualmente.
En la facultad hizo cosas que anteriormente le
habían parecido sumamente reprobables y que le causaron repugnancia de sí mismo
en el momento mismo de hacerlas; pero más tarde, cuando vio que tales cosas las
hacía también gente de alta condición social que no las juzgaba ruines, no
llegó precisamente a darlas por buenas, pero sí las olvidó por completo o se
acordaba de ellas sin sonrojo.
Al terminar sus estudios en la facultad y
habilitarse para la décima categoría de la administración pública, y habiendo
recibido de su padre dinero para equiparse, Iván Ilich se encargó ropa en la
conocida sastrería de Scharmer, colgó en la cadena del reloj una medalla con el
lema respice finem, se despidió de su profesor y del príncipe patrón de
la facultad, tuvo una cena de despedida con sus compañeros en el restaurante
Donon, y con su nueva maleta muy a la moda, su ropa blanca, su traje, sus
utensilios de afeitar y adminículos de tocador, su manta de viaje, todo ello
adquirido en las mejores tiendas, partió para una de las provincias donde, por
influencia de su padre, iba a ocupar el cargo de ayudante del gobernador para
servicios especiales.
En la provincia Iván Ilich pronto se agenció una
posición tan fácil y agradable como la que había tenido en la Facultad de Derecho.
Cumplía con sus obligaciones y fue haciéndose una carrera, a la vez que se
divertía agradable y decorosamente. De vez en cuando salía a hacer visitas
oficiales por el distrito, se comportaba dignamente con sus superiores e
inferiores -de lo que no podía menos de enorgulle-cerse- y desempeñaba con
rigor y honradez incorruptible los menes-teres que le estaban confiados, que en
su mayoría tenían que ver con los disidentes religiosos.
No obstante su juventud y propensión a la
jovialidad frívola, era notablemente reservado, exigente y hasta severo en
asuntos oficiales; pero en la vida social se mostraba a menudo festivo e
ingenioso, y siempre benévolo, correcto y bon enfant, como decían de él
el gobernador y su esposa, quienes le trataban como miembro de la familia.
En la provincia tuvo amoríos con una señora
deseosa de ligarse con el joven y elegante abogado; hubo también una modista;
hubo asimismo juergas con los edecanes que visitaban el distrito y, después de
la cena, visitas a calles sospechosas de los arrabales; y hubo, por fin, su
tanto de coba al gobernador y su esposa, pero todo ello efectuado con tan
exquisito decoro que no cabía aplicarle calificativos desagradables. Todo ello
podría colocarse bajo la conocida rúbrica francesa: Il faut que jeunesse se
passe. Todo ello se llevaba a cabo con manos limpias, en camisas limpias,
con palabras francesas y, sobre todo, en la mejor sociedad y, por ende, con la
aprobación de personas de la más distinguida condición.
De ese modo sirvió Iván Ilich cinco años hasta
que se produjo un cambio en su situación oficial. Se crearon nuevas
instituciones judiciales y hubo necesidad para ellas de nuevos funcionarios.
Iván Ilich fue uno de ellos. Se le ofreció el cargo de juez de instrucción y lo
aceptó, a pesar de que estaba en otra provincia y le obligaba a abandonar las
relaciones que había establecido y establecer otras. Los amigos se reunieron
para despedirle, se hicieron con él una fotografía en grupo y le regalaron una
pitillera de plata. E Iván Ilich partió para su nueva colocación.
En el cargo de juez de instrucción Iván Ilich fue
tan comme il faut y decoroso como lo había sido cuando estuvo de
ayudante para servicios especiales: se ganó el respeto general y supo separar
sus deberes judiciales de lo atinente a su vida privada. Las funciones mismas
de juez de instrucción le resultaban muchísimo más interesantes y atractivas
que su trabajo anterior. En ese trabajo anterior lo agradable había sido
ponerse el uniforme confeccionado por Scharmer y pasar con despreocupado
continente por entre los solicitantes y funcionarios que, aguardando temerosos
la audiencia con el gobernador, le envidiaban por entrar directamente en el
despacho de éste y tomar el té y fumarse un cigarrillo con él. Pero
personas que dependían directamente de él había habido pocas: sólo jefes de
policía y disidentes religiosos cuando lo enviaban en misiones especiales, y a
esas personas las trataba cortésmente, casi como a camaradas, como haciéndoles
creer que, siendo capaz de aplastarlas, las trataba sencilla y amistosamente.
Pero ahora, como juez de instrucción, Iván Ilich veía que todas ellas -todas
ellas sin excepción-, incluso las más importantes y engreídas, estaban en sus
manos, y que con sólo escribir unas palabras en una hoja de papel con cierto
membrete tal o cual individuo importante y engreído sería conducido ante él en
calidad de acusado o de testigo; y que si decidía que el tal individuo no se
sentase lo tendría de pie ante él contestando a sus preguntas. Iván Ilich nunca
abusó de esas atribuciones; muy al contrario, trató de suavizarlas; pero la
conciencia de poseerlas y la posibilidad de suavizarlas constituían para él el
interés cardinal y el atractivo de su nuevo cargo. En su trabajo, especialmente
en la instrucción de los sumarios, Iván Ilich adoptó pronto el método de
eliminar todas las circunstancias ajenas al caso y de condensarlo, por
complicado que fuese, en forma que se presentase por escrito sólo en sus
aspectos externos, con exclusión completa de su opinión personal y, sobre todo,
respetando todos los formalismos necesarios. Este género de trabajo era nuevo,
e Iván Ilich fue uno de los primeros funcionarios en aplicar el nuevo Código de
1864.
Al asumir el cargo de juez de instrucción en una
nueva localidad Iván Ilich hizo nuevas amistades y estableció nuevas relaciones,
se instaló de forma diferente de la anterior y cambió perceptiblemente de tono.
Asumió una actitud de discreto y digno alejamiento de las autoridades
provinciales, pero sí escogió el mejor círculo de juristas y nobles ricos de la
ciudad y adoptó una actitud de ligero descontento con el gobierno, de
liberalismo moderado e ilustrada ciudadanía. Por lo demás, no alteró en lo más
mínimo la elegancia de su atavío, cesó de afeitarse el mentón y dejó crecer
libremente la barba.
La vida de Iván Ilich en esa nueva ciudad tomó un
cariz muy agradable. La sociedad de allí, que tendía a oponerse al
gobernador, era buena y amistosa, su sueldo era mayor y empezó a jugar al vint,
juego que por aquellas fechas incrementó bastante los placeres de su vida, pues
era diestro en el manejo de las cartas, jugaba con gusto, calculaba con rapidez
y astucia y ganaba por lo general.
Al cabo de dos años de vivir en la nueva ciudad,
Iván Ilich conoció a la que había de ser su esposa. Praskovya Fyodorovna
Mihel era la muchacha más atractiva, lista y brillante del círculo que él
frecuentaba. Y entre pasatiempos y ratos de descanso de su trabajo judicial
Iván Ilich entabló relaciones ligeras y festivas con ella.
Cuando había sido funcionario para servicios
especiales Iván Ilich se había habituado a bailar, pero ahora, como juez de
instrucción, bailaba sólo muy de tarde en tarde. También bailaba ahora con el
fin de demostrar que, aunque servía bajo las nuevas instituciones y había
ascendido a la quinta categoría de la administración pública, en lo tocante a
bailar podía dar quince y raya a casi todos los demás. Así pues, de cuando en
cuando, al final de una velada, bailaba con Praskovya Fyodorovna, y fue sobre
todo durante esos bailes cuando la conquistó. Ella se enamoró de él. Iván Ilich
no tenía intención clara y precisa de casarse, pero cuando la muchacha se
enamoró de él se dijo a sí mismo: «Al fin y al cabo ¿por qué no casarme?»
Praskovya Fyodorovna, de buena familia hidalga,
era bastante guapa y tenía algunos bienes. Iván Ilich hubiera podido aspirar a
un partido más brillante, pero incluso éste era bueno. Él contaba con su sueldo
y ella -así lo esperaba él- tendría ingresos semejantes. Buena familia, ella
simpática, bonita y perfectamente honesta. Decir que Iván Ilich se casó por
estar enamorado de ella y encontrar que ella simpatizaba con su noción de la
vida habría sido tan injusto como decir que se había casado porque el círculo
social que frecuentaba daba su visto bueno a esa unión. Iván Ilich se casó por
ambas razones: sentía sumo agrado en adquirir semejante esposa, a la vez que
hacía lo que consideraban correcto sus más empingorotadas amistades.
Y así, pues, Iván Ilich se casó.
Los preparativos para la boda y el comienzo de la
vida matrimonial, con las caricias conyugales, el flamante mobiliario, la
vajilla nueva, la nueva lencería... todo ello transcurrió muy gustosamente
hasta el embarazo de su mujer; tanto así que Iván Ilich empezó a creer que el
matrimonio no sólo no perturbaría el carácter cómodo, placentero, alegre y
siempre decoroso de su vida, aprobado por la sociedad y considerado por él como
natural, sino que, al contrario, lo acentuaría. Pero he aquí que, desde los
primeros meses del emba-razo de su mujer, surgió algo nuevo, inesperado,
desagradable, penoso e indecoroso, imposible de comprender y evitar.
Sin motivo alguno, en opinión de Iván Ilich -de gaieté
de coeur como se decía a sí mismo, su mujer comenzó a perturbar el placer y
decoro de su vida. Sin razón alguna comenzó a tener celos de él, le exigía
atención constante, le censuraba por cualquier cosa y le enzarzaba en disputas
enojosas y groseras.
Al principio Iván Ilich esperaba zafarse de lo
molesto de tal situación por medio de la misma fácil y decorosa relación con la
vida que tan bien le había servido anteriormente: trató de no hacer caso de la
disposición de ánimo de su mujer, continuó viviendo como antes, ligera y
agradablemente, invitaba a los amigos a jugar a las cartas en su casa y trató
asimismo de frecuentar el club o visitar a sus conocidos. Pero un día su mujer
comenzó a vituperarle con tal brío y palabras tan soeces, y siguió injuriándole
cada vez que no atendía a sus exigencias, con el fin evidente de no cejar hasta
que él cediese, o sea, hasta que se quedase en casa víctima del mismo aburrimiento
que ella sufría, que Iván Ilich se asustó. Ahora comprendió que el matrimonio
-al menos con una mujer como la suya- no siempre contribuía a fomentar el
decoro y la amenidad de la vida, sino que, al contrario, estorbaba el logro de
ambas cualidades, por lo que era preciso protegerse de semejante estorbo. Iván
Ilich, pues, comenzó a buscar medios de lograrlo. Uno de los que cabía imponer
a Praskovya Fyodorovna eran sus funciones judiciales, e Iván Ilich, apelando a
éstas y a los deberes anejos a ellas, empezó a bregar con su mujer y a defender
su propia independencia.
Con el nacimiento de un niño, los intentos de
alimentarlo debidamente y los diversos fracasos en conseguirlo, así como con
las dolencias reales e imaginarias del niño y la madre en las que se exigía la
compasión de Iván Ilich -aunque él no entendía pizca de ello-, la necesidad que
sentía éste de crearse una existencia fuera de la familia se hizo aún más
imperiosa.
A medida que su mujer se volvía más irritable y
exigente, Iván Ilich fue desplazando su centro de gravedad de la familia a su
trabajo oficial. Se encariñaba cada vez más con ese trabajo y acabó siendo aún
más ambicioso que antes.
Muy pronto, antes de cumplirse el primer
aniversario de su casamiento, Iván Ilich cayó en la cuenta de que el
matrimonio, aunque aportaba algunas comodidades a la vida, era de hecho un
estado sumamente complicado y difícil, frente al cual -si era menester cumplir
con su deber, o sea, llevar una vida decorosa aprobada por la sociedad- habría
que adoptar una actitud precisa, ni más ni menos que con respecto al trabajo
oficial.
Y fue esa actitud ante el matrimonio la que hizo
suya Iván Ilich. Requería de la vida familiar únicamente aquellas comodidades
que, como la comida casera, el ama de casa y la cama, esa vida podía ofrecerle
y, sobre todo, el decoro en las formas externas que la opinión pública exigía.
En todo lo demás buscaba deleite y contento, y quedaba agradecido cuando los
encontraba; pero si tropezaba con resistencia y refunfuño retrocedía en el acto
al mundo privativo y enclaustrado de su trabajo oficial, en el que hallaba
satisfacción.
A Iván Ilich se le estimaba como buen funcionario
y al cabo de tres años fue ascendido a Ayudante Fiscal. Sus nuevas
obligaciones, la importancia de ellas, la posibilidad de procesar y encarcelar
a quien quisiera, la publicidad que se daba a sus discursos y el éxito que
alcanzó en todo ello le hicieron aún más agradable el cargo.
Nacieron otros hijos. Su esposa se volvió más
quejosa y malhumorada, pero la actitud de Iván Ilich frente a su vida familiar
fue barrera impenetrable contra las regañinas de ella.
Después de siete años de servicio en esa ciudad,
Iván Ilich fue trasladado a otra provincia con el cargo de Fiscal. Se mudaron a
ella, pero andaban escasos de dinero y a su mujer no le gustaba el nuevo
domicilio. Aunque su sueldo superaba al anterior, el coste de la vida era
mayor; murieron además dos de los niños, por lo que la vida de familia le
parecía aún más desagradable.
Praskovya Fyodorovna culpaba a su marido de todas
las inconveniencias que encontraban en el nuevo hogar. La mayoría de los temas
de conversación entre marido y mujer, sobre todo en lo tocante a la educación
de los niños, giraban en torno a cuestiones que recordaban disputas anteriores,
y esas disputas estaban a punto de volver a inflamarse en cualquier momento.
Quedaban sólo algunos infrecuentes períodos de cariño entre ellos, pero no
duraban mucho. Eran islotes a los que se arrimaban durante algún tiempo, pero
luego ambos partían de nuevo para el océano de hostilidad secreta que se
manifestaba en el distanciamiento entre ellos. Ese distanciamiento hubiera
podido afligir a Iván Ilich si éste no hubiese considerado que no debería
existir, pero ahora reconocía que su situación no sólo era normal, sino que
había llegado a ser el objetivo de su vida familiar. Ese objetivo consistía en
librarse cada vez más de esas desazones y darles un barniz inofensivo y
decoroso; y lo alcanzó pasando cada vez menos tiempo con la familia y tratando,
cuando era preciso estar en casa, de salvaguardar su posición mediante la
presencia de personas extrañas. Lo más importante, sin embargo, era que contaba
con su trabajo oficial, y en sus funciones judiciales se centraba ahora todo el
interés de su vida. La conciencia de su poder, la posibilidad de arruinar a
quien se le antojase, la importancia, más aún, la gravedad externa con que
entraba en la sala del tribunal o en las reuniones de sus subordinados, su
éxito con sus superiores e inferiores y, sobre todo, la destreza con que
encauzaba los procesos, de la que bien se daba cuenta -todo ello le procuraba
sumo deleite y llenaba su vida, sin contar los coloquios con sus colegas, las
comidas y las partidas de whist. Así pues, la vida de Iván Ilich seguía siendo
agradable y decorosa, como él juzgaba que debía ser.
Así transcurrieron otros siete años. Su hija
mayor tenía ya dieciséis, otro hijo había muerto, y sólo quedaba el pequeño
colegial, objeto de disensión. Iván Ilich quería que ingresara en la Facultad de Derecho, pero
Praskovya Fyodorovna, para fastidiar a su marido, le matriculó en el instituto.
La hija había estudiado en casa y su instrucción había resultado bien; el
muchacho tampoco iba mal en sus estudios.
1.013. Tolstoi (Leon)
No hay comentarios:
Publicar un comentario