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martes, 24 de diciembre de 2013

Historia de ivan el imbecil - Cap. XII

Al darse cuenta de que no podía con­seguir su objetivo por medio de los sol­dados, el viejo diablo se marchó.
No tardó en aparecer de nuevo, trans­formado en un señor muy bien vestido y, estableciéndose en el reino de Iván, decidió acabar con él por medio del oro, como había hecho con Taras el Pan­zudo.
-Lo único que deseo es favorecerte. Te enseñaré cosas magníficas -dijo­Por de pronto, voy a construir aquí una casa.
-Bueno; quédate con nosotros.
A la mañana siguiente, el señor bien vestido compareció en la plaza del pue­blo, con un gran saco lleno de oro y una hoja de papel.
-Todos vivís aquí como unos cerdos -dijo. Os enseñaré cómo debéis vivir. Vais a construirme una casa como la que está dibujada en este plano. Trabajaréis dirigidos por mí y os pagaré con oro vuestro trabajo.
Y el señor bien vestido les mostró el oro que había traído.
Los imbéciles se quedaron maravilla­dos: nunca habían visto dinero. Solían cambiar entre sí los productos de su trabajo.
-¡Qué bonitos son estos objetos! -exclamaron, admirados.
Y cambiaron con el señor bien ves­tido su trabajo contra esos objetos de oro. Lo mismo que en el reino de Taras, el viejo diablo repartió oro a pu­ñados y, a cambio de eso, obtuvo toda clase de trabajos y de productos. "Mis asuntos marchan inmejorablemente. Aho­ra sí que conseguiré arruinar a Iván el Imbécil, como lo hice con Taras. Aca­baré comprándole a él mismo", se dijo, satisfecho.
Pero, apenas los imbéciles hubieron reúnido bastantes monedas de oro, se las entregaron a las mujeres para que se hicieran collares. Todas las mucha­chas llevaban monedas prendidas en las trenzas y los niños jugaban con ellas por las calles.
La casa del señor. bien vestido había quedado a medio construir y todavía no había hecho acopio de trigo ni de ga­nado. Pero nadie iba a trabajar allí y nadie le llevaba nada. Unicamente de tarde en tarde aparecía algún chiquillo para pedir uan moneda de oro a cambio de un huevo. Pero nada más. Y el señor bien vestido no tenía nada que comer.
Tuvo hambre y fué a una aldea, para comprar algo. Entró en un corral y ofre­ció una moneda a cambio de una ga­llina. Pero la campesina rechazó la mo­neda.
-Ya tengo bastantes -le dijo.
El señor bien vestido se fué a casa de otra mujer, que no tenía niños, con intención de comprar un arenque. Le ofreció también una moneda de oro.
-No la necesito para nada. No ten­go niños ni nadie para que juegue con ella. Por casualidad, guardo tres objetos de éstos.
De allí, el señor bien vestido se fué a casa de un mujik para comprar pan; pero el campesino se negó también a vendérselo a cambio de dinero.
-No me hace falta. Si quieres algo por amor de Dios, es distinto. Espera, voy a decirle a mi mujer que te corte una rebanada de pan.
El diablo empezó a escupir y huyó apresuradamente. El que le ofrecieran algo en. nombre de Dios, sólo oír pro­nunciar ese nombre, era peor que si le hubiesen asestado una puñalada.
Así, pues, el viejo diablo no logró en­contrar pan. Por todas partes se nega­ban a darle algo a cambio de su dinero. Pero todos le decían:
-Danos otra cosa, trabaja, o bien, tó­malo por amor de Dios.
Pero el diablo sólo podía ofrecer dinero. No quería trabajar, ni podía aceptar el pan por el amor de Dios.
-¿Para qué queréis otra cosa, si os doy oro? -replicaba, irritado. Con oro podéis comprar todo lo que queráis y po­déis hacer trabajar a quien se os antoje.
Pero los imbéciles no le hacían caso.
-No nos hace falta. No pagamos nada a nadie, ni tenemos que satisfacer impuestos. ¿Para qué queremos el di­nero?
El viejo diablo tuvo que acostarse sin cenar.
Esto llegó a oídos del zar Iván.
-¿Qué debemos hacer? -le pregunta­ron sus gentes. Ha venido a nuestras casa un señor al que le gusta comer y beber bien y vestir elegantemente. Se niega a trabajar y a pedir por el amor de Dios. Lo único que hace es ofrecer monedas de oro a todo el mundo. Cuan­do aún no teníamos muchas, le dábamos lo que pedía; pero ahora nadie quiere darle nada. ¿Qué haríamos para que no se muriese de hambre?
-Está bien -dijo Iván después de ha­ber escuchado estas palabras-. Habrá que darle de comer. Que vaya de puerta en puerta, como los pastores.
¿Qué iba a hacer? El viejo diablo se fué de casa en casa. Llegó así a la de Iván y pidió algo de comer a la muda, que estaba haciendo la comida para su hermano. A fuerza de haber sido engañada por los gandules que se presentaban a la hora de comer y, sin haber trabajado, engullían tranquila-mente grandes platos de kasha[1], la muchacha había adquirido la habilidad de distin­guirlos por las manos. Sentaba a la mesa a los que las tenían callosas; a los de­más les daba las sobras.
El viejo diablo se deslizó hacia la mesa pero la muda le tomó la mano y se la examinó con atención. No teñía callos. Eran unas manos pulcras, blancas y de largas uñas. La muchacha rezongó y echó de la mesa al diablo.
-¡No te molestes, alegante señor! -exclamó la esposa de Iván. Mi cu­ñada no permite que se sienten a la mesa quienes no tengan las manos ca­llosas. Pero espera un poco; y cuando todos hayan comido, comerás las sobras.
El viejo diablo se sintió humillado. ¡Comer entre los cerdos, aunque fuese en casa del zar!
-Es una ley de imbéciles la de tu reino, de que cada cual trabaje con las manos. Habéis inventado esto porque sois estúpidos. ¿Acaso sólo se puede trabajar con las manos? ¿Con qué crees que lo hacen las personas inteligentes? -dijo a Iván.
-¿Cómo podemos saberlo nosotros, que somos imbéciles? Nosotros trabaja­mos con las manos y las espaldas -re­plicó Iván el Imbécil.
-Lo hacéis así porque sois, unos po­bres imbéciles... Pero quiero enseñaros a trabajar con la cabeza. Entonces com­prenderéis que esta manera es preferible a la otra.
Iván se quedó pasmado de asombro.
-¿Es posible? ¡Ah! Por algo nos llaman imbéciles.
-Es mucho más difícil trabajar con la cabeza. Os negáis a darme de comer, porque no tengo las manos callosas; pero no sabéis que es cien veces más cansa­do trabajar con la cabeza. Y, a veces, a uno hasta le cruje la cabeza.
Iván se sumió en reflexiones.
-Entonces, amigo mío, dime: ¿por qué te empeñas en tomarte tanta mo­lestia? Es malo que la cabeza cruja. Más te convendría un trabajo fácil, que se realice con las manos y la espalda.
-Si me tomo tanta molestia, es por vosotros -replicó el diabla. Me dais lástima, pobres estúpidos. Sin mí, segui­ríais siendo imbéciles toda la vida. Pero yo os enseñaré a trabajar con la ca­beza.
-Bueno, enséñanos, pues -accedió Iván, admirado. Porque la verdad es que acaba uno por tener las manos can­sadas. Así, para variar, podremos, seguir trabajando con la cabeza.
Iván proclamó por todo su reino que había llegado un señor bien vestido, el cual se comprometía a enseñar a todo el mundo a trabajar con la cabeza. Se ade­lantaba más trabajando, de este modo y todos debían ir a aprender.
En el reino de Iván había una torre muy alta, con una escalera empinada y una plataforma en lo alto. Iván man­dó allí al señor bien vestido, para que todo el mundo pudiera verlo bien.
Una vez arriba, el señor empezó a hablar. Los imbéciles escuchaban, espe­rando que los enseñara cómo se traba­jaba sin mover las manos, únicamente con la cabeza; , pero el viejo diablo no hacía más que explicarles de palabra cómo puede uno arreglárselas para vivir sin trabajar.
Los imbéciles no entendían nada. Es­cucharon durante un rato; y luego cada cual se fué a sus faenas.
El viejo diablo permaneció un día y otro en lo alto de la torre, hablando sin cesar, hasta que sintió hambre. A los imbéciles no se les había ocurrido llevarle pan. Habían pensado que, si trabajaba mucho mejor con la cabeza que con las manos, le sería tan fácil con­seguir pan como jugar a cualquier cosa.
Transcurrió otro día y el viejo diablo seguía perorando en lo alto de la torre. Las gentes se acercaban extrañadas; y, después de mirar un rato se iban.
-¿Ha empezado ya a trabajar con la cabeza este señor? -preguntó Iván.
-Aún no -le contestaron. No hace más que charlar.
El viejo diablo pasó otros días más hablando en la torre. Adelgazaba por momentos. Una vez le flaquearon las piernas y se dió un golpe contra el pi­lar. Uno de los imbéciles había obser­vado esto y fué a decírselo a la mujer de Iván. Este se precipitó en busca de su marido, que trabajaba en el campo.
-¡Ven, ven! Me han dicho que el señor bien vestido empieza a trabajar con la cabeza.
-¿Es posible? -preguntó Iván, muy sorprendido.
Y se dirigió hacia la torre. El viejo diablo, extenuado, se tambaleaba sobre las piernas y con la cabeza se daba cos­corrones contra el pilar. Al poco rato de la llegada de Iván, vaciló cayendo es­calera abajo. Su frente daba contra los escalones como si los fuera contando con la cabeza.
-¡Oh! -exclamó Iván. Es verdad lo que decía el señor bien vestido. Pue­de ocurrir que la cabeza cruja. Esto es muy distinto a tener las manos callosas. Con ese trabajo se arriesga uno a hacerse chichones.
El viejo diablo cayó de modo que la cabeza quedó clavada en el suelo. Iván iba a acercarse a él, para ver si había realizado mucha tarea, cuando, de pronto, se abrió la tierra y el viejo diablo des­apareció en sus profundidades, quedando tan sólo un agujero.
-¡Vaya con este bicho asqueroso! -exclamó Iván rascándose la cabeza. ¡Otra vez es él! No; éste debe de ser el padre de los otros. ¡Está tan gordo!

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)



[1] Especie de gachas

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