Imposible es contar cómo ocurrió la cosa, porque
vino paso a paso, insensiblemente, pero en el tercer mes de la enfermedad de
Iván Ilich, su mujer, su hija, su hijo, los conocidos de la familia, la
servidumbre, los médicos y, sobre todo él mismo, se dieron cuenta de que el
único interés que mostraba consistía en si dejaría pronto vacante su cargo,
libraría a los demás de las molestias que su presencia les causaba y se
libraría a sí mismo de sus padecimientos.
Cada vez dormía menos. Le daban opio y empezaron
a ponerle inyecciones de morfina. Pero ello no le paliaba el dolor. La sorda
congoja que sentía durante la somnolencia le sirvió de alivio sólo al
principio, como cosa nueva, pero luego llegó a ser tan torturante como el dolor
mismo, o aún más que éste.
Por prescripción del médico le preparaban una
alimentación especial, pero también ésta le resultaba cada vez más insulsa y
repulsiva.
Para las evacuaciones también se tomaron medidas
especiales, cada una de las cuales era un tormento para él: el tormento de la
inmundicia, la indignidad y el olor, así como el de saber que otra persona
tenía que participar en ello.
Pero fue cabalmente en esa desagradable función
donde Iván Ilich halló consuelo. Gerasim, el ayudante del mayordomo, era el que
siempre venía a llevarse los excrementos. Gerasim era un campesino joven,
limpio y lozano, siempre alegre y espabilado, que había engordado con las
comidas de la ciudad. Al principio la presencia de este individuo, siempre
vestido pulcramente a la rusa, que hacía esa faena repugnante perturbaba a Iván
Ilich.
En una ocasión en que éste, al levantarse del
orinal, sintió que no tenía fuerza bastante para subirse el pantalón, se
desplomó sobre un sillón blando y miró con horror sus muslos desnudos y
enjutos, perfilados por músculos impotentes.
Entró Gerasim con paso firme y ligero,
esparciendo el grato olor a brea de sus botas recias y el fresco aire invernal,
con mandil de cáñamo y limpia camisa de percal de mangas remangadas sobre sus
fuertes y juveniles brazos desnudos, y sin mirar a Iván Ilich -por lo visto
para no agraviarle con el gozo de vivir que brillaba en su rostro- se acercó al
orinal.
-Gerasim -dijo Iván Ilich con voz débil.
Gerasim se estremeció, temeroso al parecer de
haber cometido algún desliz, y con gesto rápido volvió hacia el enfermo su cara
fresca, bondadosa, sencilla y joven, en la que empezaba a despuntar un atisbo
de barba.
-¿Qué desea el señor?
-Esto debe de serte muy desagradable. Perdóname.
No puedo valerme.
-Por Dios, señor -y los ojos de Gerasim brillaron
al par que mostraba sus brillantes dientes blancos. No es apenas molestia. Es
porque está usted enfermo.
Y con manos fuertes y hábiles hizo su
acostumbrado menester y salió de la habitación con paso liviano. Al cabo de
cinco minutos volvió con igual paso.
Iván Ilich seguía sentado en el sillón.
-Gerasim -dijo cuando éste colocó en su sitio el
utensilio ya limpio y bien lavado-, por favor ven acá y ayúdame. Gerasim se
acercó a él.
- Levántame. Me cuesta mucho trabajo hacerlo por
mí mismo y le dije a Dmitri que se fuera.
Gerasim fue a su amo, le agarró a la vez con
fuerza y destreza -lo mismo que cuando andaba- le alzó hábil y suavemente con
un brazo, y con el otro le levantó el pantalón y quiso sentarle, pero Iván
Ilich le dijo que le llevara al sofá. Gerasim, sin hacer esfuerzo ni presión al
parecer, le condujo casi en vilo al sofá y le depositó en él.
-Gracias. ¡Qué bien y con cuánto tino lo haces
todo! Gerasim sonrió de nuevo y se dispuso a salir, pero Iván Ilich se sentía
tan a gusto con él que no quería que se fuera.
-Otra cosa. Acerca, por favor, esa silla. No, la
otra, y pónmela debajo de los pies. Me siento mejor cuando tengo los pies levan-tados.
Gerasim acercó la silla, la colocó suavemente en
el sitio a la vez que levantaba los pies de Iván Ilich y los ponía en ella. A
éste le parecía sentirse mejor cuando Gerasim le tenía los pies en alto.
-Me siento mejor cuando tengo los pies levantados
-dijo Iván Ilich-. Ponme ese cojín debajo de ellos.
Gerasim así lo hizo. De nuevo le levantó los pies
y volvió a depositarIos. De nuevo Iván Ilich se sintió mejor mientras Gerasim
se los levantaba. Cuando los bajó, a Iván Ilich le pareció que se sentía peor.
-Gerasim -dijo, ¿estás ocupado ahora?
-No, señor, en absoluto -respondió Gerasim, que
de los criados de la ciudad había aprendido cómo hablar con los señores.
-¿Qué tienes que hacer todavía?
-¿Que qué tengo que hacer? Ya lo he hecho todo,
salvo cortar leña para mañana.
-Entonces levántame las piernas un poco más,
¿puedes?
-¡Cómo no he de poder! -Gerasim levantó aún más
las piernas de su amo, y a éste le pareció que en esa postura no sentía dolor
alguno.
-¿Y qué de la leña?
-No se preocupe el señor. Hay tiempo para ello.
Iván Ilich dijo a Gerasim que se sentara y le
tuviera los pies levantados y empezó a hablar con él. Y, cosa rara, le parecía
sentirse mejor mientras Gerasim le tenía levantadas las piernas.
A partir de entonces Iván Ilich llamaba de vez en
cuando a Gerasim, le ponía las piernas sobre los hombros y gustaba de hablar
con él. Gerasim hacía todo ello con tiento y sencillez, y de tan buena gana y
con tan notable afabilidad que conmovía a su amo. La salud, la fuerza y la
vitalidad de otras personas ofendían a Iván Ilich; únicamente la energía y la
vitalidad de Gerasim no le mortificaban; al contrario, le servían de alivio.
El mayor tormento de Iván Ilich era la mentira,
la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba
muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera
tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo. Él
sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen nada resultaría de ello, salvo
padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa mentira, le
atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era mentira y
que él lo sabía también, y que le mintieran acerca de su horrible estado y se
aprestaran -más aún, le obligaran- a participar en esa mentira. La mentira -esa
mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte- encaminada a rebajar el
hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el
esturión de la comida... era un horrible tormento para Iván Ilich. Y, cosa
extraña, muchas veces cuando se entregaban junto a él a esas patrañas estuvo a
un pelo de gritarles: «¡Dejad de mentir! ¡Vosotros bien sabéis, y yo sé, que me
estoy muriendo! ¡Conque al menos dejad de mentir!» Pero nunca había tenido
arranque bastante para hacerlo. Veía que el hecho atroz, horrible, de su
gradual extinción era reducido por cuantos le rodeaban al nivel de un incidente
casual, en parte indecoroso (algo así como si un individuo entrase en una sala
esparciendo un mal olor), resultado de ese mismo «decoro» que él mismo había
practicado toda su vida. Veía que nadie se compadecía de él, porque nadie
quería siquiera hacerse cargo de su situación. Únicamente Gerasim se hacía
cargo de ella y le tenía lástima; y por eso Iván Ilich se sentía a gusto sólo
con él. Se sentía a gusto cuando Gerasim pasaba a veces la noche entera
sosteniéndole las piernas, sin querer ir a acostarse, diciendo: «No se
preocupe, Iván Ilich, que dormiré más tarde.» O cuando, tuteándole, agregaba:
«Si no estuvieras enfermo, sería distinto, ¿pero qué más da un poco de
ajetreo?» Gerasim era el único que no mentía, y en todo lo que hacía mostraba
que comprendía cómo iban las cosas y que no era necesario ocultarlas, sino
sencillamente tener lástima a su débil y demacrado señor. Una vez, cuando Iván
Ilich le decía que se fuera, incluso llegó a decide:
-Todos tenemos que morir. ¿Por qué no habría de
hacer algo por usted? -expresando así que no consideraba oneroso su esfuerzo
porque lo hacía por un moribundo y esperaba que alguien hiciera lo propio por
él cuando llegase su hora.
Además de esas mentiras, o a causa de ellas, lo
que más torturaba a Iván Ilich era que nadie se compadeciese de él como él
quería. En algunos instantes, después de prolongados sufrimientos, lo que más
anhelaba -aunque le habría dado vergüenza confesarlo- era que alguien le
tuviese lástima como se le tiene lástima a un niño enfermo. Quería que le
acariciaran, que le besaran, que lloraran por él, como se acaricia y consuela a
los niños. Sabía que era un alto funcionario, que su barba encanecía y que, por
consiguiente, ese deseo era imposible; pero, no obstante, ansiaba todo eso, y
en sus relaciones con Gerasim había algo semejante a ello, por lo que esas
relaciones le servían de alivio. Iván Ilich quería llorar, quería que le
mimaran y lloraran por él, y he aquí que cuando llegaba su colega Shebek, en
vez de llorar y ser mimado, Iván Ilich adoptaba un semblante serio, severo,
profundo y, por fuerza de la costumbre, expresaba su opinión acerca de una
sentencia del Tribunal de Casación e insistía porfiadamente en ella. Esa
mentira en torno suyo y dentro de sí mismo emponzoñó más que nada los últimos
días de la vida de Iván Ilich.
1.013. Tolstoi (Leon)
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