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martes, 24 de diciembre de 2013

Historia de ivan el imbecil - Cap. X

Esperando noticias, el viejo diablo se sentía impaciente por saber cómo habían logrado los diablillos arruinar a los tres hermanos. Pero como pasaba el tiempo y no recibía nada, se fué a averiguar lo que había ocurrido.
Buscó a los diablillos por todas par­tes; pero no pudo dar con ellos. Lo único que encontró fueron los tres agu­jeros.
«¡Vaya!" No habrán podido vencerlos. Tendré que poner manos a la obra yo mismo", se dijo.
Empezó a buscar a los tres hermanos en sus antiguas casas; pero las habían abandonado. El viejo diablo se disgustó.
Se dirigió a casa del zar Semión, trans­formado en voivoda[1].
-Según he oído decir, zar Semión, eres un gran guerrero. Conozco a fon­do la profesión de las armas y tengo ardientes deseos de servirte.
El zar le hizo preguntas; y, al com­probar que era inteligente, lo tomó a su servicio.
El nuevo voivoda explicó al zar cómo debía organizar su ejército.
-Lo más importante es que dispon­gas de un gran número de soldados; de otro modo habrá en el reino demasiada gente ociosa e inútil. Es preciso reclu­tar, sin distinción, a todos los hombres jóvenes; y entonces tendrás un ejército cinco veces más numeroso. Después ne­cesitamos nuevos modelos de fusiles y cañones. Inventaré fusiles que arrojen cien proyectiles a la vez como una lluvia de guisantes. Y te haré cañones que es­cupan fuego a distancias enormes. Los hombres, los caballos, las casas... todo arderá.
El zar Semión escuchó al nuevo voi­voda. Dió órdenes para que construyeran fábricas, de las que iban a salir cente­nares de fusiles y cañones. Una vez que todo estuvo dispuesto, se fué a guerrear contra el zar vecino.
En cuanto llegó a presencia del ene­migo, Semión el Guerrero ordenó a sus soldados que disparasen los fusiles y los cañones. En un solo combate, des­truyó e incendió la mitad del ejército rival.
Aterrorizado, el zar vecino capituló, en­tregando su reino a Semión.
-Ahora iré a luchar contra el sobe­rano de la India -dijo, satisfecho.
Pero el soberano de la India había oído hablar del arrojo y del poder de Semión y había imitado sus reformas e inventado armas aún mejores. No se había limitado a reclutar a los hombres jóvenes, sino también a las mujeres sol­teras de su reino. Así había conseguido reunir un ejército mayor que el de Se­mión. Además de disponer de fusiles y cañones iguales a los de Semión, ha­bía hallado la manera de volar por el aire; arrojar desde lo alto bombas ex­plosivas.
Asi, pues, el zar Semión marchó a guerrear contra el soberano de la India. Pensaba vencerlo, lo mismo que había vencido al otro; pero la hoz siega hasta que se embota. El soberano no esperó a que su enemigo presentase batalla. Mandó a las mujeres de su reino que volasen por encima del ejército de Se­mión, echando bombas explosivas. Las mujeres obedecieron, y el ejército de Semión se dispersó, huyendo y abando­nando a éste. El soberano de la India se apoderó del reino de Semión el Gue­rrero, que tuvo que irse como un vagabundo, de acá para allá, a donde lo guiaran sus pasos.      
Cuando hubo terminado con Semión el viejo diablo se ocupó de Taras.
Convirtiéndose en mercader, se esta­bleció en su reino. Empezó a comer­ciar; y pagaba todas las cosas a un pre­cio tan elevado, que las gentes acudían a tratar con él para ganar rápidamente.
Fué tanto lo que ganaron, que pu­dieron pagar los impuestos que tenían pendientes, y, desde entonces, siempre los satisfacían con regularidad. El zar Taras estaba contentísimo. "Tengo que agradecer esto al mercader nuevo -pen­só. Ahora tendré mucho más dinero y podré vivir aún mejor.
Concibió nuevos planes y se propuso construir otro palacio. Ordenó que lo pregonasen a los habitantes del pueblo que trajesen piedras y maderas y vinie­sen a trabajar para él. Había estableci­do buenos precios para todo, y espe­raba que la gente acudiría, en masa, a obedecerle como había ocurrido siempre. Pero he aquí que llevaban la piedra y la madera a casa del mercader, donde iban a trabajar todos los obreros.
El zar Taras elevó los precios; pero el mercader los elevó más. Taras tenía mucho dinero, pero el mercader más aún. Y pudo con él. Por eso, no se cons­truyó el palacio del zar.
Taras tuvo la idea de hacerse un jar­dín. En otoño, mandó decir a sus súbdi­tos que viniesen a trabajar a su casa. Nadie apareció. Todos estaban ocupados, cavando un estanque en casa del mer­cader.
Llegó el invierno; el zar Taras quiso que le hicieran una pelliza; y mandó comprar pieles de cibelina; pero el cria­do volvió diciendo
-No se encuentran pieles. El merca­der las ha pagado carísimas y se ha he­cho una alfombra con ellas.
El zar tuvo necesidad de comprar caballos. Los que habían ido por ellos vol­vieron, informando:
-Todos los buenos caballos están en casa del mercader, acarre-ando agua para llenar su estanque.
Todos los planes que formaba el zar quedaban suspendidos. Nadie quería ha­cer nada para él; en cambio, todos tra­bajaban para el mercader. Sólo le paga­ban los impuestos. El zar tenía tanto dinero que no sabía qué hacer con el; no obstante vivía cada vez peor.
Finalmente, renunció a sus proyectos, contentándose con encontrar de qué vi­vir. Pero hasta eso iba haciéndose difícil. Lo contrariaban en todo.
Los lacayos, los cocineros y los co­cheros lo habían abandonado, para tras­ladarse a casa del mercader. Incluso em­pezaron a faltarle los alimentos. Manda­b, al mercado a comprar cualquier cosa; pero el mercader se lo había llevado todo. Para él, sólo quedaban el dinero y las contribuciones.
Exacerbado, el zar echó de su reino al mercader. Pero éste se estableció cer­ca de la frontera, donde siguió su comer­cio. Le llevaban todo lo habido y por haber, a cambio de su dinero; y el zar seguía sin obtener nada.
Las cosas fueron de mal en peor. Pa­saban días enteros sin que el zar pro­bara bocado. Por aquel entonces se difundió el rumor de que el mercader es­taba dispuesto a comprar al zar en per­sona. Taras se asustó y ya no supo qué hacer.
En esto fué a verlo Semión el Gue­rrero.
-¡Mantenme! El soberano de la In­dia me ha destronado -le dijo.
-Hace días que no como -replicó Ta­ras el Panzudo.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)



[1] Jefe de un ejército.

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