Así pasaron otros quince días, durante los cuales
sucedió algo que Iván Ilich y su mujer venían deseando: Petrischev hizo una
petición de mano en debida forma. Ello ocurrió ya entrada una noche. Al día
siguiente Praskovya Fyodorovna fue a ver a su marido, pensando en cuál sería el
mejor modo de hacérselo saber, pero esa misma noche había habido otro cambio,
un empeoramiento en el estado de éste. Praskovya Fyodorovna le halló en el
sofá, pero en postura diferente. Yacía de espaldas, gimiendo y mirando
fijamente delante de sí.
Praskovya Fyodorovna empezó a hablarle de las
medicinas, pero él volvió los ojos hacia ella y esa mirada -dirigida
exclusivamente a ella- expresaba un rencor tan profundo que Praskovya
Fyodorovna no acabó de decirle lo que a decirle había venido.
-¡Por los clavos de Cristo, déjame morir en paz!
-dijo él.
Ella se dispuso a salir, pero en ese momento
entró la hija y se acercó a dar los buenos días. Él miró a la hija igual que
había mirado a la madre, y a las preguntas de aquélla por su salud contestó
secamente que pronto quedarían libres de él. Las dos mujeres callaron,
estuvieron sentadas un ratito y se fueron.
-¿Tenemos nosotras la culpa? -preguntó Liza a su
madre. ¡Es como si nos la echara! Lo siento por papá, ¿pero por qué nos
atormenta así?
Llegó el médico a la hora de costumbre. Iván
Ilich contestaba «sí» y «no» sin apartar de él los ojos cargados de inquina, y
al final dijo:
-Bien sabe usted que no puede hacer nada por mí;
conque déjeme en paz.
-Podemos calmarle el dolor -respondió el médico.
-Ni siquiera eso. Déjeme.
El médico salió a la sala y explicó a Praskovya
Fyodorovna que la cosa iba mal y que el único recurso era el opio para
disminuir los dolores, que debían de ser terribles.
Era cierto lo que decía el médico, que los
dolores de Iván Ilich debían de ser atroces; pero más atroces que los físicos
eran los dolores morales, que eran su mayor tormento.
Esos dolores morales resultaban de que esa noche,
contemplando el rostro soñoliento y bonachón de Gerasim, de pómulos salientes,
se le ocurrió de pronto: «¿Y si toda mi vida, mi vida consciente, ha sido de
hecho lo que no debía ser?»
Se le ocurrió ahora que lo que antes le parecía
de todo punto imposible, a saber, que no había vivido su vida como la debía
haber vivido, podía en fin de cuentas ser verdad. Se le ocurrió que sus
tentativas casi imperceptibles de bregar contra lo que la gente de alta
posición social consideraba bueno -tentativas casi imperceptibles que había
rechazado inmediatamente- hubieran podido ser genuinas y las otras falsas, y
que su carrera oficial, junto con su estilo de vida, su familia, sus intereses
sociales y oficiales... todo eso podía haber sido fraudulento. Trataba de
defender todo ello ante su conciencia. Y de pronto se dio cuenta de la
debilidad de lo que defendía. No había nada que defender.
«Pero si es así -se dijo, si salgo de la vida con
la conciencia de haber destruido todo lo que me fue dado, y es imposible
rectificarlo, ¿entonces qué?» Se volvió de espaldas y empezó de nuevo a pasar
revista a toda su vida. Por la mañana, cuando había visto primero a su criado,
luego a su mujer, más tarde a su hija y por último al médico, cada una de las
palabras de ellos, cada uno de sus movimientos le confirmaron la horrible
verdad que se le había revelado durante la noche. En esas palabras y esos
movimientos se vio a sí mismo, vio todo aquello para lo que había vivido, y vio
claramente que no debía haber sido así, que todo ello había sido una enorme y
horrible superchería que le había ocultado la vida y la muerte. La conciencia
de ello multiplicó por diez sus dolores físicos. Gemía y se agitaba, y tiraba
de su ropa, que parecía sofocacle y oprimirle. Y por eso los odiaba a todos.
Le dieron una dosis grande de opio y perdió el
conocimiento, pero a la hora de la comida los dolores comenzaron de nuevo.
Expulsó a todos de allí y se volvía continuamente de un lado para otro...
Su mujer se acercó a él y le dijo:
-Jean, cariño,
hazlo por mí (¿por mí?). No puede perjudicarte y con frecuencia sirve de ayuda.
¡Si no es nada! Hasta la gente que está bien de salud lo hace a menudo...
Él abrió los ojos de par en par.
-¿Qué? ¿Comulgar? ¿Para qué? ¡No es necesario!
Pero por otra parte...
Ella rompió a llorar.
-Sí, hazlo, querido. Mandaré por nuestro
sacerdote. Es un hombre tan bueno...
-Muy bien. Estupendo -contestó él.
Cuando llegó el sacerdote y le confesó, Iván
Ilich se calmó y le pareció sentir que se le aligeraban las dudas y con ello
sus dolores, y durante un momento tuvo una punta de esperanza. Volvió a pensar
en el apéndice y en la posibilidad de corregirlo, y comulgó con lágrimas en los
ojos.
Cuando volvieron a acostarle después de la
comunión tuvo un instante de alivio y de nuevo brotó la esperanza de vivir.
Empezó a pensar en la operación que le habían propuesto. «Vivir, quiero vivir»
-se dijo. Su mujer vino a felicitarle por la comunión con las palabras
habituales y agregó:
-¿Verdad que estás mejor?
Él, sin mirarla, dijo «sí».
El vestido de ella, su talle, la expresión de su
cara, el timbre de su voz... todo ello le revelaba lo mismo: «Esto no está como
debiera. Todo lo que has vivido y sigues viviendo es mentira, engaño, ocultando
de ti la vida y la muerte.» Y tan pronto como pensó de ese modo se dispararon
de nuevo su rencor y sus dolores físicos, y con ellos la conciencia del fin
próximo e ineludible, y a ello vino a agregarse algo nuevo: un dolor punzante,
agudísimo, y una sensación de ahogo.
La expresión de su rostro cuando pronunció ese
«sí» era horrible. Después de pronunciarlo, miró a su mujer fijamente, se volvió
boca abajo con energía inusitada en su débil condición, y gritó:
-¡Vete de aquí, vete! ¡Déjame en paz!
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