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martes, 24 de diciembre de 2013

El padre sergio - Cap. IV

En el sexto año de vida anacorética, durante las fiestas de carnaval, un grupo de alegres personas ricas de la ciudad próxima, hombres y mujeres, después de hartarse de hojuelas y vino, decidieron dar un paseo en troika. Formaban el grupo dos abogados, un rico propietario, un oficial y cuatro mujeres. Una de ellas era la esposa del oficial; la otra, lo era del terrateniente; la tercera era una solterona hermana de este último y la cuarta una mujer divorciada, hermosa y rica, que alteraba el sosiego de la ciudad con sus extravagancias.
El tiempo era espléndido, el hielo del camino parecía bruñido como un entarimado. Recorrieron unas diez verstas, y luego se detuvieron para decidir hacia dónde irían, si más lejos o volverían a la ciudad.
-¿Adónde lleva este camino? -preguntó Makovkina, la bella mujer divorciada.
-A Tambino, que está de aquí a doce verstas -respondió uno de los abogados que le hacía la corte.
-¿Y luego?
-Luego a L., por el monasterio.
-¿Allí donde vive ese que llaman padre Sergio?
-Sí.
-¿Kasatski? ¿Ese ermitaño tan guapo?
-El mismo.
-¡Mesdames! ¡Señores! Vamos a visitar a Kasatski. En Tambino descansa-remos y tomaremos algo.
-Pero no nos dará tiempo para volver a dormir en casa.
-No importa, pasaremos la noche en la celda de Kasatski.
-Sitio no faltará. En el monasterio hay una hostería que no es mala. Estuve allí cuando me encargué de la defensa de Majin.
-No, yo pasaré la noche con Kasatski.
-Eso es imposible. Ni siquiera usted, con todo su poder, lo conseguirá.
-¿Imposible? ¿Quiere apostar algo?
-Venga. Si usted pasa la noche con Kasatski, estoy dispuesto a todo lo que usted quiera.
-A discretion.
-¡Y usted, también!
-De acuerdo. Adelante.
Ofrecieron vino a los cocheros. El grupo de amigos se sirvió empanadillas, vino y caramelos que sacaron de una caja. Las damas se arrebujaron bien con sus blancos abrigos de piel de perro. Los cocheros discutieron acerca de quién iría delante, hasta que uno de ellos, con gallardo movimiento, hizo restallar el látigo y lanzó un grito. Cantaron los cascabeles y se oyó el chirrido de los trineos al deslizarse sobre la nieve helada. Apenas se notaba ninguna sacudida, el trineo se inclinaba ligeramente hacia los costados, el caballo lateral galopaba acompasada y alegremente, atada la cola sobre la adornada retranca; el camino, llano y liso, corría veloz hacia atrás; el cochero agitaba airosamente las riendas; el abogado y el oficial, sentados uno frente a otro, estaban bromeando con Makovkina, la cual, arrebujada en su abrigo, permanecía inmóvil y pensaba: «Siempre lo mismo y siempre repugnante: caras rojas y lucientes oliendo a vino y a tabaco, las mismas palabras, los mismos pensa-mientos y siempre dando vueltas alrededor de la misma porquería. Todos están contentos y convencidos de que ha de ser así y que pueden seguir viviendo de esta manera hasta el fin de sus días. Yo no puedo. Estoy harta. Necesitaría algo que lo desbaratara y trastornara todo. Que nos ocurriera lo que a ésos, creo que de Saratov, que fueron de paseo y se helaron. ¿Qué harían mis amigos? ¿Cómo se comportarían? Qué duda cabe, como unos cobardes. Cada uno pensaría únicamente en sí mismo. Yo misma me comportaría villanamente. Pero yo por lo menos soy hermosa. Lo saben. ¿Y ese monje? ¿Es posible que ya no comprenda tales cosas? No puede ser. Esto es lo único que todos comprenden. Como el otoño pasado aquel cadete. ¡Y qué estúpido era…!»
-Iván Nikoláievich! -exclamó.
-¿Qué manda, mi señora?
-¿Cuántos años tendrá?
-¿Quién?
-Kasatski.
-Me parece que unos cuarenta.
-¿Y recibe a todo el mundo?
-Sí, pero no siempre.
-Tápame los pies. Así no. ¡Qué poca maña se da! Todavía más, más; así. Y no tiene por qué apretarme las piernas.
Así llegaron hasta el bosque en que se encontraba la celda. Makovkina bajó y mandó alejarse a los demás. Intentaron disuadirla. Pero ella se enojó y les dijo que se fueran. Entonces los trineos se pusieron en camino, y ella, envuelta en su blanco abrigo de pieles, echó a andar por el sendero. El abogado bajó del trineo y se quedó mirándola.

1.013. Tolstoi (Leon) 

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