Los tres hermanos vivían
reinando.
El mayor, Semión el Guerrero, era feliz. Había reunido
numerosos soldados a los que le había hecho Iván.
Ordenó por todo el reino
que le diesen un soldado por cada diez casas. Estos soldados debían ser
altos, fuertes y apuestos.
Después de reclutar un
número muy elevado los instruyó. Así, cuando alguien se negaba a obedecerlo,
mandaba a sus soldados y hacía lo que quería. Todos lo temían.
Su vida se deslizaba
felizmente. Todo lo que pasaba por su imaginación, todo lo que codiciaban sus
ojos, era suyo, ya que no tenía más que enviar a sus soldados para que se
apoderasen de ello.
También Taras el Panzudo vivía magníficamente. No
había despilfarrado el dinero que le diera su hermano; por el contrario, se las
había arreglado para aumentarlo. Había puesto en marcha los negocios de su
reino: guardaba el oro en buenas cajas y aún exigía más de sus súbditos.
Cobraba tanto por casa, tanto por los lapti,
tanto por los onuchi, sin contar todo
lo demás. Poseía cuanto deseaba. A cambio del oro, le traían de todo; y todos
trabajaban para él, ya que todo el mundo necesitaba dinero.
Tampoco vivía mal Iván el Imbécil. Pero, tan pronto hubieron
enterrado a su suegro, se despojó de sus vestidos de zar, y pidió a su esposa
que los guardara en un arcón. Luego, poniéndose de nuevo su camisa de lienzo,
sus pantalones y sus lapti, volvió a sus faenas.
-Me aburro. Estoy echando
barriga y no tengo sueño ni apetito -dijo.
Mandó venir a sus padres
y a su hermana la muda, y comenzó a trabajar. Algunos le decían:
-¡Pero si eres el zar!
-¿Y eso qué importa?
También el zar tiene que comer -replicaba.
Un día, fué a verle un
ministro.
-No tenemos dinero para
abonar las pagas.
-Si no tenéis dinero, no
paguéis.
-En este caso, se
marcharán todos.
-¡Que se marchen! Así
dispondrán de tiempo para trabajar. Que saquen el estiércol. Hace mucho que lo
dejan amontonado, sin aprovecharlo para nada.
Otra vez fueron a pedirle
justicia. Uno se quejaba de que le habían robado su dinero.
-Señal de que les hacía
falta -declaró Ivan.
Debido a este proceder,
todos se dieron cuenta de que Iván era imbécil.
-La gente dice que eres
imbécil -le dijo su mujer.
-Será porque lo soy.
La esposa de Iván meditó,
meditó... Ella también era imbécil.
"¿Qué le he de
hacer? No me es posible oponerme a la voluntad de mi marido. El hilo debe
seguir a la aguja", se dijo.
Desechó también sus ropas
de zarina, que guardó en un arcón. Fué a casa de la muda, para que la enseñara
a trabajar; y, una vez que hubo aprendido, empezó a ayudar a su marido.
Todas las gentes sensatas
abandonaron el reino de Iván, quedando tan sólo los imbéciles. Nadie tenía
dinero; todos trabajaban, y cada cual se mantenía y ayudaba a los que no
podían hacerlo.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
No hay comentarios:
Publicar un comentario