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martes, 24 de diciembre de 2013

Historia de ivan el imbecil - Cap. IX

Los tres hermanos vivían reinando.
El mayor, Semión el Guerrero, era fe­liz. Había reunido numerosos soldados a los que le había hecho Iván.
Ordenó por todo el reino que le die­sen un soldado por cada diez casas. Es­tos soldados debían ser altos, fuertes y apuestos.
Después de reclutar un número muy elevado los instruyó. Así, cuando al­guien se negaba a obedecerlo, mandaba a sus soldados y hacía lo que quería. Todos lo temían.
Su vida se deslizaba felizmente. Todo lo que pasaba por su imaginación, todo lo que codiciaban sus ojos, era suyo, ya que no tenía más que enviar a sus sol­dados para que se apoderasen de ello.
También Taras el Panzudo vivía mag­níficamente. No había despilfarrado el dinero que le diera su hermano; por el contrario, se las había arreglado para aumentarlo. Había puesto en marcha los negocios de su reino: guardaba el oro en buenas cajas y aún exigía más de sus súbditos. Cobraba tanto por casa, tan­to por los lapti, tanto por los onuchi, sin contar todo lo demás. Poseía cuanto deseaba. A cambio del oro, le traían de todo; y todos trabajaban para él, ya que todo el mundo necesitaba dinero.
Tampoco vivía mal Iván el Imbécil. Pero, tan pronto hubieron enterrado a su suegro, se despojó de sus vestidos de zar, y pidió a su esposa que los guarda­ra en un arcón. Luego, poniéndose de nuevo su camisa de lienzo, sus panta­lones y sus lapti, volvió a sus faenas.
-Me aburro. Estoy echando barriga y no tengo sueño ni apetito -dijo.
Mandó venir a sus padres y a su her­mana la muda, y comenzó a trabajar. Algunos le decían:
-¡Pero si eres el zar!
-¿Y eso qué importa? También el zar tiene que comer -replicaba.
Un día, fué a verle un ministro.
-No tenemos dinero para abonar las pagas.
-Si no tenéis dinero, no paguéis.
-En este caso, se marcharán todos.
-¡Que se marchen! Así dispondrán de tiempo para trabajar. Que saquen el estiércol. Hace mucho que lo dejan amontonado, sin aprovecharlo para nada.
Otra vez fueron a pedirle justicia. Uno se quejaba de que le habían roba­do su dinero.
-Señal de que les hacía falta -decla­ró Ivan.
Debido a este proceder, todos se die­ron cuenta de que Iván era imbécil.
-La gente dice que eres imbécil -le dijo su mujer.
-Será porque lo soy.
La esposa de Iván meditó, meditó... Ella también era imbécil.
"¿Qué le he de hacer? No me es po­sible oponerme a la voluntad de mi marido. El hilo debe seguir a la aguja", se dijo.
Desechó también sus ropas de zarina, que guardó en un arcón. Fué a casa de la muda, para que la enseñara a traba­jar; y, una vez que hubo aprendido, empezó a ayudar a su marido.
Todas las gentes sensatas abandonaron el reino de Iván, quedando tan sólo los imbéciles. Nadie tenía dinero; todos tra­bajaban, y cada cual se mantenía y ayu­daba a los que no podían hacerlo.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

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