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miércoles, 25 de diciembre de 2013

Josefin, el emigrante - Cap III. Regreso

¡Cuán  amargo  es  iniciar  de  nuevo  la  lucha  por  la  vida,  cuando después  de  haberla  dominado  triunfador,  se  vuelve  en  inesperado fracaso,  al  punto  escabroso  de  partida!  Dolor  inigualable,  enorme, que se ve agrandado por la desilusión de un total quebrantamiento moral, al faltar para la nueva pugna, los dos factores indespensables: salud y pujanza juvenil.
He ahí, la lamentable situación de Josefín, cuando después de la malhadada  revolución,  quedó  maltrecho  física  y  moralmente.  Su columna vertebral rota, pese a los esfuerzos de la ciencia, no había quedado  perfectamente  soldada  y  dejóle  para  toda  su  vida, encorvado y con cierta desviación que le hacía andar ladeado. Los cabellos blancos, orlaban su frente y denotaban una vejez prematura que  hablaba  en  lenguaje  patético  de  tremendos  dolores.  Hondas arrugas, estigmas pregoneros de luchas y privaciones, cruzaban en laberíntica senda, su rostro inexpresivo, antes terso y lleno de vida.
Como  complemento  a  tanta  desdicha  corporal,  hallábase  el  total derrumbamiento de su espíritu. El corazón apagado e insensible, no recogía en sus vibraciones, sentimiento alguno, ya fuese de alegría o de  pena.  Los  grandes  acontecimientos,  desfilaban  ante  él,  como cosas  sencillamente  naturales,  sin  más  valor  emotivo,  que  un  sucedido  vulgar  de  la  vida...  De  ahí  que,  falto  de  fe  en  sí  mismo, desposeído por completo de ilusiones y esperanzas, fuese Josefín, el hombre menos predispuesto a la recuperación de su vida rota.
¡Poco significaban para su nula voluntad, los ánimos constantes con que D. Manolito le azuzaba! Este, caballero, aunque borrachín, había  cumplido  hasta  el  máximo  la  promesa  de  ayuda.  Por  su mediación,  los  grandes  Almacenes  de  la  Isla,  repletaron  hasta  el colmo, la bodega vacía. Cuando curado Josefín, volvió al mostrador, hallóse rodeado de toda clase de mercaderías puestas allí, sin dinero ni petición, como por arte de magia. Allí estaba de nuevo, como en los días primeros de su llegada. De dependiente, pues en realidad, nada era suyo.
La "Casona", abrió sus puertas al gran público que la favorecía.
Sin embargo, los fuertes Almacenes, honra y prez de la Habana, que un  día  regentara  D.  José  López  Argüelles,  permanecerían  cerrados para  siempre.  ¡Caprichos  crueles  de  la  fortuna!  ¡Josefín,  volvió  en todo  a  sus  comienzos;  pero  no  podía  llegar,  pese  a  ayudas  y ofrecimientos,  a  volver  a  ser  lo  que  fué:  joven!  Esa,  era  su  gran amargura y deses-peración.
Por eso, encorvado tras del mostrador, parecía tan sólo la triste sombra de lo que había sido.
Semejante a un eco lejano, zumbido quizá de algún muerto que hablaba, resonaban  en sus  oídos las palabras constantes del buen Manolito:
-No te amaines ni acobardes, chico. Aún puedes llegar. ¿No ves como tu Bodega, sigue siendo la preferida del gran público? Tú no has muerto más que para tí mismo. Para los demás, sigues siendo el gran comerciante, honrado, formal y complaciente. ¿Qué has enve-jecido?  Otros  vinieron  a  comprar  aquí,  que  se  hallan  en  reposo eterno. También, quien imposibilitado de andar, envía a sus hijos a este comercio de su preferencia. Otros, que han avanzado en la vida lo mismo que tú y al llevar la misma marcha no ven tus arrugas, por que  ellos  las  tienen.  Todo  el  mundo  envejece,  el  comerciante  y el cliente...
-Sólo veo mi decrepitud, mi nulo valor...
-Macanas,  no  más.  Sigues  siendo  el  egoísta  de  siempre.  Antes, egoísta por todo parecerte poco. ¡Más! ¡Más! Exclamas avaricioso.,
Hoy,  egoísta  en  sentido  negativo.  Egoísta  por  no  querer  nada.
¡Menos! ¡Menos! Dices al asustarte, por parecerte todo demasiado, todo  imposible.  -Y  Manolito,  anhelante  en  su  afán  de  levantar  la moral de su amigo, miraba triste a aquella sombra de lo que fué.
-Tienes razón.
-Reponía Josefín.
-Pero has acertado en que nada me importa y todo me arredra. Considérome a mi mismo, el muerto trashumante salido de la fosa en una noche de fantasmas...
Ni siquiera el tiempo, fué sedante para sus heridas. No tardó en pagar íntegramente las mercancías puestas a crédito en su Bodega y ni  siquiera  al  verse  de  nuevo  dueño  absoluto  de  la  Casona,  fué acicate que conmoviese su voluntad. Al contrario, al haber pagado hasta el último centavo sus deudas,  fué el incentivo que  con  más fuerza  emotiva,  le  llevaba  al  recuerdo  firme  y  perenne  del  bien perdido, de su Asturias tan metida en su corazón y tan apartada por las distancias.
Por  eso,  cuando  entre  gran  aparato  propa-gandístico,  fué conmovida la ciudad con el anuncio de que, una Agrupación Artística Asturiana,  venida  desde  tan  lejano  país,  debutaría  en  el  Teatro Nacional,  con  obras  exclusivamente  de  tipo  astur,  Josefín,  sintió renacer en su alma, la esperanza, que creía desaparecida y muerta para siempre.
-¿No  dices  Manolito  -repleto  de  optimismo  decíale  Josefín-  que necesito  un  motivo  que  me  haga  nuevamente  amar  la  vida?  ¿No pides que me llegue "algo" que me conmueva, que me ordene vivir la vida, hasta saber lo que me tiene al final reservado? Posiblemente ahora, llegó el gran suceso, el gran motivo esperado. Tu sabes, que mis  pensamientos,  mi  voluntad,  todos  mis  deseos,  tienen  el  norte fijo e invariable de mi tierrina. ¡Hoy, entre pregones que huelen a manzana y sidra dulce, a hierba verde y flores de primavera, viene Asturias  a  mí!  ¿Me  traerá  en  sus  tonadas  valientemente  melancólicas,  en  su  bable  lleno  de  tonalidades  musicales,  en  sus  amores llenos de candidez campesina, la vida que en estos parajes, para mí inhóspitos, he perdido?
-¡Quién sabe!
-Limitóse a responder D. Manolito.
Horas antes de la anunciada para la función, ya, marchaban hacia el gran Teatro, nuestros dos paisanos.
En plena, calle, Josefín, sufrió una fuerte emoción. Anunciando el poco  común  espectáculo,  calle  adelante,  marchaban  llenos  de gravedad  y  fachenda,  el  gaitero  y  tamborilero,  agrupando  en  su torno,  todo  el  poder  sugestivo  del  más  alto  significado  típico.
Seguíanles, unos centenares de entusiastas asturianos, formando un orfeón  vocinglero,  acompañando  a  la  gaita  con  canciones  que hablaban de niebla, montañas y amores,
La gaita, tocaba con su chillido tierno, que es canción y suspiro, amor  y  desengaño,  aireando  una  tonada  regional.  A  su  lado,  el tambor, recio y varonil, repiqueaba ufano, tal el galán ansioso a la puerta  de  la  zagala.  De  las  amplias  ventanas,  asomábanse  caras hermosas  de  mujeres,  que  contemplaban  absortas  tan  curioso espectáculo. El gaitero, comprensivo y audaz, plantóse ante uno de aquellos balcones repletos de rostros jóvenes y mirándolas altanero, cantó, acompañado por el son del instrumento:
   
             Entre rosas y canciones 
             de Asturias viene el amor;
             para ti, linda cubana, 
             traigo la más bella flor...
   
Y  de  los  balcones,  repletos  de  mujeres  cubanas,  ardientes, sentimentales  y  emotivas,  arrancó  un  aplauso  unánime  y  muchos labios enviaban besos al simpático gaitero que, simbolizaba en aquel momento  a  todo  el  genio  de  la  raza  astur.  ¡Aquellas  mujeres sintieron la canción y conmoviéronse ante ella, porque por sus venas corría en casi todas, sangre de España, sangre de Asturias, que a través de los siglos, sembró a raudales!
Pero  si  grande  fué  la  emoción  para  todos,  en  Josefín  llegó  al paroxismo. Los ojos desorbitados, la garganta dolorosamente enjuta, los labios temblorosos... Por primera vez en su vida, hallaba la razón de ser emigrante. Más valía aquel momento fugaz de alta emoción, que todos los millones que pudiera haber acumulado el bodeguero de más suerte y fortuna. Parecíale, que, nuevamente, toda su tierra se volcaba en aire de conquista, sobre la ciudad de la Habana. Era tan  extraña  su  situación,  que  hubo  de  agarrarse  fuertemente  al brazo  de  Manolito,  para  poder  seguir  adelante,  enrolado  en  la caravana, seguidora de los tocadores.
-¿No  te  conmueves,  Manolito?  -Inquirió  desconcertado,  ante  la tranquilidad del aludido.
-Sí, Josefín.
-Replicóle.
-Llevo como tú, a mi tierra, clavada muy adentro.  Pero  siempre  es  necesario  dominarse,  endurecerse,  para poder  gozar  hasta  lo  último,  los  deleites  de  estos  momentos supremos.
Llegó  la  hora  de  la  función.  D.  Manolito  y  Josefín,  ocuparon prestamente sus localidades, reservadas en segunda fila de butacas.
El gran Teatro, adornado para función de gala, hallábase decorado con motivos típicamente asturianos. Sobre la concha del apuntador, aparecía  bordado  en  oro,  con  fondo  blanco  de  raso,  el  hórreo, símbolo de la tierrina. Miles de espectadores, llenaban hasta el colmo el formidable Teatro, presentando por tanto, un aspecto imponente.
En medio de gran silencio, entrecortado por alientos de ansiedad, levantóse lentamente el telón. Como eco lejano, sentíanse canciones astures, cantadas magistralmente. El decorado, sencillo, pero lleno de realismo, presentaba, una casa de portal, la antojana, una vara de  hierba  y  una  portilla  añosa  de  madera.  En  el  horizonte,  la luminosidad de la pradera, donde mozas y  mozos laboraban en la recogida del heno, entre risas y canciones. Josefín, como movido por una  fuerza  irresistible,  levantóse  de  la  butaca.  Manolito,  hubo  de sujetarlo violentamente...
-Déjame, Manolito -replicaba aquél, enajenado. Esa casa, es la de mi  niñez.  Aquélla,  la  portilla  que  tantas  veces  abrí  para  ir  a  la "Llosa"....
-Modérate Josefín, no seas soñador.
-Esa casa, esa portilla, es la mía también. Es la casa y portilla de todos los asturianos...
Fué  transcurriendo  la  representación,  entre  aplausos  y  vítores, sonrisas y lloros. ¡Cuánto enternece al emigrante, la contemplación directa de las cosas de "allá" que tanto ama! Cuando en el apoteosis final, los componentes de la Agrupación, entonaron el himno de Asturias, en los últimos versos...
   
¡Quién estuviera en Asturias
en todas las ocasiones!
   
el público puesto en pie, rompió en estruendosa ovación, que se mantuvo hirviente por espacio de muchos minutos.
Josefín,  respirando  anhelante,  sintió  dentro  de  su  alma sensaciones  arrebatadoras.  El  corazón,  latiendo  con  inusitada potencia,  quería  quebrar  la  potencialidad  del  pecho,  para  salir volando  hacia  la  tierra  que  le  llamaba.  Entonces,  sacudiendo  con rabia  a  Manolito,  mirándole  con  ojos  de  poseso,  como  ebrio  o alienado, exclamaba:
-Siento  dentro  mí,  renacer  la  vida,  al  conjuro  de  mi  Patria.  No quiero perder esta resurrección. ¡No! ¡Vámonos Manolito! ¡Vámonos!
Josefín, llevaba la misma sangre de su tío. Era también el mismo carácter  firme  y,  sus  resoluciones  un  tanto  precipitadas,  pero irrevocables.  De  ahí,  que  no  sea  nada  extraño  el  que  al  otro  día, mediante  los  poderes  y  demás  trámites  legales,  dejase  como apoderado de la Bodega,, a su buen amigo Manolito, otorgándole los poderes, para vender, traspasar, etc.
-¡Un bien, con otro se paga! No quiero permanecer ni un día más en la Habana. No quiero que me pidas ninguna explicación.
-Fueron sus palabras.
D. Manolito, entre aturdido y filosófico, estrechóle la mano como despedida, limitándose a decirle:
-Adiós,  Josefín.  Hay  quien  hace  el  bien  de  una  manera  tan estrepitosa,  que  alguna  vez  molesta  y  otras  ofende.  Pero  nada  te digo, porque veo que esto ya es irremediable. Vete con la seguridad de que, sabré velar por tus intereses.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Monzón, recibió a su debido tiempo el cable, donde su hermano le anunciaba el próximo retorno. Como aquel día ya tan lejano de la partida, enganchó el caballo a la charret, y lleno de alegría por poder al fin abrazar al hermano querido, fustigó el caballo, para llegar a galope, al puerto del Musel.
El  barco,  hallábase  atracado  y  los  viajeros  no  tardaron  en descender  al  muelle...  Monzón,  revisaba  uno  a  uno  a  cuantos descendían  y,  fué  su  desilusión  grande  cuando  desembarcado  el último, no vió al hermano esperado:
Tristemente comentó.
-¡Entendería mal el cable! ¡Vendrá en utru barcu!
Encaminóse hacia su vehículo y, de pronto, vió venir hacia él, a aquel viejo encorvado y de andar cansino, que había visto descender trabajosamente del buque, portando a costa de grandes esfuerzos, dos maletas. Al cruzarse, el viejo, se le quedó mirando y de pronto, soltando  las  maletas  y  en  plena  recuperación  de  sus  fuerzas, abalanzóse sobre él, abrazándole fuertemente.
Monzón,  aturdido,  intentó  desasirse  del  loco  viejo  y  quedó petrificado  al  escuchar  entre  sollozos,  una  voz  conocida,  que  le decía:
-¡Monzón! ¡Hermano mío! ¿No me conoces? 
-¡Perdóname,  Josefin!  -Conmovidó  exclamó.-.Te  ví  descender, pero....
-Ya sé... ¡Soy una sombra de lo que fuí!...
Envolvióles  una  nube  negra,  preñada  en  hondo  patetismo.  Se miraron  en  mirada  angustiosa  largo  tiempo  y,  sin  más  palabras, ambos, iniciaron la marcha hacia la charret.
Monzón,  subió  las  maletas  al  vehículo  y  tras  ellas  ascendió también  ayudado  por  su  hermano,  el  achacoso  llegado.  Ya  en  el carruaje,  en  la  existencia  de  Josefín,  hubo  una  total  paralización.
Después,  los  años,  en  alocado  descenso,  caminaron  en  sentido inverso y en milagro de rejuvenecimiento, topóse sobre el puerto del Musel, convertido en un mozo de dieciocho años. Miróse de arriba abajo, intentó erguirse recio y la columna vertebral le dijo, que todo aquello era únicamente ilusión.
-Monzón -decía excitado.
-¿Es qué nada más, he envejecido yo?
¿Es verdad o mentira todo en la existencia? Eres más viejo en años, y te veo joven; ¿Por qué? El Musel, en tantos años que no le he visto no ha sufrido ninguna variación. Cuando marché, esa gran montaña, estaba en pleno derrumbamiento y al regreso, la hallo igual. Aquella grúa, aquellas máquinas, aquella Estación, aquél puesto de frutas y castañas.., ¿Yo sólo envejezco, Monzón? ¿Voy o vengo?.. Había en su exclamación, acento desgárrador de angustia o miedo.
-¿Voy o vengo? -Volvió a gritar.
Ninguna  frase  con  más  hondo  sentido  podía  exclamar  Josefín; pues  la  sucesión  vertiginosa  de  los  años,  en  una  vida  pródiga  en aconte-cimientos,  queda  convertida  tan  solo,  en  una  fugacísima  e inconsistente  imagen  retrospectiva,  cuando  con  los  más  duros sucesos, entran en los lindes del recuerdo.
-¿Recuerdas,  Monzón?  -Interrogó  Josefín  al  pasar  por  cierto pasaje  del  camino.  -En  aquella  casa,  en  una  noche  de  esfoyaza, cantó Adehna para mí...
Pero Monzón, hondamente  preocupado, en  otros pensamientos, no oyó la pregunta y, a su vez interrogó:
-¿Tuviste malu por allá, Josefín? 
-Sufrí mucho.
-Repuso aquél.
-Entonces -hablaba su hermano- ¿por qué non viniste antes?
-No sé... Déjame. ¡Cuba! ¡Cuba! ¡Ilusión del emigrante! ¡Cuánto he sufrido en la Habana! He trabajado hasta perder la salud. He... pero no. Olvidémoslo. Hoy estoy en mi tierra, y no quiero que ni el recuerdo  empañe  tanta  dicha.  ¡Hoy  ha  muerto  para  mí,  todo  el pasado!...
-¿No  ves  allí?...  -Preguntábale  Monzón,  señalándole  una  casa medio oculta en la espesura.
-¡Gran Dios! Con emoción gritaba Joséfín.
-iEá mi casa! ¡Mi casa!
Más de pronto quedóse mudo y acobardado. Tristemente comentó.
¡Tu casa! ¡Cuánto ha cambiado!
-¿Qué  dices?  Interrogó  Monzón.  ¿Mi  casa?  Y  tuya;  como  lo  fué siempre.
Y  no  hubo  más  frases,  porque  unas  hermosas  aldeanitas, coloradas  y  risueñas,  habían  saltado  al  carruaje;  entre  abrazos  y besos, llenas de cariño y ternura, decían;
-¡Tíu! ¡Tíu del alma!
También dos mozarrones, forcejeaban con ellas, para abrazar al recién llegado.
-¡Son  los  miós,  fíos! 
-Orgulloso,  aclaró  Monzón.  Y  ésta;  la  mi muyer.
Renqueando,  bajó  el  "cubano"  de  la  charret.  Era  tristemente deplorable  su  aspecto.,  entre  aquella  juventud  pujante  que, inopinada-mente tristes le contemplaban.
¿Era "aquéllo" el tío cubano de quien les hablaba su padre? Ellas, esperaban  un  señor  de  planta  y  prestancia.  Fachendoso,  alegre, sonriente.  Esperaban  a  un  "americano"  cuajado  de  oro  en  sus manos, y de cadenas en sus bolsillos... Y tenían ante ellos...
-¿Voy o vengo? Tornaba a preguntar Josefín, contemplando a las mozas. Aquélla, era la misma cara de su madre, el mismo cuerpo, los mismos modales, la misma voz. El, siempre la había visto "así", en un retrato que constantemente llevaba consigo.
Procesionalmente  entraron  en  casa.  Había  sufrido  gran trans-formación, por lo que hállóse en la aldea con un hogar lleno de las  más  exigentes  comodidades.  Sin  embargo,  pese  a  reformas  y rejuvene-cimientos, quedaba ese "algo" que no muere; ese "algo" que es la esencia pura de los hogares y que alguien llamó, el alma, de la "Casona".
-Esa era la habitación de los padres.
-Señaló.
-Sí.  Ahora  es  la  mía  y  de  mi  muyer.  Entraron.  La  mujer  de
Monzón, señalóle sobre la cómoda, un retrato de sus padres. Josefín contemplóles largo rato. Conmovido salió de la habitación seguido de los  demás.  Mas  apenas  salido  hubo,  retrocedió  sobre  sus  pasos  y entrando  de  nuevo  en  la  habitación,  tomó  en  sus  manos  la  vieja fotografía y besóla con entusiasmo...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
A  otro  día,  amaneció  lleno  de  sol.  Piaban  alegres  los  pajarillos revoloteando sobre la alameda y hallábanse los campos exuberantes de  vegetación,  salpicados  por  múltiples  florecillas,  frágiles  y hermosas, como puestas allí por la mano generosa de un ángel. La campiña vestía las mejores galas para recibirlo y parecía, que contemplando la policromía del paisaje, se hallaba el dios Pan, tañendo melodiosamente el dulce caramillo.
Cogido  del  brazo  de  su  hermano,  ascendía  trabajosamente  la pendiente de un otero. Aquí y allá, manadas de vacas, pacían con indolencia. Una brisa suave, con regusto salino, llegaba generosa del mar, besando arrullante la cima de los pinares. Monzón; caminaba con  soltura,  sin  trabajo  ni  fatiga,  mientras  que  su  hermano, respiraba trabajosamente, habiendo de cesar en su caminar a cada instante, para acopiar de aire sus pulmones o detener la fatiga que le asfixiaba:
-No puedo respirar tanta salud como a raudales me llega. ¡Parece que fué ayer! Sin embargo, un abisma de años lo separa. La última vez que subí aquí, fué en persecución de una ternera desmandada y la cogí a correr. Hoy, enfermo, imposibilitado, he de ascender con la ayuda de tu brazo.
En  ésto,  halláronse,  con  una  zagala  hermosa,  que  alegre-mente cantaba,  mientras  apacentaba  a  las  vacas.  Josefín,  atendió  con interés a la canción y dijo a Monzón.
-Es la misma voz de Adelina.
-Ye la fía. Canta también como su má.
-Dijo. Monzón.
-¡La hija de Adelina!
-Con sorpresa exclamaba Josefín.
Se  llegaron  a  ella.  El  viejo  cubano,  largo  rato  la  contempló, observando el gran parecido de la hija con la madre.
-Hija  mía  -decía. 
-Tu  madre,  ocupa  en  mi  corazón  un  buen recuerdo.
-Si  señor.  -Con  graciosa  sonrisa  reponía  la  aldeanita. 
-Muchas veces se acuerda de usted. También ella, paez que lu quería.
-¡Se acuerda de mí! Tristemente comentó. ¿Dejas qué te bese?
-Con angustia interrogó.
Por respuesta, hallóse con las mejillas que la linda muchacha le ofrecía.  Josefín,  la  besó  repetidas  veces.  Después  fué  ella,  quien candorosa e impulsiva, le besó tiernamente en el rostro arrugado y triste.
Aquél, bajó la cabeza e inició la marcha del brazo de su hermano, sin volver atrás la mirada a fin de que la niña no viese cuanto en su alma se debatía y salía humedecido por las órbitas cansadas de sus ojos.  Pensando  en  lo  sucedido,  acordóse  Josefín  de  su  paisano Campoamor  y  hasta  entonces,  no  logró  interpretar  con  toda fidelidad, aquellos versos del insigne poeta:
   
            Las hijas de las madres que amé tanto, 
            me besan ya, como se besa a un Santo.
   
Desde la cima del otero, abarcaban todo el amplio paisaje de la comarca.  Josefín,  respirando  a  pulmón  lleno,  levantaba  la  vista  al cielo y daba gracias a Dios por haberle permitido volver a contemplar el  paraíso  perdido.  Pensó  que  su  alma  no  había  sido  totalmente perdida y, que, en Asturias, volvía a recordar todas las oraciones de su niñez.
-¡Gracias, Señor! Gracias.
-¿No ves la hacienda, Josefín? -Inquería su hermano-.
-¡Oh! Sí. La "Llosa". El Cierru, el Cotu, el Cruciu... La hacienda de mis padres.
-Sí; pero mira. Aquel otra prau de la derecha, la tierrona de sobre el Cotu, el pastu que llevaba el de Ovies, la Espinera, la Falda, el Cantón, la...
-¡Pero!... -Alelado inquería Josefín.
-Sí,  Monzón.  Comprélo.  Los  fíos  trabayen,  la  hacienda  dá,  hice perruques  y  gastéles  en  finques.  El  dineru  non  val  pa  ná.  Puen robátelo,  quebrar  el  bancu,  quemase...  mientres  que  les  tierres siempre tan ahí. El día que muerra, a cada fíu ya y dexo capital pa empecipiar. Dispués, que trabayen sobre ello. ¿Non te paez?
-Paréceme,  que  efectivamente,  eres  notablemente  rico.  Tienes razón; el dinero vuela como cosa de pluma. De eso, yo se bastante.
En  cambio,  esa  riqueza  tuya,  ni  se  agota,  ni  se  pierde.  Ahí  está firme, contadora de siglos pasados y desafiadora de los venideros.
Contra  ella,  nada  pueden  los  hombres.  Si  tratan  de  torturarla  a golpes de azada o con la reja del arado, no más hacen que roturarla para  nueva  fecundación.  Sí,  en  afán  criminal  de  destrucción,  la horadan  y  explotan  con  dinamita,  encuéntranse  posiblemente,  con las entrañas repletas de valioso carbón o reluciente oro. Los hombres pasan y mueren, pero ella sigue rica y pujante... Además, la tierra, el  capital  en  campo,  da  alegría  y  contento.  Sobre  los  campos  se canta y se ama, se reza y alaba al Señor. Es riqueza sana y honrada, que  produce  bienestar  sin  remordimientos  de  conciencia...  En cambio,  Monzón,  la  riqueza  del  oro,  ocasiona  fiebres  de  avaricia, hace al hombre egoista, duro, cruel...
-¡Toy contentu con lo que tengo! ¡Nunca pasé fame, nin falta de cien pesetes!
-Comentó satisfecho Monzón.
-¿Siempre  has  vivido,  mientras  tuve  por  allá,  con  esta  misma comodidad?
-Preguntó Josefín.
-¡Home claro!
-Con la mayor naturalidad argumentaba.
-Esti ye el añu pior. Hay seca y la cosecha ye mala!..
Callaron  un  momento.  Por  la  mente  de  Josefín,  pasaban  y repasaban los más variados pensamientos. Al fín, repuso:
-Monzón. Voy a hacerte una confesión. Tal vez tengas esperanza de tener un hermano rico. Y, no es así. No sé, si tengo o no. Pero he venido sin nada, en espera de tu caridad.
Monzón, le miró lleno de extrañeza. Rudamente repuso:
-¡Tás llocu! ¡Pedir caridá a mí! ¡Qué me importa que tengas o non tengas,  si  lo  único  que  me  interesa  ye  el  tenete  cerca  de  mí!
Además;  mira,  la  Llosa,  el  Cantu  y  Cotiellos,  cuando  les  partides tocáronte a tí. Allí les tienes, tuyes son.
-¡Mías!... ¿Pero?...
-Sí, Josefín, sí. Tuyes. Pero aunque así non fuera, yes el hermanu que  quiero  y  nada  me  importa  si  tienes  o  no  dinero.  Unicamente deseo, tenete contentu, alegre, velar por esa salú y que la estancia entre nosotros sea el motivo de más alegría pa la casa... Si algo te faltó  allá,  allá,  quiero  que  aquí  lo  tengas.  Quien  tanto  penó,  muy justo ye, que ahora disfrute....
Josefín  no  supo  o  no  pudo  replicar.  Volvieron  hacia  su  casa  y agotado fué directamente a la habitación. Detrás, entró la mujer de Monzón y las hijas, que solícitas enteráronse de la causa de su, tan temprano retiro.
-¿Está enfermu? ¿Traemos-¡ algo? iTíu! Hay que alegrase. ¡Non ve cómo  lu  queremos! 
-Y  aquellas  mozas  le  besaban  con  verdadero cariño.
Transcurrieron los días para Josefín, entre la placidez hermosa del hogar y las horas maravillosas del campo repleto de aire puro, nubes volanderas en lo alto y sol jugando al escondite con las cimas de los picachos.  8us  pulmones  avariciosos  de  aire,  veces  había  en  que imposibilitados  para  absorver  tanto  oxígeno,  se  extenuaban asfixiados.
-¡No  puedo  con  tanta  felicidad!  ¡Me  mata  tanta  dicha!  A  veces siento morirme en placidez de éxtasis!...
Y  cayó  enfermo  en  el  lecho,  una  tarde  de  llovizna.  Su  salud totalmente  minada,  no  pudo  soportar  tanta  dicha  y,  muy  pronto, pese a los cuidados médicos y desvelos familiares, vióse la muerte llegar, a lomos de una agonía lenta y silenciosa...
Aún  no  expirara,  cuando  con  manos  trémulas  y  húmedos  ojos, Monzón, leía el siguiente telegrama llegado, de Cuba:
"Sigue habiendo tontos en el mundo. A un cubano zafio, vendí tu bodega  en  varios  miles  de  pesos  más  de  su  valor.  Giro  rápido.
Saludos de Manolito".
iJosefín, el emigrante Josefín, agobiado de luchas y de fracasos, disfrutaba ya de la riqueza de la paz absoluta, no pudiendo hacerlo de la riqueza terrenal amasada con lágrimas, desilusiones y fatigas!

Cuento asturiano

1.017. Busto (Mariano)
                                             

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