El zapatero y su mujer
comprendieron entonces quién era aquel desconocido al que habían dado de
comer y albergado en su casa. Y se echaron a llorar de alegría y emoción.
-Estaba solo en el
camino. Estaba solo y desnudo. Hasta entonces no había conocido ninguna
miseria humana, ni el frío ni el hambre. Pero me había transformado en hombre y
sentí hambre y frío y no supe qué hacer. Vi una iglesia consagrada al Eterno y
quise albergarme en ella; pero la puerta estaba cerrada. Me senté en el umbral,
con objeto de preservarme del viento. Llegaba la noche. Estaba padeciendo a
causa del hambre y del frío y temblaba de pies a cabeza. Me dolía todo el
cuerpo. De pronto oí unos pasos por el camino. Venía un hombre con unas botas
en la mano. Hablaba solo. Aquélla era la primera vez que veía la cara de un
hombre mortal desde que también yo era hombre; y esa cara me llenó de espanto.
Volví la cabeza. Oí que decía: "¿Cómo alimentar a mi mujer y a mis hijos?
¿Cómo preservar el frío, en invierno, nuestros miembros ateridos?" Y
pensé:. "Perezco de hambre y de frío y he aquí este hombre que sólo piensa
en sus necesidades. Pasa a mi lado, pero no se le ocurrirá auxiliarme." El
hombre me vió y, frunciendo el entrecejo y adoptando una expresión terrible,
pasó de largo... Me sentía desesperado. Súbitamente, oí que volvía. Lo miré y
no me pareció el mismo. Antes, la muerte estaba reflejada en su semblante; pero
en aquel momento era una faz viva y descubrí en ella la imagen de Dios. Se
acercó a mí y, tras de vestirme, me cogió de la mano y me llevó a su casa. Su
mujer estaba en el umbral de la puerta. Empezó a hablar. Aquella mujer era mucho
peor que el hombre. Sus labios exhalaban un hálito mortal y ese hálito me privaba
de respiración... Me sentí desfallecer. Esa mujer quería echarme de nuevo al
frío, a la agonía, a la muerte. Comprendí que, si lograba hacerlo, ella también
moriría. Pero, de pronto, su marido le habló de Dios. Y acto seguido la mujer
se transformó. Me dió de comer y, como me estaba observando alcé los ojos para
mirarla: la muerta se había convertido en un ser vivo y reconocí la faz de
Dios. Entonces me acordé de las palabras del Señor: "Sabrás lo que hay en
los hombres", y supe que lo que hay en los hombres es amor. Dichoso con
la revelación de una de las tres palabras divinas, sonreí por primera vez.
Pero no había podido enterarme de todas a un tiempo; aún no sabía lo que no es
dado a los hombres ni lo que los hace vivir.
Pasé un año con vosotros;
aquel señor vino a encargar unas botas que duraran un año, sin romperse ni
deformarse. Lo miré y vi junto a él a uno de mis compañeros, el ángel de la
muerte. Nadie lo había visto excepto yo. Lo conocía y me constaba que, antes de
ponerse el sol, se llevaría el alma del señor. Pensé: "Ese hombre hace
provisión para un año, ignorando que va a morir antes de la noche."
Entonces, me enteré de la segunda palabra de Dios. "Sabrás lo que no es
dado a los hombres." Lo que hay en los hombres lo sabía ya y en aquel
momento me enteré de lo que no les es dado: no saben lo que necesita su cuerpo.
Y sonreí por segunda vez.
Pero todavía ignoraba lo
que hace vivir a los hombres. Y así he vivido con vosotros esperando día por
día la revelación del Señor, la tercera palabra divina. Al sexto año, vino la
mujer de las mellizas. Las reconocí y supe cómo habían sobrevivido. Entonces,
pensé: "La madre me había suplicado que no me llevara su alma, preocupada
por sus hijitas; y yo le obedecí pensando que esas huérfanas morirían de hambre.
Pero he aquí que una persona extraña las ha recogido y las mantiene."
Cuando la mujer lloró
enternecida, acariciando a las niñas que había recogido, vi en ella la imagen
de Dios. Y entonces comprendí lo que hace vivir a los hombres. Comprendí que el
Señor acababa de revelarme la tercera palabra y que me concedía su perdón. Y
sonreí por tercera vez.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
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