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martes, 24 de diciembre de 2013

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. XI

El zapatero y su mujer comprendie­ron entonces quién era aquel descono­cido al que habían dado de comer y albergado en su casa. Y se echaron a llorar de alegría y emoción.
-Estaba solo en el camino. Estaba solo y desnudo. Hasta entonces no ha­bía conocido ninguna miseria humana, ni el frío ni el hambre. Pero me había transformado en hombre y sentí hambre y frío y no supe qué hacer. Vi una iglesia consagrada al Eterno y quise albergarme en ella; pero la puerta estaba cerrada. Me senté en el umbral, con objeto de preservarme del viento. Lle­gaba la noche. Estaba padeciendo a cau­sa del hambre y del frío y temblaba de pies a cabeza. Me dolía todo el cuerpo. De pronto oí unos pasos por el camino. Venía un hombre con unas botas en la mano. Hablaba solo. Aquélla era la pri­mera vez que veía la cara de un hombre mortal desde que también yo era hom­bre; y esa cara me llenó de espanto. Volví la cabeza. Oí que decía: "¿Cómo alimentar a mi mujer y a mis hijos? ¿Cómo preservar el frío, en invierno, nuestros miembros ateridos?" Y pensé:. "Perezco de hambre y de frío y he aquí este hombre que sólo piensa en sus necesidades. Pasa a mi lado, pero no se le ocurrirá auxiliarme." El hombre me vió y, frunciendo el entrecejo y adop­tando una expresión terrible, pasó de largo... Me sentía desesperado. Súbita­mente, oí que volvía. Lo miré y no me pareció el mismo. Antes, la muerte estaba reflejada en su semblante; pero en aquel momento era una faz viva y des­cubrí en ella la imagen de Dios. Se acer­có a mí y, tras de vestirme, me cogió de la mano y me llevó a su casa. Su mujer estaba en el umbral de la puerta. Em­pezó a hablar. Aquella mujer era mucho peor que el hombre. Sus labios exhala­ban un hálito mortal y ese hálito me pri­vaba de respiración... Me sentí desfalle­cer. Esa mujer quería echarme de nuevo al frío, a la agonía, a la muerte. Com­prendí que, si lograba hacerlo, ella tam­bién moriría. Pero, de pronto, su ma­rido le habló de Dios. Y acto seguido la mujer se transformó. Me dió de co­mer y, como me estaba observando alcé los ojos para mirarla: la muerta se había convertido en un ser vivo y reconocí la faz de Dios. Entonces me acordé de las palabras del Señor: "Sabrás lo que hay en los hombres", y supe que lo que hay en los hombres es amor. Di­choso con la revelación de una de las tres palabras divinas, sonreí por pri­mera vez. Pero no había podido ente­rarme de todas a un tiempo; aún no sabía lo que no es dado a los hombres ni lo que los hace vivir.
Pasé un año con vosotros; aquel se­ñor vino a encargar unas botas que du­raran un año, sin romperse ni deformar­se. Lo miré y vi junto a él a uno de mis compañeros, el ángel de la muerte. Nadie lo había visto excepto yo. Lo conocía y me constaba que, antes de ponerse el sol, se llevaría el alma del señor. Pensé: "Ese hombre hace provisión para un año, ignorando que va a morir antes de la noche." Entonces, me enteré de la segunda palabra de Dios. "Sabrás lo que no es dado a los hombres." Lo que hay en los hombres lo sabía ya y en aquel momento me enteré de lo que no les es dado: no saben lo que necesita su cuer­po. Y sonreí por segunda vez.
Pero todavía ignoraba lo que hace vi­vir a los hombres. Y así he vivido con vosotros esperando día por día la reve­lación del Señor, la tercera palabra di­vina. Al sexto año, vino la mujer de las mellizas. Las reconocí y supe cómo habían sobrevivido. Entonces, pensé: "La madre me había suplicado que no me llevara su alma, preocupada por sus hijitas; y yo le obedecí pensando que esas huérfanas morirían de ham­bre. Pero he aquí que una persona ex­traña las ha recogido y las mantiene."
Cuando la mujer lloró enternecida, acariciando a las niñas que había re­cogido, vi en ella la imagen de Dios. Y entonces comprendí lo que hace vivir a los hombres. Comprendí que el Señor acababa de revelarme la tercera pala­bra y que me concedía su perdón. Y sonreí por tercera vez.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

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