Cuando oréis no habéis de emplear vanas repeticiones,
como los paganos, porque éstos creen que serán atendi-
dos hablando mucho.
No los imitéis, porque vuestro Padre sabe de qué tenéis
necesidad antes que vosotros lo pidáis.
(San Mateo, cap. VI,
vers. 7 y 8.)
Un obispo navegaba desde
la ciudad de Arkangelsk a Solovki. En el mismo buque iban algunos peregrinos
para adorar las reliquias que se custodiaban en el monasterio. El viento era
favorable, hacía un día hermoso y el mar estaba en calma.
Algunos peregrinos
estaban echados, otros comían o, sentados en grupos, conversaban. El obispo
subió también a la cubierta y empezó a pasear de un extremo a otro. Al
acercarse a la proa, vió que allí se había reunido un grupito de gente. Un
hombrecillo hablaba señalando algo en el mar, y todos lo escuchaban. El obispo
se detuvo para mirar en la dirección en que señalaba el mujik; pero no se veía nada más que el mar, resplandeciente bajo
los rayos del sol. Se acercó más y prestó atención. Al reparar en él, el mujik se descubrió y guardó silencio.
Los demás se fijaron también en el obispo, y, siguiendo el ejemplo del
campesino, se quitaron las gorras, en actitud respetuosa.
-No os intimidéis,
hermanos -exclamó el obispo. Me he acercado para escuchar también lo que
cuentas, buen hombre.
-Este pescador nos está
contando la historia de tres startsy -dijo
un comerciante, menos tímido que los demás.
-¿Qué es lo que cuenta? -preguntó
el obispo; y, acercándose a la borda, se sentó en un cajón-. Sigue -añadió- Te
escucharé. ¿Qué es lo que señalabas?
-Aquel islote -replicó el
mujik, señalando hacia adelante, a
la derecha-. En él viven unos startsy
que salvan sus almas.
-Pero ¿dónde está?
-inquirió el obispo.
-Dígnese mirar en la
dirección de mi mano. Ahí se ve una nubecilla, pues, algo más a la izquierda,
más abajo, hay una franja...
El obispo miró largo
rato; pero, por falta de costumbre, no pudo divisar sino el agua, que
resplandecía bajo los rayos del sol.
-No lo veo -dijo- Pero
¿quiénes son esos startsy que viven
en el islote?
-Unos hombres de Dios -respondió
el mujik. Hace mucho que he oído hablar
de ellos; pero no tuve ocasión de verlos hasta el verano pasado.
Y el pescador siguió su
relato. Dijo que un día en que había salido a pescar, fué arrastrado hacia ese
islote. No sabía dónde estaba. De madrugada había ido a dar una vuelta y se
encontró ante una chocita. Salió un starets,
y luego, otros dos. Le dieron de comer, le secaron la ropa y le ayudaron a reparar
la barca.
-¿Y cómo son? -preguntó
el obispo.
-Uno de ellos es pequeño,
encorvado y muy viejecito. Debe de tener más de cien años. Viste un hábito
raído y su barba blanca se está volviendo verdosa. Es risueño y sereno, como
un ángel del cielo. El segundo, algo más alto, es viejo también. Lleva un
caftán desgarrado y su ancha barba canosa tiene reflejos amarillentos. Es un
hombre tan fuerte, que volvió mi barca boca abajo, como si fuese un tonel, sin
que me diera tiempo a echarle una mano. También él tiene un aspecto alegre. El
tercero es alto. La barba le llega hasta las rodillas y tiene la blancura del
cisne. Es taciturno, tiene el ceño fruncido y cubre su desnudez con un trozo
de harpillera atado a la cintura.
-¿De qué hablaron
contigo?
-Casi todo lo hacían en
silencio; hablaban poco entre ellos. En cuanto se miraban, se entendían.
Pregunté al más alto si hacía mucho que vivían allí. Frunció el ceño y
masculló algo, como si se hubiera enojado. Pero el viejecito, el más bajo, lo
cogió de la mano y sonrió; el alto se apaciguó en seguida. El viejecito no
había dicho nada más que "por favor", y había sonreído.
Mientras el pescador
hablaba, el barco se había acercado a unas islas.
-Ahora se ve
perfectamente. Dígnese mirar -dijo el comerciante, señalando algo.
El obispo miró en aquella
dirección y, en efecto, divisó una franja negra: era el islote. Después de
permanecer un rato mirando, pasó de la proa a la popa y se acercó al piloto:
-¿Qué islote es aquel que
se ve a lo lejos? -le preguntó.
-Un islote cualquiera. No
tiene nombre. Hay muchos como ese por aquí.
-¿Es cierto lo que dicen:
que hay en él unos startsy que salvan
sus almas?
-Eso dicen. Pero no sé si
es verdad. Los pescadores afirman haberlos visto. Pero también sucede que se
habla sin saber lo que se dice.
-Quisiera tocar ese
islote, para ver a los startsy -dijo
el obispo: ¿Cómo podríamos hacerlo?
-El barco no puede llegar
hasta allí. Habría que ir en lancha, y para eso hay que pedir permiso al
capitán.
-Desearía ver a los
startsy de ese islote -dijo el obispo, cuando llamaron al capitán-. ¿Podría
llevarme?
-Desde luego, podemos
llevarle. Pero perderíamos mucho tiempo. Además, casi me atrevería a asegurar
que no merece la pena de verlos. He oído decir que esos viejos son tontos; no
comprenden nada y ni siquiera saben hablar, como si fueran peces.
-Quiero verlos -insistio
el obispo. Pagaré lo que cueste ir allá. Lléveme, se lo ruego.
No había nada que
objetar. Se dieron las órdenes oportunas; el piloto cambió de rumbo y el barco
se dirigió hacia el islote. Trajeron una silla a proa para el obispo. Sentado
en ella, miró en dirección al islote; y todos los pasajeros se reunieron en
torno suyo, para mirar también. Los que tenían mejor vista, distinguían ya las
piedras del islote y mostraban las chozas a los demás.
Uno de los pasajeros no
tardó en ver a los tres startsy. El
capitán sacó unos anteojos; y, después de mirar con ellos, se los ofreció al
obispo.
-En efecto, a la derecha,
junto a una gran piedra de la orilla, se ven tres hombres -dijo.
A su vez, el obispo miró
con los anteojos en la dirección indicada y pudo ver a tres hombres; uno de
ellos era alto; el otro, de estatura mediana, y el tercero, muy bajito.
Permanecían en la orilla, cogidos de la mano.
-Hay que anclar el buque
aquí -dijo el capitán. Si quiere su ilustrísima, puede pasar a la lancha;
nosotros le esperaremos.
Inmediatamente echaron
las anclas, cargaron las velas y el buque empezó a oscilar. Botaron al agua la
lancha, saltaron a ella los remeros y el obispo bajó por la escala. Una vez en
la lancha, tomó asiento y los remeros se pusieron a remar, en dirección al
islote. En breve estuvieron a tiro de piedra y les fué posible distinguir
perfectamente a los tres startsy: el
más alto estaba casi desnudo, pues sólo llevaba un trozo de harpillera atado
a la cintura; el otro, más bajo, vestía un caftán destrozado; y el tercero,
bajito y encorvado, se cubría con un hábito raído. Los tres se sujetaban de
las manos.
La lancha llegó a la
orilla, el obispo saltó a tierra. Los startsy
lo saludaron haciendo profundas reverencias y el obispo los bendijo.
-He sabido que estáis
aquí, startsy de Dios, salvando
vuestras almas y pidiendo a Jesucristo por el prójimo. Como, por la gracia
del Altísimo, yo, su indigno siervo, he sido llamado para apacentar sus ovejas,
he querido visitaros, a vosotros, servidores de Dios, por si puedo traeros la
palabra divina.
Los startsy permanecían risueños y silenciosos, mirándose unos a
otros.
-Decidme de qué manera
salváis vuestras almas y cómo servís a Dios -continuó el obispo.
El mediano suspiró,
mirando a los otros dos; el más alto frunció el ceño y miró a su vez al viejecito,
que dijo, con una sonrisa:
-Siervo de Dios: no
sabemos servir al Altísimo. Sólo nos servimos a nosotros mismos y ganamos
nuestro sustento.
-Entonces, ¿cómo rezáis?
-He aquí como lo hacemos:
decimos: "Vosotros sois tres; nosotros somos tres: concédenos tu
gracia" -contestó el viejecillo.
En cuanto hubo
pronunciado estas palabras, los tres startsy
alzaron los ojos al cielo y repitieron: "Vosotros sois tres; nosotros
somos tres: concédenos tu gracia."
El obispo sonrió,
diciendo:
-Seguramente habréis oído
hablar de la
Santísima Trinidad ; pero no, es así como hay que rezar. Os he
tomado afecto, startsy de Dios; veo
que queréis complacer al Altísimo, pero que no sabéis servirle. No es así como
se debe rezar. Escuchadme: yo os enseñaré. Lo que voy a deciros está en la Sagrada Escritura ,
y así es como Dios ha ordenado a la gente que rece.
El obispo relató a los startsy cómo se ha revelado Dios a los
hombres y les habló de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Luego
añadió:
-Dios Hijo bajó a la
tierra para salvar al género humano, y he aquí cómo enseñó a rezar a todo el
mundo. Escuchad y repetid mis palabras:
Comenzó así:
-Padre nuestro...
Uno de los startsy
repitió:
-Padre nuesftro...
El segundo repitió
también:
-Padre nuestro...
El tercero dijo, asimismo
-Padre nuestro...
-Que estás en los
cielos....
Los tres startsy quisieron repetir todos juntos:
-Que estás en los
cielos...
Pero el mediano se
equivocó y no dijo lo que debía decir; el alto no pudo pronunciar bien, porque
los bigotes le tapaban la boca, y tampoco habló claramente el viejecito
desdentado.
El obispo empezó de nuevo
y los startsy repitieron. Se había
sentado en una piedra y los startsy
en torno suyo, le miraban a la boca y repetían cuanto decía. Durante todo el
día, hasta la noche, el obispo se afanó con los startsy; llegó a decir diez, veinte y hasta cien veces la misma
palabra, que los viejos repetían. Estos se equivo-caban y el obispo los
corregía y los obligaba a empezar de nuevo.
El obispo no dejó a los startsy hasta que les hubo enseñado la
oración del Señor. La dijeron con él y luego solos. El mediano fué el primero
en aprenderla y la repitió sin ayuda. El obispo le mandó que la recitara
varias veces y los otros dos lo imitaron.
Empezaba a oscurecer y la
luna surgía del mar, cuando el obispo se levantó, para volver al buque. Se
despidió de los startsy, que lo
saludaron inclinándose hasta el suelo. Los mandó que se levantaran, los besó,
y, tras de recomendarles que rezaran como los había enseñado, se instaló en la
lancha.
Mientras el obispo
regresaba al barco, oía a los tres startsy
que recitaban en voz alta la oración del Señor. Cuando la lancha llegó al
barco, ya no se oían las voces de los startsy;
pero a la luz de la luna, aún se les podía ver, en pie en la orilla: el
viejecito en medio, el alto a la derecha y el mediano a la izquierda. El obispo
subió al puente. Levaron anclas, izaron velas, que se hincharon con el viento,
y el barco continuó su camino. El obispo fué a sentarse en la popa y fijó la
vista en el islote. Al principio, aún distinguió los startsy, pero en breve los perdió de vista. Sólo divisaba el islote,
que no tardó en desaparecer también. Finalmente, se dejó ver el mar brillando
bajo la luz de la luna.
Se acostaron los
peregrinos y todo quedó en silencio en el puente.
Pero el obispo no tenía
sueño. Permaneció solo en la popa, mirando en dirección al islote; pensaba en
los buenos startsy. Recordaba la
alegría que habían tenido al aprender la oración y daba gracias a Dios por
haberlo llamado en ayuda de aquellos hombres para enseñarles la palabra
divina.
Estuvo así mucho rato,
con los ojos fijos en el mar, en dirección al sitio en que estaba el islote. Y
de cuando en cuando veía un reflejo en las olas. De pronto, distinguió que algo
blanqueaba en la estela luminosa producida por la luna. ¿Sería un ave? ¿Una
gaviota? ¿O la vela de un barco? Miró con más atención y se dijo:
"Debe de ser un
barco de vela que nos sigue. Pero ¡con qué rapidez viene! Hace un momento
estaba lejos y ya está muy cerca. Ahora que el barco no parece barco, ni la
vela tampoco parece una vela. Sin embargo, nos persigue." No acertaba a
distinguir lo que era: ¿un ave? ¿Un pez? A ratos, parecía un hombre, pero de
un tamaño descomunal... Además, un ser humano no podría andar sobre el mar. El
obispo se levantó y, acercándose al piloto, dijo:
-Mira a ver qué es eso.
¿Qué es, hermano? ¿Qué es? -repitió; pero, en aquel momento, vió claramente a
los tres startsy que corrían por el
mar, y se acercaban al buque, con sus barbas blancas flotando.
El piloto volvió la
cabeza y, horrorizado, abandonó el timón.
-¡Señor! ¡Los startsy nos persiguen por el mar, como
si corrieran por el suelo! -gritó, con voz sonora.
Todos oyeron sus gritos y
se lanzaron a la popa. Vieron a los startsy
que corrían, cogidos de la mano. Los dos de los extremos hacían señas para que
se detuviera el barco. Corrían por el agua como si fuese la tierra, pero sin
mover los pies.
Aún no había dado tiempo
de parar el barco cuando ya lo habían alcanzado y, levantando las cabezas,
pronunciaron los tres a la vez:
-Siervo de Dios: hemos
olvidado la oración. Mientras la repetíamos, nos acordábamos; pero en cuanto
hemos dejado de decirla, se nos olvidó una palabra y todo se vino abajo.
Enséñanoslo de nuevo; ya no nos acordamos de nada.
El obispo hizo la señal
de la cruz, se inclinó hacia los startsy
y dijo:
-Vuestra oración llegará
de todos modos hasta el Señor, startsy
de Dios. No soy yo quien debe enseñaros. Rezad por nosotros, pobres pecadores.
Y saludó con una profunda
reverencia a los startsy. Estos se
pararon, y actos seguido volvieron sobre sus pasos. Hasta el amanecer se vió un
gran resplandor en el islote adonde se habían vuelto.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
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