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martes, 24 de diciembre de 2013

Los tres startsy

Cuando oréis no habéis de emplear vanas repeticiones,
como los paganos, porque éstos creen que serán atendi­-
dos hablando mucho.
No los imitéis, porque vuestro Padre sabe de qué te­néis
necesidad antes que vosotros lo pidáis.
(San Mateo, cap. VI, vers. 7 y 8.)

Un obispo navegaba desde la ciudad de Arkangelsk a Solovki. En el mismo buque iban algunos peregrinos para ado­rar las reliquias que se custodiaban en el monasterio. El viento era favorable, hacía un día hermoso y el mar estaba en calma.
Algunos peregrinos estaban echados, otros comían o, sentados en grupos, con­versaban. El obispo subió también a la cubierta y empezó a pasear de un ex­tremo a otro. Al acercarse a la proa, vió que allí se había reunido un gru­pito de gente. Un hombrecillo hablaba señalando algo en el mar, y todos lo escuchaban. El obispo se detuvo para mirar en la dirección en que señalaba el mujik; pero no se veía nada más que el mar, resplandeciente bajo los rayos del sol. Se acercó más y prestó atención. Al reparar en él, el mujik se descubrió y guardó silencio. Los demás se fijaron también en el obispo, y, siguiendo el ejemplo del campesino, se quitaron las gorras, en actitud respetuosa.
-No os intimidéis, hermanos -excla­mó el obispo. Me he acercado para escuchar también lo que cuentas, buen hombre.
-Este pescador nos está contando la historia de tres startsy -dijo un comer­ciante, menos tímido que los demás.
-¿Qué es lo que cuenta? -preguntó el obispo; y, acercándose a la borda, se sentó en un cajón-. Sigue­ -añadió- Te escucharé. ¿Qué es lo que señalabas?
-Aquel islote -replicó el mujik, se­ñalando hacia adelante, a la derecha-. ­En él viven unos startsy que salvan sus almas.
-Pero ¿dónde está? -inquirió el obispo.
-Dígnese mirar en la dirección de mi mano. Ahí se ve una nubecilla, pues, algo más a la izquierda, más abajo, hay una franja...
El obispo miró largo rato; pero, por falta de costumbre, no pudo divisar sino el agua, que resplandecía bajo los rayos del sol.
-No lo veo -dijo- Pero ¿quiénes son esos startsy que viven en el islote?
-Unos hombres de Dios -respondió el mujik. Hace mucho que he oído hablar de ellos; pero no tuve ocasión de verlos hasta el verano pasado.
Y el pescador siguió su relato. Dijo que un día en que había salido a pes­car, fué arrastrado hacia ese islote. No sabía dónde estaba. De madrugada ha­bía ido a dar una vuelta y se encon­tró ante una chocita. Salió un starets, y luego, otros dos. Le dieron de comer, le secaron la ropa y le ayudaron a re­parar la barca.
-¿Y cómo son? -preguntó el obispo.
-Uno de ellos es pequeño, encorva­do y muy viejecito. Debe de tener más de cien años. Viste un hábito raído y su barba blanca se está volviendo ver­dosa. Es risueño y sereno, como un án­gel del cielo. El segundo, algo más alto, es viejo también. Lleva un caftán desga­rrado y su ancha barba canosa tiene reflejos amarillentos. Es un hombre tan fuerte, que volvió mi barca boca abajo, como si fuese un tonel, sin que me die­ra tiempo a echarle una mano. También él tiene un aspecto alegre. El tercero es alto. La barba le llega hasta las rodillas y tiene la blancura del cisne. Es tacitur­no, tiene el ceño fruncido y cubre su desnudez con un trozo de harpillera atado a la cintura.
-¿De qué hablaron contigo?
-Casi todo lo hacían en silencio; ha­blaban poco entre ellos. En cuanto se miraban, se entendían. Pregunté al más alto si hacía mucho que vivían allí. Frun­ció el ceño y masculló algo, como si se hubiera enojado. Pero el viejecito, el más bajo, lo cogió de la mano y sonrió; el alto se apaciguó en seguida. El viejecito no había dicho nada más que "por fa­vor", y había sonreído.
Mientras el pescador hablaba, el bar­co se había acercado a unas islas.
-Ahora se ve perfectamente. Dígne­se mirar -dijo el comerciante, señalando algo.
El obispo miró en aquella dirección y, en efecto, divisó una franja negra: era el islote. Después de permanecer un rato mirando, pasó de la proa a la popa y se acercó al piloto:
-¿Qué islote es aquel que se ve a lo lejos? -le preguntó.
-Un islote cualquiera. No tiene nom­bre. Hay muchos como ese por aquí.
-¿Es cierto lo que dicen: que hay en él unos startsy que salvan sus almas?
-Eso dicen. Pero no sé si es verdad. Los pescadores afirman haberlos visto. Pero también sucede que se habla sin saber lo que se dice.
-Quisiera tocar ese islote, para ver a los startsy -dijo el obispo: ¿Cómo podríamos hacerlo?
-El barco no puede llegar hasta allí. Habría que ir en lancha, y para eso hay que pedir permiso al capitán.
-Desearía ver a los startsy de ese islote -dijo el obispo, cuando llamaron al capitán-. ¿Podría llevarme?
-Desde luego, podemos llevarle. Pe­ro perderíamos mucho tiempo. Además, casi me atrevería a asegurar que no merece la pena de verlos. He oído decir que esos viejos son tontos; no com­prenden nada y ni siquiera saben ha­blar, como si fueran peces.
-Quiero verlos -insistio el obispo. ­Pagaré lo que cueste ir allá. Lléveme, se lo ruego.
No había nada que objetar. Se dieron las órdenes oportunas; el piloto cam­bió de rumbo y el barco se dirigió ha­cia el islote. Trajeron una silla a proa para el obispo. Sentado en ella, miró en dirección al islote; y todos los pasa­jeros se reunieron en torno suyo, para mirar también. Los que tenían mejor vista, distinguían ya las piedras del is­lote y mostraban las chozas a los demás.
Uno de los pasajeros no tardó en ver a los tres startsy. El capitán sacó unos anteojos; y, después de mirar con ellos, se los ofreció al obispo.
-En efecto, a la derecha, junto a una gran piedra de la orilla, se ven tres hombres -dijo.
A su vez, el obispo miró con los an­teojos en la dirección indicada y pudo ver a tres hombres; uno de ellos era alto; el otro, de estatura mediana, y el tercero, muy bajito. Permanecían en la orilla, cogidos de la mano.
-Hay que anclar el buque aquí -dijo el capitán. Si quiere su ilustrísima, pue­de pasar a la lancha; nosotros le espe­raremos.
Inmediatamente echaron las anclas, cargaron las velas y el buque empezó a oscilar. Botaron al agua la lancha, sal­taron a ella los remeros y el obispo bajó por la escala. Una vez en la lancha, tomó asiento y los remeros se pusieron a remar, en dirección al islote. En breve estuvieron a tiro de piedra y les fué posible distinguir perfectamente a los tres startsy: el más alto estaba casi des­nudo, pues sólo llevaba un trozo de har­pillera atado a la cintura; el otro, más bajo, vestía un caftán destrozado; y el tercero, bajito y encorvado, se cubría con un hábito raído. Los tres se suje­taban de las manos.
La lancha llegó a la orilla, el obispo saltó a tierra. Los startsy lo saludaron haciendo profundas reverencias y el obis­po los bendijo.
-He sabido que estáis aquí, startsy de Dios, salvando vuestras almas y pi­diendo a Jesucristo por el prójimo. Co­mo, por la gracia del Altísimo, yo, su indigno siervo, he sido llamado para apacentar sus ovejas, he querido visita­ros, a vosotros, servidores de Dios, por si puedo traeros la palabra divina.
Los startsy permanecían risueños y si­lenciosos, mirándose unos a otros.
-Decidme de qué manera salváis vuestras almas y cómo servís a Dios -continuó el obispo.
El mediano suspiró, mirando a los otros dos; el más alto frunció el ceño y miró a su vez al viejecito, que dijo, con una sonrisa:
-Siervo de Dios: no sabemos servir al Altísimo. Sólo nos servimos a nos­otros mismos y ganamos nuestro sus­tento.
-Entonces, ¿cómo rezáis?
-He aquí como lo hacemos: deci­mos: "Vosotros sois tres; nosotros so­mos tres: concédenos tu gracia" -con­testó el viejecillo.
En cuanto hubo pronunciado estas palabras, los tres startsy alzaron los ojos al cielo y repitieron: "Vosotros sois tres; nosotros somos tres: concédenos tu gracia."
El obispo sonrió, diciendo:
-Seguramente habréis oído hablar de la Santísima Trinidad; pero no, es así como hay que rezar. Os he tomado afec­to, startsy de Dios; veo que queréis complacer al Altísimo, pero que no sa­béis servirle. No es así como se debe rezar. Escuchadme: yo os enseñaré. Lo que voy a deciros está en la Sagrada Escritura, y así es como Dios ha orde­nado a la gente que rece.
El obispo relató a los startsy cómo se ha revelado Dios a los hombres y les habló de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Luego añadió:
-Dios Hijo bajó a la tierra para sal­var al género humano, y he aquí cómo enseñó a rezar a todo el mundo. Escu­chad y repetid mis palabras:
Comenzó así:
-Padre nuestro...
Uno de los startsy repitió:
-Padre nuesftro...
El segundo repitió también:
-Padre nuestro...
El tercero dijo, asimismo­
-Padre nuestro...
-Que estás en los cielos....
Los tres startsy quisieron repetir to­dos juntos:
-Que estás en los cielos...
Pero el mediano se equivocó y no dijo lo que debía decir; el alto no pudo pronunciar bien, porque los bigotes le tapaban la boca, y tampoco habló clara­mente el viejecito desdentado.
El obispo empezó de nuevo y los startsy repitieron. Se había sentado en una piedra y los startsy en torno suyo, le miraban a la boca y repetían cuanto decía. Durante todo el día, hasta la no­che, el obispo se afanó con los startsy; llegó a decir diez, veinte y hasta cien veces la misma palabra, que los viejos repetían. Estos se equivo-caban y el obis­po los corregía y los obligaba a empe­zar de nuevo.
El obispo no dejó a los startsy hasta que les hubo enseñado la oración del Señor. La dijeron con él y luego solos. El mediano fué el primero en aprender­la y la repitió sin ayuda. El obispo le mandó que la recitara varias veces y los otros dos lo imitaron.
Empezaba a oscurecer y la luna sur­gía del mar, cuando el obispo se levan­tó, para volver al buque. Se despidió de los startsy, que lo saludaron inclinán­dose hasta el suelo. Los mandó que se levantaran, los besó, y, tras de reco­mendarles que rezaran como los había enseñado, se instaló en la lancha.
Mientras el obispo regresaba al barco, oía a los tres startsy que recitaban en voz alta la oración del Señor. Cuando la lancha llegó al barco, ya no se oían las voces de los startsy; pero a la luz de la luna, aún se les podía ver, en pie en la orilla: el viejecito en medio, el alto a la derecha y el mediano a la izquierda. El obispo subió al puente. Levaron an­clas, izaron velas, que se hincharon con el viento, y el barco continuó su cami­no. El obispo fué a sentarse en la popa y fijó la vista en el islote. Al principio, aún distinguió los startsy, pero en breve los perdió de vista. Sólo divisaba el is­lote, que no tardó en desaparecer tam­bién. Finalmente, se dejó ver el mar bri­llando bajo la luz de la luna.
Se acostaron los peregrinos y todo quedó en silencio en el puente.
Pero el obispo no tenía sueño. Perma­neció solo en la popa, mirando en di­rección al islote; pensaba en los buenos startsy. Recordaba la alegría que habían tenido al aprender la oración y daba gracias a Dios por haberlo llamado en ayuda de aquellos hombres para ense­ñarles la palabra divina.
Estuvo así mucho rato, con los ojos fijos en el mar, en dirección al sitio en que estaba el islote. Y de cuando en cuando veía un reflejo en las olas. De pronto, distinguió que algo blanqueaba en la estela luminosa producida por la luna. ¿Sería un ave? ¿Una gaviota? ¿O la vela de un barco? Miró con más atención y se dijo:
"Debe de ser un barco de vela que nos sigue. Pero ¡con qué rapidez viene! Hace un momento estaba lejos y ya está muy cerca. Ahora que el barco no parece barco, ni la vela tampoco parece una vela. Sin embargo, nos persigue." No acertaba a distinguir lo que era: ¿un ave? ¿Un pez? A ratos, parecía un hom­bre, pero de un tamaño descomunal... Además, un ser humano no podría an­dar sobre el mar. El obispo se levantó y, acercándose al piloto, dijo:
-Mira a ver qué es eso. ¿Qué es, hermano? ¿Qué es? -repitió; pero, en aquel momento, vió claramente a los tres startsy que corrían por el mar, y se acercaban al buque, con sus barbas blan­cas flotando.
El piloto volvió la cabeza y, horro­rizado, abandonó el timón.
-¡Señor! ¡Los startsy nos persiguen por el mar, como si corrieran por el suelo! -gritó, con voz sonora.
Todos oyeron sus gritos y se lanza­ron a la popa. Vieron a los startsy que corrían, cogidos de la mano. Los dos de los extremos hacían señas para que se detuviera el barco. Corrían por el agua como si fuese la tierra, pero sin mover los pies.
Aún no había dado tiempo de parar el barco cuando ya lo habían alcanzado y, levantando las cabezas, pronunciaron los tres a la vez:
-Siervo de Dios: hemos olvidado la oración. Mientras la repetíamos, nos acor­dábamos; pero en cuanto hemos dejado de decirla, se nos olvidó una palabra y todo se vino abajo. Enséñanoslo de nue­vo; ya no nos acordamos de nada.
El obispo hizo la señal de la cruz, se inclinó hacia los startsy y dijo:
-Vuestra oración llegará de todos mo­dos hasta el Señor, startsy de Dios. No soy yo quien debe enseñaros. Rezad por nosotros, pobres pecadores.
Y saludó con una profunda reverencia a los startsy. Estos se pararon, y actos seguido volvieron sobre sus pasos. Hasta el amanecer se vió un gran resplandor en el islote adonde se habían vuelto.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

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