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martes, 24 de diciembre de 2013

Una semilla milagrosa

Una vez unos chiquillos encontraron en un barranco un objeto parecido a un huevo de gallina. Tenía un surco en medio, como una semilla. Un caminante vio aquel objeto y lo compró por cinco copecks. Al llegar a la ciudad, se lo vendió al zar como una cosa curiosa.
El zar llamó a los sabios y les mandó averiguar si se trataba de un huevo o de una semilla. Estos reflexionaron mucho; pero fueron incapaces de dar una contestación. Dejaron aquel objeto en el alféizar de una ventana cuando, de pront llegó una gallina y lo picoteó hasta hacer un agujero. Entonces todos vieron que se trataba de una semilla Llegaron los sabios y dijeron al zar:
-Es un grano de centeno.
Muy sorprendido, el zar mandó a los sabios que se enteraran dónde y cuándo había brotado ese grano. Los sabios me­ditaron mucho, consultaron muchos li­bros, pero no pudieron encontrar nada sobre el particular.
-No podemos darte una contestación. Nuestro libros no dicen nada acerca de esto. Es preciso preguntar a los mujiks; tal vez alguno de los viejos haya oído decir cuándo y dónde se ha sembrado ese grano.
El zar ordenó que le trajeran al cam­pesino más viejo. Llevaron a su presencia a un hombre viejísimo y desdentado, que apenas podía caminar con dos mu­letas.
El zar le enseñó el grano, pero el vie­jo casi no veía. A duras penas pudo examinarlo, forzando la vista y palpan­do con las manos.
-¿Sabes por casualidad, abuelito, dón­de ha brotado ese grano?-preguntó el zar-. ¿Has sembrado granos de esta clase o los has comprado en alguna parte?
El viejo era sordo y a duras penas entendió las palabras del zar.
-No; nunca he sembrado granos así en mis campos; no los he cosechado ni los he comprado. Cuando he comprado grano, siempre era muy menudo. Es preciso preguntar a mi padre, tal vez sepa dónde ha brotado ese grano -res­pondió.
El zar ordenó que le trajeran al pa­dre del viejo. Fueron a buscarlo y lo llevaron a palacio. Era un hombre vie­jo, pero venía con una sola muleta. El zar le enseñó el grano. El anciano veía bastante bien y pudo examinarlo.
-¿Sabes dónde ha brotado este gra­no, abuelito? ¿Lo has sem-brado en tus campos o los has comprado en alguna parte?
Aunque el anciano era duro de oído, oía mejor que su hijo.
-No; no he sembrado granos así en mis campos, ni los he cosechado nunca. Tampoco los he comprado, porque en mis tiempos no teníamos esa costum­bre. Todos comían su propio pan y, en caso de necesidad, se lo repartían unos con otros. No sé dónde ha brotado este grano. Aun cuando en mis tiempos el grano era más grande que el de ahora, jamás vi uno como éste. He oído decir a mi padre que en sus tiempos las cose­chas eran mejores que las actuales y que el grano era más grande. Será preciso preguntárselo a él.
El zar envió en busca del anciano. Lo encontraron y lo llevaron a presen­cia suya. Venía sin muletas y andaba ligero. Tenía los o,j,os radiantes, oía bien y hablaba con claridad. El zar le enseñó el grano. Después de mirarlo por todos lados, el anciano dijo:
-Hace mucho que no he visto un grano de los antiguos -mordió el gra­no y, tras de masticarlo, añadió: Pero es idéntico, no cabe duda.
-Dime, abuelito, dónde y cuándo ha brotado este grano. ¿Has sembrado tú granos semejantes en tus campos o los has comprado alguna vez?
-En mis tiempos estos granos cre­cían por doquier. Toda la vida me he alimentado y he dado de comer a mis gentes pan hecho con granos de esta clase.
-Dime, abuelito, ¿los comprabas o los sembrabas tú mismo, en tus cam­pos?
-En mis tiempos a nadie se le hu­biera ocurrido cometer semejante pe­cado. Nadie vendía ni compraba; ni siquiera se conocía el dinero. Cada cual tenía todo el pan que deseaba -replicó el anciano, sonriendo:
-Dime entonces, abuelito, dónde sem­brabas ese grano y dónde estaban tus campos.
-Mis campos estaban en cualquier sitio de la tierra de Dios. Cualquier lugar que labrase era mío. La tierra era libre; nadie la consideraba como una propiedad. Lo único que llamábamos "nuestro" era el trabajo.
-Quisiera que me dijeras aún por qué ese grano nacía en otro tiempo y hoy día no nace, y por qué tu nieto ha venido con dos muletas, tu hijo con una sola y tú sin ninguna. ¿Por qué andas ligero; por qué tienes los ojos radiantes, fuertes los dientes y tus pala­bras son claras y afables? Dime, abue­lito, el motivo de estas cosas.
-Estas cosas suceden porque los hom­bres han dejado de vivir de su propio trabajo y codician el ajeno. Antiguamen­te no se vivía así, sino según las leyes de Dios; cada cual era dueño de lo suyo y no ambicionaba lo de los demás.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

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