Una vez unos chiquillos
encontraron en un barranco un objeto parecido a un huevo de gallina. Tenía un
surco en medio, como una semilla. Un caminante vio aquel objeto y lo compró por
cinco copecks. Al llegar a la ciudad,
se lo vendió al zar como una cosa curiosa.
El zar llamó a los sabios
y les mandó averiguar si se trataba de un huevo o de una semilla. Estos
reflexionaron mucho; pero fueron incapaces de dar una contestación. Dejaron
aquel objeto en el alféizar de una ventana cuando, de pront llegó una gallina y
lo picoteó hasta hacer un agujero. Entonces todos vieron que se trataba de una
semilla Llegaron los sabios y dijeron al zar:
-Es un grano de centeno.
Muy sorprendido, el zar
mandó a los sabios que se enteraran dónde y cuándo había brotado ese grano. Los
sabios meditaron mucho, consultaron muchos libros, pero no pudieron encontrar
nada sobre el particular.
-No podemos darte una
contestación. Nuestro libros no dicen nada acerca de esto. Es preciso preguntar
a los mujiks; tal vez alguno de los
viejos haya oído decir cuándo y dónde se ha sembrado ese grano.
El zar ordenó que le
trajeran al campesino más viejo. Llevaron a su presencia a un hombre viejísimo
y desdentado, que apenas podía caminar con dos muletas.
El zar le enseñó el
grano, pero el viejo casi no veía. A duras penas pudo examinarlo, forzando la
vista y palpando con las manos.
-¿Sabes por casualidad,
abuelito, dónde ha brotado ese grano?-preguntó el zar-. ¿Has sembrado granos
de esta clase o los has comprado en alguna parte?
El viejo era sordo y a
duras penas entendió las palabras del zar.
-No; nunca he sembrado
granos así en mis campos; no los he cosechado ni los he comprado. Cuando he
comprado grano, siempre era muy menudo. Es preciso preguntar a mi padre, tal
vez sepa dónde ha brotado ese grano -respondió.
El zar ordenó que le
trajeran al padre del viejo. Fueron a buscarlo y lo llevaron a palacio. Era un
hombre viejo, pero venía con una sola muleta. El zar le enseñó el grano. El
anciano veía bastante bien y pudo examinarlo.
-¿Sabes dónde ha brotado
este grano, abuelito? ¿Lo has sem-brado en tus campos o los has comprado en
alguna parte?
Aunque el anciano era
duro de oído, oía mejor que su hijo.
-No; no he sembrado
granos así en mis campos, ni los he cosechado nunca. Tampoco los he comprado,
porque en mis tiempos no teníamos esa costumbre. Todos comían su propio pan y,
en caso de necesidad, se lo repartían unos con otros. No sé dónde ha brotado
este grano. Aun cuando en mis tiempos el grano era más grande que el de ahora,
jamás vi uno como éste. He oído decir a mi padre que en sus tiempos las cosechas
eran mejores que las actuales y que el grano era más grande. Será preciso
preguntárselo a él.
El zar envió en busca del
anciano. Lo encontraron y lo llevaron a presencia suya. Venía sin muletas y
andaba ligero. Tenía los o,j,os radiantes, oía bien y hablaba con claridad. El
zar le enseñó el grano. Después de mirarlo por todos lados, el anciano dijo:
-Hace mucho que no he
visto un grano de los antiguos -mordió el grano y, tras de masticarlo,
añadió: Pero es idéntico, no cabe duda.
-Dime, abuelito, dónde y
cuándo ha brotado este grano. ¿Has sembrado tú granos semejantes en tus campos
o los has comprado alguna vez?
-En mis tiempos estos
granos crecían por doquier. Toda la vida me he alimentado y he dado de comer a
mis gentes pan hecho con granos de esta clase.
-Dime, abuelito, ¿los
comprabas o los sembrabas tú mismo, en tus campos?
-En mis tiempos a nadie
se le hubiera ocurrido cometer semejante pecado. Nadie vendía ni compraba; ni
siquiera se conocía el dinero. Cada cual tenía todo el pan que deseaba -replicó
el anciano, sonriendo:
-Dime entonces, abuelito,
dónde sembrabas ese grano y dónde estaban tus campos.
-Mis campos estaban en
cualquier sitio de la tierra de Dios. Cualquier lugar que labrase era mío. La
tierra era libre; nadie la consideraba como una propiedad. Lo único que
llamábamos "nuestro" era el trabajo.
-Quisiera que me dijeras
aún por qué ese grano nacía en otro tiempo y hoy día no nace, y por qué tu
nieto ha venido con dos muletas, tu hijo con una sola y tú sin ninguna. ¿Por
qué andas ligero; por qué tienes los ojos radiantes, fuertes los dientes y tus
palabras son claras y afables? Dime, abuelito, el motivo de estas cosas.
-Estas cosas suceden
porque los hombres han dejado de vivir de su propio trabajo y codician el
ajeno. Antiguamente no se vivía así, sino según las leyes de Dios; cada cual
era dueño de lo suyo y no ambicionaba lo de los demás.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
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