Su mujer volvió cuando iba muy avanzada la noche.
Entró de puntillas, pero él la oyó, abrió los ojos y al momento los cerró. Ella
quería que Gerasim se fuera para quedarse allí sola con su marido, pero éste
abrió los ojos y dijo:
-No. Vete.
-¿Te duele mucho?
-No importa.
-Toma opio.
Él consintió y tomó un poco. Ella se fue. Hasta
eso de las tres de la mañana su estado fue de torturante estupor. Le parecía
que a él y a su dolor los metían a la fuerza en un saco estrecho, negro y
profundo, pero por mucho que empujaban no podían hacerlos llegar hasta el
fondo, y esta circunstancia, terrible ya en sí, iba acompañada de padecimiento
físico. Él estaba espantado, quería meterse más dentro en el saco y se
esforzaba por hacerlo, al par que ayudaba a que lo metieran. Y he aquí que de
pronto desgarró el saco, cayó y volvió en sí. Gerasim estaba sentado a los pies
de la cama, dormitando tranquila y pacientemente, con las piernas flacas de su
amo, enfundadas en calcetines, apoyadas en los hombros. Allí estaba la misma
bujía con su pantalla y allí estaba también el mismo incesante dolor.
-Vete, Gerasim -murmuró.
-No se preocupe, señor. Estaré un ratito más.
-No. Vete.
Retiró las piernas de los hombros de Gerasim, se
volvió de lado sobre un brazo y sintió lástima de sí mismo. Sólo esperó a que
Gerasim pasase a la habitación contigua y entonces, sin poder ya contenerse,
rompió a llorar como un niño. Lloraba a causa de su impotencia, de su terrible
soledad, de la crueldad de la gente, de la crueldad de Dios, de la ausencia de
Dios.
«¿Por qué has hecho Tú esto? ¿Por qué me has
traído aquí? ¿Por qué, dime, por qué me atormentas tan atrozmente?»
Aunque no esperaba respuesta lloraba porque no la
había ni podía haberla. El dolor volvió a agudizarse, pero él no se movió ni
llamó a nadie. Se dijo: «¡Hala, sigue! ¡Dame otro golpe! ¿Pero con qué fin? ¿Yo
qué te he hecho? ¿De qué sirve esto?»
Luego se calmó y no sólo cesó de llorar, sino que
retuvo el aliento y todo él se puso a escuchar; pero era como si escuchara, no
el sonido de una voz real, sino la voz de su alma, el curso de sus pensamientos
que fluía dentro de sí.
-¿Qué es lo que quieres? -fue el primer concepto
claro que oyó, el primero capaz de traducirse en palabras. ¿Qué es lo que
quieres? ¿Qué es lo que quieres? -se repitió a sí mismo. ¿Qué quiero? Quiero no
sufrir. Vivir -se contestó.
Y volvió a escuchar con atención tan
reconcentrada que ni siquiera el dolor le distrajo.
-¿Vivir? ¿Cómo vivir? -preguntó la voz del alma.
-Sí, vivir como vivía antes: bien y
agradablemente.
-¿Como vivías antes? ¿Bien y agradablemente?
-preguntó la voz. y él empezó a repasar en su magín los mejores momentos de su
vida agradable. Pero, cosa rara, ninguno de esos mejores momentos de su vida
agradable le parecían ahora lo que le habían parecido entonces; ninguno de
ellos, salvo los primeros recuerdos de su infancia. Allí, en su infancia, había
habido algo realmente agradable, algo con lo que sería posible vivir si pudiese
volver. Pero el niño que había conocido ese agrado ya no existía; era como un
recuerdo de otra persona.
Tan pronto como empezó la época que había
resultado en el Iván Ilich actual, todo lo que entonces había parecido alborozo
se derretía ahora ante sus ojos y se trocaba en algo trivial y a menudo
mezquino.
Y cuanto más se alejaba de la infancia y más se
acercaba al presente, más triviales y dudosos eran esos alborozos. Aquello
empezó con la Facultad
de Derecho, donde aún había algo verdaderamente bueno: había alegría, amistad,
esperanza. Pero en las clases avanzadas ya eran raros esos buenos momentos. Más
tarde, cuando en el primer período de su carrera estaba al servicio del
gobernador, también hubo momentos agradables: eran los recuerdos del amor por
una mujer. Luego todo eso se tornó confuso y hubo menos de lo bueno, menos más
adelante, y cuanto más adelante menos todavía.
Su casamiento... un suceso imprevisto y un
desengaño, el mal olor de boca de su mujer, la sensualidad y la hipocresía. Y
ese cargo mortífero y esas preocupaciones por el dinero... y así un año, y
otro, y diez, y veinte, y siempre lo mismo. Y cuanto más duraba aquello, más
mortífero era. «Era como si bajase una cuesta a paso regular mientras pensaba
que la subía. Y así fue, en realidad. Iba subiendo en la opinión de los demás,
mientras que la vida se me escapaba bajo los pies... Y ahora todo ha terminado,
¡Y a morir!»
«Y eso qué quiere decir? ¿A qué viene todo ello?
No puede ser. No puede ser que la vida sea tan absurda y mezquina. Porque si
efectivamente es tan absurda y mezquina, ¿por qué habré de morir, y morir con
tanto sufrimiento? Hay algo que no está bien.»
«Quizá haya vivido como no debía -se le ocurrió
de pronto. ¿Pero cómo es posible, cuando lo hacía todo como era menester?» se
contestó a sí mismo, y al momento apartó de sí, como algo totalmente imposible,
esta única explicación de todos los enigmas de la vida y la muerte.
«Entonces ¿qué quieres ahora? ¿Vivir? ¿Vivir
cómo? ¿Vivir como vivías en los tribunales cuando el ujier del juzgado
anunciaba: "¡Llega el juez!" Llega el juez, llega el juez? -se
repetía a sí mismo. Aquí está ya. ¡Pero si no soy culpable! -exclamó enojado.
¿Por qué?» Y dejó de llorar, pero volviéndose de cara a la pared siguió
haciéndose la misma y única pregunta: ¿Por qué, a qué viene todo este horror?
Pero por mucho que preguntaba no daba con la
respuesta. Y cuando surgió en su mente, como a menudo acontecía, la noción de
que todo eso le pasaba por no haber vivido como debiera, recordaba la rectitud
de su vida y rechazaba esa peregrina idea.
1.013. Tolstoi (Leon)
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