Semión se despertó
temprano. Los niños dormían aún, y Matriona había salido a pedir pan a la
vecina. El forastero estaba sentado en el banco, con los ojos fijos ante sí.
Su mirada era aún más serena que la víspera.
-Bueno, hermano. La
barriga pide pan y el cuerpo, vestido. Hay que comer y ganar el sustento.
¿Sabes trabajar? -le dijo Semión.
-No sé hacer nada.
Asombrado, Semión abrió
desmesuradamente los ojos.
-Se aprende cualquier
cosa cuando no falta buena voluntad -dijo.
-Todo el mundo trabaja.
Haré como los demás.
-¿Cómo te llamas?
-Mijail.
-¡Pues bien, Mijail! No
sabes hacer nada; eso es cosa tuya. Pero hay que vivir. Si haces lo que te
mande, te daré de comer.
-¡Que Dios te recompense!
Enséñame a trabajar.
Semión tomó cáñamo y
empezó a retorcer un hilo.
-Fíjate, no es difícil.
Mijail observó
atentamente y, tomando el cáñamo, retorció un hilo. Aprendió rápidamente las
cosas que le enseñó Semión: cortar, coser, manejar la lezna, poner suelas,
marcar costuras. Al cabo de tres días, Mijail realizaba cualquier trabajo con
tal destreza, que se hubiera podido decir que llevaba cien años haciendo
zapatos. Comía poco y no desperdiciaba un minuto. Cuando terminaba su faena,
se quedaba inmóvil en un rincón, silencioso y con la mirada en lo alto. Solía
hablar poco, no reía ni salía nunca. Tan sólo le habían visto sonreír una vez:
el primer día, cuando la mujer le diera de cenar.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
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