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martes, 24 de diciembre de 2013

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. V

Semión se despertó temprano. Los ni­ños dormían aún, y Matriona había sa­lido a pedir pan a la vecina. El foras­tero estaba sentado en el banco, con los ojos fijos ante sí. Su mirada era aún más serena que la víspera.
-Bueno, hermano. La barriga pide pan y el cuerpo, vestido. Hay que co­mer y ganar el sustento. ¿Sabes trabajar? -le dijo Semión.
-No sé hacer nada.
Asombrado, Semión abrió desmesura­damente los ojos.
-Se aprende cualquier cosa cuando no falta buena voluntad -dijo.
-Todo el mundo trabaja. Haré co­mo los demás.
-¿Cómo te llamas?
-Mijail.
-¡Pues bien, Mijail! No sabes hacer nada; eso es cosa tuya. Pero hay que vivir. Si haces lo que te mande, te daré de comer.
-¡Que Dios te recompense! Enséña­me a trabajar.
Semión tomó cáñamo y empezó a re­torcer un hilo.
-Fíjate, no es difícil.
Mijail observó atentamente y, toman­do el cáñamo, retorció un hilo. Apren­dió rápidamente las cosas que le ense­ñó Semión: cortar, coser, manejar la lez­na, poner suelas, marcar costuras. Al cabo de tres días, Mijail realizaba cual­quier trabajo con tal destreza, que se hubiera podido decir que llevaba cien años haciendo zapatos. Comía poco y no desperdiciaba un minuto. Cuando termi­naba su faena, se quedaba inmóvil en un rincón, silencioso y con la mirada en lo alto. Solía hablar poco, no reía ni salía nunca. Tan sólo le habían visto sonreír una vez: el primer día, cuando la mujer le diera de cenar.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

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