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martes, 24 de diciembre de 2013

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. IX

La mujer contó lo siguiente:
-Son huérfanas desde hace seis años. Dieron sepultura al padre un martes y la madre murió el viernes siguiente. Al nacer, eran ya huérfanas de padre; y la madre sobrevivió tan sólo un día a su nacimiento. Entonces, mi marido y yo vivíamos en la misma aldea que ellos. Eramos vecinos; nuestras casas estaban una frente a otra. El padre trabajaba en un bosque y un árbol le cayó encima, con tan mala suerte que, al volver a su casa, falleció.
A los tres días su mujer dió a luz. La desdichada estaba sola, sin coma­drona ni nadie que la asistiera. Por la mañana fui a verla, y la encontré fría. ¡Pobrecilla! Al morir había caído encima de esta pequeña y le estropeó un pie. Llegaron otros vecinos, se amortajó a la difunta, se le hizo un ataúd y se le dió sepultura. Todos los vecinos eran buena gente. Las criaturas habían que­dado solas. ¿Qué hacer? Yo era la única mujer que criaba en la aldea. Mi hijita había nacido ocho semanas antes. Decidí recoger a las niñas.
Se reunieron los mujiks. Se discutió el caso y me dijeron: "María, llévate a las pequeñas y críalas, mientras deci­dimos lo que se va a hacer con ellas." Ya le había dado el pecho a una, pero no a la cojita, porque pensaba que no podría vivir. Sin embargo, luego me lo reproché. La pobrecilla gemía y me dió lástima. ¿Por qué iba a sufrir el an­gelito? Le di también el pecho y crié a los tres. Era joven y robusta. Me ali­mentaba bien y tenía leche abundante. Y el Señor quiso aumentármela. Solía dar el pecho a dos. Cuando uno de ellos se hartaba, cogía el tercero. Dios me concedió la gracia de que crecieran fuer­tes y sanos.
Al cabo de dos años, mi hijito mu­rió y el Señor no me ha dado más.
Pero, por otra parte, la suerte nos acompañó. Adquirimos algunos bienes y hemos venido a establecernos aquí. Ahora vivimos en el molino, cuyo due­ño es un comerciante. Nos ganamos bien el pan. La vida nos sonríe..., pero no he vuelto a tener hijos. ¿Qué hubie­ra hecho sin estos angelitos? ¡Qué sola estaría! ¿Cómo no quererlas, pues? ¡Son mi único tesoro, mi único bien!
La mujer estrechó a las pequeñas con­tra su pecho, cubrió de besos a la cojita y se enjugó los ojos, llenos de lágrimas.
-"Se vive sin padre ni madre, pero no se vive sin Dios", dice un proverbio ruso.
Después de hablar así la mujer se des­pidió. Semión y su esposa la acom­pañaron hasta la puerta. Al volver en­contraron a Mijail inmóvil, con los bra­zos cruzados, los ojos fijos en lo alto, y una sonrisa en los labios.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

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