An adventure at Brownville[1]
Fui profesor de una pequeña escuela rural próxima
a Brownville, que como sabe todo el que haya tenido la suerte de vivir allí es
la capital de una considerable extensión de terreno con los más bellos paisajes
de California. Durante el verano, la ciudad es frecuentada por un tipo de
personas a las que el periódico local suele llamar «buscadores de placer», pero
que en una clasificación más justa serían conocidos como «los enfermos y los
atacados por la adversidad». La propia ciudad de Brownville podría describirse
justamente como el último recurso en cuanto a lugares de veraneo. Está bastante
bien dotada de pensiones, en la menos perniciosa de las cuales realizaba yo dos
veces al día (pues almorzaba en la escuela) el humilde rito de cimentar la
alianza entre el alma y el cuerpo. Desde esta «hostelería» (tal como prefería
llamarla el periódico local, cuando no la describía como «caravasai») hasta la
escuela, la distancia que tenía que recorrer en un carro por la carretera era
de unos tres kilómetros; pero había un sendero, muy poco utilizado, que cruzando
un grupo de colinas bajas y muy arboladas reducía considerablemente la distancia. Por ese
sendero regresaba una día más tarde de lo habitual. Era el último día del
trimestre y me había quedado en la escuela casi hasta el anochecer, preparando
las cuentas de mi administración para los fideicomisarios, dos de los cuales,
reflexioné orgullosamente, serían capaces de leerlas, mientras que el tercero
(un ejemplo del dominio de la mente sobre la materia) quedaría anulado en su
habitual lucha con el maestro de escuela que imaginaba ser.
Llevaba recorrida una cuarta parte del camino
cuando, interesándome por las travesuras de una familia de lagartos que vivía
por allí y que parecía llena de alegría reptiliana por su inmunidad frente a
los incidentes malignos de la vida en Brownville House, me senté sobre un
tronco caído para observarlos. Cuando, fatigado, me apoyé en una rama del
tronco nudoso y viejo, el crepúsculo se hizo más intenso en el sombrío bosque y
la débil luna nueva empezó a formar sombras visibles, adornando las hojas de
los árboles con una luz tierna pero fantasmal.
Oí voces: la voz impetuosa y colérica de una
mujer que se levantaba por encima de unos tonos masculinos, más ricos y
musicales. Concentré la mirada, escudriñando por entre las oscuras sombras del
bosque, con la esperanza de poder ver a los que habían turbado mi soledad, pero
no pude ver a nadie. Tenía varios metros de visión ininterrumpida del sendero
en cada dirección, y como sabía que no había ningún otro camino a menos de un
kilómetro de distancia, pensé que las personas a las que oía debían estar
acercándose por el bosque. No había ningún sonido salvo el de las voces, que
ahora eran tan claras que podía entender las palabras. Las del hombre me
producían una impresión de cólera que confirmó el asunto del que estaban
hablando.
-No son amenazas; sabes bien que estas indefensa.
Dejemos las cosas como están o… ¡por Dios que ambas sufriréis por ello!
-¿Qué quieres decir? -preguntó la voz de la
mujer, que era una voz cultivada, la de una dama-. No irás a... asesinarnos.
No hubo respuesta o al menos yo no pude oírla.
Durante esa fase de silencio, miré hacia el bosque con la esperanza de
vislumbrar a los que hablaban, pues estaba convencido de que se trataba de un
asunto grave en el que no deben tenerse en cuenta los escrúpulos ordinarios. Me
pareció que la mujer estaba en peligro; en cualquier caso, el hombre no había
negado la voluntad de asesinar. Cuando un hombre representa el papel de asesino
potencial no tiene derecho a elegir su audiencia. Al cabo de un tiempo les vi,
confusamente, entre los árboles iluminados por la luna. El hombre,
alto y delgado, parecía ir vestido de negro; me pareció que la mujer llevaba un
traje de color gris. Era evidente que no se habían dado cuenta de mi presencia
en la sombra, aunque por alguna razón cuando reanudaron la conversa-ción
hablaron en un tono más bajo y ya no pude entenderles. Mientras miraba a la
mujer, ésta pareció agacharse en el suelo y elevar las manos en actitud de
súplica, como se suele hacer con frecuencia en el escenario, pero nunca, por lo
que yo sé, en ningún otro lugar, aunque ahora no esté totalmente seguro de que
lo hiciera así en este caso. El hombre clavó los ojos en ella; parecían brillar
tristemente bajo la luz de la luna con una expresión que me hizo pensar que
fuera a volverlos hacia mí. No sé qué impulso me hizo moverme, pero de un salto
salí de la sombra. En
el mismo instante, esas figuras se desvanecieron. En vano miré entre los
espacios que dejaban libres los árboles y los matorrales. El viento de la noche
hizo crujir las hojas y los lagartos, reptiles de costumbres ejemplares, se
habían retirado pronto. La pequeña luna se deslizaba ya tras una oscura colina
situada al oeste.
Regresé a casa con la mente algo inquieta, casi
dudando de haber oído o visto a ningún ser vivo, salvo los lagartos. Todo
aquello me parecía algo extraño y misterioso. Era como si entre los diversos
fenómenos, objetivos y subjetivos, que conformaban la suma total del incidente,
hubiera habido un elemento incierto que derramara sobre todos los demás su
carácter equívoco: como si hubiera introducido en la masa entera la levadura de
la irrealidad. Aquello
no me gustaba.
A la mañana siguiente en la mesa del desayuno
había un nuevo rostro; tenía frente a mí a una mujer joven ala que apenas miré
al sentarme. Hablando con ese tono femenino alto y potente de quien parecía
condescender a esperarnos, la joven llamó inmediatamente mi atención por el
sonido de su voz, parecido, aunque no totalmente idéntico, al que seguía
murmurando en mi recuerdo de la aventura de la noche anterior. Un momento más
tarde entró en el comedor otra joven, unos años mayor que la primera, y se
sentó a la izquierda de ésta, deseándole los buenos días en un tono amable. Su
voz sí que me sobresaltó: era sin la menor duda la que me había recordado
la primera joven. Allí estaba, sentada audazmente delante de mí, la dama del
incidente del bosque, «vestida como si estuviera viva».
Evidentemente, eran hermanas. Con una especie de
nebulosa aprensión de que podría haber sido reconocido como el mudo y
vergonzoso héroe de una aventura que tenía en mi conciencia, sabiendo que había
escuchado algo indebidamente, tan sólo me concedí una rápida taza del café
tibio que solícitamente me propor-cionaba nuestra sabia camarera para casos de
emergencia, y abandoné la
mesa. Al salir de la casa escuché una rica y potente voz
masculina que cantaba un aria de «Rigoletto». Puedo decir que la cantaba
exquisitamente, pero había algo en ella que me desagradaba, aunque no sabía
decir qué era, ni por qué, por lo que me marché caminando a toda prisa.
Aquel día, cuando regresé a una hora tardía, vi a
la mayor de las dos jóvenes de pie en el porche, y junto a ella a un hombre
alto vestido de negro: precisamente el hombre al que esperaba ver. Durante todo
el día había deseado ardientemente saber algo de esas personas, por lo -que
decidí ahora enterarme de todo lo que pudiera de alguna forma que no fuera ni
baja ni poco honorable.
El hombre estaba hablando afablemente con su
compañera, pero al oír el sonido de mis pasos sobre el sendero de gravilla
guardó silencio y, dándose la vuelta, me miró directamente. Parecía de mediana
edad, de tez oscura y muy guapo. No había en su atuendo el menor fallo, el
porte era sencillo y gracioso, la mirada que volvió hacia mí libre y
desprovista de cualquier sugerencia de tosquedad. Sin embargo, me afectó con
una emoción evidente que cuando la analicé más tarde en el recuerdo me pareció
una combinación de odio y temor; no deseo llamarla miedo. Un segundo después,
el hombre y la mujer habían desaparecido. Me dio la impresión de que se
hubieran desvanecido mediante un truco. Sin embargo, al entrar en la casa les
vi en el umbral del salón; simplemente habían entrado por una puerta que daba
al jardín.
Cuando ((abordé» cautamente el tema de los nuevos
huéspedes, mi patrona no se mostró descortés. Los hechos, espero que
restablecidos con mayor reverencia hacia la gramática, eran éstos: las dos
jóvenes, procedentes de San Francisco, se llamaban Pauline y Eva Maynard; la
mayor de ellas era Pauline. El hombre, Richard Benning, era su tutor y había
sido el amigo más íntimo de su padre, ahora fallecido. El señor Benning las
había llevado a Brownville con la esperanza de que el clima de la montaña
pudiera ser beneficioso para Eva, pues se temía que corriera peligro de contraer
tisis.
A partir de estos datos breves y simples, la
patrona tejió un bordado de elogios que daban abundantes pruebas de su fe en la
voluntad y la capacidad del señor Benning de pagar por los mejores servicios
que pudiera prestarle su casa. Que tenía buen corazón era evidente por su
devoción a aquellas dos hermosas damas y por su solicitud, realmente
conmovedora, por la comodidad de éstas. Aquella prueba no me pareció suficiente
y silenciosamente pronuncié el veredicto escocés: ((No demostrado».
Era cierto que el señor Benning se mostraba de lo
más atento con sus pupilas. En mis paseos por el campo los encontré con
frecuencia -a veces en compañía de otros huéspedes del hotel- explorando los
barrancos, pescando, cazando con rifles y evitando de diversos modos la
monotonía de la vida en el campo; y aunque les observaba tan de cerca como me
lo permitían las buenas costumbres, no vi nada que explicara en modo alguno las
extrañas palabras que había escuchado en el bosque. Llegué a tener un
conocimiento tolerable-mente aceptable de las jóvenes damas y pude llegar a
intercambiar miradas e incluso saludos con su tutor sin sentir realmente
repugnancia.
Al cabo de un mes casi había dejado de
interesarme por sus asuntos cuando, una noche, toda nuestra pequeña comunidad
se vio sobrecogida de excitación por un acontecimiento que me recordó mucho la
experiencia que había tenido en el bosque.
Se trató de la muerte de la mayor de las
hermanas, Pauline.
Las hermanas habían ocupado el mismo dormitorio
en el tercer piso de la
casa. Al despertar con el amanecer, Eva encontró a Pauline
muerta a su lado. Más tarde, cuando la pobre joven lloraba junto al cadáver, en
medio de una multitud de personas llenas de simpatía hacia ella, aunque no
excesivamente consideradas, el señor Benning entró en la habitación y dio la
impresión de que iba a cogerle la mano. Pero ella se apartó del cadáver y se
dirigió lentamente hacia la puerta.
-Tú -dijo. Tú has hecho esto. ¡Tú... tú... tú!
-Está delirando -dijo él en voz baja. La siguió
paso a paso cuando se retiraba, mirándola fijamente a los ojos sin nada de
ternura ni compasión.
Ella se detuvo; la mano que había levantado
acusadoramente cayó a su costado, sus ojos dilatados se contrajeron
visiblemente, los párpados se cerraron lentamente, ocultando su belleza salvaje
y extraña, y se quedó inmóvil y casi tan blanca como la hermana muerta que
yacía allí al lado. El hombre la cogió de la mano y le pasó el brazo
amablemente por encima de los hombros, como dándole apoyo. De pronto ella se
puso a llorar apasionadamente y se aferró a él como lo haría un niño a su
madre. Él mostró una sonrisa que a mí me afectó desagradablemente -quizás
cualquier sonrisa me habría producido ese sentimiento- y la sacó
silenciosamente de la habita-ción.
Hubo una investigación con el veredicto habitual:
la fallecida había encontrado la muerte por una «enfermedad del corazón».
Aquello sucedió antes de que se hubiera inventado el término fallo cardíaco,
aunque era indudable que el corazón de la pobre Pauline
había fallado. El cuerpo fue embalsamado y trasladado a San Francisco por
alguien contratado a ese fin, pues ni Eva ni Benning lo acompañaron. Algunos
clientes murmuradores del hotel se aventuraron a pensar que aquello era muy
extraño, pero fueron muy pocos los espíritus osados que llegaron al punto de
pensar que era realmente extraño. La buena de la patrona entró en liza
generosamente afirmando que la causa de aquello era la precaria naturaleza de
la salud de la joven.
No existen datos de que ninguna de las dos personas más afectadas,
y en apariencia las menos concernidas, dieran explicación alguna.
Una noche, aproximadamente una semana después de
la muerte, salí a la galería del hotel para recoger un libro que me había
dejado allí. Bajo unas parras que ocultaban parcialmente la luz de la luna vi a
Richard Benning, aunque ya estaba predispuesto a verlo porque había escuchado
previamente la voz baja y dulce de Eva Maynard, a quien también pude ver ahora,
de pie ante él levantando una mano por encima de los hombros de él, y sus ojos,
evidentemente, por lo que pude juzgar, mirándole a él.
Él le sujetó la mano e inclinó la cabeza hacia la
joven con singular dignidad y gracia. La actitud de ambos era la de unos
amantes, y como les estaba observando desde la oscuridad, me sentí más culpable
que en aquella memorable noche que les vi por primera vez en el bosque. Iba ya
a retirarme cuando habló la joven, y el contraste entre sus palabras y
su actitud me resultó tan sorpren-dente que me quedé, simplemente como si
me hubiera olvidado de marcharme.
-Me quitarás la vida como hiciste con la de Pauline. Conozco
tu intención lo mismo que tu poder, y nada pido, sólo que termines tu trabajo
sin retrasos innecesarios y me dejes en paz.
Él no le respondió: se limitó a soltar la mano
que sujetaba, quitó la otra mano que la joven tenía sobre su hombro y, dándose
la vuelta, descendió los escalones que conducían al jardín y desapareció entre la vegetación. Pero
un momento más tarde escuché, aparente-mente desde muy lejos, su hermosa y
clara voz, que entonaba un canto bárbaro que en cuanto lo escuché trajo ante mi
sentimiento espiritual interior la conciencia de alguna tierra extraña y lejana
poblada de seres que tenían poderes prohibidos. La canción me retuvo como si
estuviera hechizado, pero cuando desapareció me recuperé y al instante percibí
lo que me pareció una oportunidad. Salí de las sombras hacia donde estaba la
joven. Ésta se dio la vuelta y me contempló con una mirada que me pareció como
de una liebre acosada. Posiblemente mi intromisión la había asustado.
-Señorita Maynard, le suplico que me diga quién
es ese hombre y la naturaleza del poder que tiene sobre usted. Quizás esto sea
descortés por mi parte, pero no es momento de dejarse llevar por una ociosa
buena educación. Cuando una mujer está en peligro, cualquier hombre tiene
derecho a actuar.
Me escuchó sin ninguna emoción visible; pensé que
casi sin interés, y cuando terminé de hablar cerró sus grandes ojos azules como
si estuviera indescriptiblemente cansada.
-No puede usted hacer nada -contestó.
Le sujeté el brazo y la sacudí suavemente, como a
alguien que está cayendo en un sueño peligroso.
-Debe rebelarse. Algo podrá hacerse, y debe darme
permiso para que actúe. Ha dicho que ese hombre mató a su hermana, y la
creo; y que la matará a usted, y también la creo.
Ella se limitó a levantar sus ojos hacia mí.
-¿Va a contármelo todo? -añadí.
-No hay nada que pueda hacerse, ya se lo he
dicho: nada. Y aunque pudiera hacer algo, no lo haría. No importa lo más
mínimo. Sólo estaremos aquí dos días; ¡después nos iremos muy lejos! Si ha
visto usted algo, le ruego lo mantenga en secreto.
-Pero esto es una locura -hablando con fuerza,
trataba de romper el inmovilismo mortal de su actitud. Le ha acusado de
asesinato. A menos que me explique estas cosas, tendré que poner el asunto en
manos de las autoridades.
Eso la despertó, pero de una manera que no me
gustó. Levantó orgullosamente la cabeza y afirmó:
-Señor, no se mezcle en lo que no le concierne.
Es asunto mío, señor Moran, no suyo.
-Concierne a toda persona del país... del mundo -respondí
con una frialdad igual a la
suya. Aunque no amara usted a su hermana, yo por lo menos me
intereso por usted.
-Escúcheme -me interrumpió inclinándose hacia mí.
¡La amaba, Dios sabe cuánto! Pero más todavía que eso... más allá de lo que
puede expresarse, le amo a él. Ha oído un secreto, pero no deberá utilizarlo
para hacerle daño a él. Lo negaré todo. Será su palabra contra la mía. ¿Cree
que las «autoridades» van a creerle a usted?
Ahora sonreía como un ángel, ¡y qué Dios me ayude
porque estaba perdiendo la cabeza enamorándome de ella! ¿Acaso con alguno de
los múltiples métodos de adivinación que conocen las mujeres estaba leyendo mis
sentimientos? Había cambiado totalmente de actitud.
-Vamos -me dijo en un tono casi mimoso: prométame
que no volverá a ser descortés - añadió tomándome del brazo de la manera más
amigable. Hablaré con usted. Él no se enterará... estará fuera toda la noche.
Paseamos por la galería, arriba y abajo, bajo la
luz de la luna.
Parecía haber olvidado su reciente aflicción, pues empezó a
realizar comentarios y murmuraciones de jovencita sobre todo tipo de cosas sin
importancia sucedidas en Brownville; yo guardaba silencio porque me sentía
incómodo, pues tenía cierta sensación de haberme implicado en una intriga. Fue
una revelación: aquella persona encantadora, y aparentemente inocente,
engañando fría y abierta-mente al hombre por el que un momento antes había
reconocido ese amor supremo para el que incluso la muerte es una prueba aceptable.
«Verdaderamente hay aquí algo nuevo bajo la
luna», pensé en mi inexperiencia. Y la luna debió sonreír.
Antes de que nos despidiéramos había conseguido
que me prometiera que saldría a dar un paseo conmigo la siguiente tarde, antes
de irse para siempre, hasta el Viejo Molino, una de las reverenciadas
antigüedades de Brownville, construido en 1860.
-Si él no está por aquí -contestó ella con
gravedad cuando le solté la mano que me había dado al despedirse, y que, que me
perdonen los santos, me esforcé vanamente por volver a tomar una vez que dijo
aquello: tal como señalan los sabios franceses, así de encantadora encontramos
la infidelidad de una mujer cuando nosotros somos el objeto y no la víctima. Aquella
noche, dándome sus bendiciones, el ángel del sueño se apoderó de mí.
En Brownville House se cenaba pronto, y tras la
cena del siguiente día la
señorita Maynard , que no se había sentado a la mesa, se
acercó a mí en la galería, vestida con el más recatado de los trajes de paseo,
sin decir una palabra. Evidentemente (él no estaba por allí». Subimos
lentamente por el camino que conducía al Viejo Molino. Ella no parecía tener
demasiadas fuerzas, por lo que a veces se cogía de mi brazo, abandonándolo y
volviéndolo a tomar de una manera que me pareció bastante caprichosa. Su estado
de ánimo, o más bien su sucesión de estados de ánimo, era tan mutable como la
luz del cielo en un mar ondulado. Bromeaba como si nunca hubiera oído hablar de
la muerte y reía por el incidente más ligero, para inmediatamente después
cantar algunos compases de una melodía grave con una expresión tan tierna que
yo tenía que apartar mi mirada para que no viera la prueba del éxito de su
arte, si era arte, y no ingenuidad, como a veces me sentía impulsado a pensar.
Dijo las cosas más extrañas de la manera menos convencional, bordeando a veces
insondables abismos del pensamiento en los que yo apenas me habría atrevido a
poner el pie. En suma, me estaba fascinando de mil maneras distintas, y a cada
paso yo ejecutaba una locura emocional más nueva y profunda, una indiscreción
espiritual más osada, aceptando responsabilidades nuevas para evitar, mediante
el policía de la conciencia, las infracciones a mi propia paz.
Al llegar al molino no pareció que fuera a
detenerse, sino que se metió por un sendero que, atravesando un campo de
rastrojos, conducía a un torrente. Lo cruzamos por un rústico puente y seguimos
el sendero, que ascendía ahora hacia una colina que era uno de los puntos más
pintorescos del país. Le daban el nombre de Nido de Águila: era la cumbre de un
risco que se elevaba en el aire hasta una altura de varios cientos de metros
por encima del bosque que había en su base. Desde aquella elevada posición
teníamos una magnífica vista de otro valle y de las colinas opuestas,
enrojecidas por los últimos rayos de sol poniente. Cuando observábamos cómo la
luz se iba escapando a planos más y más elevados desde las sombras que llenaban
el valle, oímos unos pasos y al cabo de un momento se nos unió Richard Benning.
-Les vi desde el camino, así que subí -dijo
descuidadamente.
Como soy un estúpido, en lugar de cogerle por la
garganta y lanzarlo al abismo, murmuré una mentira cortés. El efecto que
produjo su llegada sobre la joven fue inmediato e inequívoco. Se había
difundido por su rostro la gloria de la transfiguración del amor: la luz rojiza
del atardecer no resultaba más evidente en su mirada que la luz del amor que la
sustituyó.
-¡Me alegro tanto de que hayas venido! -dijo ella
dándole a él ambas manos. ¡Y que Dios me ayude, evidentemente era cierto!
Sentándose en el suelo, empezó él una animada
disertación sobre las flores silvestres de la zona, con muchas de las cuales
había formado un ramo. En mitad de una frase divertida, de pronto dejó de
hablar y fijó la mirada en Eva, que apoyada en el tocón de un árbol trenzaba
hierbas con actitud ausente. Sorprendentemente, ella elevó los ojos hacia él,
como si hubiera sentido su mirada. Se levantó entonces, arrojó las
hierbas y se alejó lentamente de él. También él se levantó, sin dejar de
mirarla. Llevaba todavía en la mano el ramo de flores. La joven se dio la
vuelta, por expresarlo así, pero no dijo nada. Ahora recuerdo con claridad algo
que en aquel momento apenas observé conscientemente: el terrible contraste
entre la sonrisa de los labios de ella y su expresión aterrorizada al responder
a la mirada fija e imperativa de él. No sé cómo sucedió, ni cómo no me di
cuenta de ello antes; tan sólo sé que con la sonrisa de un ángel en sus labios
y la mirada de terror en sus hermosos ojos, Eva Maynard saltó de la roca y se
estrelló contra las copas de los pinos del valle inferior.
No sé cuánto tardé en llegar a aquel lugar, pero
Richard Benning ya estaba allí, arrodillado ante el cadáver de la mujer.
-Está muerta -dijo fríamente. Iré a la ciudad a
buscar ayuda. Por favor, hágame el favor de quedarse aquí.
-Se puso en pie y
empezó a alejarse, pero al cabo de un momento se detuvo y se dio la vuelta-:
sin duda habrá observado, amigo mío, que lo hizo totalmente por su propia
voluntad. No pude levantarme a tiempo para impedirlo, y usted, como no conocía
su condición mental... desde luego que no podía ni sospecharlo.
Su actitud me enloquecía.
-En realidad es usted su asesino; tanto como si
sus condenadas manos le hubieran abierto la garganta.
Se encogió de hombros sin responder a mi frase,
se dio la vuelta y se marchó. Un momento más tarde escuché a través de las
profundas sombras del bosque por el que había desaparecido una voz rica y
potente de barítono que cantaba La donna e mobile, de «Rigoletto».
Cuentos de civiles
1.007.1 Ambrose Bierce
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