A la Señorita[1].
Al ofreceros, joven y
prudente beldad, este modelo de paciencia, no me envanezco de que vayáis a
imitarlo; sería pediros demasiado.
Pero, en París, donde el
hombre es discreto y distinguido y el bello sexo, nacido para agradar, encuentra
su felicidad, está por todos lados tan henchido de ejemplos que le da el vicio
contrario, que no se puede estar siempre protegido por el contraveneno
necesario para librarse de su influencia.
Una dama que sea tan paciente
como ésta, cuya valía ensalzo, sería en todas partes sorprendente, y sobre todo
en París sería un prodigio.
Las mujeres aquí son
soberanas y todo se regula conforme a sus deseos. En fin, es un ambiente tan
feliz que sólo está habitado por Reinas.
Así pues, veo que en
estas condiciones, Grisélidis será poco apreciada, y que únicamente será
materia de risa con sus lecciones tan anticuadas. Y no es porque la paciencia
no sea una virtud de las damas de París, sino que, por una larguísima
experiencia, han aprendido la ciencia de hacérsela ejercer sólo a sus propios
maridos.
Al pie de las célebres
montañas, donde el Po, deslizándose entre cañas, corre hacia los campos cercanos
para pasear sus nacientes aguas, vivía un joven Príncipe valiente, que hacía las
delicias de su provincia. El Cielo, al formarle, le dotó de todo lo más
extraordinario, de lo que sólo reserva a sus amigos y a los grandes Reyes
solamente.
Colmado así su cuerpo y
su alma de todos los dones, era robusto y diestro en el oficio de Marte, y por
el instinto secreto de una llama divina amaba con ardor las Bellas Artes. Le
gustaba el combate y la victoria, los grandes proyectos, las acciones valerosas
y todo lo que hace perdurar un nombre en la historia, pero su corazón tierno y
generoso era aún más sensible a la sólida gloria de hacer virtuoso a su pueblo.
Este temperamento heroico
estaba oscurecido por un humor sombrío, triste y melancólico, que le hacía
considerar en lo más hondo de su corazón a todo el bello sexo como mentiroso y
traidor.
En la mujer donde
brillaban los méritos más raros, él sólo veía un alma hipócrita, un espíritu
embriagado de orgullo, un cruel enemigo que sólo aspiraba a dominar
despóticamente al desgraciado hombre que estuviera en su poder.
El contacto frecuente con
el mundo, donde no se ven más que esposos subyugados o traicionados, unido al
ambiente celoso del país, aumentó aún más este odio profundo. Más de una vez
juró y perjuró que aunque el mismo Cielo, apiadado de él, formase otra
Lucrecia, jamás seguiría las leyes de Himeneo[2].
Así pues, cada día,
después de dedicar la mañana a sus asuntos de estado y disponer sabiamente
todas las cosas necesarias para la felicidad de sus súbditos, tal como proteger
los derechos del débil huérfano y de la viuda oprimida, o derogar los impuestos
que una guerra forzada había introducido, pasaba la otra mitad de la jornada
ocupado en cazar, donde los jabalíes y los osos, no obstante su furor y sus armas,
le daban menos alarma que el bello sexo, al que siempre evitaba.
Sin embargo, los
súbditos, atentos a su interés, pues deseaban asegurarse un sucesor, que les
gobernase un día con la misma dulzura, le instaban incesantemente para que
les procurase un sucesor.
Un día, todos juntos,
acudieron a Palacio, en un último esfuerzo para convencerle; un orador de apariencia
grave, el mejor que tenían, le expuso todas las razones en aquella
circunstancia. El hizo ver el ardiente deseo que todos tenían de ver la ilustre
descendencia del Príncipe, que haría para siempre floreciente su Estado; e
incluso, le dijo, finalmente, que estaba viendo un Astro nacer de su casto Himeneo,
que haría palidecer la Media Luna[3].
En un tono más sencillo y
con una voz menos fuerte, el Príncipe respondió de este modo a sus súbditos:
-Mucho me agrada el celo
ardiente con que veo que me queréis llevar a los lazos del matrimonio, y esto
me parece el testimonio de vuestro amor; estoy sensiblemente conmovido y
quisiera mañana mismo complaceros, pero a mi parecer el Himeneo es un asunto
que cuanto más prudente es el hombre ve más dificultades.
Observad bien a todas las
doncellas mientras viven con sus familias: no hay más que virtud, bondad,
pudor, sinceridad, pero en cuanto se casan, cae el disfraz y como ya han
asegurado su destino, ya no les importa más ser discretas. Abandonan su papel,
después de haber padecido mucho y cada una, ahora en su casa, hace lo que se le
antoja.
Una que siempre está
malhumorada y a quien nada le agrada se vuelve una devota exagerada, que grita
y gruñe constantemente; la otra se transforma en una coqueta que sin cesar
escucha o cacarea y no se cansa de tener amantes; ésta siente un interés loco
por las Bellas Artes y opina con arrogancia, criticando al autor más hábil, y
se convierte en una preciosa; aquélla se erige en jugadora y pierde todo:
dinero, joyas, sortijas, muebles valiosos e incluso los vestidos.
Entre tantos caminos como
tienen, sólo veo una cosa en la que todas están de acuerdo, y es en querer
mandar; así es que si deseáis que vaya al Himeneo, buscadme una beldad sin orgullo
y sin vanidad, de una perfecta obediencia, de una paciencia probada y que no
tenga voluntad; y me casaré con ella cuando la encontréis.
Cuando el Príncipe dio
fin a este discurso moral, al momento se montó a caballo y corrió hasta quedarse
sin aliento a unirse a su jauría que le esperaba en mitad de la llanura.
Después de haber cruzado
varios prados y barbechos se encuentra a sus cazadores acostados sobre la
verde hierba; todos se levantan avizores, hacen temblar con sus cuernos a los
habitantes de aquellos bosques. Los galgos, ladrando, corren de un lado para
otro, entre los rastrojos, y los sabuesos, con ardientes ojos, vuelven a sus
puestos, después de haber recorrido las guaridas de las bestias, arrastrando a
los fuertes criados que les retienen.
Habiéndose informado por
uno de los suyos de que todo está dispuesto, y de que están siguiendo el
rastro, da orden, al instante, de que comience la cacería, y que suelten los
perros a los ciervos. El sonido de los cuernos que resuenan, el ruido de los
caballos que relinchan y el de los perros, animados por sus penetrantes
ladridos, llenan el bosque de tumulto y confusión, y mientras el eco sin cesar
los multiplica, penetra en los más intrincado del bosque.
El Príncipe, por azar o
por el hado, toma un camino equivocado y ninguno de los cazadores le sigue;
cuanto más corre más va separándose y llega un momento en que se encuentra
perdido y ni siquiera oye el ruido de los perros y de los corzos.
El lugar adonde le lleva
su extraña aventura es un claro lleno de arroyuelos y sombrío de verdura, que
da un secreto horror al espíritu; la sencilla e ingenua Naturaleza se muestra
tan bella y tan pura que mil veces bendice allí su error.
Sumergido en esa dulce
ensoñación que inspiran los grandes bosques, las aguas y los prados, de pronto
sorprende a sus ojos y a su corazón el objeto más agradable, más dulce y más
amable que jamás se haya visto bajo el Cielo.
Era una joven pastora que
hilaba al borde de un arroyo, y que guardaba su rebaño; de una mano diestra y
hacendosa hacía girar el huso. Ella hubiera podido domar los corazones más
salvajes; su tez tenía la blancura de los lirios, y su natural frescura se
había preservado a la sombra de los boscajes: su boca conservaba todavía todo
el encanto de la infancia, y sus ojos, suavizados por un párpado oscuro, eran
más azules y tenían aún más luz.
El Príncipe, arrobado, se
desliza en el bosque, y contempla la hermosura que ha conmovido a su alma, pero
el ruido que hace al pasar da motivo para que la bella vuelva la cabeza. Al verse
sorprendida, un encendido y súbito rubor aumenta el esplendor de su tez, y todo
su rostro resplandece por el triunfo del pudor.
Bajo el velo inocente de
esta vergüenza amable, el Príncipe adivina la sencillez, la dulzura, la sinceridad
de la que hasta ahora había creído incapaz al bello sexo, y que ve ahora en
toda su belleza.
Sobrecogido de un temor
nuevo, se aproxima turbado y más tímido que ella, la dice, con voz trémula que
ha perdido el resto de todos sus monteros, y luego la pregunta si no ha pasado
la caza por aquel lado del bosque.
-No, nada ha aparecido,
señor, por estas soledades -ella dice, y nadie, salvo vos, ha venido aquí.
Pero no os inquietéis, pues yo os pondré en buen camino.
-Nunca agradeceré
bastante a los dioses este feliz destino -le dice. Desde hace ya mucho frecuento
estos lugares, pero hasta hoy siempre había ignorado lo que en ellos se
encierra de más preciado.
En esto ve que el
Príncipe se inclina sobre el húmedo borde del arroyo, para apagar, de bruces
sobre el suelo, la sed ardiente que le atenaza.
-Señor, esperad un
momento -le dice, y corre presurosa a su Cabaña, coge una taza y alegre y amable
se la presenta a aquel novel amante.
Los ricos vasos de
cristal y de ágata, en los que el oro en mil lugares brilla, y que un arte
insólito fabricó con esmero, jamás para él tuvieron tal belleza, en su riqueza
inútil, como el vaso de arcilla que le dio la pastora.
En busca de una ruta más
fácil que conduzca al Príncipe hasta la villa, cruzan bosques, peñascos escarpados
y torrentes cortados a intervalos; el Príncipe no pisa el nuevo camino sin
antes observar de un modo cuidadoso todos los lugares de los alrededores, y su
amor ingenioso, que ya soñaba en volver, dibujó un mapa fiel de todo lo que ve.
La pastora le lleva a una
floresta fresca y sombría, y desde allí, bajo un ramaje espeso, ve a lo lejos,
en el centro de la llanura, los techos dorados de su rico palacio. Al separarse
de la bella, tocado de un vivo dolor, a pasos lentos se aleja de ella, con el
dardo clavado en el corazón; el recuerdo de su tierna aventura le condujo a su
casa, sintiendo grato placer, pero al día siguiente notó su herida y se sintió
abrumado de tristeza y de hastío.
En cuanto puede, vuelve a
ir de caza, en donde hábilmente se aparta de su séquito y se desembaraza para
poder perderse felizmente. Como había observado con mucha atención las copas
de los árboles y las cimas elevadas y los consejos secretos de su fiel amor,
todos le guiaron muy bien, y a pesar de lo intrincado del camino, encontró el
lugar donde se hallaba la joven pastora.
Supo que sólo vivía con
su padre, que se llama Grisélidis, que viven los dos plácidamente de la leche
que da el rebaño; y que de la lana que ella hila, sin tener que ir a la villa,
ellos mismos se hacen la ropa.
Cuanto más la contempla,
más se inflama con la viva belleza de su alma; y se da cuenta, al ver tantos
dones preciosos, que si la pastora es tan bella es porque un destello ligero
del espíritu que la anima ha pasado a sus ojos.
Experimenta entonces una
alegría extraña, por haber acertado en sus primeros amores, así es que sin más
tardar, el mismo día reunió a su Consejo y pronunció este discurso:
-Por fin, siguiendo
vuestro deseo, me voy a someter a las leyes del Himeneo; no voy a tomar esposa
en país extranjero, voy a tomar una que está entre vosotros, bella, discreta,
bien nacida como hacían antaño mis abuelos, pero esperaré a que llegue ese
gran día para informaros de mi elección.
Cuando se supo la noticia
que se extiende por todas partes, no puedo decir con cuánto ardor la pública
alegría se manifiesta por todas partes, pero el más contento fue el orador, el
cual, por su patético discurso, creía ser el único autor de tanto bien. ¡Qué
impor-tante se consideraba! «¡No hay quien pueda resistir la elocuencia!»,
repetía para sus adentros.
Era digna de verse la
actividad inútil de todas las bellas de la villa para atraerse la elección del
Príncipe, su señor, a quien sólo seducía un ser casto y modesto, más que todo
el resto, como ya había dicho más de cien veces. Todas cambiaron de ropa y de
actitud, todas tosían con un tono devoto y suavizaron sus voces; hicieron
descender sus peinados medio pie, se cubrieron el pecho, se alargaron las
mangas, y apenas ni se les veía la punta de los dedos.
En la villa, con toda
diligencia, a medida que avanza el día, se ve trabajar a todas las artes,
preparando el próximo Himeneo; aquí se hacen magníficas carrozas, de formas
nuevas, tan bellas y bien concebidas que el oro, que por todas partes brilla,
resulta una de las menores bellezas. Allí, para mirar cómodamente y sin ningún
obstáculo toda la pompa del espectáculo, se levantan grandes tablados, acá se
levantan grandes arcos triunfales en los que se celebra la gloria del
Príncipe Guerrero, y la victoria deslumbrante del Amor sobre él.
Allá están fraguando, por
medio de un arte industrioso, esos fuegos que con sus truenos inocentes
atemorizan la tierra y embellecen los cielos con mil astros lucientes. Acullá
con un ballet ingenioso se concierta con cuidado la locura agradable, y allá se
escuchan los aires melodiosos de una ópera poblada de mil dioses, la más bella
que Italia haya producido, hasta que, por fin, del famoso Himeneo, llega el día
memorable.
Apenas aparece la rosácea Aurora
sobre el fondo de un cielo vivo y puro, confundiendo el oro con el azur, cuando
ya el bello sexo se despierta sobresaltado; el pueblo curioso se extiende por
todos lados y en diferentes lugares se apuestan los guardias para contener al
populacho y obligarle a despejar el sitio. Resuenan en el Palacio cornetines,
oboes, flautas, gaitas, y en los alrededores sólo se oyen trompetas y tambores.
El Príncipe aparece
finalmente, rodeado de su Corte y todos profieren gritos de alegría, pero se
asombran mucho al ver que emprende el camino del bosque.
-Ahí tenéis -dicen- cómo
le arrastran sus inclinaciones; pese al amor, la caza es la más fuerte de
todas sus pasiones. Atraviesa, pesaroso, los campos que recubren la llanura, y
gana la montaña y penetra en el bosque, ante el asombro de la tropa que le
acompaña.
Después de haber pasado
por varios recovecos que se complace en reconocer su pecho enamorado, por fin
encuentra la cabaña campestre donde vive su tierno amor.
Grisélidis, que ya estaba
informada del Himeneo, por la voz de la fama, se había puesto su mejor vestido
para ir a ver la pompa magnífica del casamiento, en aquel mismo instante salía
de su rústica casa.
-¿A dónde vais tan pronta
y tan ligera? -la aborda el Príncipe, mirándola tiernamente. No os apresuréis,
encantadora pastora: la boda a donde os dirigís ahora, cuyo esposo soy yo, no
podría celebrarse sin vos. Os amo, sí, y os he elegido entre mil beldades
porque quiero pasar a vuestro lado el resto de mi vida, si no es que mis deseos
son rechazados.
-¡Ah! -dijo ella. Señor,
¿cómo pensar que yo esté destinada a gloria tanta? Me parece que queréis
burlaros.
-No, no -dijo él, soy
sincero, y vuestro padre ya está de mi lado (el Príncipe, en efecto, se lo había
advertido). Dignaos, pues, pastora, consentir y todo estará hecho. Mas para que
haya entre nosotros paz y se mantenga eternamente, tendrás que jurarme que no
tendréis jamás ninguna voluntad más que la mía.
-Yo lo juro -dijo ella- y
os lo prometo. Si me hubiera casado con el ser más humilde del pueblo también
obedecería, y su yugo sería para mí suave; pero ¡ay! ¡Cuánto más no lo haría si
encuentro en su lugar a mi señor y a mi esposo!
Entonces el Príncipe se
declara, y mientras que la Corte
aplaude su elección, él lleva a la pastora a que soporte que la cubran de
adornos, tal como corresponde a las esposas de los reyes. Las que deben
cumplir esta misión entran en la cabaña y diligentemente ponen toda su ciencia
y su destreza en conseguir dar gracia a cada compostura.
En esta cabaña, donde hay
tanto apresuramiento, las damas no se cansan de admirar con qué arte la pobreza
se oculta bajo la limpieza; y esta rústica cabaña, a la que cubre y refresca un
espacioso plátano, les parece un lugar encantado. La encantadora pastora sale,
por fin, de aquel reducto brillante y suntuoso, todos aplauden su belleza y sus
vestidos, pero bajo esa extraña pompa, el Príncipe, más de una vez, añora
aquella candorosa sencillez del anterior atuendo de la pastora.
En un gran carruaje de
oro y de marfil, la pastora se sienta, llena de majestad; el Príncipe sube orgulloso
y no halla menos gloria que verse como amante a su lado sentado, que en la
marcha triunfal de la victoria; la
Corte va detrás y todos guardan el rango que les confiere su
cargo o la nobleza de su sangre.
Los habitantes de la
villa que han salido todos a los campos, cubren las llanuras del contorno, y
ávidos de ver la elección del Príncipe, esperan con impaciencia su retorno.
Aparece, la gente se le acerca, el carruaje apenas si puede rodar; a causa de
los grandes gritos de alegría, sin cesar redoblados, los caballos se espantan y
se encabritan, piafan y se abalanzan y casi más reculan que avanzan.
Llegan, por fin, al
templo, y por la cadena eterna de una promesa solemne, los dos esposos unen su
destino; enseguida se encaminan al Palacio, donde mil diversiones les esperan:
danzas, juegos, carreras y torneos derraman alegría por doquier; y por la
noche el rubio Himeneo con sus castas dulzuras corona la jornada.
Al día siguiente, los
diferentes estados de toda la provincia, acuden para pronunciar sus arengas
ante la Princesa
y el Príncipe, por boca de sus magistrados.
Rodeada de todas sus
damas, Grisélidis, sin parecer turbada, como Princesa a todos escucha y como
Princesa a todos responde. En fin, lo hizo todo con tanta prudencia, que
parecía que el Cielo hubiera derramado sus tesoros todavía en mayor abundancia
en su alma más que en su cuerpo.
Debido a su inteligencia
y su talento enseguida adquirió las maneras del gran mundo, y ya desde el
primer día se hizo instruir acerca del ingenio y del humor de las damas de su
corte, de manera que con su buen sentido, jamás embarazada, logró conducirlas
mejor que en otro tiempo a las ovejas de su rebaño.
El Cielo bendijo su
fortuna antes de que finalizase el año con los frutos del himeneo; no fue un
Príncipe, contra lo que hubiera deseado, pero la joven Princesa era tan bella
que ya no pensaron más que en su vida. Al padre le parece una criatura encantadora
y viene a verla cada momento, y la madre, aún más loca de alegría, la contempla
incesantemente.
Ella quiso amamantarla.
-¡Ah! -dijo. ¿Cómo
hurtarme del compromiso que reclaman sus gritos, sin dar pruebas de ingratitud?
Porque, ¿con qué pretexto, enemiga de la
Na turaleza, podría yo ser solamente amedias, la madre de la
niña a la que amo tanto?
Bien fuera porque el
Príncipe tuviera un alma menos inflamada que en los primeros días de su ardor,
o que otra vez el maligno humor se hubiera vuelto a encender, y su humareda
espesa hubiera oscurecido los sentidos y corrompido su corazón, el caso es que
en todo lo que hacía la
Princesa dio en pensar que no había mucha sinceridad; su
virtud excesiva le ofendía, como una trampa que se le tendía a su credulidad;
su espíritu nervioso y agitado por las dudas presta oídos a todas las sospechas
y hasta encuentra gusto en dudar de su exceso de felicidad.
Para curar esa melancolía
que inunda su alma, él la sigue, la espía y se complace en perturbarla con
disgustos, con el miedo a que siempre suceda algo en todo lo que pueda separar
la verdad del fingimiento.
-Basta -dice- de dejarse
engañar; si sus verdades son verdaderas, los malos tratos más insoportables
no harán más que consolidarlas.
La mantiene en Palacio
encerrada, lejos de todos los placeres de la Corte , y en la estancia donde ella sola vive
retirada apenas deja entrar la luz del día, y como está convencido de que los
adornos naturales y el soberbio hechizo del sexo que la Naturaleza ha formado,
es el más dulce encanto que puede tener, la pide con rudeza las perlas, los
rubíes, las sortijas, las joyas que le dio como signo de ternura cuando de
ser amante se convirtió en esposo.
Ella que lleva una vida
impecable, sin tacha alguna, y que no tiene apego a nada que no sea cumplir
con su deber, se las entrega, sin conmoverse, e incluso, al darse cuenta del
contento que muestra al recogerlas, no tiene menos gozo al devolvérselas que
cuando las recibió.
-Mi esposo me atormenta
para probarme, y me doy cuenta de que me hace sufrir sólo para despertar mi
virtud, que languidece y que, en un largo y dulce reposo, podría acabarse. Si
tal no es su inten
ción, al menos tengo la
seguridad de que tal es la voluntad del Señor y que la dolorosa situación de
tantos males es para ejercitar mi fe y mi constancia.
Mientras que tantas
desgraciadas, siguiendo sus deseos, van errantes por mil caminos peligrosos,
tras los falsos y vanos placeres, y el Señor, en su justicia lenta, las deja
llegar al borde del precipicio, sin tomar parte en el peligro que las amenaza,
en cambio, a mí, por un movimiento de su bondad suprema, como a un niño que
ama, me elige para corregirme. Así, pues, amemos su trato cruel; no se es
feliz mientras no se sufre, amemos su paternal bondad y la mano de la que se
sirve.
El Príncipe, al verla
obedecer todas sus órdenes sin contradecirle, dice:
-Ya sé cuál es el
fundamento de esta virtud fingida, y lo que hace que todos mis golpes sean
superfluos, pues hasta ahora sólo ha sido herida en puntos donde ya no está
su afecto.
Es en la Princesita , en su hija,
donde ella ha puesto toda su ternura; voy a probarla allí para lograr lo que
deseo, ahí está de verdad quien me puede hacer ver con claridad.
Venía la Princesa de darle de
mamar al tierno objeto de su amor ardiente que, acostado en su seno, jugaba
con ella y la miraba riéndose.
-Ya veo que la amáis -le
dijo-; sin embargo, es necesario que os quite a esta criatura en su más tierna
edad para educarla en las buenas costumbres y para preservarla de los malos
hábitos que puede coger a vuestro lado; por suerte, he encontrado a una dama de
talento que la sabrá educar en todas las virtudes y en la cortesía que debe
tener una Princesa. Disponeos a dejarla, pues van a venir a llevársela.
Al oír estas palabras la
deja, pues no tiene valor ni ojos tan inhumanos para ver arrancarle de sus
manos a aquella única prenda de su amor. Bañado el rostro en llanto, en un
sombrío abatimiento, aguarda que llegue el momento funesto de su desgracia.
Apenas aparece ante su
vista el odioso ejecutor de una acción tan triste y tan cruel, le dice:
-Hay que obedecer.
Y, cogiendo a su hija, la
besa con ardor maternal y la estrecha con ternura entre sus brazos y, llorando
desconsoladamente, se la entrega. ¡Ah, cuán amargo fue su dolor! ¡Quitarle un
hijo así a una madre, qué doloroso!
Cerca de la ciudad había
un monasterio famoso por su antigüedad, donde las vírgenes vivían observando
una regla austera, bajo la dirección de una abadesa ilustre por su piedad.
Allí fue donde dejaron a
la niña, en silencio, sin declarar su nacimiento, con valiosas sortijas como
precio y recompensa de los servicios que la prestarían.
El Príncipe, que por
medio de la caza pretendía alejar los vivos remordimientos de su exceso de
crueldad, temía volver a ver de nuevo a la Prince sa, como se teme a una feroz tigresa cuyos
cachorros acaban de quitar; sin embargo, fue tratado con dulzura y caricias,
incluso con la misma ternura que en los primeros días de su felicidad. Al ver
que le mostraba mucho agrado y contento, sintió vergüenza y remordimientos,
pero su pesar y melancolía se hicieron más fuertes; así que, dos días después,
con lágrimas fingidas, se presentó para decirle que la muerte se había llevado
a su hija.
Este golpe inesperado,
doloroso, le hiere mortalmente; pero, a pesar de su tristeza, cuando vio que
su esposo cambiaba de color, pareció olvidarse de su desgracia y mostró no
tener más que ternura para consolarle de su falso dolor.
Esta bondad, este ardor
sin igual de la amistad conyugal, desarma, de pronto, todo el rigor del Príncipe,
le emociona, le penetra y le cambia el corazón, a tal punto que hasta siente
deseos de declarar que su hija todavía vive; pero su bilis se levanta fiera, y
le impide descubrir el misterio que quizá pueda serle útil callar.
Desde aquel feliz día,
fue tan grande la ternura de los dos esposos que no es mayor la que existe en
los momentos más dulces entre dos amantes. Quince veces el sol para ir
formando las estaciones, habitó alternando en sus doce casas, sin que consiguiera
nada que a la pareja pudiera desunir, pues si a veces por capricho se complacía
en hacerle enfadar, era solamente para evitar que su amor no disminuyera, del
mismo modo que el herrero activa su labor echando un poco de agua en las brasas
de la fragua casi apagada, para avivar su calor.
Después de haber
resistido cierto tiempo, como debe de hacerse antes de rendirse, ella le amó
por su parte con el mismo tierno amor.
En este amante no había
ningún reparo que poner: era guapo, valiente, de antepasados ilustres, y ya
desde hacía tiempo el Príncipe había puesto los ojos en él; así es que recibió
con alegría la noticia de aquel mutuo amor tierno, en el que ardían los jóvenes
amantes; pero, de repente, le dominó el deseo extraño de atormentarlos cruelmente
para hacerles comprar con mil heridas la más grande felicidad de su vida.
-Tendré gran satisfacción
en hacerles dichosos, pero antes es preciso que la inquietud, en toda su
rudeza, haga aún su fuego más constante; al mismo tiempo probaré la paciencia
de mi esposa, no ya como hasta hoy, para tranquilizar mi loca suspicacia, pues
no debo dudar ya más de su amor, sino para mostrar a los ojos de todo el mundo
su bondad, su dulzura y su profunda discreción, con el fin de que la tierra,
viéndose adornada con estos dones tan grandes y tan preciosos, se sienta
penetrada de respeto y dé gracias al Cielo.
El Príncipe declara
públicamente que, careciendo de un sucesor, en el cual el Estado pueda
encontrar un día a su Señor, ya que la hija fruto de su loco amor ha muerto
apenas nacida. Y, ahora, él tiene que buscar en otro lugar nueva felicidad, que
la esposa que ha elegido es de ilustre nacimiento, que ha estado hasta ese día
en un Convento y que ha sido educada en total inocencia, de modo que con la
boda él va a coronar su amor.
Ya podéis juzgar hasta
qué punto resultó cruel para los dos amantes esta horrible noticia; enseguida,
sin mostrar tristeza ni dolor, anuncia a su fiel esposa que es necesario que se
separe de ella para evitar un mal mayor; que el pueblo, indignado de su plebeyo
nacimiento, le obliga a buscar una digna alianza.
-Es preciso -le dice- que
os retiréis de nuevo a vuestro techo de bálago y de helecho, y que otra vez
vistáis vuestra ropa de pastora que he mandado que os preparen.
Con una muda constancia
inalterable, la Princesa
escuchó pronunciar su sentencia; pero, bajo la apariencia de un semblante
sereno, en silencio devora su pena, sin que el dolor disminuya su encanto.
De sus bellos ojos caían
gruesas lágrimas, de la misma manera que, al llegar la primavera, luce el sol y
llueve al mismo tiempo.
-Vos sois mi esposo, mi
señor y mi dueño -dijo ella, a punto de caer desvanecida, y, por más espantoso
que sea lo que acabo de escucharos, yo sabré demostraros que para mí nada hay
más precioso que obedeceros.
Enseguida se retira a su
estancia y, despojándose de las ricas vestiduras, con sosiego, sin decir nada,
mientras su corazón suspira, se pone las ropas que llevaba cuando guardaba las
ovejas. Y, equipada con aquel humilde y sencillo vestido, aborda al Príncipe y
le dice:
-No puedo alejarme de vos
sin obtener el perdón por no haber podido complaceros; yo puedo soportar el
peso de mi miseria, Señor, pero no puedo soportar vuestro enfado; conceded
esta gracia a mi arrepentimiento verdadero y viviré contenta en mi triste
hogar, sin que el tiempo jamás pueda alterar ni mi humilde respeto ni mi fiel
amor.
Tanta sumisión y tanta
grandeza de alma bajo un vestido tan vil estuvieron a punto de despertar en el
corazón del Príncipe, en aquel momento, todos los trazos de la primera llama, y
ya estaba dispuesto a revocar la orden de su destierro, movido por tan
poderoso encanto que, casi a punto de prorrumpir en lágrimas, comienza a
avanzar para ir a abrazarla, cuando, de pronto, la imperiosa gloria de mantenerse
firme en su sentimiento sobre su amor obtuvo la victoria y le hizo responder
con dureza:
-De todo el tiempo pasado
he perdido la memoria; me alegra que os arrepintáis; marchaos, ya es tiempo de
partir.
Ella parte al momento, y
al mirar a su padre, que se había ataviado con su rústico indumento y que, con
el corazón traspasado por un amargo dolor, lloraba el cambio tan súbito, tan
repentino, le dice:
-Regresemos de nuevo a
nuestros sombríos boscajes, volvamos a habitar nuestras cabañas salvajes, y,
sin pesar alguno, dejemos la púrpura de Palacio; en nuestras cabañas no
tendremos tantas magnificencias, pero, en cambio, encontraremos mayor
inocencia, y una paz y un reposo mayor.
En cuanto llega a su
soledad vuelve a coger la rueca y los husos y se va a hilar junto al mismo arroyo
en que la había encontrado el Príncipe. Su corazón, tranquilo y sin hiel, pide
cien veces cada día al Cielo que colme a su esposo de gloria y de riquezas, y
que no le niegue ninguno de sus deseos: un amor sustentado con caricias no
sería más ardiente que el suyo.
Ese querido esposo, al
que ella echa de menos, queriéndola probar más todavía, envía mensajeros a su
retiro para decirle que venga a verle.
-Grisélidis -le dice en
cuanto se presenta, es preciso que la Princesa a quien mañana doy la mano en el templo
se sienta contenta de mí y de vos. Os pido que empleéis todos vuestros cuidados
y quiero que me ayudéis a agradar al objeto de mis aspiraciones; vos sabéis de
qué modo me gusta que me sirvan, nada de ahorros ni de reservas, que todo sea
principesco y al estilo de un Príncipe enamorado.
Emplead todos vuestros
cuidados en preparar muy bien sus habitaciones, haced que la abundancia y la
riqueza y que la limpieza y la distinción se vean por doquier; en fin, tened
siempre presente que es una joven Princesa a la que amo tiernamente. Y para que
os hagáis mejor el cargo de los cuidados que debéis tener, voy ahora a haceros
ver a quién os encargo servir de este modo.
Tal como se muestra a las
puertas de Oriente la Aurora
que nace, lo mismo apareció la
Princesa al llegar, y aún más bella. Grisélidis, al acercarse
a ella, sintió en el fondo de su corazón un dulce transporte de su ternura
maternal; el recuerdo de los tiempos pasados, de sus días felices, invade su corazón.
-¡Ay! Mi hija -dice en su
interior, si el Cielo favorable hubiera escuchado mis deseos, sería así de
mayor, y quizá tan bella.
En aquel mismo momento
concibió por la joven Princesa un amor tan intenso y violento que apenas se
ausentó, siguiendo, sin saber por qué, su instinto, le dijo:
-Permitidme, Señor, que
os diga que esta Princesa tan encantadora, de la que vais a ser esposo,
criada en medio de comodidades, entre púrpuras y suntuosidades, no podrá
soportar, sin perder la vida, el mismo trato que yo he recibido de vos.
La necesidad y mi
nacimiento bajo me habían endurecido para el trabajo y podía, sin esfuerzo, sufrir
toda clase de males, incluso sin murmurar y sin quejarme; pero ella, que jamás
ha conocido ningún dolor, morirá ante el más mínimo rigor o a la menor palabra
que sea un poco seca o dura. ¡Ay, Señor, os suplico que la tratéis con dulzura!
-Pensad -le dice el
Príncipe con un tono severo- sólo en servirme como mejor podáis; no hace falta
que una simple pastora venga a darme lecciones y se ponga a enseñarme mi
deber.
Grisélidis, al oír esto,
sin decir palabra, baja los ojos y se retira.
Entretanto, los nobles
invitádos al himeneo llegan de todas partes, y en una magnífica sala donde el
Príncipe los reúne, antes de que se encienda la antorcha nupcial, a todos les
habla de este modo:
-No hay en el mundo cosa
mejor después de la
esperanza. Nada hay más engañoso que la apariencia; esto
podemos verlo aquí en un ejemplo evidente, porque, ¿quién no creería que mi
joven amante, a quien ya veo hecha Princesa por el himeneo, es feliz y tiene el
corazón radiante? Pues, no obstante, no lo está. ¿Y a quién se le podrá no
hacer creer que este joven guerrero, amante de la gloria, no está deseando ver
este himeneo, precisamente él, que en el torneo siempre alcanza la victoria
sobre todos sus rivales? Pues, sin embargo, no es verdad.
¿Quién no creería que,
dominada por una justa cólera, Grisélidis no está llorando y desesperada? Pues
no se queja, ella consiente en todo, y nada ha podido agotar su paciencia.
¿Y quién no creería, en
fin, que nada puede igualar el afortunado curso de mi destino, viendo los
atractivos del objeto de mi deseo? Sin embargo, si el himeneo me anudase en sus
brazos, concebiría yo un dolor profundo, y de todos los Príncipes de la tierra
sería el más desdichado. Este enigma quizá os resulte difícil de comprender;
dos palabras os harán entender y os harán olvidar todos los males que acabáis
de oír. Sabed -continuó- que esta persona encantadora que habéis creído que me
ha herido el corazón es mi hija, y ahora se la concedo como mujer a este joven
caballero, que la ama con extremado amor, y por la que de igual modo es amado.
Aún más, sabed que, conmovido
vivamente por el celo y la paciencia de esta esposa prudente y fiel que yo he
arrojado indignamente, la recibo otra vez, a fin de reparar, con todo lo que
el amor tiene de más dulce, el trato duro y bárbaro que recibió de mi ánimo
celoso.
Voy a poner mayor
aplicación ahora en prevenir todos sus gustos, más de la que puse en mi deseo
extraño de abrumarla a fuerza de disgustos; y si en los tiempos futuros
perdurará la memoria de los tormentos con los que no pude abatir su corazón,
quiero que se hable aún más de la gloria con que habré coronado su suprema
virtud.
Como cuando una densa
nube oscurece el día, y el cielo total-mente ennegrecido amenaza con una
horrenda tormenta, si de este velo oscuro, abierto por los vientos, sale un
rayo de luz brillante y baña el paisaje, así en todos los ojos donde reinaba la
tristeza estalla ahora una viva alegría. Ante esta declaración inesperada, la joven Princesita ,
contentísima al saber que el Príncipe le dio la vida, se arroja a sus pies y
le abraza con vehemencia. El padre, enternecido al ver el gesto de su hija, la
levanta, la besa y la conduce donde está su madre, a quien tanto placer, en
aquel mismo instante, casi la priva de conocimiento. Su corazón, que en tantas
ocasiones ha sido presa de los más duros golpes de la desgracia y ha soportado
tan bien el dolor, ahora está a punto de sucumbir al peso de la alegría; a
duras penas, sus brazos podían estrechar a la hija adorable que le envía el
Cielo, pues no hacía más que llorar.
-Ya tendrás tiempo -le
dice el Príncipe- para satisfacer las ternuras de la sangre; volveos a poner
los vestidos que exige vuestro rango, pues tenemos que ir de boda todavía.
Condujeron al templo a
los dos jóvenes amantes, en donde hicieron la mutua promesa de quererse
tiernamente para siempre. Luego todo se vuelven diversiones, torneos
magníficos, juegos, danzas, músicas y festines deliciosos, en donde todos los
ojos se vuelven hacia Grisélidis. Su probada paciencia es ensalzada hasta el
Cielo por mil elogios gloriosos: es tal la complacencia que por su caprichoso
Príncipe siente el pueblo jubiloso, que hasta elogian la prueba cruel que ha
originado un modelo tan perfecto, una virtud tan bella, a esa mujer tan
conveniente, aunque tan rara en todos los lugares.
1.026. Perrault (Charles) - 074
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