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viernes, 26 de diciembre de 2014

Griselidis

A la Señorita[1].

Al ofreceros, joven y prudente beldad, este mode­lo de paciencia, no me envanezco de que vayáis a imitarlo; sería pediros demasiado.
Pero, en París, donde el hombre es discreto y dis­tinguido y el bello sexo, nacido para agradar, en­cuentra su felicidad, está por todos lados tan hen­chido de ejemplos que le da el vicio contrario, que no se puede estar siempre protegido por el contra­veneno necesario para librarse de su influencia.
Una dama que sea tan paciente como ésta, cuya valía ensalzo, sería en todas partes sorprendente, y sobre todo en París sería un prodigio.
Las mujeres aquí son soberanas y todo se regula conforme a sus deseos. En fin, es un ambiente tan feliz que sólo está habitado por Reinas.
Así pues, veo que en estas condiciones, Grisélidis será poco apreciada, y que únicamente será materia de risa con sus lecciones tan anticuadas. Y no es porque la paciencia no sea una virtud de las damas de París, sino que, por una larguísima experiencia, han aprendido la ciencia de hacérsela ejercer sólo a sus propios maridos.
Al pie de las célebres montañas, donde el Po, des­lizándose entre cañas, corre hacia los campos cerca­nos para pasear sus nacientes aguas, vivía un joven Príncipe valiente, que hacía las delicias de su pro­vincia. El Cielo, al formarle, le dotó de todo lo más extraordinario, de lo que sólo reserva a sus amigos y a los grandes Reyes solamente.
Colmado así su cuerpo y su alma de todos los dones, era robusto y diestro en el oficio de Marte, y por el instinto secreto de una llama divina amaba con ardor las Bellas Artes. Le gustaba el combate y la victoria, los grandes proyectos, las acciones valerosas y todo lo que hace perdurar un nombre en la his­toria, pero su corazón tierno y generoso era aún más sensible a la sólida gloria de hacer virtuoso a su pueblo.
Este temperamento heroico estaba oscurecido por un humor sombrío, triste y melancólico, que le ha­cía considerar en lo más hondo de su corazón a todo el bello sexo como mentiroso y traidor.
En la mujer donde brillaban los méritos más ra­ros, él sólo veía un alma hipócrita, un espíritu em­briagado de orgullo, un cruel enemigo que sólo as­piraba a dominar despóticamente al desgraciado hombre que estuviera en su poder.
El contacto frecuente con el mundo, donde no se ven más que esposos subyugados o traicionados, uni­do al ambiente celoso del país, aumentó aún más este odio profundo. Más de una vez juró y perjuró que aunque el mismo Cielo, apiadado de él, formase otra Lucrecia, jamás seguiría las leyes de Hime­neo[2].
Así pues, cada día, después de dedicar la mañana a sus asuntos de estado y disponer sabiamente todas las cosas necesarias para la felicidad de sus súbditos, tal como proteger los derechos del débil huérfano y de la viuda oprimida, o derogar los impuestos que una guerra forzada había introducido, pasaba la otra mitad de la jornada ocupado en cazar, donde los jabalíes y los osos, no obstante su furor y sus ar­mas, le daban menos alarma que el bello sexo, al que siempre evitaba.
Sin embargo, los súbditos, atentos a su interés, pues deseaban asegurarse un sucesor, que les gober­nase un día con la misma dulzura, le instaban ince­santemente para que les procurase un sucesor.
Un día, todos juntos, acudieron a Palacio, en un último esfuerzo para convencerle; un orador de apa­riencia grave, el mejor que tenían, le expuso todas las razones en aquella circunstancia. El hizo ver el ardiente deseo que todos tenían de ver la ilustre descendencia del Príncipe, que haría para siempre floreciente su Estado; e incluso, le dijo, finalmente, que estaba viendo un Astro nacer de su casto Hime­neo, que haría palidecer la Media Luna[3].
En un tono más sencillo y con una voz menos fuerte, el Príncipe respondió de este modo a sus súbditos:
-Mucho me agrada el celo ardiente con que veo que me queréis llevar a los lazos del matrimonio, y esto me parece el testimonio de vuestro amor; es­toy sensiblemente conmovido y quisiera mañana mis­mo complaceros, pero a mi parecer el Himeneo es un asunto que cuanto más prudente es el hombre ve más dificultades.
Observad bien a todas las doncellas mientras vi­ven con sus familias: no hay más que virtud, bon­dad, pudor, sinceridad, pero en cuanto se casan, cae el disfraz y como ya han asegurado su destino, ya no les importa más ser discretas. Abandonan su pa­pel, después de haber padecido mucho y cada una, ahora en su casa, hace lo que se le antoja.
Una que siempre está malhumorada y a quien nada le agrada se vuelve una devota exagerada, que grita y gruñe constantemente; la otra se transforma en una coqueta que sin cesar escucha o cacarea y no se cansa de tener amantes; ésta siente un interés loco por las Bellas Artes y opina con arrogancia, cri­ticando al autor más hábil, y se convierte en una preciosa; aquélla se erige en jugadora y pierde todo: dinero, joyas, sortijas, muebles valiosos e incluso los vestidos.
Entre tantos caminos como tienen, sólo veo una cosa en la que todas están de acuerdo, y es en que­rer mandar; así es que si deseáis que vaya al Hime­neo, buscadme una beldad sin orgullo y sin vanidad, de una perfecta obediencia, de una paciencia proba­da y que no tenga voluntad; y me casaré con ella cuando la encontréis.
Cuando el Príncipe dio fin a este discurso moral, al momento se montó a caballo y corrió hasta que­darse sin aliento a unirse a su jauría que le esperaba en mitad de la llanura.
Después de haber cruzado varios prados y barbe­chos se encuentra a sus cazadores acostados sobre la verde hierba; todos se levantan avizores, hacen temblar con sus cuernos a los habitantes de aquellos bosques. Los galgos, ladrando, corren de un lado para otro, entre los rastrojos, y los sabuesos, con ardientes ojos, vuelven a sus puestos, después de haber recorrido las guaridas de las bestias, arrastran­do a los fuertes criados que les retienen.
Habiéndose informado por uno de los suyos de que todo está dispuesto, y de que están siguiendo el rastro, da orden, al instante, de que comience la ca­cería, y que suelten los perros a los ciervos. El sonido de los cuernos que resuenan, el ruido de los caballos que relinchan y el de los perros, animados por sus penetrantes ladridos, llenan el bosque de tu­multo y confusión, y mientras el eco sin cesar los multiplica, penetra en los más intrincado del bosque.
El Príncipe, por azar o por el hado, toma un ca­mino equivocado y ninguno de los cazadores le si­gue; cuanto más corre más va separándose y llega un momento en que se encuentra perdido y ni si­quiera oye el ruido de los perros y de los corzos.
El lugar adonde le lleva su extraña aventura es un claro lleno de arroyuelos y sombrío de verdura, que da un secreto horror al espíritu; la sencilla e in­genua Naturaleza se muestra tan bella y tan pura que mil veces bendice allí su error.
Sumergido en esa dulce ensoñación que inspiran los grandes bosques, las aguas y los prados, de pronto sorprende a sus ojos y a su corazón el objeto más agradable, más dulce y más amable que jamás se haya visto bajo el Cielo.
Era una joven pastora que hilaba al borde de un arroyo, y que guardaba su rebaño; de una mano dies­tra y hacendosa hacía girar el huso. Ella hubiera po­dido domar los corazones más salvajes; su tez tenía la blancura de los lirios, y su natural frescura se había preservado a la sombra de los boscajes: su boca conservaba todavía todo el encanto de la infan­cia, y sus ojos, suavizados por un párpado oscuro, eran más azules y tenían aún más luz.
El Príncipe, arrobado, se desliza en el bosque, y contempla la hermosura que ha conmovido a su alma, pero el ruido que hace al pasar da motivo para que la bella vuelva la cabeza. Al verse sorprendida, un encendido y súbito rubor aumenta el esplendor de su tez, y todo su rostro resplandece por el triun­fo del pudor.
Bajo el velo inocente de esta vergüenza amable, el Príncipe adivina la sencillez, la dulzura, la since­ridad de la que hasta ahora había creído incapaz al bello sexo, y que ve ahora en toda su belleza.
Sobrecogido de un temor nuevo, se aproxima tur­bado y más tímido que ella, la dice, con voz trémula que ha perdido el resto de todos sus monteros, y luego la pregunta si no ha pasado la caza por aquel lado del bosque.
-No, nada ha aparecido, señor, por estas soleda­des -ella dice, y nadie, salvo vos, ha venido aquí. Pero no os inquietéis, pues yo os pondré en buen camino.
-Nunca agradeceré bastante a los dioses este fe­liz destino -le dice. Desde hace ya mucho fre­cuento estos lugares, pero hasta hoy siempre había ignorado lo que en ellos se encierra de más pre­ciado.
En esto ve que el Príncipe se inclina sobre el hú­medo borde del arroyo, para apagar, de bruces sobre el suelo, la sed ardiente que le atenaza.
-Señor, esperad un momento -le dice, y corre presurosa a su Cabaña, coge una taza y alegre y ama­ble se la presenta a aquel novel amante.
Los ricos vasos de cristal y de ágata, en los que el oro en mil lugares brilla, y que un arte insólito fa­bricó con esmero, jamás para él tuvieron tal belleza, en su riqueza inútil, como el vaso de arcilla que le dio la pastora.
En busca de una ruta más fácil que conduzca al Príncipe hasta la villa, cruzan bosques, peñascos es­carpados y torrentes cortados a intervalos; el Prín­cipe no pisa el nuevo camino sin antes observar de un modo cuidadoso todos los lugares de los alrede­dores, y su amor ingenioso, que ya soñaba en volver, dibujó un mapa fiel de todo lo que ve.
La pastora le lleva a una floresta fresca y sombría, y desde allí, bajo un ramaje espeso, ve a lo lejos, en el centro de la llanura, los techos dorados de su rico palacio. Al separarse de la bella, tocado de un vivo dolor, a pasos lentos se aleja de ella, con el dardo clavado en el corazón; el recuerdo de su tierna aven­tura le condujo a su casa, sintiendo grato placer, pero al día siguiente notó su herida y se sintió abrumado de tristeza y de hastío.
En cuanto puede, vuelve a ir de caza, en donde hábilmente se aparta de su séquito y se desembara­za para poder perderse felizmente. Como había ob­servado con mucha atención las copas de los árbo­les y las cimas elevadas y los consejos secretos de su fiel amor, todos le guiaron muy bien, y a pesar de lo intrincado del camino, encontró el lugar don­de se hallaba la joven pastora.
Supo que sólo vivía con su padre, que se llama Grisélidis, que viven los dos plácidamente de la le­che que da el rebaño; y que de la lana que ella hila, sin tener que ir a la villa, ellos mismos se hacen la ropa.
Cuanto más la contempla, más se inflama con la viva belleza de su alma; y se da cuenta, al ver tantos dones preciosos, que si la pastora es tan bella es porque un destello ligero del espíritu que la anima ha pasado a sus ojos.
Experimenta entonces una alegría extraña, por haber acertado en sus primeros amores, así es que sin más tardar, el mismo día reunió a su Consejo y pronunció este discurso:
-Por fin, siguiendo vuestro deseo, me voy a some­ter a las leyes del Himeneo; no voy a tomar esposa en país extranjero, voy a tomar una que está entre vosotros, bella, discreta, bien nacida como hacían an­taño mis abuelos, pero esperaré a que llegue ese gran día para informaros de mi elección.
Cuando se supo la noticia que se extiende por to­das partes, no puedo decir con cuánto ardor la pública alegría se manifiesta por todas partes, pero el más contento fue el orador, el cual, por su patéti­co discurso, creía ser el único autor de tanto bien. ¡Qué impor-tante se consideraba! «¡No hay quien pueda resistir la elocuencia!», repetía para sus aden­tros.
Era digna de verse la actividad inútil de todas las bellas de la villa para atraerse la elección del Prín­cipe, su señor, a quien sólo seducía un ser casto y modesto, más que todo el resto, como ya había dicho más de cien veces. Todas cambiaron de ropa y de ac­titud, todas tosían con un tono devoto y suavizaron sus voces; hicieron descender sus peinados medio pie, se cubrieron el pecho, se alargaron las mangas, y apenas ni se les veía la punta de los dedos.
En la villa, con toda diligencia, a medida que avan­za el día, se ve trabajar a todas las artes, preparan­do el próximo Himeneo; aquí se hacen magníficas carrozas, de formas nuevas, tan bellas y bien conce­bidas que el oro, que por todas partes brilla, resulta una de las menores bellezas. Allí, para mirar cómo­damente y sin ningún obstáculo toda la pompa del espectáculo, se levantan grandes tablados, acá se le­vantan grandes arcos triunfales en los que se cele­bra la gloria del Príncipe Guerrero, y la victoria des­lumbrante del Amor sobre él.
Allá están fraguando, por medio de un arte indus­trioso, esos fuegos que con sus truenos inocentes atemorizan la tierra y embellecen los cielos con mil astros lucientes. Acullá con un ballet ingenioso se concierta con cuidado la locura agradable, y allá se escuchan los aires melodiosos de una ópera poblada de mil dioses, la más bella que Italia haya producido, hasta que, por fin, del famoso Himeneo, llega el día memorable.
Apenas aparece la rosácea Aurora sobre el fondo de un cielo vivo y puro, confundiendo el oro con el azur, cuando ya el bello sexo se despierta sobresal­tado; el pueblo curioso se extiende por todos lados y en diferentes lugares se apuestan los guardias para contener al populacho y obligarle a despejar el sitio. Resuenan en el Palacio cornetines, oboes, flautas, gaitas, y en los alrededores sólo se oyen trompetas y tambores.
El Príncipe aparece finalmente, rodeado de su Cor­te y todos profieren gritos de alegría, pero se asom­bran mucho al ver que emprende el camino del bos­que.
-Ahí tenéis -dicen- cómo le arrastran sus in­clinaciones; pese al amor, la caza es la más fuerte de todas sus pasiones. Atraviesa, pesaroso, los cam­pos que recubren la llanura, y gana la montaña y pe­netra en el bosque, ante el asombro de la tropa que le acompaña.
Después de haber pasado por varios recovecos que se complace en reconocer su pecho enamorado, por fin encuentra la cabaña campestre donde vive su tierno amor.
Grisélidis, que ya estaba informada del Himeneo, por la voz de la fama, se había puesto su mejor vestido para ir a ver la pompa magnífica del casa­miento, en aquel mismo instante salía de su rústica casa.
-¿A dónde vais tan pronta y tan ligera? -la abor­da el Príncipe, mirándola tiernamente. No os apre­suréis, encantadora pastora: la boda a donde os di­rigís ahora, cuyo esposo soy yo, no podría celebrar­se sin vos. Os amo, sí, y os he elegido entre mil bel­dades porque quiero pasar a vuestro lado el resto de mi vida, si no es que mis deseos son rechazados.
-¡Ah! -dijo ella. Señor, ¿cómo pensar que yo esté destinada a gloria tanta? Me parece que que­réis burlaros.
-No, no -dijo él, soy sincero, y vuestro padre ya está de mi lado (el Príncipe, en efecto, se lo ha­bía advertido). Dignaos, pues, pastora, consentir y todo estará hecho. Mas para que haya entre noso­tros paz y se mantenga eternamente, tendrás que jurarme que no tendréis jamás ninguna voluntad más que la mía.
-Yo lo juro -dijo ella- y os lo prometo. Si me hubiera casado con el ser más humilde del pueblo también obedecería, y su yugo sería para mí suave; pero ¡ay! ¡Cuánto más no lo haría si encuentro en su lugar a mi señor y a mi esposo!
Entonces el Príncipe se declara, y mientras que la Corte aplaude su elección, él lleva a la pastora a que soporte que la cubran de adornos, tal como co­rresponde a las esposas de los reyes. Las que deben cumplir esta misión entran en la cabaña y diligen­temente ponen toda su ciencia y su destreza en con­seguir dar gracia a cada compostura.
En esta cabaña, donde hay tanto apresuramiento, las damas no se cansan de admirar con qué arte la pobreza se oculta bajo la limpieza; y esta rústica cabaña, a la que cubre y refresca un espacioso pláta­no, les parece un lugar encantado. La encantadora pastora sale, por fin, de aquel reducto brillante y suntuoso, todos aplauden su belleza y sus vestidos, pero bajo esa extraña pompa, el Príncipe, más de una vez, añora aquella candorosa sencillez del ante­rior atuendo de la pastora.
En un gran carruaje de oro y de marfil, la pastora se sienta, llena de majestad; el Príncipe sube orgu­lloso y no halla menos gloria que verse como amante a su lado sentado, que en la marcha triunfal de la victoria; la Corte va detrás y todos guardan el rango que les confiere su cargo o la nobleza de su sangre.
Los habitantes de la villa que han salido todos a los campos, cubren las llanuras del contorno, y ávi­dos de ver la elección del Príncipe, esperan con im­paciencia su retorno. Aparece, la gente se le acer­ca, el carruaje apenas si puede rodar; a causa de los grandes gritos de alegría, sin cesar redoblados, los caballos se espantan y se encabritan, piafan y se abalanzan y casi más reculan que avanzan.
Llegan, por fin, al templo, y por la cadena eterna de una promesa solemne, los dos esposos unen su destino; enseguida se encaminan al Palacio, donde mil diversiones les esperan: danzas, juegos, carre­ras y torneos derraman alegría por doquier; y por la noche el rubio Himeneo con sus castas dulzuras co­rona la jornada.
Al día siguiente, los diferentes estados de toda la provincia, acuden para pronunciar sus arengas ante la Princesa y el Príncipe, por boca de sus magis­trados.
Rodeada de todas sus damas, Grisélidis, sin pare­cer turbada, como Princesa a todos escucha y como Princesa a todos responde. En fin, lo hizo todo con tanta prudencia, que parecía que el Cielo hubiera de­rramado sus tesoros todavía en mayor abundancia en su alma más que en su cuerpo.
Debido a su inteligencia y su talento enseguida adquirió las maneras del gran mundo, y ya desde el primer día se hizo instruir acerca del ingenio y del humor de las damas de su corte, de manera que con su buen sentido, jamás embarazada, logró con­ducirlas mejor que en otro tiempo a las ovejas de su rebaño.
El Cielo bendijo su fortuna antes de que fina­lizase el año con los frutos del himeneo; no fue un Príncipe, contra lo que hubiera deseado, pero la jo­ven Princesa era tan bella que ya no pensaron más que en su vida. Al padre le parece una criatura en­cantadora y viene a verla cada momento, y la madre, aún más loca de alegría, la contempla incesante­mente.
Ella quiso amamantarla.
-¡Ah! -dijo. ¿Cómo hurtarme del compromiso que reclaman sus gritos, sin dar pruebas de ingrati­tud? Porque, ¿con qué pretexto, enemiga de la Na­turaleza, podría yo ser solamente amedias, la ma­dre de la niña a la que amo tanto?
Bien fuera porque el Príncipe tuviera un alma menos inflamada que en los primeros días de su ar­dor, o que otra vez el maligno humor se hubiera vuelto a encender, y su humareda espesa hubiera oscurecido los sentidos y corrompido su corazón, el caso es que en todo lo que hacía la Princesa dio en pensar que no había mucha sinceridad; su virtud excesiva le ofendía, como una trampa que se le ten­día a su credulidad; su espíritu nervioso y agitado por las dudas presta oídos a todas las sospechas y hasta encuentra gusto en dudar de su exceso de felicidad.
Para curar esa melancolía que inunda su alma, él la sigue, la espía y se complace en perturbarla con disgustos, con el miedo a que siempre suceda algo en todo lo que pueda separar la verdad del fingi­miento.
-Basta -dice- de dejarse engañar; si sus ver­dades son verdaderas, los malos tratos más insopor­tables no harán más que consolidarlas.
La mantiene en Palacio encerrada, lejos de todos los placeres de la Corte, y en la estancia donde ella sola vive retirada apenas deja entrar la luz del día, y como está convencido de que los adornos naturales y el soberbio hechizo del sexo que la Naturaleza ha formado, es el más dulce encanto que puede tener, la pide con rudeza las perlas, los rubíes, las sorti­jas, las joyas que le dio como signo de ternura cuan­do de ser amante se convirtió en esposo.
Ella que lleva una vida impecable, sin tacha algu­na, y que no tiene apego a nada que no sea cumplir con su deber, se las entrega, sin conmoverse, e in­cluso, al darse cuenta del contento que muestra al recogerlas, no tiene menos gozo al devolvérselas que cuando las recibió.
-Mi esposo me atormenta para probarme, y me doy cuenta de que me hace sufrir sólo para desper­tar mi virtud, que languidece y que, en un largo y dulce reposo, podría acabarse. Si tal no es su inten­
ción, al menos tengo la seguridad de que tal es la voluntad del Señor y que la dolorosa situación de tantos males es para ejercitar mi fe y mi constancia.
Mientras que tantas desgraciadas, siguiendo sus deseos, van errantes por mil caminos peligrosos, tras los falsos y vanos placeres, y el Señor, en su justicia lenta, las deja llegar al borde del precipicio, sin tomar parte en el peligro que las amenaza, en cambio, a mí, por un movimiento de su bondad su­prema, como a un niño que ama, me elige para co­rregirme. Así, pues, amemos su trato cruel; no se es feliz mientras no se sufre, amemos su paternal bondad y la mano de la que se sirve.
El Príncipe, al verla obedecer todas sus órdenes sin contradecirle, dice:
-Ya sé cuál es el fundamento de esta virtud fin­gida, y lo que hace que todos mis golpes sean super­fluos, pues hasta ahora sólo ha sido herida en pun­tos donde ya no está su afecto.
Es en la Princesita, en su hija, donde ella ha pues­to toda su ternura; voy a probarla allí para lograr lo que deseo, ahí está de verdad quien me puede ha­cer ver con claridad.
Venía la Princesa de darle de mamar al tierno ob­jeto de su amor ardiente que, acostado en su seno, jugaba con ella y la miraba riéndose.
-Ya veo que la amáis -le dijo-; sin embargo, es necesario que os quite a esta criatura en su más tierna edad para educarla en las buenas costumbres y para preservarla de los malos hábitos que puede coger a vuestro lado; por suerte, he encontrado a una dama de talento que la sabrá educar en todas las virtudes y en la cortesía que debe tener una Princesa. Disponeos a dejarla, pues van a venir a llevársela.
Al oír estas palabras la deja, pues no tiene valor ni ojos tan inhumanos para ver arrancarle de sus manos a aquella única prenda de su amor. Bañado el rostro en llanto, en un sombrío abatimiento, aguar­da que llegue el momento funesto de su desgracia.
Apenas aparece ante su vista el odioso ejecutor de una acción tan triste y tan cruel, le dice:
-Hay que obedecer.
Y, cogiendo a su hija, la besa con ardor maternal y la estrecha con ternura entre sus brazos y, lloran­do desconsoladamente, se la entrega. ¡Ah, cuán amar­go fue su dolor! ¡Quitarle un hijo así a una madre, qué doloroso!
Cerca de la ciudad había un monasterio famoso por su antigüedad, donde las vírgenes vivían obser­vando una regla austera, bajo la dirección de una abadesa ilustre por su piedad.
Allí fue donde dejaron a la niña, en silencio, sin declarar su nacimiento, con valiosas sortijas como precio y recompensa de los servicios que la presta­rían.
El Príncipe, que por medio de la caza pretendía alejar los vivos remordimientos de su exceso de crueldad, temía volver a ver de nuevo a la Prince­sa, como se teme a una feroz tigresa cuyos cacho­rros acaban de quitar; sin embargo, fue tratado con dulzura y caricias, incluso con la misma ternura que en los primeros días de su felicidad. Al ver que le mostraba mucho agrado y contento, sintió vergüen­za y remordimientos, pero su pesar y melancolía se hicieron más fuertes; así que, dos días después, con lágrimas fingidas, se presentó para decirle que la muerte se había llevado a su hija.
Este golpe inesperado, doloroso, le hiere mortal­mente; pero, a pesar de su tristeza, cuando vio que su esposo cambiaba de color, pareció olvidarse de su desgracia y mostró no tener más que ternura para consolarle de su falso dolor.
Esta bondad, este ardor sin igual de la amistad conyugal, desarma, de pronto, todo el rigor del Prín­cipe, le emociona, le penetra y le cambia el corazón, a tal punto que hasta siente deseos de declarar que su hija todavía vive; pero su bilis se levanta fiera, y le impide descubrir el misterio que quizá pueda ser­le útil callar.
Desde aquel feliz día, fue tan grande la ternura de los dos esposos que no es mayor la que existe en los momentos más dulces entre dos amantes. Quin­ce veces el sol para ir formando las estaciones, ha­bitó alternando en sus doce casas, sin que consi­guiera nada que a la pareja pudiera desunir, pues si a veces por capricho se complacía en hacerle en­fadar, era solamente para evitar que su amor no disminuyera, del mismo modo que el herrero activa su labor echando un poco de agua en las brasas de la fragua casi apagada, para avivar su calor.
La Princesita, mientras tanto, crecía en discre­ción, en saber y en encanto y en dulzura, que here­daba de su amable madre; añadíase de su ilustre padre la agradable y noble apostura; la unión de estas cualidades dio por resultado una belleza per­fecta. Brilla, por doquier, como un astro; habiéndo­la visto a la reja un Señor de la Corte, muy joven, apuesto y más hermoso que el sol naciente, concibió por ella un violento amor. Pero, con ese instinto que la Naturaleza da al bello sexo, y que todas las bellas tienen para ver esa invisible herida que ha causado su mirada, en el mismo momento que la causan, la Princesa se dio cuenta de que estaba sien­do amada tiernamente.
Después de haber resistido cierto tiempo, como debe de hacerse antes de rendirse, ella le amó por su parte con el mismo tierno amor.
En este amante no había ningún reparo que po­ner: era guapo, valiente, de antepasados ilustres, y ya desde hacía tiempo el Príncipe había puesto los ojos en él; así es que recibió con alegría la noticia de aquel mutuo amor tierno, en el que ardían los jóvenes amantes; pero, de repente, le dominó el de­seo extraño de atormentarlos cruelmente para hacerles comprar con mil heridas la más grande felici­dad de su vida.
-Tendré gran satisfacción en hacerles dichosos, pero antes es preciso que la inquietud, en toda su rudeza, haga aún su fuego más constante; al mismo tiempo probaré la paciencia de mi esposa, no ya como hasta hoy, para tranquilizar mi loca suspica­cia, pues no debo dudar ya más de su amor, sino para mostrar a los ojos de todo el mundo su bon­dad, su dulzura y su profunda discreción, con el fin de que la tierra, viéndose adornada con estos dones tan grandes y tan preciosos, se sienta penetrada de respeto y dé gracias al Cielo.
El Príncipe declara públicamente que, careciendo de un sucesor, en el cual el Estado pueda encontrar un día a su Señor, ya que la hija fruto de su loco amor ha muerto apenas nacida. Y, ahora, él tiene que buscar en otro lugar nueva felicidad, que la es­posa que ha elegido es de ilustre nacimiento, que ha estado hasta ese día en un Convento y que ha sido educada en total inocencia, de modo que con la boda él va a coronar su amor.
Ya podéis juzgar hasta qué punto resultó cruel para los dos amantes esta horrible noticia; ensegui­da, sin mostrar tristeza ni dolor, anuncia a su fiel esposa que es necesario que se separe de ella para evitar un mal mayor; que el pueblo, indignado de su plebeyo nacimiento, le obliga a buscar una digna alianza.
-Es preciso -le dice- que os retiréis de nuevo a vuestro techo de bálago y de helecho, y que otra vez vistáis vuestra ropa de pastora que he manda­do que os preparen.
Con una muda constancia inalterable, la Princesa escuchó pronunciar su sentencia; pero, bajo la apa­riencia de un semblante sereno, en silencio devora su pena, sin que el dolor disminuya su encanto.
De sus bellos ojos caían gruesas lágrimas, de la misma manera que, al llegar la primavera, luce el sol y llueve al mismo tiempo.
-Vos sois mi esposo, mi señor y mi dueño -dijo ella, a punto de caer desvanecida, y, por más es­pantoso que sea lo que acabo de escucharos, yo sa­bré demostraros que para mí nada hay más precio­so que obedeceros.
Enseguida se retira a su estancia y, despojándose de las ricas vestiduras, con sosiego, sin decir nada, mientras su corazón suspira, se pone las ropas que llevaba cuando guardaba las ovejas. Y, equipada con aquel humilde y sencillo vestido, aborda al Prínci­pe y le dice:
-No puedo alejarme de vos sin obtener el per­dón por no haber podido complaceros; yo puedo soportar el peso de mi miseria, Señor, pero no pue­do soportar vuestro enfado; conceded esta gracia a mi arrepentimiento verdadero y viviré contenta en mi triste hogar, sin que el tiempo jamás pueda alte­rar ni mi humilde respeto ni mi fiel amor.
Tanta sumisión y tanta grandeza de alma bajo un vestido tan vil estuvieron a punto de despertar en el corazón del Príncipe, en aquel momento, todos los trazos de la primera llama, y ya estaba dispues­to a revocar la orden de su destierro, movido por tan poderoso encanto que, casi a punto de prorrum­pir en lágrimas, comienza a avanzar para ir a abra­zarla, cuando, de pronto, la imperiosa gloria de man­tenerse firme en su sentimiento sobre su amor obtuvo la victoria y le hizo responder con dureza:
-De todo el tiempo pasado he perdido la memo­ria; me alegra que os arrepintáis; marchaos, ya es tiempo de partir.
Ella parte al momento, y al mirar a su padre, que se había ataviado con su rústico indumento y que, con el corazón traspasado por un amargo dolor, llo­raba el cambio tan súbito, tan repentino, le dice:
-Regresemos de nuevo a nuestros sombríos bos­cajes, volvamos a habitar nuestras cabañas salva­jes, y, sin pesar alguno, dejemos la púrpura de Pa­lacio; en nuestras cabañas no tendremos tantas magnificencias, pero, en cambio, encontraremos ma­yor inocencia, y una paz y un reposo mayor.
En cuanto llega a su soledad vuelve a coger la rueca y los husos y se va a hilar junto al mismo arro­yo en que la había encontrado el Príncipe. Su cora­zón, tranquilo y sin hiel, pide cien veces cada día al Cielo que colme a su esposo de gloria y de riquezas, y que no le niegue ninguno de sus deseos: un amor sustentado con caricias no sería más ardiente que el suyo.
Ese querido esposo, al que ella echa de menos, queriéndola probar más todavía, envía mensajeros a su retiro para decirle que venga a verle.
-Grisélidis -le dice en cuanto se presenta, es preciso que la Princesa a quien mañana doy la mano en el templo se sienta contenta de mí y de vos. Os pido que empleéis todos vuestros cuidados y quiero que me ayudéis a agradar al objeto de mis aspira­ciones; vos sabéis de qué modo me gusta que me sirvan, nada de ahorros ni de reservas, que todo sea principesco y al estilo de un Príncipe enamorado.
Emplead todos vuestros cuidados en preparar muy bien sus habitaciones, haced que la abundancia y la riqueza y que la limpieza y la distinción se vean por doquier; en fin, tened siempre presente que es una joven Princesa a la que amo tiernamente. Y para que os hagáis mejor el cargo de los cuidados que debéis tener, voy ahora a haceros ver a quién os encargo servir de este modo.
Tal como se muestra a las puertas de Oriente la Aurora que nace, lo mismo apareció la Princesa al llegar, y aún más bella. Grisélidis, al acercarse a ella, sintió en el fondo de su corazón un dulce trans­porte de su ternura maternal; el recuerdo de los tiempos pasados, de sus días felices, invade su co­razón.
-¡Ay! Mi hija -dice en su interior, si el Cielo favorable hubiera escuchado mis deseos, sería así de mayor, y quizá tan bella.
En aquel mismo momento concibió por la joven Princesa un amor tan intenso y violento que apenas se ausentó, siguiendo, sin saber por qué, su instinto, le dijo:
-Permitidme, Señor, que os diga que esta Prin­cesa tan encantadora, de la que vais a ser esposo, criada en medio de comodidades, entre púrpuras y suntuosidades, no podrá soportar, sin perder la vida, el mismo trato que yo he recibido de vos.
La necesidad y mi nacimiento bajo me habían en­durecido para el trabajo y podía, sin esfuerzo, su­frir toda clase de males, incluso sin murmurar y sin quejarme; pero ella, que jamás ha conocido ningún dolor, morirá ante el más mínimo rigor o a la menor palabra que sea un poco seca o dura. ¡Ay, Señor, os suplico que la tratéis con dulzura!
-Pensad -le dice el Príncipe con un tono seve­ro- sólo en servirme como mejor podáis; no hace falta que una simple pastora venga a darme leccio­nes y se ponga a enseñarme mi deber.
Grisélidis, al oír esto, sin decir palabra, baja los ojos y se retira.
Entretanto, los nobles invitádos al himeneo lle­gan de todas partes, y en una magnífica sala donde el Príncipe los reúne, antes de que se encienda la antorcha nupcial, a todos les habla de este modo:
-No hay en el mundo cosa mejor después de la esperanza. Nada hay más engañoso que la aparien­cia; esto podemos verlo aquí en un ejemplo eviden­te, porque, ¿quién no creería que mi joven amante, a quien ya veo hecha Princesa por el himeneo, es feliz y tiene el corazón radiante? Pues, no obstante, no lo está. ¿Y a quién se le podrá no hacer creer que este joven guerrero, amante de la gloria, no está deseando ver este himeneo, precisamente él, que en el torneo siempre alcanza la victoria sobre todos sus rivales? Pues, sin embargo, no es verdad.
¿Quién no creería que, dominada por una justa cólera, Grisélidis no está llorando y desesperada? Pues no se queja, ella consiente en todo, y nada ha podido agotar su paciencia.
¿Y quién no creería, en fin, que nada puede igua­lar el afortunado curso de mi destino, viendo los atractivos del objeto de mi deseo? Sin embargo, si el himeneo me anudase en sus brazos, concebiría yo un dolor profundo, y de todos los Príncipes de la tierra sería el más desdichado. Este enigma quizá os resulte difícil de comprender; dos palabras os harán entender y os harán olvidar todos los males que acabáis de oír. Sabed -continuó- que esta per­sona encantadora que habéis creído que me ha he­rido el corazón es mi hija, y ahora se la concedo como mujer a este joven caballero, que la ama con extremado amor, y por la que de igual modo es amado.
Aún más, sabed que, conmovido vivamente por el celo y la paciencia de esta esposa prudente y fiel que yo he arrojado indignamente, la recibo otra vez, a fin de reparar, con todo lo que el amor tiene de más dulce, el trato duro y bárbaro que recibió de mi ánimo celoso.
Voy a poner mayor aplicación ahora en prevenir todos sus gustos, más de la que puse en mi deseo extraño de abrumarla a fuerza de disgustos; y si en los tiempos futuros perdurará la memoria de los tormentos con los que no pude abatir su corazón, quiero que se hable aún más de la gloria con que habré coronado su suprema virtud.
Como cuando una densa nube oscurece el día, y el cielo total-mente ennegrecido amenaza con una horrenda tormenta, si de este velo oscuro, abierto por los vientos, sale un rayo de luz brillante y baña el paisaje, así en todos los ojos donde reinaba la tristeza estalla ahora una viva alegría. Ante esta declaración inesperada, la joven Princesita, contentí­sima al saber que el Príncipe le dio la vida, se arroja a sus pies y le abraza con vehemencia. El padre, en­ternecido al ver el gesto de su hija, la levanta, la besa y la conduce donde está su madre, a quien tan­to placer, en aquel mismo instante, casi la priva de conocimiento. Su corazón, que en tantas ocasiones ha sido presa de los más duros golpes de la desgra­cia y ha soportado tan bien el dolor, ahora está a punto de sucumbir al peso de la alegría; a duras penas, sus brazos podían estrechar a la hija adora­ble que le envía el Cielo, pues no hacía más que llorar.
-Ya tendrás tiempo -le dice el Príncipe- para satisfacer las ternuras de la sangre; volveos a poner los vestidos que exige vuestro rango, pues tenemos que ir de boda todavía.
Condujeron al templo a los dos jóvenes amantes, en donde hicieron la mutua promesa de quererse tiernamente para siempre. Luego todo se vuelven diversiones, torneos magníficos, juegos, danzas, mú­sicas y festines deliciosos, en donde todos los ojos se vuelven hacia Grisélidis. Su probada paciencia es ensalzada hasta el Cielo por mil elogios gloriosos: es tal la complacencia que por su caprichoso Prín­cipe siente el pueblo jubiloso, que hasta elogian la prueba cruel que ha originado un modelo tan perfec­to, una virtud tan bella, a esa mujer tan convenien­te, aunque tan rara en todos los lugares.

1.026. Perrault (Charles) - 074



[1] Parece ser, aunque no es seguro, que este cuento está dedicado a Mademoiselle Lhéritier (1664-1734), sobrina de Per­rault, por la que sintió gran afecto, y que también escribió cuentos de hadas.
[2] En la mitología griega Dios del Matrimonio.
[3] Símbolo de los musulmanes y turcos.

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