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viernes, 26 de diciembre de 2014

La bella durmiente del bosque

Erase una vez un Rey y una Reina que estaban tan tristes por no tener hijos que no hay palabras para decirlo. Fueron a probar todas las aguas del mundo, hicieron votos, peregrinaciones, pequeñas devociones, todo lo pusieron en práctica, pero no sirvió de nada.
Hasta que un día, por fin, la Reina se quedó em­barazada y dio a luz una niña. Celebraron un gran bautizo y dieron a la Princesita como madrinas a to­das las hadas que pudieron encontrar en el país (se encontraron siete), para que cada una le concediera un don, como era costumbre de las Hadas en aque­llos tiempos, y la Princesa tuviera todas las perfeccio­nes imaginables.
Después de las ceremonias del bautizo, todos los in­vitados se dirigieron al Palacio del Rey, adonde se celebraba un gran festín para las Hadas. Colocaron delante de cada una de ellas un cubierto magnífico con un estuche de oro macizo, en el que había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, ador­nado de diamantes y de rubíes. Pero cuando cada una ya estaba sentándose a la mesa, se vio entrar a una Hada vieja, a la que no habían convidado, porque ha­cía más de cincuenta años que no salía de una torre y la creían muerta o encantada.
El Rey hizo que la dieran un cubierto, pero no hubo modo de que la dieran un estuche de oro macizo como a las demás, porque no había mandado hacer más que siete para las siete Hadas. La vieja pensó que le hacían un desprecio y farfulló algunas ame­nazas entre sus dientes. Una de las Hadas jóvenes que se encontraba a su lado, la oyó, e imaginando que podría darle a la Princesita algún don molesto, en cuanto se levantaron de la mesa, fue a esconderse detrás de un tapiz para hablar la última y poder repa­rar hasta donde le fuera posible el daño que hubiera hecho la vieja.
Entretanto, las Hadas empezaron a conceder sus dones a la Princesa. La más joven le concedió el don de ser la persona más bella del mundo, la siguiente el de tener más encanto que un ángel, la tercera el de mostrar una gracia admirable en todo lo que hi­ciera. La cuarta el de bailar perfectamente, la quinta el de cantar como un ruiseñor y la sexta, el de tocar toda clase de instrumentos a la perfección.
Al llegarle el turno a la vieja Hada, ella le dijo, sacudiendo la cabeza más por despecho que por su vejez, que la Princesa se pincharía la mano con un huso y que moriría.
Este don terrible hizo estremecerse a todos los in­vitados, y no hubo nadie que no llorase. En aquel mismo instante, el Hada joven salió de detrás del tapiz y pronunció en alto estas palabras:
-Tranquilizaos, Rey y Reina, vuestra hija no mo­rirá; en verdad que no tengo suficiente poder para deshacer por completo lo que ha hecho mi vieja com­pañera. La Princesa se pinchará la mano con un huso, pero en vez de morir caerá en un profundo sueño que durará cien años, al cabo de los cuales el hijo de un Rey vendrá a despertarla.
El Rey, tratando de evitar la desgracia anunciada por la vieja, hizo publicar un edicto por el que prohi­bía a todas las personas hilar con huso ni tener husos en su casa, bajo pena de muerte.
Al cabo de quince o dieciséis años, habiendo ido el Rey y la Reina a una de sus casas de recreo, suce­dió que la joven Princesa, corriendo un día por el castillo, y subiendo de habitación en habitación, llegó hasta lo alto de un torreón a un desván, donde una buena vieja hilaba a solas el copo. Esta buena mujer no había oído hablar de la prohibición que había he­cho el Rey de hilar con huso.
-¿Qué hacéis aquí, buena mujer? -dijo la Prin­cesa.
-Estoy hilando, hermosa niña -le respondió la vieja, que no la conocía.
-¡Ah! ¡Qué bonito es! -prosiguió la Princesa. ¿Cómo hacéis? Dádmelo, a ver si sé hacerlo yo tam­bién.
Apenas cogió el huso, como era muy viva, un poco atolondrada, y como además la sentencia de las Ha­das así lo ordenaba, se pinchó la mano y cayó desva­necida.
La buena vieja, muy turbada, pide socorro: vienen de todas partes, echan agua al rostro de la Princesa, la desabrochan, le dan palmadas en las manos, le frotan las sienes con agua de la Reina de Hungría[1], pero nada la hace volver en sí.
Entonces el Rey, que había subido al oír el ruido, se acordó de la predicción de las Hadas, y compren­diendo que esto tenía que suceder, ya que las Hadas lo habían dicho, mandó poner a la Princesa en la es­tancia más hermosa de Palacio, sobre un lecho bor­dado de oro y plata. Parecía un ángel, tanta era su belleza, pues su desmayo no le había quitado los co­lores vivos de su tez: sus mejillas estaban encarna­das y sus labios parecían de coral; ella tenía solamen­te los ojos cerrados, pero se la oía respirar suavemen­te, lo que hacía ver que no estaba muerta.
El Rey ordenó que la dejasen dormir en paz, has­ta que le llegara la hora de despertarse. El Hada bue­na que le había salvado la vida, condenándola a dor­mir cien años, se hallaba en el Reino de Mataquin, a doce mil leguas de allí, cuando le sucedió a la Prin­cesa el accidente; pero en el mismo instante fue avi­sada por un enanito que tenía las botas de siete le­guas (eran unas botas con las que se andaba siete leguas de una sola zancada).
El Hada partió enseguida, y se la vio llegar al cabo de una hora en una carroza de fuego, tirada por dragones. El Rey fue a ofrecerle la mano cuando ba­jaba de la carroza. Ella aprobó todo lo que él había hecho, pero como era muy previsora, pensó que cuan­do la Princesa se despertara se encontraría muy con­fusa al verse sola en aquel viejo castillo. Veamos lo que hizo.
Tocó con su varita todo lo que había en el castillo (excepto al Rey y a la Reina), a las dueñas, damas de honor, azafatas, gentiles-hombres, oficiales, mayor­domos, cocineros, marmitones, pinches, guardias, por­teros, pajes, lacayos; tocó también a todos los que estaban en las cuadras, con los palafreneros, los gran­des mastines de las cabellerizas, y a la pequeña Puf, la perrita de la Princesa, que estaba a su lado, encima de su cama. Apenas los hubo. tocado, se durmie-ron todos para no despertarse hasta el mismo momento que su dueña, con el fin de estar todos preparados para servirla cuando lo necesitara; y hasta los mis­mos asadores que estaban puestos al fuego se dur­mieron, y también el fuego. Todo esto se hizo en un momento; las Hadas no tardaban mucho en hacer su cometido.
Entonces, el Rey y la Reina, después de besar a su querida hija sin que se despertara, salieron del cas­tillo e hicieron publicar un bando con la prohibición de que nadie se acercara a él. Tal prohibición no era necesaria, porque en un cuarto de hora crecieron al­rededor del parque tal cantidad de árboles grandes y pequeños, de zarzas y de espinos entrelazados los unos con los otros, que ni hombre ni animal hubieran podido pasar: de forma que sólo se veía lo alto de las torres del castillo, y eso desde muy lejos. Nadie dudó que el Hada había ejercido sus artes para que la Princesa mientras durmiera no tuviese nada que temer de los curiosos.
Al cabo de cien años, el hijo del Rey que reinaba entonces, y que era de distinta familia que la Prin­cesa dormida, yendo de caza por aquella parte, pre­guntó qué torres eran las que se veían por encima de un bosque muy espeso; cada uno le respondió se­gún lo que había oído decir. Unos decían que era un viejo castillo donde aparecían espíritus; otros que todas las brujas de la comarca celebraban allí su aquelarre. La opinión más común era que un ogro vivía en él, y que se llevaba allí a todos los niños que podía atrapar, para poder comérselos a sus anchas sin que le siguieran, pues sólo él tenía el poder de abrirse paso por el bosque.
El Príncipe no sabía a qué dar crédito, cuando un viejo campesino tomó la palabra y le dijo:
-Príncipe, hace más de cincuenta años oí decir a mi padre que había en este castillo una Princesa, la más bella del mundo; que tenía que dormir cien años y que la despertaría el hijo de un rey, a quien estaba destinada.
Al oír estas palabras, el joven Príncipe fue todo fuego; creyó sin vacilar que llevaría a cabo tan bella aventura, y empujado por el amor y por la gloria, determinó ver en el acto qué era aquello. Apenas avanzó a través del bosque cuando todos los árboles, las zarzas y los espinos se apartaron por sí mismos para dejarle pasar: se dirige hacia el castillo que veía al fondo de una gran alameda, por la que hizo su en­trada, y lo que le sorprendió un poco fue que nadie de su gente había podido seguirle, porque los árboles habían vuelto a juntarse en cuanto pasó.
No dejó de proseguir su camino: un Príncipe joven y enamorado siempre es valiente. Entró en un gran patio, donde todo lo que vio al principio era para he­larle de espanto. Reinaba un silencio horroso, la ima­gen de la muerte aparecía por todas partes y no había más que cuerpos tendidos de hombres y de animales que parecían muertos. Sin embargo, por la nariz llena de granos y la cara bermeja de los porteros, se dio cuenta de que sólo estaban dormidos, y sus tazas, donde quedaban todavía algunas gotas de vino, mos­traban que se habían quedado dormidos bebiendo.
Atraviesa un gran patio pavimentado de mármol, sube la escalera, entra en la sala de guardias, que es­taban colocados en fila, con la carabina al hombro y roncando a más y mejor. Atraviesa varias estancias, llenas de gentiles-hombres y de damas, todos dormi­dos, unos de pie, otros sentados; entra en una estan­cia toda dorada y vio en un lecho, cuyas cortinas es­taban corridas por completo el más bello espectácu­lo que pudo ver jamás: una Princesa que parecía te­ner quince o dieciséis años, y cuyo brillo resplande­ciente tenía no sé qué de luminoso y divino. Se acer­có temblando, maravillado y se arrodilló a su lado. Entonces, como había llegado el fin del encantamien­to, la Princesa se despertó y mirándole con ojos muy tiernos, más de lo que una primera mirada puede permitir, le dijo:
-¿Sois vos, Príncipe mío? Os habéis hecho espe­rar mucho tiempo.
El Príncipe, encantado de oír estas palabras, y so­bre todo por el modo como las había dicho, no sabía cómo testimoniarle su alegría y su agradecimiento; la aseguró que la quería más que a sí mismo. Sus razones fueron muy desordenadas, pero por eso le gustaron más: poca elocuencia, mucho amor. Estaba más turbado que ella, y no hay que extrañarse de ello: a ella le había dado tiempo de soñar lo que tendría que decirle, porque parece ser (la historia, sin embargo, de esto no dice nada), que el Hada bue­na le había proporcionado el placer de soñar cosas agradables durante tan largo sueño. En fin, hacía cua­tro horas que estaban hablando y todavía no se ha­bían dicho la mitad de las cosas que tenían que de­cirse.
Mientras, todo el palacio se había despertado al tiempo que la Princesa: cada uno pensaba en su ta­rea, y como no todos estaban enamorados, se morían de hambre; la dama de honor, que tenía prisa como los demás, se impacientó y dijo en alto a la Princesa que la comida estaba servida. El Príncipe ayudó a la Princesa a levantarse; ella estaba vestida del todo y con gran magnificencia; pero él se guardó bien de decirle que iba vestida como su abuela, y que todavía llevaba gorguera; no por eso estaba menos bella.
Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron, servi­dos por los oficiales de la Princesa; los violines y los oboes tocaron piezas antiguas pero excelentes, aun­que hacía más de cien años que nadie las tocaba; y después de cenar, sin pérdida de tiempo, el gran ca­pellán los casó en la capilla del castillo, y la dama de honor corrió la cortina. Durmieron poco; la Princesa no lo necesitaba mucho, y el Príncipe la dejó por la mañana para volver a la ciudad, donde su padre es­taría muy inquieto por él.
El Príncipe le dijo que, cazando, se había perdido en el bosque, y que había dormido en la choza de un carbonero, que le había dado de comer pan negro y queso. El Rey, su padre, que era buena persona, le creyó, pero su madre no quedó muy convencida, y viendo que iba casi todos los días de caza, y que siempre encontraba una razón a mano para discul­parse, cuando había dormido dos o tres noches fuera de la casa, ya no dudó que tuviera algún amorío: pues vivió con la Princesa más de dos años enteros y tuvo con ella dos niños, de los cuales la primera fue una niña, a quien dieron el nombre de Aurora, y el segundo, un hijo, a quien llamaron Día, porque parecía aún más bello que su hermana.
La Reina, para obligarle a hablar claro, le dijo va­rias veces a su hijo que en la vida había que pasarlo bien, pero él nunca se atrevió a confiarle su secreto; aunque la quería, la temía, porque era de raza de ogresas, y el Rey se había casado con ella sólo por sus muchos bienes; hasta decían bajito en la Corte que tenía las inclinaciones de los ogros, y que al ver pasar a los niños pequeños le costaba el mayor tra­bajo del mundo contenerse para no lanzarse sobre ellos; por eso el Príncipe no quiso nunca decir nada.
Pero cuando murió el Rey, lo que sucedió al cabo de dos años, y que él se vio dueño de todo, declaró públicamente su matrimonio y fue con mucha cere­monia a buscar a la Reina, su mujer, a su castillo. Le hicieron una acogida magnífica en la capital, don­de entró en medio de sus dos hijos.
Algún tiempo después, el Rey fue a hacer la guerra al Emperador Cantalabutto, su vecino. Dejó la regen­cia del Reino a la Reina Madre y le encomendó mu­cho a su mujer y a sus hijos: tenía que estar en la guerra todo el verano. En cuanto se fue, la Reina Madre envió a su nuera y a sus hijos a una casa de campo para poder satisfacer más fácilmente su horri­ble deseo. Fue allí unos días después, y le dijo una noche a su mayordomo:
-Mañana, para comer, quiero que me pongas a la pequeña Aurora.
-¡Ah, señora! -dijo el mayordomo.
-Yo lo quiero -dijo la Reina (y lo dijo con el tono de una ogresa que tiene ganas de comer carne fresca)- y quiero comérmela con salsa Robert[2].
El pobre hombre, al ver que no podía oponerse a una ogresa cogió su gran cuchillo y subió a la habita­ción de la pequeña Aurora: Tenía por entonces cua­tro años, y vino saltando y riendo a arrojarse a su cuello pidiéndole bombones.
El se echó a llorar, el cuchillo se le cayó de las manos, y se fue al corral a degollar a un corderito, y lo preparó en una salsa tan buena que su ama le aseguró que nunca había comido algo tan rico. Al mismo tiempo se había llevado a la pequeña Aurora y se la había dado a su mujer para que la escondiera en el cuarto que tenía al fondo del corral.
Ocho días después la malvada Reina le dijo a su mayordomo:
-Quiero cenar al pequeño Día.
El no replicó; resuelto a engañarla como la otra vez, se fue a buscar al pequeño Día y le encontró con un pequeño florete en la mano, con el que esta­ba practicando esgrima con un gran mono: y eso que no tenía más que tres años. Se lo llevó a su mujer, que le escondió con la pequeña Aurora, y le sirvió en lugar del pequeño Día un cabritillo muy tierno, que la ogresa encontró extraordinariamente bueno.
Hasta ahora todo había ido muy bien, pero una no­che la malvada Reina le dijo al mayordomo:
-Quiero comerme a la Reina con la misma salsa que sus hijos.
Fue entonces cuando el pobre mayordomo desespe­ró de poder engañarle otra vez. La joven Reina pasa­ba ya de los veinte años, sin contar los cien que había dormido: su piel era un poco dura, aunque bella y blanca. ¿Cómo encontrar en el corral un animal tan duro? Para salvar su vida tomó la resolución de cor­tarle el cuello a la Reina; así es que subió a su estan­cia, con intención de terminar de una vez; se puso todo furioso y entró con el puñal en la mano en la estancia de la joven Reina. Sin embargo no quiso sorprenderla y la comunicó con mucho respeto la or­den que había recibido de la Reina Madre.
-¡Hacedlo, hacedlo! -dijo ella presentándole el cuello, ¡ejecutad la orden que se os ha dado, volve­ré a ver a mis hijos, a mis pobres hijos, a quienes tanto he querido (ella los creía muertos desde que se los habían quitado sin decirle nada).
-No, no, señora -le respondió el pobre mayordo­mo completamente enternecido, no moriréis y no dejaréis de ir a ver a vuestros queridos hijos, pero será en mi casa, donde los he escondido, y engañaré de nuevo a la Reina, dándole de comer una joven cierva en vuestro lugar.
La condujo enseguida a su habitación, donde la dejó abrazar a sus hijos y llorar con ellos, y fue a aderezar una cierva, que comió la Reina a la cena, con el, mismo apetito que si hubiera sido la joven Reina. Estaba muy contenta de su crueldad y se dis­ponía a decir al Rey a su regreso, que los lobos ra­biosos se habían comido a la Reina su mujer y a sus dos hijos.
Una noche que vagaba según su costumbre por los patios y corrales del castillo para olfatear carne fres­ca, oyó en una sala llorar al pequeño Día, porque la Reina, su madre, quería hacerle azotar, por haber sido malo. Y oyó, también, a la pequeña Aurora que pedía perdón por su hermano. La Ogresa conoció la voz de la Reina y de sus hijos, y furiosa por haber sido engañada, encargó a la mañana siguiente, con una voz espantosa, que hacía temblar a todo el mun­do, que llevaran en medio del patio una gran cuba, que hizo llenar de sapos, víboras, culebras y serpien­tes, para echar viva a la Reina y a sus dos hijos, al Mayordomo, a su mujer y a su sirvienta: había dado la orden de llevarlos con las manos atadas a la es­palda.
Estaban allí, y los verdugos se disponían a tirarlos a la cuba, cuando el Rey, a quien no esperaban tan pronto, entró en el patio a caballo; había venido por la posta, y preguntó muy extrañado lo que significaba aquel horrible espectáculo; nadie se atrevía a decír­selo, cuando la Ogresa, rabiosa de ver lo que veía, se tiró ella misma de cabeza a la cuba, y fue devo­rada en un instante por los repugnantes bichos que había mandado poner. El Rey no dejó de sentirlo; al fin y al cabo, era su madre; pero pronto se conso­ló con su bella esposa y sus hijos.

MORALEJA

Es cosa natural esperar algún tiempo para tener esposo rico, guapo, galante y cariñoso, pero esperarlo cien años y, además, durmiendo, es muy difícil en­contrar una mujer que pueda hacerlo tranquilamente.
La Fábula parece, además, querernos hacer com­prender que a menudo, los lazos de Himeneo no son menos dichosos porque se difieran, y que nada se pierde con esperar; pero el sexo femenino con tanto ardor aspira a la promesa conyugal que no tengo la fuerza ni el valor de predicarle esta moraleja.

1.026. Perrault (Charles) - 074

[1] Agua medicinal hecha con vino y flor de romero.
[2] La salsa Robert está hecha con cebolla, sal, pimienta, vi­nagre y mostaza.

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