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viernes, 26 de diciembre de 2014

El oso pastor

Un rebaño de renos estaba pastando en un prado cuando llegó un tigre, apartó a unos cuantos y los empujó hacia la taigá. Mató a uno y, mientras lo devoraba, los otros huyeron espantados. No supieron volver al lugar donde había quedado el rebaño y siguieron pastando ellos.
En esto, se encontraron con un oso.
El oso era ya viejo y se le daba mal la caza. No sé si comería poco o mucho, pero el caso es que estaba muy flaco y el pelo se le caía a puñados.
«¡Qué suerte! -pensó el oso al ver a los renos. Ahora me quedo con ellos. Me dedicaré a la cría de renos, como hacen los hombres. Estos tendrán crías, y ya no me faltará carne en la vida. Además, que pastar renos no es difícil.»
Encantado, el oso juntó a los renos en un sitio, cerca de su osera. El también se sentó por allí, tan contento, calculando cuál se comería primero.
Los renos, viendo que el oso no les hacía nada, se pusieron a pastar, con la cabeza gacha para encontrar el musgo. El oso los miraba sin entender lo que hacían. Parecía como si prestaran oído a algo... Y se asustó, creyendo que escuchaban por si venía su amo.
Se acercó el oso a uno de los renos y le preguntó:
-¿Qué escuchas?
El reno callaba. El oso se lo preguntó a otro, que se le quedó mirando, pero sin contestar. Y es que a los renos les daba risa: el oso quería hacerse criador de renos y ni siquiera sabía lo que comían los renos.
El oso anduvo de aquí para allá, de un reno a otro, hasta que se puso a jadear. Y se dijo:
-¡Vaya un trabajo duro!
Mientras no se comieron todo el musgo, los renos se quedaron pastando cerca de aquella osera. Cuando lo terminaron, fueron alejándose. Otra vez le entró miedo al oso: de esa manera, podían marcharse del todo. Porque no sabía el oso que los hombres van detrás de los renos en su pastoreo. El oso se empeñó en hacerlos volver. Pero, mientras él conducía a uno de vuelta hacia la osera, otro se largaba en busca de musgo y lo perdía de vista.
Agotado ya y viendo que no podía hacerlos volver, tuvo que marcharse el oso tras ellos. Y no hacía más que mirar hacia atrás, muy triste de abandonar su vieja y tibia osera. Pero, como tampoco quería perder los renos, entre suspiro y suspiro iba alejándose de ella...
-¡Cuidado que es duro esto de pastar los renos! -se decía.
De haberlo sabido, nunca me hubiera puesto a ello.
De esta manera se alejó mucho el oso de su guarida. En esto se encontró con un lobo y una zorra.
-¡Hola! -le dijeron. ¿Qué haces tú por aquí? -Pues ya veis, que me he hecho criador de renos. La zorra movió el rabo, sacudió la cabeza.
-Ya era hora. Mi vecino el lobo y yo tenemos nuestros renos hace ya mucho tiempo. Ahora vivimos bien. Comemos carne de reno.
-Es que yo estoy rendido de andar tras ellos -dijo el oso.
-Porque no tienes costumbre -contestó la zorra. ¡Pobre, pobre vecino! Cuando no se tiene costumbre, es muy duro. No sé cómo vas a arreglártelas en invierno...
El oso se quedó pensativo. En efecto, ¿qué iba a hacer él con los renos en invierno? Porque los inviernos, él se los pasaba dormido. Y si se dormía, los renos se marcharían. ¿Dónde iba a buscarlos?
Les dijo a la zorra y al lobo:
-¿Por qué no me ayudáis a guardarlos?
La zorra, que era muy astuta, hizo como si se quedara pensando, aunque no tenía más idea que la de engañar al oso. Hasta que le dijo:
-La verdad es que no sé cómo vamos a ayudarte. No podremos. Es muy difícil. En fin, tenemos que ayudarnos los unos a los otros. Déjanos tus renos. Esta primavera vienes y los recoges.
La zorra y el lobo se llevaron los renos a la taigá.
E1 oso se quedó bailando de contento. Se decía: «¡Bien he engañado a esos dos tontos! Van a pasarse el invierno entero detrás de los renos y yo tengo la comida asegurada para la primavera y el verano: toda la carne será para mí.» Volvió a toda prisa a su guarida y se durmió para todo el invierno.
La zorra y el lobo se adentraron con los renos en el bosque. El lobo iba matando renos y los dos pícaros tuvieron comida todo el invierno.
Mientras, dormido en su guarida, el oso soñaba con los renos bien cebados, tan gordos, que les goteaba la grasa. «¡Que atracón de carne me daré este verano!», soñaba. Y cuanto más le sonaban las tripas del hambre, más gordos veía a los renos en sueños.
Llegó la primavera. El sol derritió la nieve. Corrieron arroyos por la tierra y en los árboles comenzaron a despuntar las yemas. Despertó el oso de su sueño invernal y abandonó su guarida. Iba por la taigá, tambaleándose de pura debilidad, con los flancos hundidos y las lanas cayéndosele a puñados.
Llegó el oso donde la zorra y el lobo, que estaban tan gordos y lustrosos después de cebarse todo el invierno. La zorra corrió a recibirle y se puso a dar vueltas a su alrededor como si, de la alegría, no supiera qué hacerse con tan amable visitante ni dónde acomo-darle mejor, y venga a hablar, sin dejarle meter baza, hasta que por fin preguntó:
-Bueno, ¿y dónde están mis renos, vecina? La zorra se puso a hacer aspavientos:
-¡No sabes el disgusto que tenemos con lo de tus renos, vecino! Se han perdido todos.
-¿Cómo que se han perdido? -inquirió el oso pasmado.
-Nada, que se escaparon.
-¿Qué es eso de que se escaparon? -repitió el oso enfadado.
-Pues lo que te digo: se escaparon, y se acabó. Ya comprenderás que si tú, que eras su amo, no pudiste hacer carrera de ellos, menos podíamos conseguirlo nosotros.
-Bueno, ¿y los vuestros? -preguntó todavía el oso mirando a su alrededor y viendo que por todas partes había calaveras y huesos de renos.
La zorra hizo más aspavientos todavía, fingió que se le saltaban las lágrimas y le pegó tal codazo al lobo que le arrancó un aullido.
-Lo de los nuestros ha sido espantoso -lloriqueaba la zorra. A nuestros renos se los comieron las polillas, vecino.
-¿Las polillas? -se extrañó el oso.
-Sí, sí, las polillas. Cayeron sobre los renos, se les metieron entre las lanas, que las tienen tan tupidas, y antes de que nos diéramos cuenta los habían devorado y no nos dejaron ni uno...
La zorra miró los huesos, ¡y venga a lamentarse sollozando!
-¡Ay, pobrecitos míos! ¡Con lo buenos que eran! ¡Tanto como yo los quería!
Compadecido de la zorra, el oso se puso a consolarla:
-No llores, vecina. Son cosas que pasan...
Se rascó la nuca, se quedó pensando un rato y terminó:
-Si se los comieron las polillas, ¿qué puedes hacer ya? En cuanto a mí, se conoce que no he nacido para criador de renos, vecina. Nunca tendré otro rebaño.
Y volvió el oso muy triste a la taigá.
Desde entonces, ni se acerca a los renos.

1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074

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